—CARAMBA, sargento, desconocía que entre nuestras filas se ocultara una adoradora de Szund el Inconsistente. Tendría que denunciarte a los censores…
Nadira dio un respingo y se giró, con expresión culpable. El maldito viejo se movía con sigilo, era madrugador y la había pillado con las manos en la masa. Trató de guardar las formas y puso cara de circunstancias.
—No soy creyente, pero… Bueno, mi abuela, que en paz descanse la pobrecilla, me sermoneaba siempre acerca de la mala suerte que trae hacerle un desprecio al Inconsistente antes de un viaje por mar. Ríase, pero en mi pueblo había un mercader que se mofó de los ritos, y acabó estrellando su barco contra los arrecifes de Maresmia. Para cuando lo rescataron, los carnífices habían devorado a la mitad de la tripulación.
Hakim Azami sonrió, quitando tensión al momento. Nadira parecía incómoda, y la había interrumpido en el meollo de la ceremonia.
—Tranquila, sargento. A mí también me impone respeto confiar mi vida a un bicho relleno de gas, por muy espléndido que sea. Se agradece cualquier ayuda para pasar el trance, por insólita que parezca.
Nadira inclinó la cabeza en señal de aquiescencia y volvió a enfrascarse en lo suyo. Había dispuesto sobre la barandilla del mirador unos cuencos diminutos con las ofrendas apaciguadoras: unos granos de cebada, para representar el don de fertilidad de las cosechas; agua con sal, las lágrimas de la expiación; sangre (¿de dónde la habría sacado?), la fuerza de la vida; unas tiras de papel, el don del conocimiento y la inventiva. La sargento iba arrojando pausadamente al mar todo aquello, al tiempo que salmodiaba por lo bajo la letanía del Inconsistente.
Azami la examinaba sin osar interrumpirla. Si bien no toleraba el más mínimo atisbo de fanatismo en la tropa, las creencias inofensivas y las supersticiones cotidianas ayudaban a la convivencia y al mantenimiento de la moral. Y aunque nunca se lo confesaría al doctor, no convenía afrentar a los dioses. Por si acaso.
De todos modos, Azami estaba más interesado en la oficiante que en el rito. Nadira se movía con gracia, a pesar del uniforme y la gruesa parka que llevaba puesta, cerrada hasta el cuello para soportar el intenso frío de la madrugada. Había serenidad y concentración en su rostro, como si generaciones de ancianas hechiceras se manifestaran a través de ella. Cualquiera que no la hubiera visto al mando de sus hombres pensaría que se trataba de una tímida sacerdotisa. Era atractiva, la condenada. Pese a ello, alguien tan independiente tendría problemas a la hora de encontrar marido cuando se licenciara. A los hombres les gustaban sumisas, y Nadira no era de las que se dejaban avasallar. Elucubró sobre cómo sería la vida en común con ella. Aburrida no, seguro.
Dejó de lado aquellos pensamientos ociosos e irrealizables en cuanto Nadira terminó de arrojar la última gota de sangre al mar y recogió los cuencos. Los peces no habían hecho acto de presencia, augurio de un periplo tranquilo. Los dos militares se encaminaron hacia los barracones.
—Vaya unas horas, ¿eh, mi capitán? —dijo Nadira, reprimiendo un bostezo.
—La marea, ya se sabe. Y tampoco es para tanto. Los jóvenes sois unos blandengues…
—Eso se cura con el tiempo, mi capitán —le respondió ella con una sonrisa que le hizo tragar saliva.
Nadira era una profesional eficiente. Aunque con caras de sueño, los soldados a su mando estaban ya vestidos y con las armas a punto. Se pusieron firmes en cuanto los vieron. Sumaban catorce, en total. El capitán los miró y suspiró.
—En fin, muchachos, nos espera un viaje a la que probablemente sea la isla más zarrapastrosa del mundo, y todo por vuestra mala cabeza. No se os puede dejar solos.
—Si le hubieran manoseado el culo a usted, también habría saltado, mi capitán. Ellos se limitaron a auxiliar a su sargento —replicó Nadira.
—No los disculpes. Tampoco necesitan demasiado para apuntarse a un bombardeo. Bueno, en el pecado lleváis la penitencia. Lo malo es que me ha tocado a mí compartirla. ¿Todo listo? —los soldados asintieron—. De acuerdo, en marcha.
Sin prisas, se encaminaron hacia los muelles. Dada la naturaleza de su misión llevaban armamento ligero: armadura de tela y cuero, puñal, florete y un viejo pero útil sable de abordaje, esencial en cualquier combate naval que se preciase. Los escudos, en su caso, se los suministrarían en el barco. De todos modos, sólo servían para estorbar. Isa Litzu también se comprometió a incluir en la carga un número suficiente de picas, espadas cortas y material semejante, por si acaso. Corsario prevenido valía por dos.
No se tropezaron con nadie, salvo un oficiante del Inefable Advenimiento que se balanceaba de pie como un metrónomo, con la mirada extraviada, como si contemplara un paisaje onírico más allá de la comprensión de los mortales. Llevaba el torso desnudo, pero el frío de la madrugada no parecía hacer mella en él. Los soldados lo miraron al pasar, aunque él no les hizo el menor caso. Nadira expresó en voz alta lo que todos estaban pensando:
—Joder, menudo cuelgue. Con lo calentito que se está en cama…
—Los designios de los dioses son inescrutables, sargento —repuso Azami.
—Los de mi tierra no nos obligan a pillar una pulmonía. Por eso los adoramos.
—Amén.
★★★
Aún era noche cerrada cuando llegaron al puerto. Hakim Azami no se sorprendió al ver a Práxedes Valera en plena actividad, pululando de un sitio a otro, dando instrucciones a todo el mundo y supervisando al detalle la carga del instrumental científico. Por fortuna, los marineros no se lo tomaban a mal, e incluso parecía divertirles. El doctor se percató de la llegada de los militares y fue a su encuentro. La capitana Litzu también acudió a saludar.
—Ya ve, Azami, cuán bajo hemos caído. Que Murphy nos asista: el veterano y glorioso Orca, relegado a la categoría de transporte de material de laboratorio y barco de recreo. Y encima, a precio de saldo. Ay, Nadira, creo que debí dejar que tuvieras un tórrido romance con aquel borrachuzo imperial…
—A nosotros también nos encanta la idea de este viaje —dijo Azami—. Bueno, al menos usted, Valera, se lo está pasando bomba. Lo veo más contento que un niño con zapatos nuevos. Se ha quitado treinta y cinco años de encima, por lo menos.
—Ni que fuera un fósil —repuso el doctor—. Si consideran el aspecto positivo de… Dejémoslo —concluyó, al ver las miradas asesinas que le lanzaban los demás.
—Todos sabemos que tenemos que cambiar de aires, pero no vierta más sal en la herida, ¿quiere, doctor? —Litzu suspiró—. Por suerte, ha resultado fácil obtener los permisos. Tenía usted razón; lo que menos desea el cónsul es que surjan roces con los imperiales. Disponemos de los salvoconductos, del derecho a enarbolar la bandera republicana… y de escolta —miró a los soldados y sonrió—. Me temo que encontrarán que en el Orca no sobra el espacio. Algunos de mis hombres tendrán que quedarse en tierra.
—Así aprovecharán para vender su mercancía y hacer negocios —señaló el doctor.
—Su optimismo resulta contagioso —dijo Litzu, con desgana—. En menos de media hora habremos embarcado toda la carga y podremos zarpar. Mi segundo les indicará dónde están sus literas y les impartirá una serie de normas básicas sobre el comportamiento a bordo, que deberán observar religiosamente.
—La duda ofende, capitana —respondió Azami—. Si echamos cuentas, hemos pasado más tiempo a bordo que en tierra firme.
—Sí, pero ahora van a navegar en un barco de verdad, no en uno de esos pontones que su Armada pretende hacer pasar como tales. Discúlpenme, pero tengo trabajo. Nos vemos dentro de un rato, amigos.
Isa Litzu dio media vuelta y se dirigió a un grupo de estibadores nativos que no parecían muy felices de estar trabajando a semejantes horas. La capitana impartió unas cuantas órdenes secas y breves que pusieron firmes a los estibadores, unos tipos curtidos, anchos como armarios roperos. Azami movió la cabeza apreciativamente. Aquella mujer sabía lo que se hacía, vaya que sí.
El Orca flotaba perezosamente, amarrado al muelle. El doctor Valera no se cansaba de admirar a aquel espléndido animal, que precisamente ahora estaba siendo alimentado. Mediante unos complejos polipastos, una red llena a rebosar de algas había sido subida a la altura del morro, y el dirigible se estaba dando un banquete opíparo. Los palpos labiales se movían como culebras frenéticas, llevando la comida a una boca que parecía un pozo sin fondo. Era una reminiscencia de sus antepasados, que debían darse prisa para eludir a los depredadores al acecho. Por lo demás, el dirigible permanecía tranquilo, balanceando parsimoniosamente sus aletas pectorales.
Omar Qahir aguardaba junto a la pasarela, y los acompañó hasta la segunda cubierta. Los soldados miraban a su alrededor con cierta aprensión. El casco era más estrecho de lo acostumbrado, y cuando bajaron por la escotilla les provocó una sensación de claustrofobia. Sin embargo, a pesar de las apreturas, todo estaba ordenado y dispuesto de forma que no entorpeciera los movimientos.
—He aquí sus literas —señaló a unos camastros plegables dispuestos entre las cuadernas—. Gracias a que los aparatos científicos y demás carga ocupan poco espacio, no será necesario que nos turnemos para usarlas, como ocurriría en un viaje normal. Me temo que no les resultarán muy confortables. Si lo prefieren, es posible tender algunas hamacas.
—No se preocupe, Qahir —dijo Valera—; la Armada Republicana tampoco nos suele llevar en trasatlánticos de lujo.
—Me complace oírlo. La capitana y yo disponemos de sendos camarotes individuales en el castillo de popa, pero el resto de la tripulación compartirá espacio con ustedes. Por tanto, deberán aceptar nuestras reglas de comportamiento, que tampoco son muy exigentes. Colaborarán en las tareas de a bordo cuando se les solicite, se abstendrán de tocarle los palpos al dirigible, por muy mimoso que éste se ponga, y nunca discutirán una orden de la capitana. Se come por turnos, y lo mismo es aplicable al uso de las letrinas. Los hombres podemos hacer aguas menores por la borda, siempre que tengamos la precaución de ponernos a sotavento. También les ruego que aseguren bien sus petates a esas argollas —se las indicó—. ¿Alguna pregunta, señores?
Valera levantó la mano.
—¿Falta mucho para zarpar?
—Como se habrá dado cuenta, el doctor es incorregible —intervino Azami—. Por lo demás, procuraremos no estorbar.
—Después de compartir pelea en El Ganso Alegre, no los considero a ustedes torpes —Qahir sonrió, mostrando una hilera de dientes blanquísimos—. Respecto a su pregunta, doctor, la estiba de la carga terminará en unos minutos. En cuanto la capitana acabe de discutir con el práctico del puerto y celebremos los ritos propiciatorios, abandonaremos Lárnaca.
Los republicanos colocaron sus petates en los lugares apropiados y subieron a cubierta. Todavía reinaba la oscuridad, aunque a juzgar por la posición de las constelaciones, la alborada estaba próxima. Se situaron en la banda de estribor, para dejar el campo libre a los marineros. Éstos realizaban sus tareas con precisión y en silencio, como si fuera algo automático. El respeto que por ellos sentían los soldados aumentaba por momentos. Estaban en buenas manos, y eso resultaba tranquilizador.
Isa Litzu fue la última en subir a bordo. Parecía un tanto sofocada, cosa rara.
—Discúlpenme, pero ha sido difícil convencer a ese tarugo de práctico de que el Orca no necesita remolcadores para abandonar el puerto; ni que fuéramos un mercante panzón de Zibrisia… Alzad la pasarela y tú, Omar, trae la estatua y los adminículos, que se nos va a hacer tarde —miró a los republicanos—. ¿Han participado en algún rito del gran dios Murphy? ¿No? En fin, siempre hay una primera vez. Ustedes limítense a mantener una actitud de recogimiento, y nosotros nos encargaremos del resto.
Omar Qahir regresó con una estatuilla de medio metro de altura que representaba a un hombre desnudo que portaba en una mano un rayo y en la otra un dogal. La puso de pie sobre la cubierta, y los marineros formaron un corro a su alrededor. Isa Litzu mojó sus dedos en un diminuto cuenco con pintura que le acercó su segundo y trazó una delgada línea roja en la frente de cada uno de los presentes. Los soldados no protestaron, ni siquiera los más religiosos. Cuando se iba en un barco tripulado por otros, se aprendía a respetar a los dioses ajenos.
Acto seguido, Litzu se limpió los dedos con un paño y se situó delante de la estatua. Sus hombres agacharon a cabeza.
—Vamos a emprender un nuevo viaje, ¡oh, poderoso Murphy! —recitó la capitana con voz firme—. Imploramos tu protección y ayuda.
A continuación, para sorpresa de los republicanos, Litzu tomó unas pinzas de las de colgar la ropa y se las puso en los testículos a la estatua. No contenta con eso, le envolvió las piernas con papel de lija, le echó arena en los ojos, rodeó su torso con un cilicio y le introdujo un mondadientes por el culo. Para rematar la faena, metió al dios en un saco lleno de abrojos y se lo entregó a un marinero para que lo amarrara al remate del codaste.
—Así que ya sabes, ¡oh, poderoso Murphy! Si retornamos sanos y salvos, te sacaremos de ahí. Por la cuenta que te trae, esmérate. Amén.
—Amén —respondieron sus hombres.
Los republicanos se habían quedado de piedra, y tardaron unos segundos en reaccionar. Varios soldados hacían esfuerzos ímprobos por no echarse a reír, mientras que otros miraban con ojos como platos a popa, donde se balanceaba el saco con Murphy.
Antes de que el doctor soltara un comentario más o menos jocoso, ocurrió un hecho extraordinario, que sobrecogió a todos los presentes. Una descomunal tormenta eléctrica se desencadenó en la Morada de los Muertos, un relámpago tras otro, y el último de ellos adoptó una forma que recordaba vagamente a una cara humana, la cual fue apagándose lentamente.
Azami tragó saliva y respiró hondo. Sabía que algunos de sus hombres eran bastante supersticiosos, y sólo faltaría que empezaran a calentarse la cabeza con presagios de mal agüero. Dijo lo primero que se le ocurrió, para romper el tenso silencio.
—Explique eso, científico…
—Puñetera casualidad —repuso el doctor que, a pesar de todo, había palidecido—. ¿Recuerda la tormenta del otro día? No es un fenómeno raro.
—Ya, pero acojona lo suyo.
—Y que lo diga —susurró Nadira.
Por su parte, a los huwaneses no se les veía nerviosos. Si ello se debía a que no creían en los augurios, o a que su autocontrol era férreo, Azami no podía saberlo. La capitana parecía pensativa.
—Tengo la impresión de que algún dios nos está mirando —Litzu suspiró—. Por fortuna, el poderoso Murphy no tiene amigos, así que debe de ser por algún otro motivo. Desconozco si alguien en la Morada de los Muertos se habrá irritado o nos da su beneplácito. En cualquier caso, se avecina un viaje interesante. Quién sabe, doctor, tal vez tenga usted razón y demos con la morada de los antiguos dioses.
—Eso, encima sígale usted la corriente —bufó Azami—. Lo más probable es que nos aburramos como un ciego en una función de mimos; ya sabe la fama de que gozan las Islas de Barlovento…
—Estaba tratando de consolarme —la capitana sonrió—. En fin, espero que allá exista algo con lo que comerciar o que expoliar. Perdón, quise decir rescatar para la Ciencia —hizo un gesto con la mano—. Nos largamos.
Litzu se puso al timón mientras largaban amarras. La rueda del gobernalle, así como una serie de palancas a su alrededor, iban conectadas a unos cabos que tiraban de diversas partes sensibles del dirigible. Los republicanos se maravillaron de la maestría con que la mujer manejaba al Orca, como si se tratara de un juguete. El barco se alejó de los muelles, viró con donaire y avanzó hacia la bocana del puerto, moviendo con brío su aleta caudal. Los vigías del Behemoth lo miraron suspicaces, pero la bandera republicana aún les imponía respeto, así que no se escucharon insultos ni los obsequiaron con gestos soeces.
Una vez fijado el rumbo, los marineros sacaron un mástil por la quilla y desplegaron el velamen, para aprovechar los vientos dominantes y ahorrar esfuerzo al dirigible. Poco después llegaban a mar abierto, mientras las primeras estrellas comenzaban a palidecer por levante y los animales nocturnos se hundían en las profundidades. De vez en cuando, un soldado miraba de reojo a la Morada de los Muertos, pero ninguna otra tormenta iluminó su faz mortecina hasta que los soles nacientes la desdibujaron en el cielo.