NADIE se había molestado en untar con sebo los ejes de las poleas, y éstas chirriaban mientras los verdugos tiraban de las sogas. No obstante, aquel desagradable ruido quedaba silenciado por los gritos de la muchedumbre. Estaban izando las jaulas, y los comentarios saltaban como pulgas. En algunas de aquellas exiguas prisiones de hierro todavía quedaban despojos humanos más o menos reconocibles; en otras, ni eso.
—¿Os fijasteis cómo devoraron a la bruja? Poquito a poco, empezando por los pies. Portaos bien y respetad los preceptos de los oficiantes del Inefable Advenimiento, queridos niños, o acabaréis como ella.
—¡Mirad! ¡Falta una jaula!
—Algún bicho la habrá arrancado de un mordisco.
—Y esa otra tiene los barrotes doblados. Caramba, si la vista no me falla, juraría que se distinguen marcas de dientes.
—Un jaquetón o un endriago, seguramente…
—¡Alabados sean los Hacedores! No suelen frecuentar estas costas.
—Qué pena. Esos delincuentes no se merecían un final tan rápido. Lo suyo es que sirvan para ejemplarizar, como la bruja.
—En fin, los dioses lo habrán querido así.
—¡Papá! ¡Papá! Cuando sea mayor, ¿podré arrojar a los hombres malos al mar?
—Claro que sí, hijo mío. De momento, procura vigilar y denunciar a los pecadores.
El bullicio no daba señales de remitir. Los juicios públicos, gracias al añadido de los ajusticiamientos, constituían un espectáculo de masas que servía para aglutinar a gentes de toda edad y condición. La atmósfera era jovial, y veíanse por doquier familias enteras pululando entre sillas plegables, sombrillas y mesitas abarrotadas de fiambreras con el almuerzo. Tan sólo dos personas, en uno de los palcos más elevados, parecían ajenas al ambiente festivo.
—Pobres diablos. Han tardado lo suyo en morirse.
La sargento Nadira Yebra miró de reojo a su oficial superior. Quién lo iba a imaginar: el viejo fruncía el ceño, ostensiblemente incómodo.
—Y que lo diga, mi capitán. Desagradable, ¿verdad? Al final, acabará usted opinando como el doctor —apuntó, con malicia.
—Incluso admitiendo (y habría mucho que discutir al respecto) que esos desgraciados merezcan la pena capital, al menos podrían concederles una muerte rápida y limpia. Por cierto, sargento: como vuelvas a compararme con el doctor, te vas a chupar dos semanas seguidas de guardias.
—Discúlpeme; no pretendía ofenderlo.
—Ya. Nadira, que nos conocemos —volvió a mirar las jaulas—. Al menos, han dejado de sufrir.
—Ahí viene la siguiente tanda, mi capitán —señaló la sargento—. Creo que es la última, menos mal.
—Estas ceremonias se me hacen eternas.
Hakim Azami, capitán de Infantería de Marina, y a la sazón máximo responsable del contingente militar de la República en el archipiélago de Nereo, no se molestó en disimular su hastío. Por enésima vez se preguntó qué se les habría perdido en aquel país olvidado de los dioses. Caprichos de la política, qué se le iba a hacer.
Debía reconocer que el espectáculo tenía su encanto, un atractivo bárbaro, grandioso y terrible. Los juicios en Lárnaca, capital de la isla mayor de Nereo, suponían auténticos acontecimientos multitudinarios, y eran coreografiados como tales. Ante todo, el escenario sobrecogería al más pintado. Los acantilados caían a pico trescientos metros sobre el mar, una muralla negra de basalto tallada, según decían, por los mismos dioses. Uno de éstos, tal vez por aburrimiento o porque se le antojó tras un empacho de ambrosía, había excavado un hueco semicircular en la pared. Los más irreverentes afirmaban que Rohs’hinin, el glotón por antonomasia, había metido su cuchara en el acantilado como si de una tarta se tratase, merendándose el trozo que faltaba.
Leyendas aparte, a lo largo de los siglos el pueblo de Lárnaca había convertido la roca desnuda en los palcos y gradas de un inmenso circo cuyo escenario era el océano. En lo más alto, protegidos por toldos bellamente bordados, se sentaban los Jueces Máximos. Iban vestidos con holgadas túnicas blancas, festoneadas de oro y plata. No había piedad en sus semblantes, ni de ellos cabía esperar merced. A su lado, una cohorte de notarios y escribanos tomaba nota de las sentencias e inmortalizaba, con pelos y señales, el devenir de los suplicios.
Un nivel por debajo, en palcos cubiertos con ricos doseles, sentábase la nobleza de Nereo. Los juicios masivos constituían una de las raras ocasiones en que se dignaban abandonar sus grandes mansiones rurales para codearse con el populacho urbano. Obviamente, lo de codearse era un decir. Las clases sociales estaban nítidamente separadas, y todos asumían resignadamente cuál era el papel de cada uno en el gran teatro del mundo. Religiosos, funcionarios, comerciantes, artesanos, temporeros, siervos… Incluso un observador no muy atento podría dilucidar la relevancia de un individuo cualquiera según su distancia a la superficie del mar. Los más pobres debían situarse en la parte inferior del acantilado, con el riesgo de que un carnívoro hambriento saltara y se los llevara entre las fauces. En los palcos de los nobles había lanceros para repeler a los animales más audaces, aunque semejante precaución era inútil; los peces nunca llegaban hasta tan alto. Claro está, el poder pagarse una escolta era una exhibición de estatus social y holgura económica. Los menos pudientes debían conformarse con guardar ciertas precauciones, como no arrimarse demasiado al borde del precipicio.
Para animar un poco los descansos entre ejecuciones, los hijos de los nobles arrojaban comida al mar, a ser posible en las proximidades de las graderías inferiores. Con suerte, algún pez grande daba un brinco cerca de los espectadores, con el consiguiente susto para unos y regocijo para el resto. Sus padres les reñían por aquellas travesuras, aunque sin demasiada convicción. Ellos también fueron niños. Además, hoy aún no había caído nadie del público. Por supuesto, nunca recababan la opinión de los afectados. Al fin y al cabo, eran los más humildes entre los siervos.
Hakim Azami volvió a centrar su atención en los nobles. Estaba seguro de que la animadversión era mutua. Como ciudadano de la República, aquella exaltación de las desigualdades le repugnaba. Y a su vez, aquellos lechuguinos despreciaban a todos y cada uno de los miembros del contingente republicano, desde el cónsul hasta el último grumete de la flota.
En verdad, los dos militares desentonaban en aquella ceremonia, como un grano en la punta de la nariz de la diosa del amor. Ocupaban un lugar de privilegio, justo a la izquierda y un poco por debajo de los jueces. Por lo general, quienes los rodeaban, pertenecientes a las clases más pudientes, preferían el blanco para su atavío, con profusión de túnicas y gasas caras. A Hakim Azami le recordaban coliflores con patas; incluso sus lacayos y guardianes pecaban de un exceso indumentario. Aquello contrastaba sobremanera con los sobrios uniformes republicanos: guerreras y pantalones de fuerte y sufrido algodón teñido de verde, pardo y gris, y botas de cuero de media caña. Las espadas y cuchillos que portaban no eran piezas ceremoniales de orfebrería, sino herramientas forjadas para matar, como estaba mandado.
El veterano capitán se fijó en que algunos nativos, aunque aparentaran ignorarlos, los miraban de soslayo con irritación. Sabía que por el mero hecho de no ser altos y rubios, como los nobles de rancio abolengo, los consideraban inferiores, poco menos que subhumanos. Pero lo que realmente los exasperaba era la presencia de Nadira. En un país donde las mujeres tenían prohibido salir a la calle a ciertas horas, el que una se exhibiera impúdicamente alcanzaba la categoría de abominación. Otras, por menos, iban a ser arrojadas a los peces.
Una estridente fanfarria sacó a Hakim Azami de sus cavilaciones. El Pregonero Mayor de Lárnaca, vestido como un híbrido de sota de copas y muestrario de lencería, habló con voz poderosa:
—¡Oíd, oíd, pueblo de Nereo! A continuación, los Imparciales juzgarán unos delitos de singular vileza. ¡Atended y horrorizaos ante la perversidad de los mortales!
Por la cima del acantilado asomaron unas carretas con prisioneros. Cada uno de éstos iba encerrado en una angosta jaula de hierro, que lo obligaba a permanecer erguido. Acto seguido, el Pregonero Mayor leyó una lista con los acusados y sus crímenes. Condenados, mejor dicho. El que hubieran llegado hasta allí indicaba que ya nada podía salvarlos. De vez en cuando se indultaba a alguno, pero sólo si, bajo cuerda, sus allegados entregaban un generoso donativo a los miembros del tribunal. Y hoy se juzgaba a gente humilde. Tampoco había abogados defensores; deslucirían el espectáculo.
Azami escuchó la lista de cargos. Por cada uno que parecía tener fuste (la típica reyerta entre borrachos en la cual a uno se le iba la mano y tiraba del cuchillo; un tipo que liquidaba a su hermano por cuestiones de herencia), había diez que se le figuraban disparatados:
—Amelia, hija de Rowena, es rea de muerte por exhibir impúdicamente sus canillas ante un oficiante del Inefable Advenimiento… Cornelio, hijo putativo de Arcadio, es reo de muerte por arrojar, en un rapto de vesania, un pez a la sopa de su cuñado; se ha desestimado la atenuante de ebriedad manifiesta… Xuth, hijo de Pérdicas, es reo de muerte por haber osado ofrecer un brindis a la Morada de los Muertos… Óscar, hijo de Óscar, es reo de muerte por haberle impuesto a su vez el nombre de Óscar a su primogénito…
La letanía del Pregonero Mayor continuaba, mientras Azami meneaba la cabeza. Qué difícil era aceptar unas costumbres tan diferentes. Él las calificaría de arbitrarias o ridículas, pero nunca en voz alta. No deseaba que en la delegación lo acusaran de xenófobo y racista. Nadira pareció leerle el pensamiento.
—Menos mal que ahora se cortan un poco gracias a nosotros, mi capitán. Ya no ejecutan a los opositores ni a los disidentes, y se limitan a delitos comunes. O a lo que aquí entienden como tales.
—Un gran consuelo, en efecto.
Nadira desistió de seguir dándole conversación. El viejo tenía hoy uno de sus días sombríos. Ella también hubiera preferido hallarse en cualquier otro sitio, pero el cónsul se empeñó en delegar en los sufridos infantes de Marina ciertas tareas protocolarias.
Expuestos todos los cargos, se dictaron las sentencias. Cada pena capital era jaleada por el pueblo llano, y aceptada con sonrisas corteses por la nobleza. Los condenados se lo tomaban de diversas maneras, según el talante de cada cual. Unos lo aceptaban con resignación, como si aquello no fuera con ellos. Otros se hallaban tan abatidos, o los habían torturado tan a conciencia para sacarles la confesión, que semejaban ya almas en pena, camino de la Morada de los Muertos. Y, por supuesto, estaban los que se desgañitaban pidiendo clemencia o chillaban entre paroxismos de terror. Los más desesperados se propinaban cabezazos contra las rejas de hierro, con la inevitable rechifla de la multitud.
Incluso los prisioneros más abúlicos se estremecieron cuando los verdugos pasaron unos ganchos por las argollas fijadas en el techo de las jaulas, agarraron las cuerdas, halaron con brío y las dejaron pendiendo sobre el abismo. Finalmente, el Pregonero Mayor anunció en tono solemne:
—¡Los Imparciales han dictaminado con equidad! ¡Cúmplanse ahora sus irrevocables sentencias, para ejemplo de quienes dudan o se inclinan hacia el mal! Y vosotros, reos de execrables crímenes, consolaos pensando en que vuestro triste final disuadirá a otros. Que los dioses os acojan en su seno, ya que así expiaréis vuestras culpas. ¡Qué el océano os sea leve!
El estruendo de otra sonora fanfarria trompetera sobresaltó a los despistados, y las poleas chirriaron de nuevo. Veinte jaulas bajaron con lentitud calculada, para que el público se deleitara en el terror de quienes iban a ser pasto de los peces. A pesar de la repulsión que experimentaba, o quizá por el morbo, Hakim Azami era incapaz de dejar de contemplar las contorsiones y escuchar los alaridos de aquellos desdichados. Haciendo un esfuerzo, apartó la vista hacia el mar.
El mar… Criado tierra adentro en una de las islas mayores, Hakim Azami lo odiaba con toda su alma. Algunos religiosos aseveraban que hubo antaño una Edad Dorada en la que el océano no existía, y los hombres vagaban libres por unas tierras donde corría el agua y la hierba brotaba verde y fresca. Pero los antepasados pecaron y ofendieron a los Hacedores. Cada culto defendía una versión distinta de los hechos, pero lo único que importaba era que los dioses se cabrearon y cubrieron el mundo con un mar de nubes tóxicas, ocres y densas de varios kilómetros de profundidad. Para acabar de arreglarlo, en ellas dispusieron miríadas de bestias peligrosas, como los peces que se disponían ahora a darse un opíparo festín a costa de los condenados. Según el doctor Valera, el científico de la misión republicana, las tierras emergidas y habitables, que correspondían a las cimas de las antiguas cordilleras, apenas suponían el uno por ciento de la superficie del mundo. Menudo desperdicio. De acuerdo con los sacerdotes, los dioses pretendían así probar a los hombres para demostrar que eran dignos de su perdón. Si la gente era buena, se arrepentía sinceramente y cumplía los preceptos y rituales adecuados, el mar desaparecería un siglo de éstos y todos retozarían en un nuevo paraíso. Valera, un ateo redomado, defendía otras teorías, por supuesto.
La superficie marina estaba tranquila como una balsa de aceite hasta que las jaulas la rozaron. Su placidez se quebró de súbito cuando un hervidero de diminutos aunque voraces pececillos comenzó a saltar hacia las piernas de los condenados. Ahora todos chillaban. Más de uno se desmayó, pero la estrechez del encierro impedía que cayera de bruces. Todos morían de pie, y despacito: los barrotes presentaban la separación justa para que sólo entraran los devoradores más pequeños. En cuanto a los carniceros gigantes, éstos eran capaces de partir de un bocado a cuanto se les pusiera por delante.
Los nobles sonreían complacidos y el populacho gritaba, intentando ver mejor el suplicio sin arrimarse demasiado a los bordes de las cornisas. De vez en cuando, un murmullo de admiración recorría a la multitud si el lomo de un gran carnívoro se divisaba en las inmediaciones. Los saltos de los peces provocaban que se alzaran jirones de nubes pardas y amarillas. Esto velaba un tanto la visión, para contrariedad del público.
Mientras tanto, los escribanos tomaban cumplida nota de cuándo Fulano o Mengana perdían un dedo, o se vertía la primera sangre, lo cual enloquecía aún más a los peces. Para llevar a cabo su trabajo sin impedimentos, aquellos funcionarios debían acercarse al mar. También estaban encerrados en jaulas, aunque éstas eran mayores y más confortables, pensadas para evitar visitas indeseadas. Por si las moscas, un cuerpo de gendarmes de élite, picas en ristre, se aprestaba a disuadir a los animales más osados. De vez en cuando, alguna pandilla de graciosos, más o menos achispados, coreaba aquello de: «¡Jaquetón, jaquetón, cómete al escribano!» Y otros respondían: «¡Sí, y que alguien le dé luego un tarro de bicarbonato al pobre bicho!» El aludido, por supuesto, iba a lo suyo, que era tomar notas y pasar de los bromistas.
Pareció transcurrir una eternidad, mas al final acabó por no quedar nada vivo en las jaulas de hierro. Los verdugos las izaron, menudearon los comentarios morbosos y chascarrillos de mal gusto, y los asistentes se prepararon para el último acto del juicio: las ordalías.
Según anunció el Pregonero Mayor, dos de los grandes nobles decidieron zanjar una antigua disputa sobre el trazado de las lindes de una finca rústica sometiéndose al juicio de los dioses. Sería una lucha a muerte, en la cual Ellos dictaminarían a quién correspondía el derecho y la razón.
Entre alegres fanfarrias y tremolar de pendones y oriflamas, los dos nobles subieron a una amplia plataforma circular, a la vista de todos, y se situaron frente a frente, a diez pasos de distancia uno del otro. Redobló un tambor, y procedieron escrupulosamente de acuerdo con el Ritual de los Guerreros. Declamaron pasajes escogidos del Libro de los Agravios, manifestaron al cielo las Quince Invectivas Reglamentarias, entonaron los himnos propiciatorios, desenvainaron las espadas, golpearon con ellas sus escudos, ejecutaron con primor las Doce Estocadas y las Doce Paradas Ejemplares del Maestro Oremor Orruc, profirieron el grito sagrado de guerra, dieron media vuelta, abandonaron la plataforma y dejaron que sus campeones escogidos se mataran entre sí. Eran nobles, no idiotas.
Azami y Nadira se animaron. Al fin y al cabo eran soldados, y examinaron con ojo clínico aquel duelo. No lucían muy complacidos.
—Armaduras de placas, escudos, espadas de hoja ancha y a dos manos… —Nadira silbó—. Creo que una vez vi algo similar cuando me llevaron de excursión a un museo. Usan las espadas como si fueran porras, mi capitán. ¿Y las posturitas que me ponen?
—Ajá. Mientras preparan cada golpe, nos daría tiempo a ir al bar a tomarnos una jarra de cerveza, regresar y tirarles un par de estocadas al cuello.
—Desde luego. Incluso mi abuelita, que en paz descanse, armada con su cuchillo de capar marranos, tenía más peligro que esos dos juntos.
—Al menos quedan vistosos y galanos.
—Eso sí, mi capitán.
No obstante, el resto del público se lo estaba pasando de miedo. Al final, tras un cuarto de hora de repartirse golpes, uno de los campeones logró acertar en el yelmo de su contrincante, volviéndoselo del revés. Cegado, el infortunado duelista no pudo evitar que el otro le propinara un empellón. Cayó por el borde del acantilado, golpeando la pared de basalto con ruido de cacharrería, y se sumergió como una piedra en el mar de nubes ocres.
—Más comida para peces —murmuró Azami—. Que les aproveche.
—Espero que les guste la carne en conserva. Y que tengan abrelatas —apostilló Nadira.
Finalizada la lid, los dos nobles retornaron a la plataforma. El perdedor acató la voluntad de los dioses, el afortunado ganador realizó el Escarnio Impúdico, el Alarde y las Soflamas Rituales, y al final quedaron tan amigos y reconciliados. Nadie se acordaba ya del guerrero caído.
El espectáculo había concluido. Aún quedaban algunos actos menores, como la rifa de jamones entre los asistentes y el reparto de jaulitas de caña repletas de golosinas entre los niños, pero los dos militares habían tenido suficiente por aquel día. Dieron la espalda al mar y abandonaron su palco en el acantilado.