XI

COMO no podía ser menos, el doctor Valera dio cinco veces con sus nudillos en la puerta de madera y entró con el pie derecho por delante, llevando consigo una carpeta bastante gorda repleta de cartas y portulanos diversos. La capitana lo esperaba sentada en una silla de madera.

—Puedes dejarla sobre la mesa —dijo.

Valera se sorprendió por la amplitud del camarote, en apariencia el único lugar cerrado del Orca donde uno no experimentaba la sensación de hallarse en una lata de conservas. El suelo quedaba protegido por una alfombra tejida con motivos geométricos en negro y azul. A la derecha vio una mesa, cuyo tablero quedaba fijo por uno de sus lados a la pared. Las correspondientes sillas estaban clavadas al piso, para evitar problemas en caso de tormenta. Enfrente de la mesa había una cama plegable, recogida en ese momento. Al fondo se abría una ventana acristalada, desde la que se divisaba una vista imponente del mar de nubes. El techo era bajo, y de él colgaban unos quinqués de seguridad, diseñados para evitar riesgos de incendios.

Mientras Valera disponía las cartas en el tablero, Isa Litzu sacó de un armarito disimulado una garrafita cubierta de polvo y telarañas, junto a un par de vasos de loza decorados con motivos abstractos que recordaban a los de la alfombra. Como si se tratara de un tesoro, escanció pausadamente el líquido topacio y le ofreció un vaso a Valera. Éste probó un sorbito, y se le escapó un silbido de admiración.

—Néctar de dioses —cerró los ojos mientras el alcohol bajaba por su gaznate y los vapores jugaban pecaminosamente con su olfato—. ¿De dónde…?

—Ya te dije que no me lo preguntaras —lo interrumpió—. Digamos que alguien se vio obligado a saldar una deuda; dejémoslo así —se inclinó sobre la mesa—. Caramba, Práxedes, tenéis buenos cartógrafos en la República.

Estuvieron un buen rato cotejando las cartas náuticas, comprobando las lagunas de información que existían en las huwanesas. De paso y con disimulo, Litzu aprovechó para estudiar al hombre que se las había arreglado para embarcar a tantos soldados y marineros en una excursión a los confines del mundo civilizado. No le costó trabajo; al sabio le encantaba hablar, y ella ejercía de atenta oyente.

Aparentemente, Valera era un pozo sin fondo de sabiduría. Disponía de un surtido inagotable de anécdotas que cubrían casi cualquier tema. Lo mismo disertaba sobre Geografía que acerca de Historia Natural, como pudo comprobar cuando intercambiaron impresiones en torno a las distintas islas que tachonaban los mapas. Quizás fuera por eso, o tal vez se debiera a que el ron comenzaba a ejercer su efecto; el caso es que a Isa Litzu aquel tipo le caía mejor por momentos. Cuando le preguntó por los detalles de su teoría sobre los dioses, él la miró y quiso saber si tenía prejuicios religiosos, no fuera a ofenderla. Aquella muestra de consideración resultaba enternecedora.

—¿Me ves cara de mojigata? Venga, no te cortes y desembucha.

El doctor no se hizo de rogar, ya que no todos los días se encontraba con alguien dispuesto a escuchar los resultados de sus investigaciones. Expuso sus ideas de forma amena, al tiempo que rigurosa. Aquello agradó a la capitana. Podían contarse con los dedos de una mano los países donde se tratara como iguales a las mujeres, y con frecuencia sus interlocutores masculinos no sabían cómo comportarse ante una capitana huwanesa. Se los veía azarados, lujuriosos (aunque cada vez menos; el tiempo no pasaba en balde) o incluso algunos le hablaban como a una niña pequeña o una retrasada mental. El doctor se dirigía a ella como si se tratase de un colega de otra disciplina; trataba de ser claro, no de manifestar superioridad. Un tanto a su favor. De todos modos, seguía pareciéndole que estaba un poco chiflado.

—Minutos con 60 segundos, círculos de 360 grados… ¿Y si al archivero de marras se le hubiera ido la olla, o tuviera ganas de reírse de la posteridad? O, mejor dicho, de los pringados que intentarían hallar un sentido a sus desvaríos.

—Su locura es, ¿cómo expresarlo adecuadamente? Metódica, sí —Valera la señalaba con el dedo, como si porfiara en explicar un teorema científico a un alumno recalcitrante; a Litzu le hacía mucha gracia—. Posee coherencia interna y es tan… No sé, tan absurda, que a nadie se le ocurriría inventársela. Por lo que he averiguado sobre el archivero, no era un tipo original, ni con ansias de fama. Mira, Isa, citaré de memoria otro pareado de la Balada del Censor Porquerizo, el 47745°, el cual dice:

«Diosa, dime por qué tan desconsoladamente lloras,

que te pasas así del día las veinticuatro horas»

—Espantoso.

—Estamos de acuerdo, pero seamos clementes con el pobre archivero. De los cincuenta mil pareados rezuma amor a los dioses. Entonces, ¿por qué pone en sus sagrados labios tales disparates? No; tuvo que fusilarlos de algún libro aún más antiguo. Ay, lo que yo daría por encontrarlo… Quizá esté en algún lugar de las Islas de Barlovento.

—O tal vez no.

—En cualquier caso, es nuestro deber intentar localizarlo. Por supuesto, nunca olvido la posibilidad de que nuestro objetivo se halle en el fondo del mar, o no exista. Es como si alguien se hubiera dedicado exhaustivamente a borrar cualquier pista sobre la arribada de los dioses al mundo.

—Suponiendo que hayan llegado alguna vez para honrarnos con su presencia. Días de 24 horas… Absurdo. Serían demasiado largos, incluso para los dioses.

—Apuesto lo que sea a que sus horas tienen una duración diferente a las nuestras. Si la supiéramos, podríamos calcular las características de su mundo de origen: periodos de rotación y traslación…

—¿No estarás edificando una casa sobre las nubes? —Litzu volvió a llenar los vasos hasta la mitad de ron añejo.

—Oye, los rastros existen, a pesar de todo. Sólo hay que saber dar con ellos, y a veces los tenemos delante de nuestras narices. Un ejemplo: ¿por qué un metro mide lo que mide? —preguntó, con expresión astuta.

—Pues… —la había pillado con la guardia baja—. Supongo que nuestros Primeros Padres eligieron ese patrón de medida, y nosotros lo heredamos, sin más. Es lógico, ¿no?

—Sí, pero ¿por qué el metro? ¿No hubiera sido más lógico que los antiguos usaran pies, codos, brazas o pasos? Esas unidades tendrían un sentido práctico, serían más tangibles; no sé si me explico. Sin embargo, no hay ni rastro de ellas en toda la literatura; siempre hemos usado un sistema métrico. Joder, ni siquiera es una distancia que se pueda deducir de las características del mundo. Ya sabes, tiene 48927 kilómetros de circunferencia y 15574 de diámetro, redondeando.

—Déjame adivinarlo: seguro que el metro tendría sentido en el mundo de origen de los dioses —la sonrisa de Litzu era escéptica.

—Sí; puede que lo establecieran a partir de la longitud del meridiano. A lo mejor su mundo tenía diez mil kilómetros de diámetro, o cincuenta mil de circunferencia, o algo por el estilo. Yo quiero saberlo, hallar las respuestas…

—Y para eso te aprovechaste de unos pobres marineros en apuros —dijo Litzu, con malicia. Para su sorpresa, notó que Valera acusaba el golpe. En el fondo se sentía culpable, vaya. A falta de nada mejor que hacer, decidió hurgar en la herida—. ¿Hasta dónde estarías dispuesto a llegar con tal de lograr tus propósitos? ¿Te detendría algo?

Valera dejó su vaso sobre la mesa y miró a la capitana a los ojos. Ella se sorprendió ante la vehemencia del gesto.

—Hay cosas que jamás haría. De acuerdo, técnicamente he abusado de vosotros; lo siento, pero a cambio os he salvado de las iras imperiales. Creo que es un trato justo. Pero nunca, insisto, nunca pondría a sabiendas la vida de alguien en peligro, ni abusaría de mi poder para obtener favores de los débiles, ni los humillaría. Y si crees que estoy aquejado de ética patológica, pues bueno, de acuerdo.

—Cómo te pones, hijo. Retiro lo dicho —el tono de Litzu era apaciguador, y dedicaron unos minutos a vaciar los vasos mientras contemplaban el océano a través de la ventana—. ¿Qué, hace otra ronda?

—Carezco del aguante de un marinero, pero ¡fuera miserias! Luego saldré de aquí haciendo eses, aunque…

—No seas modesto. Seguro que tienes más saque que yo.

En un ambiente distendido, Valera trató, sin resultar descortés, de examinar el camarote con detenimiento. Dio unos pasos y su mirada se entretuvo en lo que parecía una panoplia con armas exóticas. Se fijó en una espada larga, envainada en una funda de madera laqueada. La capitana se percató de la cara de deseo que se le había puesto al doctor, y se resignó a satisfacerle el capricho.

—Es una katana, una vieja arma de mi pueblo. Puedes desenvainarla, siempre que no toques la hoja con los dedos. Está bien engrasada. A pesar de tratarse de una reliquia, la mantengo en condiciones de uso.

—Como todo en este barco —apuntó Valera, con gentileza.

—La de abajo recibe el nombre de wakizashi, y resulta ideal para los suicidios rituales. El cuchillo se llama tanto.

El doctor sacó la katana con sumo cuidado y la estudió. Por el rabillo del ojo le dio la impresión de que la capitana se estaba arrepintiendo de dejar que un patoso en el arte de la guerra manoseara lo que para ella debía de ser un bien muy preciado, delicado como el cristal más fino. Aunque aquello no era una frágil reliquia, precisamente. La hoja brillaba a la luz de los soles que entraba por la ventana como si estuviera recién forjada. Su diseño lo fascinaba, con una belleza que radicaba en su simplicidad. El filo debía de cortar como una navaja barbera, y creyó notar algunos rasguños, señal de que había sido usada. La cuestión era cuándo. Por un momento sintió el deseo de blandir la katana y hender con ella el aire, pero seguro que rompería algo o tiraría un quinqué al suelo. Eso, si Isa no lo echaba con cajas destempladas por manejo indebido de aquella espléndida arma. La envainó con cuidado. Creyó escuchar un suspiro de alivio.

—Tiene que resultar útil para los abordajes. En una mano diestra, debe de propinar unos tajos de aúpa.

—Se supone que somos pacíficos comerciantes —repuso Litzu, con picardía.

—Si tú lo dices… ¿Y eso? —señaló a un grabado sobre seda que colgaba cerca de la cama.

En él se veía a unos guerreros armados con katanas, azagayas, tantos y hachas de aspecto inusual y peligroso. Se disponían a atacar a un ejército poderoso, con el mar de nubes al fondo. Iban desnudos, salvo por una especie de taparrabos y los arneses de batalla. Sus caras estaban todas pintadas según un prolijo esquema de líneas azules y negras. Se trataba de un dibujo a tinta bastante antiguo, pero el artista había plasmado con fidelidad una intensa determinación en las caras de aquellos tipos, como si no temieran a nada o todo les diera igual.

—Son los que se consagran al Innombrable, el Señor de la Muerte; los que se enfrentan a un reto sin esperanzas, los que se inmolan frente a un enemigo superior, simplemente por el honor. O eso dicen las leyendas —Isa Litzu sonrió—. En suma, algo fuera de lugar en el prosaico mundo de hoy.

—Extrañas armas y peculiares tradiciones. Nunca había oído hablar de ellas, y mira que eso es raro, modestia aparte.

—Los huwaneses somos muy celosos de nuestras señas de identidad. Ni siquiera permitimos embajadas ni consulados de otras naciones en nuestro país.

—Sólo delegaciones comerciales…

—El comercio es nuestra vida.

—En sentido amplio, según afirman las malas lenguas —Valera le guiñó un ojo.

—Los tiempos de guerras y saqueos ya pasaron, Práxedes.

El doctor no parecía muy convencido, y se dedicó a sonsacar a la capitana toda la información posible sobre Hu-wan. A su vez, Isa Litzu trató de no dársela, y la conversación se mantuvo hasta bien entrada la tarde. La capitana, a su pesar, tuvo que poner punto y final a la agradable plática, ya que debía discutir con Omar acerca del lugar donde fondearían por la noche. Valera recogió sus cartas náuticas y salió un tanto cohibido, pensando en qué dirían los marineros sobre una reunión tan prolongada a puerta cerrada. Nadie le hizo ninguna observación, ni siquiera el sarcástico Azami, gracias a los dioses.

Valera se preparó para afrontar la noche que se avecinaba. A veces pensaba que sólo por momentos así merecía la pena viajar. Los colores del mar se irían tornando cada vez más cálidos, conforme los soles se fueran hundiendo tras el horizonte. Refrescaría, se tenderían las redes para recoger las algas semovientes que a esas horas tendían a migrar hacia la superficie, buscarían una isla adecuada, largarían el ancla y bajarían a tierra, a estirar las piernas. Encenderían una buena fogata, prepararían el rancho y cenarían temprano. Luego, unos se dedicarían a limpiar las algas de bichejos indigestos para el dirigible, otros montarían guardia y el resto contaría historias en torno a la hoguera, se intercambiarían canciones políticamente incorrectas entre republicanos y huwaneses, y al final dormirían cerca del fuego, con la cabeza apuntando a cualquier sitio excepto a la Morada de los Muertos. Aunque la mirarían de reojo, por si los dioses se dignaban enviarles alguna señal sobre el incierto futuro.

Aquélla era la vida que siempre había soñado.