IV

—ATIENDE: para lograr la iluminación óptima debes cerrar el diafragma de campo, así. Enfoca… Bien. Mueve el condensador hasta ver nítidos los bordes del iris. A continuación, abre el diafragma. ¡Ya está! Y ahora, a contar glóbulos rojos.

—Creo que tengo uno, don Práxedes, pero los bordes son un tanto oscuros e irregulares, ¿no? —la voz del alumno sonaba insegura.

—Un momento… —Valera miró por el ocular y sonrió, bonachón—. Has enfocado una mota de polvo sobre el cubreobjetos. Sube un poco la platina —al ver el azoramiento del chico, intentó animarlo—. No te preocupes, que esto pasa hasta en las mejores familias. Yo también solía confundir las pelusas con gusanos microscópicos, en mis tiempos.

El ambiente se distendió, menos mal. Aquellos aprendices de auxiliar de laboratorio eran bastante formalistas. A Valera le gustaba que sus clases resultaran amenas, con los estudiantes relajados (aunque sin desmadrarse, por supuesto), pero en Nereo las jerarquías estaban muy marcadas y las familiaridades se consideraban fuera de tono. Bueno, era cuestión de llegar a un justo equilibrio, y más o menos lo iba logrando.

La labor docente le restaba horas de investigación, pero él daba ese tiempo por bien empleado. El cónsul pensaba que se extralimitaba en sus funciones, y lo miraba como a un bicho raro cuando le replicaba que simplemente cumplía con su deber. La divulgación científica era tan importante como la búsqueda del conocimiento. La sociedad debía conocer las implicaciones de los descubrimientos para decidir libremente sobre su propio futuro. El cónsul lo acusaba de exagerar las virtudes democráticas, pero cada uno tenía sus convicciones. No debía haber secretos, ni saberes prohibidos. Eso sólo fomentaba la tutela de los que se autoproclamaban custodios del bienestar social. A veces se trataba de individuos bienintencionados, aunque con un ramalazo paternalista, pero ni en tal caso era justo que alguien dictaminara qué debía ser conocido por el pueblo y qué figuraría en el índice de textos prohibidos. En cierto modo, se empeñaban en salvar a la gente de sí misma. Si la libertad no se ejercía, a riesgo de darse un trompazo, siempre se seguiría siendo esclavo. Y él no quería vivir en un mundo de esclavos.

No había perdido el idealismo de su juventud, cuando se esfumó su fe en los dioses y se consagró a la Ciencia en cuerpo y alma. Eso sí, ahora era menos vehemente. Ya no trataba de sacar a la gente de su error, aunque ella no lo deseara. Había ido aprendiendo en qué consistía la tolerancia, respetar las ideas ajenas, vivir y dejar vivir, no convertirse en un fundamentalista como aquéllos contra quienes luchaba. Ahí estaba el enemigo, no en los pobres sacerdotes que trataban de que su comunidad funcionara sin tensiones. Si la fe en los viejos dioses lograba que la gente afrontara mejor cada jornada, y conviviera con sus semejantes, ¿qué de malo se le podía achacar? Sólo cuando la Religión se convertía en asesina de ilusiones merecía ser combatida.

Durante un par de horas, Valera continuó con sus lecciones prácticas para enseñar a los estudiantes locales cómo se efectuaba un recuento sanguíneo. Los médicos de la delegación republicana estaban encantados con su colaboración desinteresada. Compartían con él la idea de que lo más inteligente era formar al personal indígena para enfrentarse a las emergencias sanitarias más comunes, en vez de depender siempre de la ayuda extranjera. Valera confiaba en poder cederles algunos microscopios y demás material de laboratorio cuando se marcharan.

Al menos, ésa era su idea de cómo funcionaba una misión de ayuda humanitaria. Cuando surgió la posibilidad de viajar al remoto archipiélago de Nereo, movió los hilos para ser incluido. No le costó demasiado, ya que a pocos les apetecía pasarse año y pico en aquel lugar olvidado de los dioses. En el fondo, le guiaba un propósito egoísta: investigar las curiosas leyendas de ciertas islas semisalvajes sobre la arribada de los dioses al mundo, que confirmarían sus heterodoxas teorías.

Sin embargo, una vez llegado a Nereo, se le había caído el alma a los pies al constatar el estado de la enseñanza, infraestructuras, salud, etcétera. Había miseria material y moral, pura y dura. De repente fue consciente de ser un auténtico privilegiado al haber nacido en la República, y dejó aparcados sus asuntos en un segundo plano para echar una mano a aquella gente. No fue el único. En contra de lo que opinaban los pesimistas, el altruismo no era un fenómeno anecdótico en los tiempos materialistas que corrían.

Llegó la hora del almuerzo. Sus alumnos se marcharon en procesión a la capilla de los Dioses Quiescentes, con el fin de rezar sus oraciones propiciatorias, y luego retornarían a casa. Valera contempló su marcha con simpatía. Aquella secta no era demasiado popular en Lárnaca; de no ser por los republicanos, habrían acabado bajando por el acantilado dentro de una jaula.

Él, con objeto de no perder tiempo, acudió a la cantina de la delegación y, animal de costumbres, pidió una cerveza, una ensalada y unos montaditos de lomo. A esas horas el local estaba tranquilo, ya que no eran muchos los que habían abandonado el horario republicano para adaptarse al de Nereo. Aparte del circunspecto cantinero, los únicos parroquianos eran un par de marineros de permiso. Lo saludaron e invitaron a comer con ellos, lo que supuso ingerir alguna cerveza suplementaria, pero el doctor tenía un aguante considerable, fruto de años de práctica en la universidad. Los tres pasaron un buen rato narrando anécdotas de sus viajes y experiencias y al final se jugaron el café al milenario juego de los chinos. Tras un emocionante mano a mano del doctor con un marinero, le tocó a éste pagar. Calentitos y contentos, abandonaron la cantina.

A Valera no le sorprendió la habitual ausencia del cónsul y otros integrantes de la parte cultural de la misión, que no se dignaban descender a tan ruines mansiones. Comprendía al cónsul, que debía permanecer en su puesto, pero le chocaba la actitud de los demás. Había llegado a la conclusión de que la crema de la intelectualidad republicana pidió participar en la misión humanitaria a Nereo para lavar conciencias y promocionar su imagen. Al principio habían acogido en su círculo a un científico del prestigio de Valera, pero éste acabó encontrándose pronto fuera de sitio. En pocas palabras, se cansó de tontunas y cursilerías.

Aquél era un selecto grupo de intelectuales, pensadores, autores teatrales y demás, empeñado en arreglar el mundo con una notoria carencia de sentido común. Una vez en Nereo, y a la vista del panorama de cochambre vital, aquella gente se había recluido en la delegación, buscado una representación de la élite local, dedicado a discutir con ella de filosofía, obras dramáticas socialmente comprometidas y organizado reuniones, muchas reuniones de coordinación. Valera creía que los únicos que desarrollaban trabajo útil por allá eran los médicos, enfermeros, técnicos y militares, con los que se sentía más afín. Si eso le costaba la expulsión del Parnaso intelectual, pues qué se le iba a hacer. Los nativos necesitaban ayuda material, en vez de poemas en versos libres sobre la solidaridad.

Retornó al laboratorio. Ahora dispondría de unas horas libres que aprovecharía para dedicarse al vicio solitario y cotidiano. Le gustaba el barrio republicano, por más que a otros miembros de la delegación se les antojara insoportablemente anodino. Las viviendas consistían en barracones fabricados por los pontoneros del ejército auxiliados por mano de obra local, pero el emplazamiento era idílico. Los habían ubicado en las afueras de la capital de Nereo, Lárnaca, en un ameno prado sito al borde del acantilado, aunque bien lejos del lugar de las ejecuciones. El verde fresco de la hierba contrastaba con la roca oscura, organizada en prismas apretados, como tubos de órgano. De cuando en cuando, un dirigible despistado o alguna barca transeúnte otorgaban una nota pintoresca al paisaje.

El barrio republicano mostraba un trazado en cuadrículas, salvo por una amplia ágora central donde se organizaban festejos, actos de confraternización con los pobres aborígenes y zarandajas semejantes. Era lo más opuesto a las calles retorcidas de Lárnaca, con sus múltiples niveles ceñidos a la orografía del terreno y pasarelas de madera que desafiaban al vacío. El primero poseía la funcionalidad de lo diseñado; las segundas habían crecido desde un humilde origen, adaptándose a lo largo del tiempo. Creación frente a evolución, nada menos. Sonrió.

★★★

El laboratorio se hallaba en las afueras, un gran barracón atestado de los cachivaches más heterogéneos. Ocupaban un lugar privilegiado los grandes acuarios donde trataba, con éxito dispar, de reproducir las condiciones del mar de nubes, y procuraba que los bichos no se le murieran antes de una semana. Desde luego, era harto difícil mantener aquella peculiar mezcla de gases sin que hubiera algún escape ni se alterara su composición. Más allá, los tarros con especímenes, la mesa de disección bien desinfectada y limpia… También exhibía con orgullo un antropófago disecado, la estrella del laboratorio a la hora de mostrarlo a las visitas.

Cubriendo toda una pared estaba lo más preciado para él, la biblioteca, con sus cuadernos de campo, libretas de apuntes, manuscritos comprados en mil y un viajes y algún que otro texto básico de consulta para impartir clases. Y por supuesto, los pergaminos, como sus últimas adquisiciones, que le traían de cabeza. O tal vez fueran la llave del tesoro.

Las leyendas sobre la llegada de los antiguos dioses aparecían muy corrompidas, con innumerables florituras embellecedoras añadidas en el transcurso de los siglos. Por ejemplo, años atrás había ido a parar a sus manos un raro poema originario del archipiélago de Nereo:

Llegaron los dioses en sus carros flamígeros,

surcando los negros abismos, donde moraban dragones

y otros monstruos del Averno,

buscando un lugar donde plantar su semilla,

mas no lo hallaban.

Y se lamentaban acerbamente,

y de sus lágrimas nacían luminosas estrellas.

«¿Dónde asentaremos nuestros reales?

¿En qué lugar crearemos a quienes nos han de adorar

y honrarán nuestros nombres?»

El poema seguía varios cientos de versos más. Debía de tener por lo menos dos mil años. Lo hojeó con reverencia, como cualquier obra de un escritor muerto en el oscuro pasado. Los carros de los dioses, llamas, abismos negros… ¿Cómo se propulsarían? ¿De dónde procederían? ¿Quiénes serían? Y lo más importante: ¿a qué habrían venido?

Más adelante se narraba el aterrizaje de los dioses en el mundo, y cómo crearon a la Humanidad, castigaron a los primeros pecadores, etcétera. Sin embargo, faltaba la información básica: ¿dónde arribaron exactamente? Aquél era el gran sueño de Práxedes Valera: pasar a la Historia como el hombre que dio con las coordenadas del mítico lugar. Eso sí, necesitó enormes dosis de fe para no desfallecer en su empeño.

Supuso que las esquivas coordenadas se esconderían en algún escrito arcaico y, en los cada vez más escasos ratos libres que le dejaban sus múltiples obligaciones, puso manos a la obra. Recopiló con tesón poemas y otros textos de manuscritos apolillados, procedentes de diversos archipiélagos cercanos a Nereo. Cada secta opinaba que los Hacedores se dejaron caer en un sitio distinto, basándose en la Astrología, contando los saltos de los peces, leyendo en los posos del té o en las tripas de los prisioneros de guerra.

Los cuadrados mágicos y enigmas cabalísticos que de vez en cuando se colaban en los textos sólo contribuían a generar más confusión, pero escarbando podía extraerse alguna perla de entre el estiércol. No fue él quien primero se dio cuenta de que en los Hechos de Djinn el Inexorable, considerada la obra escrita más antigua de todas, se encerraba un enigma. La distribución de letras y palabras en capítulos y versículos resultaba sumamente artificiosa. Subyacía una estructura fija, en la que se repetía una y otra vez, machaconamente, la serie numérica: 30 − 19 − 7 — 159 − 51 − 34.

Esas cifras apestaban a coordenadas geográficas: dos series de grados, minutos y segundos. ¿Al norte o al sur? ¿A levante o a poniente? ¿Por dónde pasaría el meridiano cero? Ay, cuántas expediciones, cuántos aventureros se malograron en busca de todas las posibilidades y permutaciones. A la postre sólo quedaron tragedias, pistas falsas y nulos resultados. Al cabo del tiempo, la idea de los dioses viajeros quedó desacreditada.

Y ahora, Práxedes Valera creía disponer de la clave.

Había hallado en la Biblioteca Central Republicana un refrito de la Balada del Censor Porquerizo, que un pobre y pedante diablo había puesto en pareados octonarios. Cincuenta mil pareados, para ser exactos, que pretendían ser un dechado de erudición pero provocaban la risa con tantas metáforas cogidas a contrapelo y adjetivos esdrújulos y rimbombantes. Dudaba que alguien más se lo hubiese leído entero, ya que era un auténtico ladrillo, pero a él le cayó en gracia de lo malo que era. Y entre tanta paja floreada, dio con unos pareados curiosos. El primero era el 3414°:

Y el horizonte oteó, rascando su cráneo lirondo,

los trescientos sesenta grados del círculo redondo.

A su vez, en el 29100° podía leerse otro patético ripio:

La vil diosa consultó los doce signos del zodiaco,

mientras el cálido rubor le bajaba hasta el sobaco.

Había unos cuantos pasajes más que también despertaron su interés, por lo incongruentes. Hasta los niños de teta sabían que las circunferencias tenían 400 grados, no 360, y que la esfera celeste estaba ceñida por una banda en la que se disponían las veinte constelaciones del Zodiaco, no doce.

Investigó sobre el autor. Fue un oscuro archivero, prácticamente olvidado, pero que sin duda dispuso de acceso a información privilegiada, la cual se perdió más tarde durante las grandes guerras civiles del siglo XIV. Seguramente el archivero leyó aquellos disparates en vaya usted a saber qué sitio y los plagió, sin comprender muy bien su significado. Así, algunas gotas de sabiduría antigua se filtraron en aquel tremebundo aborto literario.

¿Sabiduría antigua, hablar de círculos de 360 grados? Cualquier persona sensata lo consideraría disparatado, mas Valera había concluido que los dioses seguían criterios reñidos con el sentido común, por una razón: eran tan humanos como él. Se trataba de un concepto herético, que a ningún otro investigador se le había pasado por la cabeza. Así, dedujo que empleaban un sistema sexagesimal para medir el tiempo y establecer coordenadas: grados y horas de sesenta minutos, y éstos de sesenta segundos, en vez de cien, como sancionaba la práctica. Tal vez se debiera a una arcaica tradición en el lugar de origen de las divinidades. Sólo eso podría explicar tamaño atentado contra la lógica.

En fin, si aceptaba como hipótesis de trabajo que las coordenadas eran sexagesimales, y que el origen de meridianos figuraba asimismo esbozado en los Hechos de Djinn, sólo restaba empezar a permutar aquellos seis números. Todas las combinaciones se localizaban en medio del Mar de Nubes, excepto una. Tenía la corazonada de que había dado en el clavo. Los dioses llegaron al mundo cerca de las Islas de Barlovento, en el Archipiélago de Nereo. No en vano, en aquella zona se habían originado muchos textos perturbadores.

Tan cerca y, sin embargo, tan lejos. El archipiélago se extendía en una línea de más de mil kilómetros, y las Islas de Barlovento estaban en el extremo opuesto a Lárnaca. Los nativos se mostraban reacios a viajar hasta ellas, ya que sus habitantes criaban fama de huraños y atrasados (lo cual, según los niveles de Nereo, no auguraba nada bueno). Además, la amenaza de bloqueo imperial tendía a desanimar a los marineros locales.

No le quedaba otro remedio que pedirle a su amigo Azami que intercediera ante algún capitán de navío republicano para que lo acercara a las islas antes de que volvieran a casa. Tampoco se lo había comentado antes por falta de tiempo. Las tareas humanitarias le ocupaban casi todo el día, y siempre tenía la impresión de que aún podía hacer más. Pero desde luego, no iba a dejar pasar aquella oportunidad de realizar uno de los mayores descubrimientos de la Historia. Si estaba en lo cierto, aquello lo consagraría. O lo condenaría a muerte, si caía en las manos de algún sectario fundamentalista. En fin, gajes del oficio.

Dedicó las horas siguientes a preparar ejemplares para su estudio, prensar algas y disecar una cría momificada de añublero legamoso que guardaba en un cajón. Cuando el timbre de su despertador le avisó, recogió el instrumental y se marchó a la escuela, a impartir clase a adultos que deseaban aprender a leer. Le proporcionaba una singular satisfacción comprobar lo maravilloso que era para aquellas gentes sencillas el poder entender la letra impresa. Literalmente, un nuevo mundo se abría ante sus ojos. Él, como cualquier niño republicano, había recibido una estricta educación desde la primera infancia, así que nunca imaginó el carácter casi mágico que la lectura tenía para los analfabetos. El contribuir a hacer felices a los demás era un sentimiento nuevo y gratificante, por más que no lo hiciera a uno famoso. Tal vez madurar consistiera en hallar satisfacción en las cosas más simples, como la cara de maravillado asombro de una campesina al mirar a través de una lupa una brizna de hierba.