EL viaje prosiguió sin novedades dignas de mención hasta que llegaron a su punto de destino, situado en medio de ninguna parte.
—¿Estás seguro de que es aquí? —preguntó por enésima vez Isa Litzu.
—Fijaré nuestra posición al mediodía, pero sí, me juego lo que quieras.
La pregunta de la capitana era más retórica que otra cosa. Había pasado muchas horas reunida con el científico en su camarote, estudiando cartas náuticas y escuchando explicaciones. Según Valera, las coordenadas que había memorizado en la estatua de Malibi reflejaban la posición del meridiano cero primigenio. ¿Había que buscarlo al este o al oeste del actual? La segunda hipótesis parecía más lógica. El lugar del presunto aterrizaje quedaba así relativamente cerca de Fan’dhom, lo que concordaba con fuentes bibliográficas fiables. Además, en tal caso el meridiano cero pasaba por un accidente geográfico notable: las Horcas Caudinas, en la lejana isla de Tabh’arca. La otra opción implicaba que el meridiano cero no tocara tierra ni de lejos, lo que parecía absurdo.
Así que por fin habían llegado al final del periplo, como Valera corroboró tras usar cronómetro, sextante y un pequeño teodolito modificado para fijar la posición respecto a la Morada de los Muertos. Azami y Nadira, sin nada mejor que hacer, se acercaron a fisgonear.
—Y ahora ¿qué, chico listo? —le preguntó socarrón el capitán, abarcando con sus brazos la vastedad de alta mar—. ¿Dónde están los carros de los dioses?
El doctor no se enfadó ante aquella muestra de incredulidad. Por supuesto, le hubiera encantado toparse con un islote que no figurara en los mapas, en vez de aquel desierto gaseoso. Sin embargo, no todo estaba perdido.
—Deberíamos echar el escandallo para averiguar la profundidad y calidad del lecho oceánico. Tal vez el nivel del mar fuera más bajo en la antigüedad, y aquí mismo se alzara una isla.
—Inasequible al desaliento, ¿eh? —Isa Litzu le dio una palmada en el hombro—. Apostaría a que la sonda no toca fondo hasta por lo menos mil metros. Estamos a unos trescientos kilómetros de Fan’dhom, hijo mío, en pleno mar abierto.
—Acepto la apuesta —respondió Valera, picado en su amor propio—. ¿En dinero o en especie?
Quienes escuchaban el diálogo rieron de buena gana. La gente estaba de magnífico humor salvo Azami, aunque poco a poco iba recobrándose. Habían contado al resto de la tropa que Salomón acudió a rescatarlos cuando se olió algo raro, y cayó valerosamente en acto de servicio. No convenía socavar la moral o fomentar recelos hablando de traidores. Pero en verdad había sido un golpe muy duro para el veterano capitán. ¿Cómo volvería a creer en la lealtad de sus hombres? Por fortuna para él, la sargento Nadira se empeñó en que su oficial favorito no se hundiera en la depresión, y lo estaba logrando. Sus amigos discutían sobre si esta actitud se debía a la fidelidad hacia un superior, o había algo más profundo. Al final, bromeaba Valera, aquello iba resultar como una de esas novelas rosas sobre vacaciones en el mar y románticos cruceros de placer, que tanto gustaban a las adolescentes republicanas.
Por su parte, Isa Litzu no podía quejarse. Había hecho un magnífico negocio en Felinia, sobrevivió a una aventura que podría contar a sus pares cuando regresase a Hu-wan y disponía de un argumento para hacer sentirse culpable a Práxedes, por el peligro en que los había puesto a todos su loca búsqueda de los dioses. Ese día se hallaba de buen talante, y recogió el envite del sabio.
—¿En especie, eh? Modestia aparte, creo que saldrías ganando con el cambio —más risas—. Pero sigo pensando que navegamos sobre nubes profundas. Si estoy en lo cierto, cosa harto probable, te toca convidar a toda mi tripulación a unas cuantas rondas en la primera tasca que pisemos.
—Eso sería mi ruina… En fin, estimo que ahora mismo flotamos encima de unos bajíos. Si acierto, tendrás que apoquinar de tu bolsillo una cena de lujo en el mejor restaurante de Lárnaca, tú y yo solos. Lo siento, Hakim, pero tu falta de fe en mis teorías te excluye de los beneficios de la apuesta.
A Isa Litzu le sorprendió que el doctor, que nunca antes le había hecho una proposición semejante a ella ni a ninguna otra de las mujeres del barco, saliera ahora con ésas. Tal vez el muy truhán no fuera un ratón de biblioteca asexuado como había supuesto. Bueno, qué más daba. Aquel sabelotodo iba a pagar su osadía, y le vaciarían los bolsillos al calor de un bar.
—Acepto, Práxedes. Traed la sonda con el escandallo.
Ante la expectación general, la cuerda con la plomada untada de sebo comenzó a bajar hasta entrar en contacto con la superficie nubosa. Marineros y soldados se pusieron a cantar los metros cada diez, convencidos de que la cuenta sería larga.
—Hay dos kilómetros de cuerda —informó Omar Qahir—. Espero que sea suficiente —añadió, mirando de reojo al doctor.
Nada más corear el setenta, la cuerda quedó floja. Se hizo un silencio incrédulo. Valera miró a la capitana con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Decías, Isa…?
Las carcajadas debieron de escucharse hasta Lárnaca, lo menos. Cuando los ánimos se calmaron, la capitana logró hacerse oír.
—Apúntate una, Práxedes. ¿Es que siempre logras salirte con la tuya?
—Mi natural recato me impide entrar en detalles. En cuanto a las apuestas, nunca las hago a menos de estar seguro de ganarlas. Hay que tener más fe en los escritos y legados de los antiguos, amigos míos…
—Lo que tú digas. Bueno, has probado que el área pudo estar antaño emergida. Y con eso, ¿qué? No puedes, ni yo te lo consentiría, bajar setenta metros conteniendo la respiración. Los peces se te comerían en un santiamén. Como mucho, cabría dragar el fondo, a ver si damos con alguna reliquia que te satisfaga.
—¿Has olvidado la Gran Conjunción? Esta noche los astros se situarán en la posición adecuada para generar la más espectacular marea que el mundo haya visto en milenios. El océano subirá, luego se retirará y podremos explorar a pie una amplia zona.
—Sigue siendo muy arriesgado.
—Estoy de acuerdo contigo, Isa —intervino Azami—. Alguna que otra vez hemos tenido que acompañar a Práxedes en una de sus locas búsquedas de restos arqueológicos al pie de un acantilado. Aunque el mar se retire, siempre quedan enterrados en la arena o pegados en las rocas un sinfín de bichos malignos: pólipos, escaramujos, sandalias reales, mantas, endriagos…
—Tampoco son tan peligrosos, hijo.
—Calla, insensato. Perdí la cuenta de las veces que evitamos que un pólipo te soltara un latigazo en el pandero. O la de prospecciones en las que enviamos un batallón de soldados delante de ti, armados de palos largos con los que iban pinchando a cualquier cosa que hubiera en la arena, por ver si saltaba con intenciones asesinas. Y más de una saltaba, vaya que sí —apostilló.
La capitana intervino antes de que la discusión pasara a mayores.
—Dejadlo ya, que parecéis críos. Mirad, ya recogen el escandallo. Echémosle un vistazo.
Valera examinó el artilugio con ojo clínico. En ocasiones, a la capa de sebo se adherían pequeñas criaturas de gran interés para la Ciencia, mas en esta ocasión no hubo suerte. El escandallo estaba limpio, salvo un guijarro con cantos angulosos.
—Vaya, debió de tocar fondo pedregoso —tomó la piedrecita entre los dedos y la examinó, enarcando una ceja—. Qué curioso; en mi vida había visto una roca semejante, de este color gris oscuro y una textura que… ¿Os habéis fijado? Uno de los lados es plano y perfectamente liso. Da la impresión de ser un fragmento de algo aún mayor. Quizá se rompió cuando la plomada lo golpeó —los ojos le brillaron de excitación—. ¿Y si fuera una superficie de cemento?
—No me salgas con chorradas —repuso la capitana, un tanto amostazada; de todos modos, ahora que se fijaba, parecía cemento, desde luego. Tal vez aquel chalado tuviera razón.
★★★
La tarde se les hizo corta, como en un suspiro. Llegó la puesta de soles, se tendieron las redes en busca de algas para el hambriento dirigible, las estrellas comenzaron a titilar en el firmamento y se sucedieron las miradas de reojo hacia la Morada de los Muertos, por si los dioses obraban algún prodigio.
Hasta el más insensible de los hombres notaría una cierta atmósfera de tensión, de energía contenida, como si algo insólito fuera a acontecer. Tal vez consistiera únicamente en el poder de la sugestión, o que las teorías del doctor habían calado hondo. O quizá se tratara de algo más. Hasta los animales del océano parecían contagiados de aquel nerviosismo soterrado, y se agitaban más de lo habitual. Los bancos de girópteros ejecutaban insensatas cabriolas, que los llevaban a caer en las fauces de los rondadores fantasmas. Hasta las polifemas, por lo común unas criaturas estólidas, asomaban las cabezas entre las nubes, obsequiaban con una reverencia a sus vecinas más próximas y se sumergían una y otra vez, con la regularidad de un metrónomo. Valera, obviamente, no se retiró a dormir, y tomaba notas en su cuaderno como un poseso. Isa Litzu, con muchos años de navegar a sus espaldas, jamás había visto nada igual. Tampoco se acostó aquella noche, y se limitó a quedarse junto al doctor, mirando el paisaje y maravillándose como cuando era una chiquilla, y empezaba a descubrir la vastedad del mundo a bordo de su primer navío.
Tres horas después del anochecer ocurrió la Gran Conjunción. Tan peculiar alineamiento de cuerpos celestes sólo se daba cada dos mil años, demasiado tiempo para la frágil memoria escrita de la Humanidad. Quien más, quien menos, había imaginado que sus consecuencias serían una versión aumentada de las habituales mareas, pero la realidad superó cualquier expectativa. Nadie habló. Las palabras estaban de más.
Primero llegó una onda de marea que dejó pequeñas a cualesquiera otras que hubiera visto el mundo. Era un muro de nubes de varios cientos de metros de altura, como si el océano se estuviera vertiendo sobre sí mismo. A pesar de que el Orca flotaba a una distancia segura, ni el más curtido de los marineros pudo evitar un escalofrío. El mar, siempre tan predecible, había enloquecido de repente, invitando a las nubes a reunirse con sus hermanas en la Morada de los Muertos.
Y las maravillas no habían hecho más que comenzar. Los más supersticiosos se pusieron a rezar disimuladamente cuando millones de chispas de luz saltaron del muro de nubes hacia el océano en retroceso, muchos metros por debajo. Como señaló el doctor, se trataba de peces luminiscentes que andaban un tanto despistados por el hecho de que la superficie marina se hubiera tornado vertical, pero el saberlo no disminuía la impresión que aquello causaba. Un infante murmuró: «son almas en pena que se arrojan de cabeza al abismo». Ciertamente, no sonaba disparatado en aquella situación. Para acabar de arreglarlo, en la Morada de los Muertos estallaron múltiples tormentas eléctricas, pletóricas de rayos que esbozaban siluetas espectrales. Todo ello ocurría en un silencio sobrenatural, como si la Naturaleza contuviera el aliento.
La pleamar supuso una relativa calma, aunque los peces y otras bestias marinas seguían un tanto inquietas. Incluso el dirigible, una criatura disciplinada y poco impresionable, dejaba traslucir una cierto temblor en la punta de las aletas pectorales. Por supuesto, nadie abandonó la cubierta en toda la noche. Se guardaba una actitud de recogimiento; tan sólo Valera se lo estaba pasando de miedo.
★★★
Faltaba poco para el amanecer cuando llegó la bajamar. Fue como si alguien hubiera excavado medio kilómetro de nubes de punta a punta del horizonte con la ayuda de una pala colosal, y aquel socavón avanzaba lentamente hacia ellos, hasta que el abismo se abrió a sus pies. Los peces luminosos seguían saltando al vacío, como si efectivamente fueran espíritus condenados que se precipitaran de bruces al mismísimo infierno. Su número parecía no tener fin; continuaban cayendo con monótona insistencia, incluso cuando salieron los soles y la luz blancuzca de aquellos seres quedó apagada, revelando a unos extraños bichos rechonchos y de grandes aletas, que ondeaban tras ellos como una capa mientras se abalanzaban hacia su ruina. El mar en retirada empezaba a dejar al descubierto el lecho oceánico, donde aquellos pobres y desorientados animales se espachurraban con un sordo chapoteo.
Por un momento, Azami temió que su amigo el doctor se arrojara por la borda, tal era el ansia del científico por contemplar aquel espectáculo único. El bueno de Práxedes, incapaz de contenerse ya, había roto el silencio casi religioso que imperaba en el barco y no cesaba de señalar y comentar excitado lo que iban desvelando las nubes menguantes.
El fondo del mar presentaba un relieve abrupto, de acusada pendiente. Sin duda se hallaban sobre un macizo montañoso sumergido que, tras milenios de oscuridad, por fin era acariciado por los rayos solares. La erosión lo había respetado en gran medida, y entre peñascos de aristas afiladas aparecían infinidad de huecos que los animales habían convertido en su hogar. Las algas y la fauna bentónica se aferraban al sustrato mediante discos adhesivos o tentáculos que se introducían en las más minúsculas fisuras rocosas.
—Creo que no tendremos que preocuparnos por los animales potencialmente peligrosos a la hora de explorar, Hakim —dijo Valera—. En los acantilados, la Naturaleza ha seleccionado a los que pueden resistir la exposición al aire. Aquí, en cambio, los pobrecillos vivían perpetuamente bajo las nubes. El oxígeno los está matando.
El científico tenía razón. Tan sólo algunas criaturas afortunadas, que solían defenderse de los depredadores haciéndose una bola o enterrándose bajo las algas, tal vez pudieran sobrevivir hasta que el nivel del mar recuperara sus valores normales. El resto de los moradores del fondo estaba condenado. Desde el Orca asistieron a un variado repertorio de agonías, patéticas, cómicas o sencillamente indescriptibles. Ciertos pólipos se desinflaban como gaitas arrumbadas, o bien se licuaban cual gelatina gris. Otros languidecían, sacudidos por temblores imperceptibles, o se agitaban como epilépticos antes de quedarse tiesos y perecer asfixiados. Resultaba difícil no sentir lástima por ellos, ya que daban la impresión de sufrir lo indecible. Afortunadamente, el triste espectáculo no se prolongó en demasía.
—Un problema menos —suspiró Valera.
—No es por desanimarte —replicó Azami—, pero en esas laderas tan agrestes no sé qué pretenderás encontrar.
—Calma, mi impaciente Hakim. Tiempo al tiempo.
—Tampoco disponemos de mucho.
Para variar, la corazonada del doctor resultó acertada. La onda de marea siguió avanzando y la pendiente del fondo se suavizó hasta convertirse en una meseta cuya existencia nadie sospechaba. Azami gruñó al constatar la expresión victoriosa que lucía el semblante de Valera. Le dolía admitir que su amigo tuviera razón, pero súbitamente dejó de preocuparse por ello.
La meseta emergía de entre las nubes con notable rapidez, y en ella apareció una zona rectangular gris libre de pólipos, tan sólo con algún pobre pez muerto yaciendo sobre ella. Parecía hecha de cemento, y sus límites eran nítidos, resaltados por bandas amarillas reflectantes, las cuales destellaban a la luz de los soles. Se hizo un silencio atónito en el Orca; incluso el doctor estaba demasiado aturdido y emocionado como para pregonar a los cuatro vientos el triunfo de sus teorías.
—Recuérdame que jamás vuelva a apostar contra ti —se le escapó a una impresionada Isa Litzu.
Pero las maravillas no habían hecho más que empezar. De un rectángulo, aquella superficie gris se convirtió en una pista de varios cientos de metros de longitud, y al final de ella…
—¿Qué… qué coño es eso? —murmuró Azami.
Algo que recordaba a la aleta dorsal de un jaquetón inmenso surgió de entre las nubes, hendiéndolas como si fuera un cuchillo. Bajo ella apareció un cuerpo largo, metálico, de morro más estrecho. El doctor e Isa Litzu lo reconocieron al instante.
—¡Es uno de los enterprises que había en el templo! —exclamó la capitana.
—Una máquina… —Valera trataba de digerir aquello—. Vinieron en máquinas.
—¿Esa cosa, una máquina? —Azami sonaba incrédulo—. Parece metálica, desde luego, pero tal vez sólo sea la barquilla de un antiguo dirigible que…
—Fíjate en eso, Hakim —señaló el doctor con el dedo.
La parte trasera del enterprise estaba abierta. Algunas planchas habían sido retiradas, quedando al descubierto unos mecanismos de utilidad desconocida.
—Además, posee alas rígidas, las cuales carecen de sentido en un barco —replicó Valera—. Llámalo una corazonada, pero da la impresión de haber sido diseñado para moverse por sí mismo, sin ayuda de un dirigible. No me preguntes cómo, claro está —hizo una pausa y prosiguió, con voz queda—. Todavía.
—Allá hay más cosas —indicó Isa Litzu, con tono inexpresivo.
—¿Viviendas? Me recuerdan a tubos cortados a lo largo por la mitad. Son grandes y feas con ganas —dijo Azami—. Desde luego, los arquitectos no se calentaron la cabeza —trató de bromear, para disimular lo nervioso que estaba. Iba haciéndose a la idea de que tal vez hubieran dado con el origen de todas las leyendas y religiones del mundo; casi nada.
—En ellas cabrían varios enterprises puestos en fila —observó Nadira, que hasta entonces no había dicho esta boca es mía.
—Tal vez fuera ése su cometido —admitió Valera.
Las construcciones parecían estar hechas de metal recubierto de barniz opalescente. En cada extremo había grandes puertas dobles con símbolos inscritos, los cuales no resultaban legibles desde aquella distancia. Sin embargo, a través del catalejo Valera creyó intuir letras y números como los que se usaban habitualmente.
—Por el amor de los dioses…
La voz entrecortada de Nadira los sobresaltó. Absortos en la contemplación de aquellas misteriosas estructuras, se habían olvidado por un momento de que el océano seguía retirándose, desvelando algo impensable, de dimensiones ciclópeas, justo en el límite de la meseta. Si lo anterior parecía tener algún sentido, en cambio aquello…
—El Ojo del Sumo Hacedor… —se le escapó a alguien, con temor reverencial.
Valera fue a replicar, pero no pudo. En verdad, se le habían puesto de punta los pocos pelos que le quedaban. Sí, se asemejaba al ojo sin párpado de un dios, empeñado en mirar fijamente al Orca, como irritado por su herético atrevimiento. En el mismo centro, una especie de pupila enrojecida, que debía de medir sus buenos seiscientos metros de diámetro, destacaba sobre un fondo más claro, elíptico, manchado por los cadáveres de los habitantes del mar. La agonía de aquellas infortunadas bestias generaba una vívida ilusión: aquel colosal ojo temblaba, e impelía a los pobres mortales a preguntarse sobre las intenciones de su propietario. ¿Se habría encolerizado por su intrusión? En aquel momento, todo se antojaba posible. El Orca parecía tan minúsculo en comparación…
La mente analítica del doctor, fruto de años de disciplina científica, se sobrepuso por fin al deseo de huir a toda prisa de allí. Se dio cuenta de que estaban al borde del pánico colectivo. Una palabra de más por parte de algún marinero o infante, y estallaría un motín o poco menos. Creer en los dioses era una cosa; toparse de bruces con ellos, otra muy distinta, capaz de desatar los miedos atávicos de los más ecuánimes, como Hakim o Isa. Tenía que reaccionar, y ya mismo. Procuró aparentar un aplomo que distaba mucho de poseer.
—Es… Se trata tan sólo de otra edificación, de mayor tamaño. Lo del centro ha de ser una cúpula de cristal tintado, como las que hay en los templos de las Adoratrices Peripatéticas de Mirrisi. ¿No os lo recuerda?
Un silencio sepulcral siguió a sus palabras. La tripulación parecía más tensa que un gato rodeado de perros de presa con hambre atrasada. La chispa podía saltar en cualquier instante. Hakim Azami también lo sabía y, aunque estaba tan aterrado como el que más, era su deber echar una mano al irresponsable de Práxedes, antes de que alguien propusiera sacrificarlo para obtener el perdón divino. Trató de que su voz sonase bien firme:
—El océano se ha retirado por fin, mi buen doctor. ¿Qué se supone que debemos hacer ahora? Puesto que hemos llegado tan lejos, no podemos quedarnos aquí pasmados —concluyó, aunque lo que realmente le apetecía gritarle a Valera era bien distinto: «Ojalá que un carnífice con los dientes mellados te fuera masticando poco a poco. ¡Vas a conseguir que los dioses nos fulminen, por tocarles sus santas pelotas!»
El aplomo exhibido por su capitán tranquilizó a los infantes de Marina. ¿Y los huwaneses? Azami los miró con disimulo. Superado el desconcierto inicial, Isa parecía ahora tan inmutable y serena como una esfinge. Si el miedo la atenazaba, lo disimulaba a las mil maravillas. Tenía agallas, la condenada. Y dado el estricto código del honor huwanés, sus hombres no la afrentarían delante de unos extranjeros.
En cuanto al científico, tornaba a ser el de siempre.
—¿Bajamos ya, Isa? —preguntó, presa de la impaciencia.
La capitana lo miró desapasionadamente.
—Tú eres el experto en saqueo de tumbas, no yo. Se aceptan sugerencias.
De repente, el doctor pareció algo abatido.
—Un descubrimiento de tal calibre requeriría, en condiciones normales, una legión de arqueólogos ocupados durante varias campañas, tomando nota pormenorizada de cada objeto y su situación antes de extraerlo para su estudio en el laboratorio. No nos engañemos: ahí abajo nos aguarda un yacimiento que ocuparía la vida profesional de varias generaciones de científicos. Pero…
—Pero no disponemos de tanto tiempo, querido.
—Ay… Nos llevaremos lo que podamos como peces de rapiña, qué remedio. ¿Alguno de tus marineros tiene buena mano con el dibujo rápido? Fuji trabajó muy bien en el templo de Telémaco, pero se lo tomaba con calma. Pasar al lienzo una de las esculturas le llevaba un día entero.
Isa Litzu señaló a un huwanés achaparrado y calvo, con la cara arrugada como una pasa.
—No lo subestimes. Ahí donde lo ves, Fuji es todo un artista. Su capacidad de observación nos ha salvado del desastre alguna que otra vez. No necesita libreta de apuntes; sabe retenerlo todo en la memoria y plasmarlo luego con fidelidad en el papel.
—¿A qué aguardamos, pues? Sólo nos quedan unas cuantas horas antes de que el océano vuelva por sus fueros.
Isa Litzu oteó a lo lejos. Le dio la impresión de que en lontananza una cresta de nubes de varios cientos de metros de altura se acercaba majestuosa a la par que ominosa hacia ellos. Cinco horas, tal vez seis, y la tendrían encima. Volvió a mirar hacia tierra. Aquellas viviendas que parecían módulos fabricados en serie, más el enterprise destripado, por no mencionar al Ojo… Todo le daba mala espina, pero la curiosidad acabó venciendo a la prudencia. El negocio era el negocio. Cabía la posibilidad de hacerse con algún botín valioso. A estas alturas, los antiguos dioses ya estarían requetemuertos, y no se enojarían si unos humildes huwaneses daban un uso más práctico a sus posesiones. Le preocupaba más que alguno de los infantes republicanos resultara ser un fanático religioso y perdiera los nervios. El precedente de Salomón no auguraba nada bueno.
Mientras se preparaban para el desembarco, quedó claro que el mar no iba a desvelarles nada más, aparte de la pista de cemento, cuatro o cinco viviendas alargadas (o lo que fueran), el enterprise y el siniestro Ojo. Ahora que nada enturbiaba la visión, en torno a este último distinguieron unos domos hemisféricos adosados. Las puertas de entrada brillaban por su ausencia. Ni siquiera el doctor tenía idea de su función o utilidad.
Sin que se supiera a ciencia cierta de quién partió el rumor, la idea de un tesoro oculto bajo aquellas estructuras corrió de boca en boca y mitigó un tanto los recelos. ¿Serían capaces de dar con él? Aunque las nubes se habían retirado a una distancia tranquilizadora, la urgencia se palpaba en el ambiente. Todos eran conscientes de hallarse ante una oportunidad única, que no podían dejar escapar. Y si alguno temblaba ante la idea de incurrir en la ira divina, se lo callaba muy bien. Al menos, mientras la próxima pleamar siguiera tranquilizadoramente lejos.
Y el Ojo del Supremo Hacedor seguía mirando fijamente la quilla del Orca, como si aguardara acontecimientos.