OTRO día menos para volver a casa, pensó Hakim Azami mientras caminaba a paso rápido hacia su taberna favorita del puerto. Necesitaba como el respirar una buena cerveza para entonar mente y cuerpo, después de un día de trabajo particularmente duro.
«Mira que son obtusos», se dijo. «O lo somos nosotros, por presentarnos voluntarios para ejercer de ángeles custodios». Maldijo a la lumbrera que gestó la felicísima idea de que entrenar a las milicias nativas contribuiría a estrechar lazos entre los dos países.
No es que resultaran unos aprendices duros de mollera, sino que se negaban en redondo a dejarse enseñar. Admiraban a los nobles, habían escuchado muchos cantares de gesta y claro, para ellos la guerra se reducía a combates singulares entre esforzados héroes, como en el relato del gigante Hamacuco contra Belfontán el Impertérrito. Lo de hacerlos pelear en formación se convertía en una ímproba tarea, que requería grandes dosis de paciencia. No comprendían las virtudes de falanges, legiones o cuadros frente a una horda desorganizada, por más que ésta estuviera integrada por gente de nobilísima cuna.
Trató de consolarse. Cuando lo intentaron con reclutas de sangre azul, tiempo ha, fue mucho peor. Recordó las caras que ponían aquellos petimetres al explicarles diversos trucos para liquidar con economía al adversario. De acuerdo que algunos no resultaban muy elegantes, e incluso atentaban contra el buen gusto, pero incrementaban la esperanza de vida. Cegar al enemigo, distraerlo para endiñarle un buen rodillazo en las partes pudendas o un palmo de acero en el costillar, marrullerías del combate cuerpo a cuerpo… Pues bien, los señoritos opinaban que no había nobleza en ello. Como si la guerra fuese noble.
A Azami le entraban sudores fríos al anticipar el momento en que tuvieran que practicar combate naval. Por supuesto que lo harían sobre tierra, en unos andamios y con redes para recoger a los caídos, como en un espectáculo circense. Si la lucha en terreno firme era desagradable, en la cubierta de un barco podía resultar dantesca, y más si el dirigible estaba herido o se retorcía en la agonía. El espectáculo de los antropófagos saltando bajo la quilla, chascando las mandíbulas, a la espera de carne fresca…
Él y sus tropas se habían visto envueltos en unos cuantos fregados en pleno mar. Lo peor era la espera, cuando las naves se acercaban, tanteándose. La infantería contaba entonces poco más que como lastre; era hora de que los marinos demostraran su pericia, y los artilleros trataran de hundir al adversario antes de que se arrimara demasiado. Si no, tocaba abordaje, sangre derramándose por los imbornales, cordajes empeñados en hacerlo caer a uno, tripas de dirigible colgando y gritos. Sobre todo, gritos.
Reprimió un escalofrío, no atribuible a la bajada vespertina de la temperatura. A veces pensaba que había vivido demasiado. Bueno, tal vez eso fuera un tanto exagerado. ¿O no? Bah, al diablo. No le apetecía calentarse la cabeza, sino gozar de un ratito de paz en un tugurio infecto, con el aire cargado de efluvios etílicos y aromas de fritangas, donde la gente chillara por vicio o afición, en vez de por irse resbalando en la propia sangre, cuesta abajo por una cubierta escorada, sin poder aferrarse a nada mientras los carnívoros aguardaban. Miró de reojo la Morada de los Muertos, que ya empezaba a destacar en un cielo cada vez más añil. ¿Cuántos camaradas estarían vagando por aquel infierno, esperando a que los dioses los achicharraran por diversión?
Después de varios meses, se había convertido en un experto a la hora de orientarse en las callejas de Lárnaca. Mejor dicho, en un troglodita avezado. Realmente, el peligro no era extraviarse, sino chocar contra alguien al doblar un recodo. Había mucho movimiento al caer la tarde, y la ciudadanía iba con prisas. Los más salían del trabajo y estaban deseando llegar a casita o al bar. En cambio, una minoría supersticiosa prefería ocultarse. Sin el benéfico influjo de los soles vigilantes, las almas en pena podrían huir de la Morada y volver al mundo a reclamar lo suyo. O se reencarnarían en monstruos marinos, más horrendos según los pecados cometidos, que acecharían a los incautos en los bajíos. Claro, el concepto de pecado variaba mucho de un país a otro. En cualquier caso, para evitar el acoso de los espectros existían los cultos, preceptos y un floreciente mercado de amuletos.
Al llegar a la taberna, frunció el ceño. Flanqueando la puerta había una comitiva de oficiantes del Inefable Advenimiento. Sin duda, la mayoría de ellos estaría hasta el culo de hash; el olor ofendía a diez metros de distancia. Su mente debía de flotar bien lejos de allí, tal vez vagando por la Morada, a juzgar por lo vacuo de sus ojos. Los cuerpos sudorosos, desnudos de cintura para arriba, mostraban todo un catálogo de escarificaciones rituales. Sus movimientos tenían algo de inhumano, como serpientes marinas, fluidos aunque interrumpidos de tarde en tarde por súbitos espasmos. De sus labios brotaba un susurro lúgubre, en el que a duras penas se distinguían palabras que trataban de expresar misterios arcanos. Maldita la gracia que le harían al tabernero, ya que ahuyentaban a más de un parroquiano, bien por el repelús que inspiraban, bien por tacañería, con tal de no echar unas monedas en el platillo dispuesto al efecto en el suelo.
Otros no vacilaban en pasar a la taberna, normalmente a toda pastilla y con la cabeza gacha, como si no quisieran ser reconocidos. No faltaba el valiente que les obsequiaba con algún exabrupto, lo que no alteraba a los oficiantes. Sin embargo, se decía que entre ellos había espías con la mente lúcida que sólo fingían el trance, y poseían una excelente memoria. No convenía enemistarse con ellos.
Azami se había topado con sectas mil veces más raras y siniestras, pero lo preocupante del caso radicaba en que los oficiantes eran proimperiales confesos. Su idea jerárquica del cosmos, plasmada en la Pirámide de los Seres, coincidía con la imperial. Por supuesto, ellos residían en la cúspide, soportados por el resto.
La intromisión republicana había eclipsado un tanto a aquellos fanáticos, pero ahí seguían erre que erre, sembrando cizaña e inquietud. Las clases bajas, que sufrieron bastante durante la guerra civil, habían mandado a paseo al culto. Seguramente, el subversivo Valera ayudaba lo suyo con su labor divulgadora. Por tanto, ahora los oficiantes se limitaban a rezar, en vez de meterse en política. Esperaban, por supuesto, a que llegara su oportunidad, como los antropófagos que seguían a los dirigibles en alta mar. Se decía que muchos nobles y funcionarios gubernamentales los apoyaban en secreto.
Pasó a través del grupo. Aparentemente, los oficiantes siguieron retorciéndose y salmodiando, mas sintió sus miradas clavándose en su nuca. En fin, que les fueran dando por ahí. Dentro de pocos meses vendría el relevo y él y sus hombres se largarían con viento fresco de Nereo. Comprendía el recelo de muchos nativos que habían salido del armario cuando llegó la misión republicana. Ellos no podían emigrar, y la vida daba muchas vueltas.
El ambiente cargado y vocinglero de la taberna lo golpeó como un bofetón. Los parroquianos empezaban a sentir el calor del vino, pero aún no estaban lo bastante cocidos como para organizar las broncas que se dirimirían en la calle, a guantazo limpio. Bueno, tampoco había que exagerar; no todos iban en busca de la cogorza. Por lo general, sólo querían entonar un poco el cuerpo antes de la cena, al igual que él mismo.
Buscó al doctor Valera con la mirada y lo encontró sentado en un rincón. Como de costumbre había tenido la deferencia de guardarle un sitio, algo nada fácil a sabiendas de lo solicitadas que estaban las sillas en el local. Pidió una jarra de cerveza negra en la barra, ayudándose de unos cuantos codazos bien dados, y se acomodó junto al científico. Éste alzó su jarra, ya medio vacía, Azami correspondió al gesto, metieron entre pecho y espalda sendos y largos tragos, se limpiaron la espuma del bigote y dejaron las jarras sobre la mesa de madera, la cual exhibía más rayas que un mapa.
—¿Qué tal el día, capitán?
—No me hable. Es como intentar enseñar a un adoquín a recitar el Cántico del Hierofante Esclarecedor. Lo suyo, comparado con esto, es pan comido.
—Resulta agradecido, no lo niego —dieron otro tiento a la cerveza; el doctor pareció dudar un momento, pero se decidió—. Aprovechando la euforia etílica, me atrevería a pedirle un gran favor, mi muy estimado amigo.
—Le advierto que aún no estoy suficientemente borracho, pero venga, desembuche.
—Esto… ¿Sabe si la Marina tiene pensado efectuar algunas maniobras por las Islas de Barlovento? —lo miró esperanzado.
Azami bufó.
—Déjeme adivinarlo —se llevó las manos a las sienes y cerró los ojos, parodiando a una pitonisa de feria—. En ese lugar hay algún templo derruido en la base de un acantilado de imposible acceso, que guarda un valiosísimo pergamino con la clave de la llegada de los dioses navegantes. Cómo no, deberemos descenderlo a usted colgando de una soga y con un respirador puesto, al tiempo que jugamos al yoyó con los antropófagos. Con mucha, qué digo mucha, infinita suerte, saldrá usted vivo del lance. No, no me replique —dijo, al ver que Valera hacía ademán de abrir la boca—. La última vez que lo intentamos el respirador falló, y su cara estaba más verde que las praderas de Erín cuando lo izamos a bordo. O recuerde Pantelaria, cuando aquel bicharraco con dientes de un palmo no le arrancó el culo de milagro. Y no es que yo tenga algo en contra de que el gran Práxedes Valera se convierta en un eximio mártir de la Ciencia, pero piense en mi carrera. Sería una mancha en el expediente, ahora que se acerca el retiro, ya en el crepúsculo de mi vida. Menuda faena. Por no mencionar el papeleo a cumplimentar en caso de defunción.
—Le aseguro que esta vez es diferente…
—Eso no se lo cree ni usted.
Valera se sulfuraba por momentos, al ver la cara de guasa del capitán.
—Que no, que se trata de una simple excursión antropológica…
El doctor trató de explicar sus planes, ayudándose de otra jarra de cerveza para aclarar la voz. Al cabo de un rato, salieron al fresco de la tarde, mientras Valera seguía justificando la necesidad de su viaje a las Islas de Barlovento. Azami, a pesar de sus ganas de broma, escuchaba atentamente y asentía a lo que iba diciendo su amigo. La propuesta en sí sonaba razonable y a él, en el fondo, le encantaba embarcarse en las descabelladas y memorables correrías del doctor. Además, alguien tenía que protegerlo de su propio entusiasmo. Por desgracia, en esta ocasión temía que no pudiera complacer sus deseos.
—Créame, doctor, no tengo inconveniente en hablar con los capitanes de navío, ya que me llevo bastante bien con ellos. Sin embargo, no están autorizados a disponer de un buque de guerra a su antojo. El cónsul manda. Es a él a quien debe hacerle la pelota o suplicar abyectamente. Como mucho, algunos de nosotros podríamos presentarnos voluntarios para echarle una mano, pero los infantes no sabemos navegar, sólo matar gente, agacharnos cuando nos disparan y velar por la salud de ciertos sabios irresponsables.
Valera suspiró.
—El cónsul… Crudo lo tengo. Piensa que me estoy propasando con las clases a los nativos. Los oficiantes del Inefable Advenimiento tienen que haberle hecho llegar sus quejas, ya que abominan de todo aquello que tienda a hacerles perder su ascendiente sobre el pueblo. Nuestro cónsul, diplomático él, no desea soliviantar a los sectores proimperiales. Supongo que si requiero los servicios de un barco de guerra por unas semanas, me mandará a paseo. Ya se lo he sugerido, pero se ha hecho el loco, el muy truhán.
—¿Y a través del Consejo Asesor? Se supone que están aquí para inspirar al cónsul.
Valera lanzó una mirada asesina al capitán. Éste le sonrió y le dio una palmadita en la espalda. El doctor suspiró.
—No sea cruel, capitán. De sobra sabe que los del Consejo no me pueden ver ni en pintura.
—Si no fuera usted tan arisco…
—¿Qué arisco ni qué niño muerto? —Valera se soliviantaba conforme iba hablando—. ¿Qué quiere, que me pase el día de reunión en reunión con esa panda de inútiles que mariposea en torno al cónsul? ¿Qué les ría las gracias? ¿Qué me dedique con ellos a discutir de crítica literaria? ¿Qué les dé la razón cuando ponen verdes a los clásicos y alaban a esas cajas huecas envueltas en colorines que se hacen llamar literatos de vanguardia? ¿O tal vez que escriba obras de teatro sobre la problemática subyacente a la sociedad, cuando hay gente que se muere por algo tan simple como no disponer de agua potable ni de medicinas para cortar la diarrea? Pues bueno, me alegro de ser impopular.
—Sí, pero así nunca irá a las Islas de Barlovento. ¿Qué tal si ensaya su mejor caída de ojos, embute los michelines en una faja, reemplaza esos harapos que viste por una camisa púrpura y trata de seducir a la poetisa Aldara? Se rumorea que está bien situada en el Consejo…
—Capitán, deje de tocarme los… Un momento, ¿qué demonios pasa ahí abajo?
Se percibía cierto revuelo en los muelles. La gente se asomaba por las barandillas y señalaba hacia el mar.
—Creo que viene un barco —dijo Azami, entornando los ojos—. No lo distingo bien, aunque da la impresión de ser algún tipo de mercante —Valera le tendió un catalejo plegable—. Vaya, doctor, luego dirá que los chistes sobre el contenido de los bolsillos de un naturalista son tópicos calumniosos. De acuerdo, echemos un vistazo —el militar dio un silbido—. O el alcohol me afecta más de lo que sospechaba, o eso de ahí es un corsario de las islas Hu-wan. Que me zurzan si sé qué se le puede haber perdido en Nereo.
—Déjeme ver —Valera le arrebató el catalejo y estudió al misterioso visitante—. ¿Se ha fijado en el dirigible? Es la primera vez que me tropiezo con uno semejante; no logro identificar la especie.
Hakim Azami levantó la vista al cielo.
—No tiene usted remedio. Viene nada menos que un corsario de Hu-wan, y en vez de mirar el barco, sólo se le ocurre estudiar al bicho —le pidió el catalejo—. Aunque ahora que lo menciona, sí que es inusitado.
El dirigible era más alargado y estrecho que lo habitual, de tamaño inferior a los republicanos. Su piel exhibía una serie de manchas irregulares en varios tonos de gris y blanco, que componían un diseño abstracto, no exento de belleza. Los apéndices y vibrisas en torno a la boca eran más largos que lo que se estilaba en la Armada, y se cimbreaban con la brisa del anochecer. Las aletas pectorales no habían sido recortadas a la moda de los mercaderes norteños, sino que permanecían enteras, al igual que su cola, con una aleta triangular de movimientos más rápidos de lo normal, diríase que un tanto nerviosos.
El práctico del puerto salió a recibir al visitante por si requería la ayuda de algún remolcador para atracar, pero no fue necesario. Con una destreza digna de encomio entró en una de las dársenas, desde cubierta dejaron caer las amarras y en muy poco tiempo quedó bien asegurado. Algunos de sus tripulantes bajaron a tierra, mientras que el resto se ocupaba de desenjaezar al dirigible y depositar con cuidado el casco de la nave en la plataforma de roca. Los espectadores, una vez acabado el espectáculo, empezaron a desfilar hacia sus casas, bares, o burdeles favoritos. Azami y Valera se quedaron unos minutos más, contemplando al recién llegado.
—Si no fuera porque resulta increíble, diría que se trata de un adulto de Aerophthalmus mesocaudatus, pero se supone que los dirigibles de la familia de los aeroftálmidos no se dejan domesticar. Es una pena que su carácter resulte tan impredecible, ya que llegan a alcanzar tamaños considerables.
—Pues esa gente lo ha logrado, doctor. Además, parece que otra de las leyendas que se cuentan sobre los marinos de Hu-wan es cierta —señaló a la parte posterior del animal—. Fíjese: no está capado. Seguramente por eso no ha crecido más.
—Inaudito —el científico estaba disfrutando como un niño con zapatos nuevos—. En todos los tratados náuticos se afirma que sólo un dirigible castrado tolera la domesticación. Teóricamente, esa criatura debería haber arrojado a los tripulantes al mar en cuanto le ajustaran las cinchas…
—Pues helo ahí. Apostaría mi paga de un mes a que tiene que ser endemoniadamente maniobrable. Cuando se capa a un dirigible, pierde el nervio, las ganas de cabriolear, algo de agradecer si se es propenso al mareo. El adiestrador debe de ser un auténtico genio.
—Espero entrevistarme con él, para que me diga cómo…
—No me sea iluso. Esa gente guardará el secreto con el mayor celo.
—Qué lástima —el doctor miró pensativo al dirigible—. Me pregunto por qué no eligieron una especie más voluminosa y dócil. Tratándose de un mercante, la capacidad de carga debiera primar sobre cualquier otra consideración.
—Estamos hablando de Hu-wan, amigo mío. Lo de ahí no es un vulgar mercante. Esa gente ha sido corsaria desde que el mundo es mundo. Con un dirigible relativamente pequeño y muy ágil, se puede romper un bloqueo o eludir guardacostas. Es el sueño de cualquier contrabandista. Supongo que tampoco harán ascos a asaltar a algún bajel indefenso con el que se topen en mar abierto.
—¿Sugiere que son piratas, capitán?
—Creo haber usado la palabra corsarios. Los caciques de Hu-wan suelen otorgar patente de corso a sus marinos. Hacen la vista gorda y les ofrecen refugio, a cambio de quedarse con una jugosa comisión.
—A lo mejor ha estado leyendo usted demasiadas novelas de aventuras, capitán. La piratería es algo del pasado —Valera sonrió.
—Y un cuerno —replicó el militar—. Por un momento deje de adorar al dirigible y fíjese en la nave. ¿Le parece el casco de un pacífico mercante?
El doctor tuvo que admitir que Azami no andaba muy desencaminado. En vez de la silueta rechoncha y panzuda de los grandes cargueros, el casco era estrecho, de sección cuadrada. Las largas aletas pectorales del dirigible sobresalían por las bandas, seguramente para no golpear a la tripulación cuando tuviera que efectuar un giro brusco. Las cinchas también eran más cortas de lo usual, por lo que la panza quedaba a poca distancia de la cubierta. Aunque la menguante luz no permitía observar bien los detalles, se abrieron unas trampillas en la parte inferior de los costados y por ellas salieron unas tablas alargadas para estabilizar el barco posado en tierra. Sin duda, la quilla podría plegarse para permitir sacar el velamen y aprovechar los vientos favorables.
Pero lo que llamaba la atención era la línea del casco, armoniosa, bella, en una palabra. La popa se curvaba grácilmente para acabar en un adorno similar a la cabeza de un monstruo marino, y la base de la proa lucía algo tan anacrónico como un espolón. Seguramente tendría una función decorativa, por más que su aspecto fuera todo menos inofensivo, al igual que los ojos pintados a ambos lados de la proa o el nombre escrito con letras doradas en las amuras: Orca. A saber lo que significaría esa palabra, pero sonaba bien. Debajo había otro rótulo que mostraba unos extraños caracteres huwaneses.
Valera, si de él dependiera, se hubiera quedado allí horas y horas. Azami tuvo poco menos que sacarlo a rastras.
—Esa nave seguirá ahí mañana, y entonces podrá usted examinarla a placer. Pero la cena no espera, amigo mío, y lo primero es lo primero.
Valera suspiró, lanzó una última mirada atrás y siguió al capitán camino de su mesón favorito.