UNA hora antes de que alertaran a Azami, en El Ganso Alegre reinaba una inusitada animación. Por uno de esos vaivenes de las preferencias públicas, el local se había puesto de moda entre la soldadesca, y también era el favorito de los marineros huwaneses. Su carácter reservado se desinhibía un tanto con el alcohol, y hacían buenas migas con los infantes republicanos. Al menos, tenían en común la presencia de mujeres en sus filas, así que mutuamente no se consideraban bichos raros. Eso permitía, si no la confraternización estrecha, al menos las charlas, las invitaciones a beber juntos y los juegos varios.
Cosas de la noche, la sargento Nadira compartía mesa de billar con Isa Litzu. Había un corro de espectadores alrededor, y se cruzaba alguna que otra apuesta. El juego era difícil, ya que las bolas rebotaban de forma caprichosa en las bandas curvas, zigzagueaban por el tapete ondulado y debían sortear los obstáculos de madera ingeniosamente dispuestos. Además, había que acertar en unos hoyos escamoteables. La pugna iba muy igualada, con una ligera ventaja para Nadira. Litzu empezaba a mirar a su taco con expresión de reproche, como si tuviera la culpa de sus pifias.
Y entonces llegó un batallón de soldados imperiales.
No fueron recibidos con alborozo, precisamente. Armaban una escandalera considerable, y se abalanzaron sobre las bebidas alcohólicas como si tuvieran sed atrasada. Nadira los miró por el rabillo del ojo y siguió jugando. Logró una carambola, pero falló a la segunda. El turno pasó a Litzu.
—Esto no es lo mío, querida —dijo la huwanesa, al ver que su bola tumbaba uno de los obstáculos y se perdía por el agujero central—. Hablando de otro tema, tengo la impresión de que aquí se va a liar. Los imperiales van muy salidos, y están tragando más alcohol que un barril sin fondo. Yo de ti no saldría sola esta noche. Esos perros no habrán visto a una mujer desde Murphy sabe cuándo.
—Sí, y no creo que respeten precisamente a las de razas inferiores, como es el caso. Gracias por el aviso, pero desde pequeñita aprendí a cuidarme, por la cuenta que me traía —preparó el taco y estudió la disposición del tapete—. La bola negra al hoyo de las pares. Ups, fallé. Con este guirigay no hay quien se concentre. Me recuerda a mis tiempos de colegiala, cuando nos llevaban de excursión a otra isla y, por aquello de que allí no nos conocía nadie, montábamos cada una… Pero éramos unos angelitos comparados con estos bestiajos. Parece que su único afán es presumir del uniforme y…
—Peligro a estribor, querida —murmuró Litzu, mientras aparentaba meditar sobre su próxima jugada. No obstante, todos sus sentidos estaban alerta.
Un soldado imperial se acercó a ellas con una jarra de aquavit en la mano. Su paso era un tanto vacilante, pero sus compañeros lo jaleaban desde el fondo de la sala. Con la mano libre le palpó el trasero a la sargento Nadira, al tiempo que decía con voz pastosa:
—¡Qué buena estás, tía, a pesar del pelo corto y tan negro! Para que luego digan que en la República las…
Nadira saltó como un resorte. Con la base del taco golpeó la jarra de aquel pelmazo, derramándole el líquido en los ojos. Sin darle tiempo a reaccionar le propinó un codazo en las costillas y una coz en la entrepierna. El soldado cayó redondo al suelo, hecho un ovillo.
Los compañeros del borracho se partían de risa, haciendo referencia a su escasa virilidad y a que hubiera sido tumbado por una mujer. Un sargento con la cara marcada por una cicatriz se adelantó a sus colegas, se plantó en medio del bar, afianzó las piernas en el suelo, puso los brazos en jarras y dijo:
—Tía, has tenido suerte de que ese inútil estuviera de alcohol hasta el culo, pero no te vayas a formar una idea equivocada de nosotros —sus hombres se dieron codazos y rieron—. No solemos ser tan torpes. Si quieres pasar un buen rato, te esperamos afuera —le guiñó un ojo—. Pregúntale a tu amiga si también se apunta. A lo mejor todavía tiene un buen polvo. Si quiere que le hagamos un favor…
Isa Litzu se llevó la mano al cogote, como para rascarse, pero lo que hizo fue sacar de una funda oculta un cuchillo que arrojó al soldado con rapidez insospechada. La hoja pasó entre sus muslos, rozando la ingle, y se clavó en un poste que había a su espalda. El arma quedó allí, vibrando como un diapasón. El sargento se orinó encima. Se hizo un silencio sepulcral.
—Le he cortado los cojones a más de uno simplemente por levantarme la voz —afirmó Litzu con tono reposado.
Los soldados imperiales se levantaron de sus sillas y comenzaron a acercarse, con intenciones asesinas. Nadira echó un vistazo alrededor. Sus hombres no se habían largado, aleluya. Bueno, una riña de tarde en tarde nunca venía mal.
—¡A mí la Infantería de Marina! —gritó.
Isa Litzu también dijo algo en su idioma. Los marineros se apuntaron de mil amores al follón, para desesperación del aterrado tabernero, que se ocultó bajo el mostrador rezando a todos los dioses que conocía, algunos de ellos muy poco recomendables. Empezaron a volar sillas y botellas, a lo que siguió la lucha cuerpo a cuerpo. Según una especie de regla no escrita sobre conflictos en locales de esparcimiento, no se esgrimieron armas blancas, pero puños, piernas y objetos contundentes fueron empleados con entusiasmo.
Llevaban unos escasos diez minutos dale que te pego cuando el capitán Azami llegó a la carrera, con unos cuantos policías militares republicanos que había reclutado sobre la marcha. Nada más informarle el cabo que la sargento Nadira Yebra fue el origen de la pelea, el corazón le dio un vuelco. «Como esos cabrones le hayan hecho algo…» Olvidó quién era y dónde estaba. Echó mano al cinto, decidido a enviar al otro barrio a cuanto imperial se le cruzase por delante, aunque con ello se buscase la ruina. Por fortuna, no tuvo motivos para desenvainar. Nadira se dedicaba a majarle las costillas a un adversario con un taco de billar. Azami respiró hondo, pugnó por no sonreír y se dispuso a poner paz.
Por azares del destino, casi al mismo tiempo entró en El Ganso Alegre una comitiva imperial, acompañada nada menos que del almirante. Por lo visto, la oficialidad del Behemoth había decidido hacer una escapada a los barrios más pintorescos de Lárnaca, como condescendiendo a honrar a tan ruines seres con su visita. La llegada simultánea de oficiales republicanos e imperiales fue mano de santo. Algunos gritos, y los soldados se pusieron firmes, salvo quienes no estaban en condiciones de hacerlo; imperiales, mayormente. Los huwaneses, a un gesto de su capitana, se retiraron a un discreto segundo plano. Litzu lucía un par de rasguños en un brazo pero, por lo demás, parecía ilesa. Omar Qahir permanecía impertérrito, a pesar de haber aporreado a unos cuantos imperiales. Encomendándose al Dios Mórbido y pidiéndoles disculpas tras cada mamporro, eso sí.
Azami siguió el procedimiento rutinario en estos casos. Simuló un cabreo monumental, obsequiando a sus hombres con una encendida filípica, y éstos fingieron un sincero arrepentimiento, más que nada por guardar las apariencias ante la galería. Al menos, el almirante imperial hizo un gesto de aprobación.
—No sea usted demasiado severo con ellos, capitán. Son jóvenes y deben desfogarse, ya me entiende.
Azami miró a la cara al gran jefe. Parecía, al igual que casi todos los imperiales, un producto fabricado en serie, alto y rubio como la cerveza, aunque un tanto viejo y fondón. Seguro que, en su fuero interno, lo despreciaba. El sentimiento era mutuo, desde luego. De todos modos, no estaba el horno para bollos, y tocaba contemporizar.
—Conviene mantener la disciplina, almirante.
El aludido inclinó la cabeza.
—Veo que compartimos ideales, capitán. Sólo la férrea disciplina forja nobles destinos —se calló un momento, como saboreando sus propias palabras—. Llévense a los heridos, y apliquen al resto las medidas disciplinarias habituales.
Los soldados empalidecieron. Los castigos corporales seguían vigentes en la Flota Imperial, y en esta ocasión no podrían escurrir el bulto. Las miradas de odio que lanzaron a republicanos y huwaneses auguraban cumplida revancha.
—Lamento este desagradable incidente, capitán —prosiguió el almirante—. Probablemente fue iniciado por sujetos ajenos a nuestros ejércitos —miró de soslayo a la tripulación del Orca—. Ni la Confederación ni el Imperio aprueban su actividad comercial dudosamente lícita. Si el Gobierno —pareció escupir la palabra— de Nereo permite que recalen en Lárnaca, nos veremos obligados a formular nuestra más enérgica protesta. Si sólo están aquí de paso, deberían irse lo antes posible.
Los huwaneses se miraron, nerviosos y contritos. A aquel tipo sólo le faltaba añadir: «… y cuando vuestro dirigible asome el morro por la bocana del puerto, os estaremos aguardando con las catapultas a punto». Y lo malo es que tendrían que salir. Si el Imperio apretaba, seguro que el Gobierno local los obligaría a largarse. En cuanto a los republicanos, desde luego que aquello no era asunto suyo. Podrían brindarles su simpatía, pero nadie iba a escoltar al Orca hasta que llegara a mar abierto. Lo tenían muy crudo, ciertamente.
Práxedes Valera había permanecido al margen de los acontecimientos hasta ese momento. Para sorpresa de propios y extraños se adelantó y dijo:
—Disculpe, almirante, pero en realidad estos señores —señaló a los huwaneses— se hallan en Lárnaca porque hemos reclamado sus servicios. Necesitamos su navío para efectuar ciertas misiones científicas, de forma que no distraigamos para ello a nuestros barcos de guerra. Supongo que un militar como usted lo comprenderá.
El almirante entornó los ojos al escuchar el vocablo científicas, pero mantuvo las formas. Por lo visto, quería causar buena impresión a los nativos, o era su día dedicado a las buenas acciones.
—En fin, si son sus sirvientes nada hemos de objetar, pero sería de agradecer que los ataran más en corto de aquí en adelante. Y ahora, capitán, si nos disculpa…
Hizo un saludo militar y Azami le correspondió. Por un momento, temió que aquel individuo lo invitase a tomar unas copas, pero por fortuna la idea de codearse con científicos no era de su agrado. Por él, estupendo. Observó la marcha de la comitiva imperial y meneó la cabeza.
—Venga, muchachos, recoged a los contusionados y derechitos al cuartel. No habéis organizado un incidente diplomático de milagro.
—Ellos empezaron, mi capitán —protestó Nadira.
—Eso es lo de menos en estos casos, sargento.
Isa Litzu salió de entre las sombras. Sonreía, aunque se la veía un tanto amostazada.
—Gracias por echarnos un cable, Valera. Y que Murphy le castigue por aprovecharse de la situación para sus propios fines egoístas, so cabrito —el doctor e encogió de hombros y puso cara de no haber roto un plato en su vida—. Ay, tal vez sea mejor así. Si prolongamos nuestra estancia en Lárnaca, seguro que acabaremos matando algún imperial, y ellos hundirían al Orca acto seguido. De acuerdo, zarparemos hacia sus dichosas Islas de Barlovento. Con suerte, en nuestra ausencia se calmarán los ánimos y el Behemoth se habrá marchado.
—Si los imperiales creen que trabajan para la República, no tendrán ustedes problema para abandonar Nereo. Obviamente, eso será después de nuestro viaje a las Islas. El cónsul les firmará un salvoconducto, o lo que se estile en estos casos. Vamos, alegren esas caras —añadió Valera, tratando de animarlos—. Usted, contramaestre —se dirigió a Omar Qahir—, tampoco tendrá motivos de queja. «Servir a una causa noble siempre es motivo de regocijo». Capítulo cuarto, versículo primero de los Soliloquios del Dios Mórbido. ¿Me equivoco?
—No, doctor —Qahir sonrió—. Su conocimiento de mi fe es tan profundo, que estoy tentado de ir a por el libro de los Soliloquios y hacérselo tragar. A ser posible, la edición en planchas de madera con cantoneras de hierro.
—Tendrías mi bendición, Omar —Isa Litzu suspiró—. Y aunque sea una estafa, exijo que nos pague los diez mil doblones prometidos.
—Tendrán un contrato normalizado, palabra de honor —el doctor estaba radiante.
—Valera deberá llevar escolta —intervino Azami—. No dejaremos a un ciudadano republicano a su merced, por muy de fiar que nos parezcan. No es nada personal, Litzu. Supongo que lo más adecuado será enviar a quienes han intervenido en la pelea de esta noche, para evitar roces con imperiales resentidos. Quien quita la ocasión, quita el peligro —sentenció—. Esto último es innegociable, doctor, y usted lo sabe.
Isa Litzu compuso un gesto de derrota.
—Ustedes ganan. Va en contra de mi opinión, de nuestras tradiciones y del sentido común, pero aceptamos. Todo sea por cambiar de aires unas semanas, hasta que esto se apacigüe. Bueno, tener soldados republicanos a bordo hará que los imperiales se traguen lo de que somos sus empleados. Y qué demonios —concluyó, dándole una palmada en el hombro a Nadira—, entre todos les zurramos la badana a esos mamarrachos. Que nos quiten lo bailado.
Soldados y marineros sonrieron, cómplices. Azami miró al cielo.
—País de locos. En menuda aventura me acabo de meter, sin comerlo ni beberlo. Usted y sus disparatadas teorías, doctor; perseverante como un jaquetón al acecho.
—Deduzco que piensa venir con nosotros, capitán —señaló Valera.
—La insensatez es contagiosa. Tendré que perderme los entrenamientos de la milicia local, qué le vamos a hacer.
—Gran disgusto, sí —murmuró Nadira.
—En fin —prosiguió Azami—, mañana estudiaremos los preparativos del viaje. Pásense por el barrio republicano, capitana, para que el contrato resulte de lo más formal. Mientras, sugiero que los protagonistas del incidente, dentro de lo posible, no asomen mucho las narices por ahí, para no fastidiarla a última hora. Lo consideraremos una suerte de arresto, sargento.
—A sus órdenes, mi capitán.
—Me parece razonable —concluyó Litzu—. Hasta mañana, pues. ¡Vamos, marineros, moved el culo! —gritó a los suyos—. Por nuestra mala fortuna, nos aguarda uno de los viajes más aburridos e improductivos de nuestra vida, cortesía del doctor Valera. Por cierto, ¿qué es lo que vamos a buscar?
—A los antiguos dioses —respondió el científico.
—Y yo con estos pelos —suspiró—. Nos vemos en su barrio a primera hora, pues. Ojalá que el papeleo no lleve mucho tiempo, y en uno o dos días podamos zarpar.
La conversación terminó, y todos abandonaron el campo de batalla devastado en que se había convertido El Ganso Alegre. A su propietario le quedaba la penosa tarea de reparar los destrozos y redactar un listado de éstos. Desde luego, pasaría la factura a los republicanos. Al menos, solían pagar. Ni loco se le ocurriría reclamar al Imperio; deseaba llegar a viejo.