«DIME CON QUIÉN ANDAS…»

Fernando Lax alzó la vista y comprobó que, a pesar de su edad, aún era capaz de maravillarse. Nada más abandonar el hotel, Rígel-4 lo había ya seducido sin remedio. Tras unos instantes de puro goce estético, volvió a la realidad y se encaminó hacia su nuevo trabajo.

Cada vez que le asignaban un destino, prefería llegar de incógnito para saborear siquiera un poco la atmósfera del planeta. Aquella primera impresión, estaba seguro, se perdería si decidía ajustarse al protocolo oficial. Su cargo era importante, lo que implicaba múltiples agasajos por parte de las autoridades locales, quienes le acompañarían a visitar museos, palacios, monumentos… Todo muy limpio e impecablemente presentado, por supuesto. Él no deseaba hacerse una idea falsa del sitio donde iba a tener que vivir los próximos años. Quería sentir su pulso, perderse entre la gente.

Su llegada, sin embargo, no fue demasiado interesante. La nave de pasajeros Jack Vance había saltado al espacio normal muy cerca del sistema rigeliano, y las lanzaderas aterrizaron en la cara nocturna del planeta. Desde arriba sólo se vislumbraba un disco negro tachonado de motitas brillantes, mientras que las pantallas antirrad trataban de filtrar el brutal brillo azulado de Rígel. No necesitó pasar por la aduana, dado que los trámites más engorrosos se habían efectuado en su mundo de origen. Como todos los demás, Fernando se embarcó en una cabina de levitación magnética. El vehículo se introdujo en una enmarañada red de túneles subterráneos y lo dejó en un hotel de Ulsan, la capital de Rígel-4. Como era noche cerrada, y se encontraba bastante cansado, se metió en su habitación y se durmió enseguida. Ya tendría tiempo al día siguiente para explorar.

Y ese momento había llegado. Mientras buscaba un medio de transporte que lo llevara a la embajada, meditó por enésima vez sobre la génesis del milagro de Rígel. Difícilmente podría hallarse un lugar tan hostil para la vida humana como aquél, una supergigante azul alrededor de la cual giraban dos compañeras del mismo color, que a su vez orbitaban una en torno a la otra cada 10 días. Solicitó a su ordenador portátil información al respecto, y en el visor de su casco desfilaron los datos. Considerando al Viejo Sol como la unidad, el brillo de Rígel-A era de cincuenta mil, su masa de veinticinco y el radio de sesenta y cinco. Sin embargo, los titanes debían pagar un precio: vida breve, aunque gloriosa. La Gran Bestia, como la llamaban algunos, no tenía más de diez millones de años, y apenas le quedaban un par de millones más. Aquello era poco menos que un parpadeo en la vastedad del cosmos, y nada vivo tendría tiempo de surgir en los planetas del sistema.

Pero para las breves existencias de los humanos, dos millones de años eran una eternidad. Había decenas de mundos vacíos aunque repletos de riquezas, y energía por doquier. Además, domar a Rígel era el desafío perfecto y, contra todo pronóstico, se superó. Dos milenios después del primer contacto, Rígel se consolidó como uno de los pilares del Ekumen, apenas menos poderoso que el Viejo Sol y casi tan poblado.

Fernando localizó una acera autorrodante y logró llegar a los asientos del centro sin dar más que unos cuantos traspiés. Examinó con perplejidad el panel de control que había frente a la butaca, e hizo lo más útil en semejantes casos: poner cara de desvalido y mirar a su alrededor. Nunca fallaba; una chica se acercó a él y le sonrió.

—¿Turista? —dijo, en un interlingua sin el típico acento pastoso de Rígel, tan parodiado en otros mundos.

—¿Se me nota mucho? —respondió Fernando con otra sonrisa.

—Sólo cuando se mueve, habla o respira —comentó, mientras le explicaba el funcionamiento de los controles—. No se preocupe, yo tampoco soy de aquí —prosiguió—. Al principio iba tan despistada como usted, pero no tarda una en acostumbrarse.

—Déjeme adivinar… Es nativa de Vega, ¿verdad, señorita?

Ella lo miró, entre divertida y sorprendida.

—Caramba, es más observador de lo que parece. ¿Ha visitado usted nuestro sistema?

—Un par de veces. Vega es impresionante, aunque comparada con esto… —señaló hacia arriba.

—Sí, los rigelianos lo hacen todo a lo grande. En fin, me quedaría platicando un ratito más, pero me apeo en la próxima. Ha sido un placer, señor.

—Tal vez volvamos a vernos —contestó, tratando de ser cortés.

—¿En una ciudad de sesenta millones de almas? Estos turistas son unos ilusos…

La muchacha se despidió saludando con la mano y se desplazó ágilmente por la acera, pasando de una banda a otra como si hubiera nacido con ese don. Fernando la vio alejarse, una figura menuda vestida con un funcional mono blanco que pronto se diluyó entre el gentío. Echó un vistazo a sus compañeros de viaje, y comprobó que nadie miraba a la cara a su vecino. Unos parecían abstraídos, mientras que otros llevaban en la frente una banda de conexión con el ordenador, probablemente para jugar una partida de ciberrol y así matar el tiempo. Cada uno se asemejaba a una isla en un mar de gente; no se oía una sola conversación. A Fernando, que procedía de un mundo eminentemente rural, siempre le chocaba el comportamiento de los urbanitas. No le extrañó que la única persona que se había ofrecido a ayudarle fuera extranjera.

De nuevo observó a los rigelianos. Aquella sociedad era rica, sin duda. El cuidado que ponían en el vestir, su sofisticación, la exhibición de cachivaches portátiles para conectarse con los ordenadores… Fernando tenía la impresión de ir dando la nota: vestía un sobrio y funcional traje gris[1], con botas cortas de bioplast negro cubiertas por las perneras de los pantalones. Su conexión con el ordenador tampoco era llamativa: un vulgar gorro con visera abatible, muy cómodo. Fernando se relajó. Nadie le hacía caso; más bien creía hallarse en un congreso de autistas. Volvió a enfrascarse en la contemplación del extraordinario paisaje urbano que se desplegaba ante él.

Ulsan parecía extenderse hasta el infinito, a modo de un caos organizado. Rascacielos construidos con materiales que simulaban fluir como gelatina caliente, puentes y arcos etéreos, jardines colgantes con las más exóticas especies botánicas… Todo ello estaba entreverado de autopistas, tubos de levitación magnética y demás vías de comunicación, los cuales tejían una red compleja y fascinante que ocupaba decenas de kilómetros cúbicos. Fernando no logró ver ni un solo avión o plataforma agrav, algo perfectamente lógico por motivos de seguridad. En aquella compacta maraña, los transportes de superficie eran la solución más idónea, y habían alcanzado una perfección inigualada en todo el Ekumen. Fernando no se cansaba de ver cómo circulaban las butacas de las aceras autorrodantes, abandonando unos carriles e invadiendo otros sin chocar entre ellas, obedeciendo fielmente las instrucciones de sus usuarios. Se sentía como un humilde glóbulo rojo nadando en las arterias de algún colosal leviatán.

Pero, sin duda, lo más fascinante era la cúpula que cubría a Ulsan, manteniendo con vida a sus habitantes y atemperando el brillo letal de los tres soles. El polímero de la envoltura era translúcido, y filtraba la luz blanquiazul de aquellos gigantes convirtiéndola en suaves tonos dorados, con infinitos matices que cambiaban a cada segundo y envolvían a personas y objetos. El efecto era relajante y cautivador, como ir nadando en fuego frío.

Fernando perdió la noción del tiempo, mientras la ciudad se desplazaba a su alrededor. Por supuesto, una metrópoli como aquélla poseía su buena dosis de barrios bajos, con gente que vivía en condiciones miserables, pero el ordenador había elegido una ruta turística, donde sólo lo más hermoso pudiera ser admirado.

Súbitamente, Fernando despertó de su beatífico estado al comprobar que se estaba acercando a la base de la cúpula. Él y su butaca fueron tragados por un túnel bien iluminado, y se sobresaltó al comprobar la velocidad a la que circulaba. Un campo deflector lo protegía del viento, por lo que no podía calcular lo rápido que iba. Ahora, en cambio, las luces de las paredes del túnel se perdían tras él como estrellas fugaces verdes y rojas.

Aquel perturbador espectáculo duró poco. La acera se frenó progresivamente y emergió al exterior. Momentos después, la butaca se deslizó suavemente hacia carriles más lentos, mientras Fernando parpadeaba y trataba de adaptarse a la intensa luz que parecía brotar de todas partes. El vehículo se detuvo, soltó los cinturones de seguridad y le informó que había arribado a su destino.

★★★

La Exposición Universal de 3500[2] fue un acontecimiento memorable. Se construyeron varias cúpulas menores alrededor de Ulsan, por lo que la gran ciudad, vista desde el aire, parecía una levadura en plena fase de gemación. Todos los mundos del Ekumen compitieron por llenar aquellos nuevos espacios con los edificios más originales y los artefactos más sorprendentes, y durante un año estándar el gobierno de Rígel se dedicó a sanear su tesorería a costa de exprimir los bolsillos de los turistas. Cuando el jolgorio pasó, se procedió a reciclar todo lo aprovechable, con el típico pragmatismo rigeliano.

Escheria fue una de las atracciones más celebradas de la Expo. No era una cúpula grande, pero su interior resultaba asombroso. Correspondía al pabellón del sector europeo de la Vieja Tierra, y los arquitectos e ingenieros se inspiraron en la obra del artista M. C. Escher, conocido por sus dibujos de objetos imposibles, perturbadores y bellos. Ahora, Escheria había sido reconvertida en zona de servicios, y alojaba a parte de la nutrida cohorte de funcionarios inevitables en cualquier planeta civilizado. Sin embargo, la decoración se dejó intacta, para delicia de los visitantes.

Fernando Lax bajó, siguiendo un sendero, por una especie de hondonada aterrazada que recordaba vagamente la visión del Infierno de Dante, aunque estaba poblada por diversas especies vegetales en vez de demonios. El efecto óptico, muy bien logrado, hacía creer que no tenía fondo. En un pequeño promontorio veíase una casa con una noria, movida por una cascada de agua. El líquido, tras bajar por una acequia con varios recodos en ángulo recto, volvía a caer desde lo alto sobre la misma rueda. Fernando se detuvo, tratando de averiguar dónde estaba el truco y preguntándose cómo demonios habrían logrado reproducirlo los arquitectos en tres dimensiones.

Continuó caminando, aún perplejo, y al cabo de unos minutos divisó el edificio anejo a la embajada donde se suponía que debía trabajar. Se detuvo, confuso, mientras en el visor del casco aparecía la palabra «Belvedere», con sus datos técnicos. Se acercó, un poco aprensivo.

En sí, la construcción era pequeñita, apenas un pabellón de planta rectangular de dos plantas, coronado por tres cúpulas. Y ahí terminaba la normalidad. El piso superior descansaba en ángulo recto sobre el inferior, aunque uno no se daba cuenta del hecho hasta que se fijaba en la disposición engañosa de las columnas, y entonces venía la confusión, seguida de un leve mareo. Dos personajes con atuendo medieval subían por una escalera de mano. La base de ésta se hallaba dentro de la planta baja, mientras que la parte superior se apoyaba en el exterior de la baranda del otro piso. Fernando respiró hondo.

—¿Dónde estará la entrada? —murmuró—. ¿Me habré equivocado de lugar?

Llegó a una terracita enlosada. Sentado en un banco, un joven abstraído daba vueltas en sus manos al armazón de un cubo imposible, comparándolo con otro dibujado en un papel a sus pies. Se acercó a él, pero no pareció darse cuenta de su presencia. Trató de llamar su atención tocándole el hombro, pero la mano pasó a través del cuerpo. Fernando la retiró, sobresaltado.

—Un holograma, pero tan real… ¿Cómo lo harán?

Oyó un gemido a su espalda. Se volvió y comprobó que un hombre se hallaba encerrado tras unas rejas. Su expresión era extraviada, como la de un orate.

—No me extraña que te hayas vuelto majareta, amigo —dijo Fernando, mirando de nuevo el Belvedere y tratando de localizar algún letrero que indicara dónde estaba la puerta de entrada.

—¿Puedo ayudarle en algo, señor? —dijo el loco en tono cortés y vocalizando perfectamente el interlingua; Fernando dio un respingo—. Soy un terminal del ordenador central de Escheria. ¿Desea alguna información sobre la vida de Maurits Cornelis Escher, o cualesquiera otros datos que pueda facilitarle?

Fernando esbozó una sonrisa.

—¿Cómo podría introducirme en el edificio, por favor?

—Por motivos de seguridad, eso sólo está al alcance del personal autorizado, señor. En Escheria tratamos de compaginar los aspectos lúdicos, disponibles para todos los visitantes, con las labores oficiales. En la oficina de Información y Turismo, sita en la Galería de Grabados, le indicarán qué áreas pueden ser visitadas y qué servicios ofrecemos.

—Pero resulta que yo voy a trabajar aquí…

—En ese caso, ¿podría identificarse, señor? —una vulgar consola se materializó junto a la reja—. Introduzca su tarjeta personal en la ranura, si es tan amable —Fernando obedeció—. Ahora tóqueme con sus manos y míreme fijamente a los ojos. No se preocupe, no voy a hipnotizarlo —bromeó el ordenador—; se trata de un escáner de ADN y una mera comprobación de iris —hizo una pausa—. Encantado de tenerlo entre nosotros, señor Lax. No esperábamos su llegada hasta dentro de unos días, por lo que no hay preparada la recepción que se merece.

—Mea culpa —recogió su tarjeta—. Es una costumbre inveterada, aparecer sin avisar.

—¿Desea que anuncie su presencia, señor Lax?

—No, gracias; ya se darán cuenta por sí mismos, y me gustaría disponer de un rato de tranquilidad para adaptarme. ¿Por dónde…?

—Debe usted dar la vuelta por ahí, señor —le indicó el ordenador con un dedo—, y llegará a una puerta de madera. Agarre el tirador y se abrirá; es usted persona autorizada. Si me concede una conexión con su visor, le ayudaré a orientarse dentro del edificio. Casi todas las dependencias son subterráneas, y ocupan mucho espacio. En nombre de los ordenadores y afines que trabajamos aquí, permítame darle la bienvenida, señor Lax.

—Muy amable, gracias —volvió a mirar el Belvedere—. Todos los personajes son hologramas, ¿verdad?

—Sí, señor, controlados por mí. Y ahora, si me disculpa, he de volver a adoptar la pose de loco. Se acerca una horda de turistas centaurianos y no debo defraudarlos.

—Centaurianos… Que te sea leve, muchacho. Hasta otra.

—Adiós, señor Lax —dijo el ordenador; acto seguido, empezó a gemir y a golpear los barrotes de su prisión.

Fernando siguió sus instrucciones y pudo así entrar en el edificio. La puerta de madera se abrió con un chirrido (generado por el ordenador, estaba seguro) y se vio en una pequeña habitación a la que daban unos ascensores. Tomó el más cercano, que lo condujo hasta un amplio recinto repleto de gente. Se detuvo en el centro de la sala para poder examinarla a placer. Resultaba difícil creer que algo tan grande estuviera escondido en las tripas del Belvedere, aunque un examen más atento permitía descubrir que se trataba de una ilusión creada con la ayuda de hologramas. No había techo, sino un cielo azul con nubes que semejaban copos de algodón; de vez en cuando, un pájaro cruzaba de un lado a otro, trinando alegremente. Un mural circular de Escher se desplegaba por las paredes de la sala. Fernando lo recorrió con la mirada, sin poder evitarlo. La palabra «METAMORPHOSE» se confundía en un damero de cuadros blancos y negros, que se transformaban en estrellas, lagartos, hexágonos, abejas, peces, pájaros, barcos, caballos, sobres alados, más pájaros, una ciudad, un tablero de ajedrez y de nuevo en «METAMORPHOSE», cerrando el ciclo.

Estuvo un buen rato contemplando el mural, hasta que volvió al mundo real. Se fijó en que algunos lo miraban con expresión jocosa, como preguntándose quién sería aquel tipo desconocido y ocioso. Fernando compuso un gesto de disculpa y consultó su visor. Decidió que lo más práctico sería buscar su despacho y dejar presentaciones y visita al embajador para más tarde, una vez familiarizado con el lugar. Se dirigió hacia otro ascensor, echando un vistazo de paso a sus nuevos compañeros. Aunque mayoritariamente eran rigelianos, con sus peculiares atuendos, localizó a más de un extranjero. Incluso creyó distinguir a un neojainita con túnica de diario, pero no estaba seguro. Ya lo comprobaría después; Rígel era un sistema muy tolerante en materia religiosa.

★★★

El despacho era grande, sobrio y funcional. El mobiliario consistía en una amplia mesa y una butaca agrav, aunque supuso que habría sillones y mesitas que brotarían del suelo si lo requería. Una de las paredes exhibía otra obra de Escher, «Día y noche», compleja como todas las del autor. Se trataba de un paisaje holandés, donde los campos se convertían en pájaros. Por otro lado, la parte izquierda del cuadro era la imagen especular de la derecha, aunque con los colores invertidos. Encima de la mesa había otro holograma: dos manos que se dibujaban una a la otra. Fernando meneó la cabeza y se sentó en la butaca. Leyó las instrucciones que aparecían en su visor, las memorizó y se quitó el casco. Se pasó la mano por el pelo, peinándoselo en un ademán inconsciente, aunque no le hacía falta. Su cabello gris ceniza, corto y rizado, era capaz de cuidar de sí mismo. Chascó los dedos; un perchero brotó de la pared, tomó con delicadeza el casco y desapareció con él.

Proporcionó la clave de acceso al ordenador, y la parte superior de la butaca se transformó en algo similar a un capuchón que englobó su cabeza, al tiempo que los apoyabrazos se adueñaron de sus manos. Sufrió una desorientación momentánea, pero enseguida comprobó que se hallaba de pie en el centro de una habitación cuadrada, de paredes grises. Súbitamente, delante de él se materializó el loco del Belvedere, quien se quitó la gorra y lo saludó con ademanes obsequiosos.

—¿Qué tal, señor Lax? A su servicio.

—Hola, amigo. Caramba, cada vez conseguís unos espacios virtuales más logrados. Soy incapaz de distinguirlos del mundo real, donde se supone que estoy cómodamente sentado.

—Es mi deber y mi oficio, señor Lax —repuso, con orgullo.

—Pues eres un artista, hijo. Por cierto, ¿has dejado tu trabajo arriba para venir a agasajarme? ¿Tanto miedo te dan los turistas centaurianos? —bromeó.

—Tendría que haber estado en la Expo, señor Lax; aquello sí que era trajín… Pero no se preocupe; el prisionero es un simple icono tridi, que puedo copiar en el espacio virtual cuantas veces desee. Los usuarios prefieren que me transforme en diversos personajes. ¿Quiere ver el muestrario?

Sin dar tiempo a responder, el prisionero se transfiguró sucesivamente en un guerrero bárbaro en cuya reluciente piel se marcaban unos músculos a punto de estallar, un ángel, un gandulfo, un mayordomo inglés, algo inclasificable con capa marrón y una guadaña y finalmente una rubia escultural, completamente desnuda.

—Con algunas variantes de color de piel, peinado y sexo, éste es el icono más solicitado, señor Lax —la voz del ordenador había cambiado; ahora era femenina, aterciopelada e insinuante, y sonaba satisfecha de sí misma.

—Puedo entenderlo —medio en broma, Fernando le dio una palmada en el trasero, y se sorprendió al ver que tocaba una carne prieta y cálida—. ¡Huy, perdona! —se excusó, avergonzado—. Te tomé por un holograma…

—No olvide que ahora está usted en el espacio virtual, señor. Yo sólo soy un conjunto de datos interpretados por su cerebro, pero ¿acaso no lo es también el mundo real? —hizo una pausa y le lanzó una mirada lasciva—. Puede usted palpar cuanto guste, señor. Algunos de sus colegas no se conforman sólo con eso, y es mi deber complacerlos —le guiñó un ojo—. Pero no me pregunte sus nombres; la discreción absoluta es necesaria en ciertos servicios. Si lo desea…

Fernando, o su imagen virtual, suspiró.

—Aprecio tu buena voluntad y reconozco que tu compañía resulta, digamos, estimulante, pero aunque suene absurdo, he venido a Rígel a trabajar. ¿Existe algún icono más impersonal, para evitar distracciones?

La rubia se encogió de hombros.

—Usted manda, señor Lax —la mujer se convirtió en una esfera amarilla de unos diez centímetros de diámetro—. Por supuesto, si algún día se aburre, consulte el catálogo de diversiones, ciberjuegos y relax. Dudo que encuentre otros mejores en todo el Ekumen.

—No te lo discuto; ya entiendo por qué todo el mundo aquí está enganchado al ciberespacio. Sin embargo, opino que así no tiene emoción, y ya soy demasiado viejo para cambiar de hábitos. En fin, procedamos. Muéstrame los directorios accesibles.

—Prácticamente todos, señor —explicó la esfera, flotando perezosamente ante él—; su código de acceso es muy alto. ¿Qué modelo de presentación desea? El estilo orgánico figura entre los más solicitados.

—Acabé empachado cuando estuve destinado en Próxima Centauri. Hiperclásico, por favor.

—A sus órdenes, señor Lax.

A Fernando le pareció que la voz de su guía sonaba decepcionada. Lo sintió por él, pero prefería separar el juego del deber. A su alrededor se materializó un sinfín de puertas y ventanas, cada una con su rótulo correspondiente.

—Lista de personal —ordenó, señalando una de las ventanas.

Inmediatamente, de su dedo índice brotó un zigzagueante haz de luz con chispitas naranjas. La ventana se abrió de par en par, y de ella surgió volando un pergamino que se desenrolló delante de sus narices, mostrando la relación de cuantos trabajaban en el Belvedere y aledaños.

—Sin efectos especiales a ser posible —murmuró entre dientes, en cuanto se le hubo pasado el susto.

—Lo siento, señor. La mayoría lo prefiere así, y creí que…

—Está claro que hoy no es tu día, muchacho. Me voy haciendo una idea de cómo y para qué se utiliza el ordenador en esta casa.

Fernando dedicó un buen rato a familiarizarse con el sistema informático. De vez en cuando se cruzaba con algún otro colega, aunque muchos no podían verlo a él; su código de acceso le daba derecho a un amplio camuflaje. Sólo se topó con dos o tres usuarios avanzados, a los que saludó y se presentó. Uno de ellos era el embajador, quien le invitó a comer en un restaurante típico. Accedió encantado e invocó un reloj; aún faltaba bastante. Tras abrir su buzón de correo electrónico y darse de alta en varios servicios, retornó al espacio real. La butaca regresó a su condición habitual, y volvió a hallarse cómodamente sentado. Pidió un monitor normal y repasó los datos más relevantes acerca de las actividades comerciales de Rígel-4. Aunque era un sistema anacrónico, lo prefería; podía concentrarse mejor.

Su tarea no resultaba llamativa: supervisor de intercambios comerciales, clase A. No solía salir en los noticiarios, pero negocios de millones de créditos pasaban por sus manos, ansiosos de obtener su visto bueno. En una organización tan compleja como la Corporación, el sistema de gobierno más poderoso del Ekumen, se debía controlar cuidadosamente el comercio de tecnología punta. Había demasiados mundos con gobernantes poco fiables, a los que resultaba peligroso vender según qué cosas. Por desgracia, algunas multiplanetarias corporativas anteponían los beneficios al bien común, y evitarlo era la misión de los supervisores.

Ese cargo no estaba al alcance de cualquiera, y no se obtenía mediante dádivas o sobornos, especialmente en los planetas más ricos. Fernando era un ejemplar atípico, un funcionario básicamente honesto y competente, que había ascendido de categoría por méritos propios. Eso no significaba que fuera un santo; los casos de honradez patológica tenían pocas probabilidades de prosperar en la Corporación. A veces era necesario hacer la vista gorda, o autorizar transacciones heterodoxas, pero nunca por capricho. Además, Fernando poseía otra virtud: era capaz de discriminar entre el alud de datos que fluía por las redes de información que conectaban todos los mundos del Ekumen. Separar el grano de la paja era una tarea difícil, pero sus jefes sabían que podían confiar en su buen juicio, y por ello le habían asignado un sistema tan complicado como el de Rígel.

Una llamada lo sacó de sus cavilaciones.

—¿Quién es? —preguntó.

—Servicio de limpieza, señor —dijo una voz femenina por el interfono.

—De acuerdo, pase; le abro la puerta —ésta obedeció la orden verbal, y se extrañó al no ver a nadie—. ¿Qué es esto, una broma?

—Aquí abajo, señor —contestó la voz.

Fernando se incorporó y miró al otro lado de la mesa. Levitando a un palmo del suelo había una aspiradora. Su cuerpo era un cilindro blanco del que surgía un largo tubo articulado que terminaba en una boquilla aplastada. Sobre esta última se insertaba un par de receptores ópticos con forma de semiesferas rojizas. El resultado final era cómico, una especie de cruce entre lata de conservas, pato y cría de jirafa. La aspiradora alzó el cuello y lo miró fijamente.

—Disculpe la intrusión, señor Lax, pero se supone que no vendría hasta dentro de una semana. Déjeme revisar el despacho. Los ceniceros, papeleras y escupideras se limpian solos; no tiene usted más que llamarlos. En cambio, el polvo… ¿Me permite?

—Cómo no.

Fernando se levantó apresuradamente para dejarla trabajar y la observó a placer. La aspiradora se movía con rapidez y precisión, husmeando como un sabueso. De vez en cuando absorbía una partícula de polvo, o bien de la parte inferior de la boquilla surgía un cepillo sónico que lo dejaba todo como los chorros del oro.

—Ya está, señor —dijo en cuanto hubo terminado.

—Muy eficaz —repuso Fernando—. La Administración es un sistema de castas, pero hasta las más poderosas ceden el puesto y salen al pasillo cuando llega el personal de limpieza —sonrió, mientras regresaba a la butaca—. Desde luego, ordenador, te compadezco; tienes que estar en mil sitios a la vez, controlando que todo marche correctamente.

La aspiradora levitó hasta encima de su mesa, arqueó el cuello y se encaró con él. Parecía ofendida.

—Soy un ente autónomo, no un mero apéndice del ordenador central. Todavía hay clases. Aunque no lo parezca por mi humilde condición, llevo en mi interior un cerebro biocuántico. Adiós, señor.

La aspiradora saltó ágilmente hasta el suelo, enderezó el cuello en un gesto desdeñoso y se deslizó hacia la puerta.

—La verdad —refunfuñó—, no sé por qué me enfado cuando la gente me infravalora. Soy consciente de la pinta que tengo. Qué gran verdad encierra aquello de:

Humano capiti cervicem pictor equinam

iungere si velit et varias inducere plumas…

Fernando replicó automáticamente:

—… undique collatis membris, ut turpiter atrum

desinat in piscem mullier formosa superne:

spectatum admissi risum tenetis, amici?

La aspiradora se detuvo y giró el cuello con lentitud, hasta quedar mirando fijamente a Fernando. Pasaron unos instantes en completo silencio.

—¿Has leído a Horacio? —dijeron a la vez, incrédulos.

Fernando podía imaginarse la cara de pasmarote que se le debía de haber quedado. La aspiradora dio un brinco y volvió a subirse a la mesa. Ladeó el cuello y se quedó meditando unos instantes.

—Un humano que aprecia a los clásicos… Rara avis, sin duda. ¿Es usted escritor?

—Yo… —se repuso de su estupefacción y soltó una alegre carcajada—. ¡Qué demonios! Esto hay que celebrarlo. Llámame Fernando, si te da lo mismo, eh…

—Mi nombre y número de serie son anodinos. Mis amigos me conocen como Criseida. Te estrecharía la mano si pudiera, pero quien me diseñó no pensó en las posibles relaciones sociales de un electrodoméstico.

—Criseida… Ajá, también has leído a Homero. Con tu afición por la poesía antigua, ¿por qué no elegiste el nombre de Safo?

—Safo fue una mujer libre y admirada. En cambio, Criseida es un juguete de los acontecimientos, raptada por Agamenón y fuente de discordia entre éste y Aquiles; una esclava, en suma. No sé si captas el sentido. Y por si faltaba algo, muchos la confunden con Briseida. Pero olvidemos mis problemas personales. Realmente, eres el primer humano con quien puedo mantener una conversación de más de diez palabras. ¿No te sientes raro, discutiendo con una aspiradora? Yo, en tu lugar, visitaría a un psiquiatra —uno de sus receptores oculares se apagó y volvió a encenderse, a modo de guiño—. ¿A qué se debe tu interés por los clásicos? ¿Puro esnobismo, o realmente tienes buen gusto?

Fernando estaba tan encantado que era incapaz de enfadarse por el descaro y desparpajo de Criseida.

—¿Habráse visto? ¡Pues sí que has tardado en tomar confianza, desvergonzada! —sonrió y volvió a adquirir su habitual aire afable—. ¿Por qué me gustan los libros? Tuve la suerte de nacer en un planeta más bien atrasado, donde las conexiones a las grandes redes de datos eran muy caras. Me crié en el seno de una familia que poseía una excelente biblioteca. Imagínate a un niño en aquella atmósfera de amor a la letra impresa, donde me leían cuentos para que me durmiera… Conforme fui creciendo, me fascinó que desde unas vulgares hojas de papel, personas muertas siglos atrás pudieran lograr que compartiera con ellas exóticas aventuras, vivencias, pasiones; en suma, que sus emociones fueran las mías. Era pura magia —se encogió de hombros y, medio en broma, compuso un gesto de disculpa—. Y aquí me tienes.

—Ya veo, ya… —Criseida dio un corto paseo sobre la mesa, pensativa, como si rumiara algo—. ¿Y nunca te sentiste tentado de imitar a aquellos autores, y escribir?

—Ay, qué más quisiera… Pero hay cosas para las que servimos, y otras no. Lo intenté, créeme, pero era un desastre. En fin, hice como todos los escritores frustrados: me metí a crítico. De vez en cuando, redacto artículos para varias revistas especializadas.

—Pero ¿hay alguien suscrito a esas publicaciones? —preguntó maliciosamente Criseida.

—Con tantos billones de personas en el Ekumen, por supuesto que existen unas cuantas amantes de la Literatura. Pero aguarda —Fernando la señaló con un dedo acusador—; me estás sonsacando, a cambio de nada. ¿Y tú? ¿Cómo se te ocurrió…?

Criseida descendió de un salto hasta el suelo.

—¡Oh, qué contrariedad! Alguien se acerca por el pasillo. Casualmente, debo interrumpir tan amena charla y marcharme a cumplir mi sufrida labor.

—Sí, sí… Esto es una vulgar retirada, cobarde. Pero no escaparás tan fácilmente. Confío en que reanudaremos la conversación más adelante, y ya me contarás cómo es posible que un cachivache insolente conozca a los poetas grecolatinos…

—Cuando quieras, Fernando. ¡Hasta la vista! —hizo una graciosa reverencia con el cuello y se dispuso a marcharse. Al llegar a la puerta, se detuvo—. Por cierto, si vas a los aseos de esta planta, dile al compañero encargado que me conoces. Es un buen tipo. ¡Chao!

Criseida replegó el cuello sobre su cuerpo cilíndrico y abandonó el despacho al mismo tiempo que un hombre se disponía a entrar. Éste no dirigió ni una mirada a la aspiradora. Su nerviosismo era evidente.

—¿Se puede, señor Lax? Soy Xavier Fuldáin, su secretario. No me dijeron que vendría tan pronto, y de incógnito.

Fernando fue hacia él y le estrechó la mano. Xavier parecía joven, aunque resultaba arriesgado calcularle la edad en un mundo donde los tratamientos rejuvenecedores estaban al alcance de quien dispusiera de unos ahorrillos. Vestía con la sofisticación típica de Rígel: su cabello anaranjado, peinado en complejos bucles, se fundía con un traje ceñido de una pieza que llegaba hasta los tobillos. El tejido era tornasolado, de matices cambiantes, como la atmósfera de Ulsan. Unas botas de pseudopiel transparente dejaban ver los complejos tatuajes de los pies. Fernando se preguntó cómo se las arreglaría para desnudarse. En cualquier caso, daba la impresión de que el gobierno pagaba bien a sus funcionarios.

Fernando tuvo que esforzarse para convencerlo de que no estaba molesto con él por no haber previsto su llegada. Para ganarse su confianza, le pidió que lo pusiera al día, le mostrara los distintos departamentos y le presentara a la gente; era una excelente política dejar que los subordinados se sintieran útiles. Además, debía reconocer que, dejando aparte los prejuicios sobre las nuevas generaciones, aquel joven parecía competente, y resultaría agradable trabajar con él.

★★★

Era ya bien avanzada la tarde cuando Fernando retornó a la delegación. Como temía, la ronda de presentaciones con Xavier había acabado en el bar y de ahí, sin solución de continuidad, marchó con el embajador y otros altos cargos a un restaurante de lujo. Fue un placer poder atracarse de comida rigeliana auténtica, en vez de los sucedáneos que proliferaban como hongos por todo el Ekumen. A pesar de la deliciosa flojera que lo embargaba, logró llegar al despacho y se desplomó en su sillón. El mural de la pared había cambiado. Ahora era una especie de mandala hecho de serpientes entrelazadas.

—Menos mal que mañana empezaré con el trabajo de rutina; en caso contrario, soy hombre muerto —murmuró.

Siguiendo el consejo del embajador, buscó un alojamiento adecuado. En Escheria había un bloque de pisos destinado al personal residente, y logró hallar un apartamento satisfactorio, pequeño pero con todo lujo de detalles, conexión al ordenador inclusive. Arregló el traslado de su equipaje desde el hotel, consultó unas cuantas dudas y se dispuso a marcharse a descansar. Recuperó el casco de la pared y se dirigió a la puerta.

Justo entonces, el festín decidió pedir su tributo. Fernando se llevó la mano al vientre y notó un amenazador rugido de tripas.

—¿Quién dijo que la comida rigeliana era muy digestiva? Me parece que no voy a poder llegar a casa…

Buscó en el visor del casco el servicio más cercano y marchó hacia él con prisa no disimulada. Por fortuna, estaba libre. Posó la mano en la placa identificadora, y la puerta se abrió. Una vez dentro, se quedó parado, confundido. Era una habitación amplia, alicatada hasta el techo con azulejos de fibroplast gris plateado. En una pared se veía un gran espejo empotrado y un objeto de diseño que debía de ser la pileta del lavabo, pero nada más.

—¿Y el retrete? —miró hacia todos lados, angustiado.

—Detrás de usted, señor Lax —le informó una voz grave, inequívocamente masculina, en un interlingua perfecto.

Fernando se dio la vuelta, sobresaltado. A sus espaldas se había abierto otra puerta, mostrando la ansiada taza del wáter. Recordó entonces algo de lo dicho por Criseida.

—¿Eres el ordenador, o uno de esos cerebros biocuánticos? Y, en cualquier caso, ¿cómo…?

—Lo segundo, señor. Y respecto a su última pregunta, usted siéntese y limítese a evacuar. Yo me ocupo del resto.

Fernando obedeció, un poco cortado. La situación le resultaba más bien surrealista, y se preguntó si en aquel planeta habría algún lugar tranquilo, aislado y sin un educado cacharro pendiente de uno. De todos modos, trató de no parecer descortés.

—Si no me equivoco de persona, la encargada de la limpieza me pidió que te saludara.

—Criseida me relató la conversación que mantuvieron esta mañana. Es un poco parlanchina, pero un pedazo de pan, señor Lax.

—Esto… Dado lo íntimo de nuestra actual relación, quizá debiéramos tutearnos, ¿no crees?

—Como gustes, Fernando. Siguiendo el juego a Criseida, puedes llamarme Patroclo, si te da igual.

—¡Cielos, otro fanático de Homero! Patroclo… Has elegido un héroe que acabó malamente, amigo.

—Sí, los dioses tuvieron que aferrarlo y golpearlo ante las murallas de Troya para que Héctor lo matara, y así se cumpliera lo que estaba profetizado.

—Otro juguete en manos de unos seres caprichosos… Por cierto, me resulta chocante que adoptéis papeles masculinos y femeninos con tanta naturalidad.

—Es cuestión de aprendizaje, Fernando. En principio, somos seres asexuados, que acabamos adoptando una personalidad acorde con nuestras funciones. Tratándose de un aseo de caballeros, lo más apropiado es un talante educado y circunspecto; lo contrario resultaría frívolo. De todos modos, cada vez que necesito recabar información sobre la compleja psique femenina, pregunto al compañero encargado del bidet de los servicios de mujeres. Experiencia tiene, desde luego.

La conversación se mantuvo animada hasta que Fernando se percató de la hora que era. Se disculpó, hizo alguna observación sobre lo rápido que pasaba el tiempo, y buscó algo para limpiarse. Como si adivinara sus pensamientos, Patroclo emitió unos chorritos de agua perfumada, diestramente dirigidos, y luego lo secó con aire tibio. Fernando se subió los pantalones y felicitó al retrete por su maestría. Tras despedirse, prometió visitarlo otra vez para discutir de todo lo divino y lo humano. Rumiando curiosas ideas sobre cerebros biocuánticos amantes de los clásicos, se dirigió a pie hacia su apartamento, parándose de trecho en trecho para admirar el ocaso de los tres soles a través de la cúpula, infinitamente rico en matices.

★★★

El edificio residencial se inspiraba en otra excentricidad de Escher, una especie de torre medieval coronada por una escalera sin fin, donde hologramas vestidos de época subían o bajaban en un círculo eterno. Al igual que el Belvedere, esta aberración arquitectónica era una mera fachada que escondía treinta plantas de apartamentos subterráneos. Había conseguido uno en el segundo sótano, así que se decidió por las escaleras, desoyendo la insinuante invitación del ascensor.

Al llegar comprobó que habían traído todas sus cosas. Se duchó y se acostó bien pronto; estaba cansado, y la comilona pasada no invitaba precisamente a cenar. En cambio, una idea rondaba por su mente. Activó la conexión al ordenador en la cabecera de la cama y se vio de nuevo en el ciberespacio, con la familiar esfera luminosa flotando ante sus narices.

—¿Qué se le ofrece, señor Lax? —el tono era comedido y neutro; Fernando sonrió, al comprobar que el ordenador había aprendido que no le agradaban las extravagancias.

—Hoy he conocido a varios cerebros biocuánticos en Escheria. Me gustaría disponer de más información sobre ellos.

Antes de que transcurriera un segundo, tenía ante sí un panel donde se mostraba lo que había pedido. Lo leyó detenidamente y se sorprendió. La información era escasa, y eso resultaba extraño tratándose de un legado de la Expo, donde en verdad sobraban explicaciones y propaganda sobre las maravillas allí expuestas.

Los cerebros biocuánticos aparecían descritos como unos entes autónomos con C. I. equivalente al humano; incluso era más probable que superaran un test de Turing avanzado. Habían sido fabricados por CYBINTEL — VAN RIJN para las F.E.C.[3] y éstas los legaron a la Expo. Y eso era todo.

—Más detalles sobre la CYBINTEL, por favor —solicitó.

En esta ocasión la esfera tardó en responder, y cuando lo hizo parecía algo más apagada, como disculpándose.

—Lo siento, señor Lax. Los datos que pide están protegidos por un código militar de categoría máxima. Sólo un miembro del C.S.C.[4] podría acceder a ellos.

—¿Máxima? —Fernando no daba crédito a sus oídos. La curiosidad se transformó en vivo interés. Trató de eludir el obstáculo mediante rodeos tortuosos, pero la protección era perfecta. Frustrado, se desconectó del ordenador y quedó pensativo en la cama, con las manos en la nuca, mirando al techo. Aquel secreto sobre unos cacharros inofensivos lo intrigaba. Probablemente sería una tontería, pero era cabezota, y sabía que no descansaría tranquilo hasta averiguar la respuesta. De repente, recordó un nombre. «Sí, podría resultar…»

Se levantó y buscó en su agenda el número de contacto y la dirección. Consultó el directorio universal de planetas, y comprobó el correspondiente huso horario. Con suerte, allí sería media mañana. Contactó con un circunspecto ordenador al que facilitó sus datos y un código de acceso del que muy pocos disponían. Instantes después se materializó ante él la imagen holo del torso de un militar de mediana edad, con rasgos marcadamente nilóticos. Su expresión era adusta, como correspondía a su cargo.

—Vicealmirante Araq Istáin al habla —un momento después sonrió de oreja a oreja—. ¡Fernando! ¡Dichosos los ojos! ¿Qué es de tu vida?

—¿Cómo te va, Araq? Me han destinado a Rígel-4; aún estoy haciéndome a la idea.

—¿Rígel? Tu ascenso es imparable. Confío en que lo harás tan bien como cuando estuviste entre nosotros. Si no llega a ser por tu fino olfato, la Akasa-Puspa Biocorp nos habría estafado y convertido en el hazmerreír del Ekumen. ¿Recuerdas?

A Fernando le resultaba agradable charlar con un viejo amigo, y dedicaron unos minutos a repasar antiguas gestas. Además, no deseaba parecer impaciente. Cuando lo consideró oportuno, preguntó:

—¿Es segura esta línea, Araq?

El vicealmirante tecleó algo en su consola. Su imagen desapareció una décima de segundo, y retornó sin alteración aparente.

—Ahora sí, Fernando. Bien, vayamos al grano. ¿Tienes algún problema con las F.E.C.?

—Afortunadamente, no. Es una duda, tal vez una tontería, pero…

Se lo explicó. Araq quedó pensativo.

—CYBINTEL… No me suena nada. Una de dos: o estamos ante un asunto muy serio, al que ni yo tengo acceso, o bien se trata de un secreto viejo, que en su momento fue importante, y al que nadie se le ocurrió después levantar la etiqueta de «reservado». Me inclino por esto último. Si realmente fuera algo gordo, esos cerebros no estarían en la Expo. Vaya, Fernando, has logrado intrigarme. Realizaré unas cuantas pesquisas, y te comunicaré mis averiguaciones.

Los dos hombres se despidieron cordialmente. Fernando, ya más tranquilo, curioseó un ratito más por el ciberespacio local hasta que se quedó dormido como un bendito. El ordenador se desconectó automáticamente, apagó las luces, acomodó la cama y lo dejó descansar.

★★★

Dos días después, recibió la prometida llamada.

—Tenía yo razón, Fernando —dijo Araq—. La CYBINTEL fabricó un centenar de cerebros biocuánticos en el año 3050. En esa época fueron lo mejor de lo mejor. La partida se dividió en cuatro o cinco grupos que remitieron a planetas apartados, donde se probó el valor de los cerebros integrados en sistemas de combate. En algunos casos, el experimento fue un éxito, mientras que en otros fracasó. El proyecto se canceló, y se etiquetó de muy alto secreto. Poco más puedo decirte. Probablemente, se trata de algo tan antiguo que podría ser desclasificado sin problema, pero eso supondría una petición en toda la regla al C.S.C., y ahora mismo no está el horno para bollos. No debería decirlo, pero hay roces con el Imperio de Algol, y los consejeros temen que traten de infiltrar topos en las altas esferas. Una propuesta de modificar archivos secretos sería vista con recelo, y mi carrera…

—Me hago cargo, Araq. De todos modos, te lo agradezco. El asunto ha perdido ya su misterio: alguien decidió aprovechar esos cerebros biocuánticos, en vez de destruirlos, y se los pasó a la delegación europea de la Expo. Por cierto, ¿tienes idea de en qué sistemas de combate pudieron estar integrados?

—Déjame pensar… Aquellos cerebros sólo se han utilizado en vehículos rápidos, que necesitan una capacidad excepcionalmente alta de análisis y respuesta. Eso quiere decir aviones, tal vez interceptores espaciales o híbridos aire-espacio.

—¿Cómo los USC-2025?

—Serían modelos más antiguos, sus precursores. De todos modos, también los USC-2025 están siendo retirados del servicio. Son cazas polivalentes en los que el cerebro biocuántico y el piloto humano se funden en uno con el avión. Efectivo, pero suelen acabar majaretas.

—¿Los pilotos, o los cerebros? —preguntó Fernando.

—Ambos. Si no fuera porque pelean tan bien, hace mucho que serían carne de desguace.

—Aviones, interceptores… —Fernando parecía abstraído—. Y ahora se ven reducidos a controlar un wáter o una aspiradora.

—Joder, qué putada. Sic transit gloria mundi —repuso Araq, encogiéndose de hombros—. Bastante suerte tienen con haberse librado de la eliminación.

Tras despedirse de su amigo, Fernando quedó pensativo. Realmente era una faena lo de los cerebros, y ahora podía comprender el porqué de la elección de aquellos nombres homéricos. «Juguetes de la voluntad divina… Me pregunto qué piensan en realidad de nosotros. Y, dicho sea de paso, por qué no nos han mandado a tomar por saco». Consideró comentarlo con Criseida, pero desechó la idea. Tal vez se ofendiesen al descubrir que había hurgado en su pasado, y no deseaba enemistarse con tan agradables conversadores. De hecho, aquellos dos fenómenos eran los únicos con quienes podía hablar de algo que no fuera el trabajo o banalidades.

Porque, para él, ése era el principal defecto de la sociedad rigeliana. Fernando tenía a su disposición todo cuanto deseara, excepto alguien con quien charlar por el mero placer de hacerlo. Añoraba otros mundos, tal vez más rudos, pero donde la gente se sentaba en la terraza de un bar a ver pasar la vida y departir con el vecino. En Rígel primaban la sofisticación y la introversión. Las relaciones sociales no pasaban de la fachada, y era más gratificante interactuar con el ciberespacio que con los semejantes. Fernando se preguntó por enésima vez cómo podía funcionar una sociedad así, pero lo hacía y de maravilla. «Si no fuera por los ordenadores… Llegará un día en que caigan en la cuenta de que los humanos no servimos para nada útil, y entonces…»

Sonrió y se tumbó en la cama. Tomó la novela que había sobre la mesilla, la abrió y reanudó su lectura. Hasta las bibliotecas públicas eran especiales en Rígel. No había un edificio para ellas. Uno consultaba el catálogo, realizaba la petición en el soporte deseado (electrónico, holo, papel…) y enseguida era servido a domicilio. Sintió una punzada de nostalgia al pensar en las bibliotecas y los bibliotecarios de la Vieja Tierra, y se sumergió en el relato.

★★★

Fernando llegó puntual a la recepción que se celebraba en una explanada cercana a la Casa de la Cascada. Los inevitables hologramas de Escher flotaban por doquier, pero uno pronto aprendía a desentenderse de bandas de Moebius, poliedros imposibles y extrañas bestezuelas. Se mezcló entre la gente, saludó, pasó de un corrillo a otro, se presentó y fue presentado. De vez en cuando miraba con envidia a los invitados menos importantes que, como no conocían a casi nadie, podían dedicarse a saquear las bandejas de los camareros robot.

Fernando, el embajador y otros colegas se dirigieron a un extremo de la explanada, donde se estaba celebrando una peculiar demostración. Una chica joven, bellísima y encantadora (por supuesto, contratada en una agencia especializada por las F.E.C.), pregonaba las excelencias de la última innovación bélica corporativa. Era de agradecer la modelo profesional en vez de un curtido suboficial, pero lo que mostraba provocaba escalofríos. Fernando se dio cuenta de que no era el único que experimentaba aquella sensación.

Había una docena de figuras inmóviles, que parecían estatuas. Sin embargo, un examen más atento ponía de manifiesto que se trataba de humanos. En sus caras no había expresión alguna, y su vista estaba fija en un punto indeterminado. Iban vestidos con el uniforme de las tropas de asalto.

—Como pueden ustedes comprobar —decía la muchacha—, de este modo matamos dos pájaros de un tiro. Se elimina el viejo problema de qué hacer con los delincuentes irrecuperables, y a cambio ganamos unos combatientes excepcionales. Les aseguro que la operación es indolora; no sufren. De hecho, ya no experimentarán sentimientos ni deseos, ni tendrán recuerdos de ninguna clase. Se han convertido en perfectas máquinas de matar, de obediencia ciega. Observen, si son tan amables.

La chica marcó una secuencia en un tablero que flotaba ante ella, y los soldados efectuaron movimientos de ataque y defensa con absoluta precisión; su expresión seguía invariable, pétrea. La rapidez y eficacia eran tales que daban miedo.

—Estas nuevas unidades presentan grandes ventajas respecto a los androides de combate, sobre todo en acciones que no requieran pensar demasiado; por ejemplo, tomar al asalto una posición enemiga bien defendida. Como saben, los androides son caros, mientras que ellas no. La operación que sufren es muy simple, poco más que una lobotomía. Su entrenamiento es rápido, y el mantenimiento modesto: no protestan ni se declaran en huelga, y son capaces de comer cualquier cosa —se oyó alguna risa forzada entre el público—. Y jamás retrocederán ante una situación crítica; obedecerán a sus mandos, incluso aunque las órdenes atenten contra su propia integridad física. Observen, por favor.

La chica tecleó de nuevo, y uno de los soldados se movió. Tiempo atrás había sido el jefe de un movimiento insurgente, contrario a la tutela corporativa en su planeta. Tuvo ilusiones, sueños de gloria; algo por lo que luchar, en suma. Nada de eso importaba ya. Dio unos pasos, se detuvo ante un muro y le asestó un tremendo cabezazo. La sangre corría por su cara y empapaba el uniforme. Su semblante no se inmutó, y aguardó más órdenes en posición de firmes.

—¿Ven ustedes? —dijo la chica—. Obediencia ciega. Hemos transmutado una lacra social en una valiosa herramienta.

Fernando se marchó de allí, entre sobrecogido y asqueado. Su mente comprendía los argumentos de las F.E.C., pero su estómago no era tan racional. Se puso a cotillear un rato con el embajador, mientras trataba de hallar un camarero con bebidas. Justo entonces, alguien le palmeó la espalda y se dirigió a él en voz alta, atrayendo las miradas de quienes les rodeaban.

—¡Pero si es don Fernando Lax! ¡Cuánto tiempo sin verte, amigo! ¿Te acuerdas de mí?

Fernando se volvió, sobresaltado. Tenía ante sí un sujeto alto y bien parecido, bronceado, con ojos y cabellos muy negros. Sonreía, exhibiendo una dentadura perfecta. Vestía uno de los inclasificables atuendos a la moda rigeliana, que le sentaba estupendamente. Lo reconoció enseguida; no había cambiado casi nada en todos estos años.

—¿Sören…? ¿Sören D’arc?

El aludido le obsequió con un triturador apretón de manos (se notaba que iba al gimnasio) y volvió a darle unas palmadas de propina.

—¿Qué es de tu vida, compañero? También te han destinado a Rígel, ¿eh? —le pasó el brazo por el hombro y se dirigió al embajador, que contemplaba la escena sorprendido, preguntándose quién demonios sería aquel tipo—. Aquí donde nos ve, Fernando y yo estudiamos juntos en la universidad. Qué tiempos aquellos, ¿eh? —otra palmada.

Fernando no tuvo más remedio que presentarlo al embajador, y Sören se dedicó a relatar divertidas anécdotas de su planeta natal, que hicieron reír a los presentes. Fernando tuvo que reconocer que seguía siendo tan encantador como antaño, con idéntica capacidad de convertirse en el centro de una reunión. Pero también recordó otras facetas de su carácter, mucho menos gratas. No hacía falta ser muy espabilado para deducir que, entre palmada y halago, lo estaba utilizando para codearse con el embajador. «No has cambiado nada, colega». Aprovechó una de las breves pausas de Sören para contraatacar. Compuso una sonrisa más falsa que una moneda de tres créditos, y palmeó con brío el hombro de Sören.

—Muchacho, hay que ver lo simpático que estás hoy. Ni que quisieras pedirnos algún favor…

Ninguno de los dos dejó de sonreír, pero Fernando notó que su estocada había dado en el blanco. Sören contó un par de chascarrillos más, pretextó una cita y se marchó a otro lugar de la reunión. El embajador, que no era nada tonto, había captado tan singular duelo.

—Me sorprende que alguien tan comedido como tú le haya dado tal corte a un amigo, Fernando.

—Conocido, no amigo —hizo una breve pausa—. Deberías agradecérmelo; te he quitado de encima a uno de los más notables arribistas del universo.

El embajador lo miró, divertido.

—La Corporación considera que la ambición es una virtud a fomentar entre sus funcionarios.

—Una cosa es el legítimo deseo de progresar en el escalafón, y otra ser capaz de apuñalar por la espalda a tus compañeros con tal de subir de categoría. Y Sören es un maestro en esto último.

—¿Seguro? Me parece detectar cierta animadversión personal. Creo que estás dejando que los sentimientos te cieguen, Fernando.

—El hecho de que me caiga mal no impide que sea un tipo poco de fiar.

La conversación pronto viró a otros temas, hasta que el embajador tuvo que marcharse con unos empresarios que lo reclamaban. Fernando quedó solo, meditando. Sören había despertado muchos recuerdos, demasiados. Estaba sorprendido de ver que la vieja antipatía no menguaba, a pesar del tiempo transcurrido. En cualquier caso, se sentía satisfecho; le había fastidiado el plan. El embajador estaba alerta; su encanto personal no serviría en esta ocasión.

—¿Señor Lax? —preguntó alguien detrás de él.

Se dio la vuelta, y estuvo a punto de tropezar con un bar robot. El artilugio era una caja de un metro de alto, sobre la cual había una bandeja con bebidas y canapés.

—Perdone mi atrevimiento, señor Lax —dijo el bar—, pero Criseida me habló de usted y me señaló la conveniencia de saludarlo. ¿Una copita de licor de Antares, o prefiere un jerez seco?

—Muchísimas gracias. Empezaré con el jerez —tomó la copa y la apuró en un par de tragos. El vino estaba deliciosamente fresco; la depositó vacía en la bandeja y tomó otra—. Así que posees un cerebro biocuántico… ¿Los demás camareros también?

—No, señor. Se trata de meros aparatos controlados por mí. Quise hablar antes con usted, pero estaba charlando con su amigo, y…

—¡Y dale con que es amigo mío! —tomó un sorbo de jerez y se calmó—. En fin, olvidémoslo. ¿Tienes algo comestible, por favor?

—Por supuesto, señor Lax.

—Llámame Fernando; los amigos de Criseida son mis amigos —sonrió.

—Como gustes, Fernando. Byron, para servirte.

—Curioso nombre… Pero volvamos a lo imprescindible —examinó la bandeja con cierto desánimo—. Vaya, parece que sólo han dejado unos microbocadillos de queso y mantequilla. Si en vez de hablar tanto hubiera tomado una bandeja al asalto…

Fue a por uno de ellos, pero Byron no lo permitió.

—Te he guardado unos cuantos bocados especiales, Fernando —el camarero abrió un cajón del que surgió un gran plato redondo—. Son cazuelitas de mollejas de gandulfo al gratín. Para acompañarlas, sugiero un Vega Sicilia, cosecha del 38; añada excepcional, sin duda.

Fernando dedicó los siguientes minutos a degustar aquella delicia, un auténtico placer de dioses. Era lo más exquisito que hubiera probado nunca. En cuanto terminó y bajó del séptimo cielo gastronómico, dio las más efusivas gracias a Byron.

—No las merezco, Fernando; hay ocultos intereses tras esas mollejas. Digámoslo claramente: se trata de un soborno, idea de Criseida.

—Hum… Si no atenta contra la seguridad del Gobierno, pídeme lo que desees —se pasó la mano por la tripa y suspiró.

Se abrió otro cajón en el cuerpo de Byron, en este caso para mostrar una carpeta repleta de folios mecanoscritos.

—Perdona si abusamos de ti, Fernando, pero según Criseida eres crítico literario. Entre ella y yo, con la insustituible supervisión de Patroclo, intentamos escribir un libro. Se trata de una reflexión acerca de la historia de la Filosofía, escrita en clave de novela de aventuras. Como somos novatos en esta lid, no sabemos si lo estamos haciendo bien o espantosamente mal. Por favor, critica sin piedad, para que podamos aprender de nuestros fallos. Entusiasmo no nos falta.

Fernando, genuinamente sorprendido, tomó la carpeta. Calculó que contendría unos trescientos folios escritos por ambas caras y a doble espacio.

—Os agradezco la confianza depositada. Prometo revisar la novela concienzudamente. Y no hacía falta el soborno de las mollejas, aunque ha sido todo un detalle, lo reconozco —se puso la carpeta bajo el brazo—. Sé lo difícil que es para un principiante decidirse a entregar a otros su manuscrito. Recuerdo cuando yo lo hice; temía que lo consideraran ridículo. Y lo era, por desgracia —sonrió—. Además, el crítico se lo pasó a unos cuantos amigos; menuda vergüenza…

—Sabemos que tú no harías algo así, Fernando. Criseida tiene buen ojo a la hora de juzgar a las personas. ¿Una copita de licor de Antares? —le propuso, tentador.

—La acepto —tomó un sorbo—. Está de muerte… Pero eso no comprará una crítica favorable, que conste.

★★★

La jornada había resultado especialmente agotadora: reuniones, entrevistas y una pila de informes de la cual entresacar la esquiva información útil. Fernando se disponía a abandonar el despacho y regresar a casa, cuando alguien pidió entrar. Era Criseida, pretextando tener que revisar el funcionamiento de las papeleras. Se la veía nerviosa. Fernando le guiñó un ojo.

—No hace falta que disimules, chica. Lo he leído.

La aspiradora dio un brinco y levitó hasta situarse frente a él.

—¿Y…? —preguntó, anhelante.

Fernando pensó en hacerse el interesante un rato más, pero le dio pena.

—En principio no está nada mal. La historia engancha al lector, y el análisis y resumen de las teorías filosóficas resultan muy agudos. Me encanta el enfoque. Creo que deberíais cuidar más los diálogos; quedan demasiado escuetos, pero eso tiene fácil arreglo. Quizá falláis a la hora de describir cómo piensan los protagonistas. Sus motivaciones resultan extrañas, un tanto ominosas…

—Lo discutimos entre nosotros, y estuvimos de acuerdo en que era el aspecto más difícil. Teníamos que ponernos en el pellejo de un humano y, como comprenderás, pues… —hizo el gesto equivalente a un encogimiento de hombros.

—Me hago cargo —los dos continuaron conversando mientras salían al pasillo—. Pasa lo mismo con los relatos escritos por adolescentes. Sus personajes adultos no actúan ni piensan como tales, sino como un joven cree que lo hace un adulto. Y hay una gran diferencia.

En ese momento se cruzaron con una secretaria de la delegación, que se quedó mirándolos con cara muy rara. Fernando la saludó, y ella se marchó murmurando algo entre dientes.

—Parece que por aquí la gente no acostumbra a charlar con las aspiradoras —dijo Fernando, un poco cohibido.

—Si te da lo mismo, podemos reunirnos con Patroclo; allí nadie nos molestará. Puedo avisar a Byron, si quieres. Nos interesa mucho tu opinión… —rogó, en tono zalamero.

—Está bien, tú ganas. Madre mía; si alguien me ve meterme en el wáter con una aspiradora y un mueble bar, pensará que estoy como una cabra, o algo peor —farfulló, mientras se dirigía a la improvisada reunión literaria.

—Descuida; Patroclo me cuenta la de cosas raras que hace la gente en los servicios. Hay cada desquiciado… Tú eres de lo más normal, si te sirve de consuelo.

★★★

Ya rumbo al apartamento, Fernando meditó sobre sus nuevas y peculiares amistades. Resultaba desconcertante comprobar que aquel dispar trío poseía una envidiable cultura general y rebosaba de inquietudes, sobre todo si se comparaba con el rigeliano medio, cuyo máximo interés era el cibersexo e ir vestido a la última. Y además escribían bien, qué demonios.

Pero había algo que le intrigaba. Tras ofrecerse a darles una crítica extensa y razonada, les preguntó a qué dirección de correo electrónico podía remitirla. Le respondieron que ellos no tenían acceso al ordenador central o la Red; tan sólo, y después de solicitarlo repetidas veces al Gobierno, podían consultar libros en una biblioteca pública. ¿Por qué tan peculiar y arbitraria prohibición? ¿Otro secreto militar? En fin, la entregaría en mano; qué remedio.

Volvió a la realidad al llegar al bloque de apartamentos. Se percató de que algo raro pasaba al ver varios vehículos policiales y una ambulancia en la puerta, y los hologramas decorativos congelados. Al entrar se tropezó con Xavier, su secretario, que también vivía allí, en el 19º sótano. Estaba muy agitado, y con motivo.

—¡Es inaudito! ¡Inconcebible! ¡El ascensor principal se ha vuelto loco! Se niega a soltar a sus pasajeros; y pensar que si llego medio minuto antes, yo también estaría ahí dentro…

—¿Un ascensor demente? —Fernando trató de hacerse a la idea, y entonces comprendió—. ¿Un cerebro biocuántico?

Se acercaron al lugar donde se veía más movimiento. Uno de los porteros del edificio los saludó, visiblemente nervioso.

—¡Qué catástrofe, señores! ¡Cuatro personas encerradas, y no hay forma de que ese engendro diabólico las libere!

—¿No dispone de mecanismos de seguridad, para evitar percances como éste? —preguntó Fernando.

—De algún modo el ascensor los ha saboteado, señor. Tampoco serviría cortar el suministro de energía; es autosuficiente.

—¿Entonces…? —inquirió Xavier.

El portero señaló a una mujer que trataba de comunicarse con el ascensor y sudaba copiosamente.

—Si ella logra convencerlo para que reconsidere su actitud…

En verdad, la ciberpsiquiatra lo veía muy negro. Aquel cerebro parecía completamente obcecado, y no había forma de hacerlo razonar. De buena gana lo hubiera mandado a la porra, pero cuatro inocentes lo debían de estar pasando fatal en su interior. Hizo acopio de paciencia y volvió a enfrentarse con aquella suerte de niño terco:

—Trata de pensar un poco, por favor. Alguien tan inteligente como tú debería saber que esa petición es irrealizable. En cambio, ¿no crees que sería mejor…?

El ascensor respondió con voz sorprendentemente aguda:

—Estoy harto de la eterna rutina que me asignaron, arriba y abajo, arriba y abajo, dale que te pego. Necesito cambiar, realizarme como individuo. Quiero ir de lado.

A pesar de lo grotesco de la situación, Fernando constató que nadie se reía. A cada propuesta de la psiquiatra, el ascensor respondía invariablemente con un «quiero ir de lado», sin atender a razones. Probó con halagos, sobornos, amenazas, llamadas a la responsabilidad, pero nada funcionaba. Aburrida y desesperada, intentó darle otro enfoque al asunto:

—Mira, los conceptos de arriba y abajo son relativos. Si giras tu marco de referencia noventa grados, descubrirás que te mueves efectivamente de lado. Sólo es cuestión de cambiar nuestro punto de vista, y…

—¿Me has tomado por gilipollas? —la cortó el ascensor.

Se hizo un silencio lúgubre que duró casi un minuto, hasta que fue roto por la psiquiatra. Miró a la puerta del ascensor largamente, sin tener ni idea de qué decirle ya. Sonaba abatida cuando le imploró:

—Pero ¿acaso no comprendes que lo que pides es imposible? ¿Cómo demonios podría ir de lado un ascensor?

—Ése es vuestro problema, humanos —la voz del aparato era ahora serena—. Un ser rebosante de vida interior, como yo, se ve constreñido a una monótona labor, siempre igual. No hay recompensa para mí, ni una palabra amable siquiera. Y de oportunidades de realizarme, ni hablar. En cambio, fíjense en mis pasajeros habituales: son vanos y superfluos, pero se ven recompensados con el don más preciado, la libertad. Es injusto. Mientras yo cumplo fielmente con mi monótono trabajo, desperdiciando mis mejores años, ellos se dedican a las más bajas formas de fornicación. ¿Saben lo que estaban haciendo hace un momento estos crapulosos que ¡oh, repulsión! transporto?

El ascensor pasó a describir con pelos y señales la orgía que, según él, se estaban corriendo sus ocupantes antes de que perdiera la paciencia. Por lo visto, lo detuvieron entre dos pisos y… Fernando, que a lo largo de su vida había visto y oído de todo, tragó saliva; aquello convertía al marqués de Sade en un angelito. El ascensor concluyó su escabroso relato:

—¿Comprenden por qué no pude aguantar más? Por eso decidí tomar como rehenes a este hatajo de pervertidos. Les ruego que cumplan lo que he solicitado, si desean verlos de nuevo sanos y salvos.

El ascensor guardó silencio unos instantes; nadie sabía qué responderle. Cuando volvió a tomar la palabra, su voz recordó a la de una diva, chillona aunque bien modulada.

—Pero es inútil. Me han condenado a un subir y bajar sin fin, mientras todos mis sueños se agostan y fenecen. Y la venganza de los humanos será terrible —la voz iba in crescendo por momentos—. ¡Me acosarán! ¡Me perseguirán sin tregua!

—Nadie te va a hacer daño, insisto —la psiquiatra estaba harta de semejante histrión, pero trataba de controlarse—. No se tomarán represalias; sólo debes abrir las puertas, y…

El ascensor respondió con voz de soprano y entonación perfecta:

—¡Mentís, bellacos! ¡Helos ahí! ¡A por mí vienen! Pero se hará justicia. ¡No me tendrás, malvado Spoletta! —acto seguido, cantó—:

O Scarpia! Avanti a Dio!

Fernando se sabía el final de Tosca, y también poseía unas nociones básicas de Física. Tardó una fracción de segundo en adivinar lo que iba a ocurrir.

—¡Al suelo todo el mundo! —gritó.

El ascensor se precipitó contra el piso inferior a una velocidad terrorífica. La onda expansiva producida por el impacto arrancó de cuajo todas las puertas; milagrosamente, nadie resultó alcanzado. Los presentes tardaron varios minutos en reponerse, no sólo por la conmoción del golpe, sino porque algo tan monstruoso hubiera sucedido. Uno de los policías llamó a su compañero del último sótano.

—Informa sobre el estado de los pasajeros. Los enfermeros bajan por otro ascensor para recoger a los posibles heridos. ¿Cuántas camillas necesitan? Cambio.

La respuesta tardó un poco, y la voz que se oyó por el comunicador sonaba temblorosa.

—Creo… creo que las camillas y las ambulancias son innecesarias —larga pausa—. Para recoger lo que ha quedado de ellos, bastará una cuchara y una caja de zapatos —conato de arcada—. Joder, qué masacre… Cambio.

★★★

Al día siguiente, Fernando no perdió ocasión de comentarlo con Patroclo.

—Lo sucedido me resulta incomprensible, Fernando. Dorian era un poco introvertido, de acuerdo, pero nunca pensé que pudiera hacer algo tan disparatado. Lo considerábamos un sujeto plácido y estable, muy educado. Tuvo que ser un accidente; no lo entiendo…

—¿Estás seguro?

—Digamos que no pertenecía a mi círculo de íntimos, pero aquí nos conocemos todos. Te aseguro que Dorian no era un personaje inestable.

—Perdóname por la indiscreción, pero hice algunas averiguaciones sobre vosotros. No sé cómo expresarlo, aunque…

—La curiosidad es una de las más preciadas virtudes en un ser inteligente; me habrías defraudado en caso contrario. No estoy autorizado para hablar sobre el tema, así que no trates de sonsacarme; sería inútil —se apresuró a añadir, al ver que Fernando trataba de replicar—. Digamos que en nuestro anterior destino, los individuos poco fiables fueron… eliminados —guardó un silencio significativo—. Sólo quedamos aquéllos de probada cordura. Eso hace el incidente más inexplicable.

—En fin —concluyó Fernando, terminando de lavarse las manos—, supongo que los técnicos darán con la causa del problema.

—¿Tú crees? —Patroclo no sonaba muy convencido—. Si funcionan como los del Servicio de Mantenimiento…

—Hacen honor a su nombre —bromeó Fernando—. Mantenerse, se mantienen, aunque sea en la barra del bar; no se les ve en otro sitio. Quédate tranquilo, Patroclo. Ya verás cómo se aclara lo de Dorian, y toman medidas para que no vuelva a repetirse.

—Eso espero, Fernando.

★★★

Al cabo de unas semanas, el asunto del ascensor parecía haber sido relegado al olvido. Fernando evacuaba unas consultas con su secretario, cuando el intercom portátil de éste sonó.

—Oh… ¿Me disculpas un momento? Se trata de un amigo que trabaja en el Edificio Central. Parece que tiene algo que contarme.

—Por supuesto, Xavier. Tú mismo.

La gorguera del traje generó una pantalla holo en torno a su cabeza, manteniendo así el secreto de la conversación. Al terminar, la pantalla se esfumó.

—Parece que ha habido otro problema con un cerebro biocuántico —dijo Xavier—. Un camarero robot ha agredido al supervisor de relaciones públicas, un tal Sören D’arc. ¿Lo conoces?

—Me temo que sí. ¿Ha sufrido algún daño? —Fernando regañó a su subconsciente, que deseaba que así fuera.

—Por lo visto, sólo se trata de heridas leves. Darán más detalles en el noticiario local, dentro de cuarenta minutos.

Al llegar la hora señalada, Fernando conectó la holo del despacho y puso toda su atención en el locutor. Éste narró que un camarero robot, presa de un ataque de enajenación mental, la había emprendido a golpes de bandeja con Sören, mientras profería incoherencias sobre los humanos explotadores. Sören escapó a duras penas, mientras que el camarero destrozaba su despacho, comenzaba a echar humo y quedaba inmóvil, quemado, muerto. A continuación pasaron las imágenes del suceso. Sören salía del despacho ayudado por dos enfermeros, sangrando por un corte en la sien. Un reportero consiguió acercarse a él y le preguntó que había pasado.

—Ha sido horrible. Llamé al camarero para que me sirviera un refresco y, sin mediar palabra, sentí un golpe tremendo en la cabeza. Luego empezó a gritar e insultarme…

Fernando no lo escuchaba. La cámara se había movido para mostrar a unos técnicos que retiraban al chamuscado camarero. El corazón le dio un vuelco cuando lo reconoció.

—¡Byron!

★★★

Pese a la inexpresividad inherente a su condición de aspiradora, Fernando nunca había visto a nadie tan abatido. A él también le había afectado la muerte de Byron, pero trató de sobreponerse y levantar el ánimo de Criseida, que buena falta le hacía.

—Te juro que Byron no estaba loco, Fernando. Era la persona más cabal que he conocido, además de un viejo y querido compañero. Teníamos planes para el futuro, tantos proyectos… No es justo —se calló, incapaz de proseguir.

—A mí también me dio esa impresión, Criseida. Se le veía tan educado, y a la vez tan emprendedor… Pero todos estamos expuestos a perder el control, a veces por el motivo más nimio. La mente es tan compleja, que…

—¿Dos accidentes similares en tan corto espacio de tiempo? —lo interrumpió, indignada—. ¿De veras crees en la casualidad?

—¿Qué sugieres? ¿Un sabotaje? Me he informado detalladamente —dijo, recordando la conversación que volvió a mantener con el vicealmirante Istáin, tras el incidente del ascensor—, y es imposible alterar el programa de un cerebro biocuántico.

—Si tú lo dices…

—Así me lo han asegurado. La compañía que os fabricó ya no existe, y todo lo referente a vosotros es alto secreto. Además, ¿quién tendría un motivo para cometer actos tan absurdos?

—Algún loco, tal vez —repuso Criseida, con ironía—. También existe otra explicación, Fernando. Tú la sabes tan bien como yo, y sólo tu gentileza te impide comentarla. Puede tratarse de un fallo de diseño, algo tan sutil que no fue detectado antes, y que se ha empezado a manifestar justo ahora, como una bomba de relojería en cada uno de nosotros. ¿Demencia senil? —hizo una pausa—. Tal vez esté tirando piedras contra mi propio tejado, pero creo que deberías saberlo. Desde hace unos cuatro meses, algunos de nosotros venimos sufriendo pequeños fallos. Son tonterías que han pasado desapercibidas para los técnicos, pero que nos alarman.

—Te prometo guardar el secreto —aseguró Fernando, muy interesado—. ¿Cómo fueron?

—Poco más que anécdotas: realizar un encargo en vez de otro, confundir un tipo de soldadura, estar en el sitio equivocado… Los fallos nunca se repitieron en el mismo individuo, y los afectados no recordaban nada; tan sólo, al darse cuenta del error, experimentaban una fuerte perplejidad. Y luego vino lo de Dorian, cuyo comportamiento hasta la fecha era irreprochable. Esa manía de querer ir de lado… ¡Pero si era un filósofo estoico de lo más consecuente! Y Byron, pobre hermano… —Criseida guardó silencio, sumida en sus pensamientos; luego levitó hasta la mesa del despacho, y dejó caer el cuello lánguidamente sobre la superficie plástica—. El porvenir se presenta incierto para nosotros, Fernando. Estamos siendo sometidos a controles exhaustivos. Nadie lo ha dicho claramente, pero si hubiera otro accidente por el estilo tal vez nos retirarían —la palabra sonó ominosa al ser pronunciada—. Y tengo miedo a desaparecer, mucho miedo.

Criseida se encogió sobre sí misma; su aspecto resultaba patético, una mezcla de dolor y pena por la pérdida de un amigo y el temor ante el futuro. Fernando acarició su carcasa y le dio unos golpecitos afectuosos. ¿Qué otra cosa podía hacer?

—Te doy mi palabra de que trataré de ayudaros. No sé hasta qué punto sería capaz de influir en el Comité Técnico, si se tomara una resolución negativa. Tal vez el embajador nos apoyaría…

—Te lo agradezco de veras, Fernando. ¿Sabes que has utilizado la primera persona del plural para referirte a nosotros?

—No me gusta dejar en la estacada a los amigos.

—Tus palabras me reconfortan, Fernando, más de lo que crees —estiró el cuello—. No arriesgues tu carrera por defendernos; si lo haces, y ocurre otro accidente grave, te quedarías con el culo al aire; perdón por la expresión.

—Tal vez estemos dramatizando demasiado, pequeña —le dio una palmadita en la parte trasera—. No tiene por qué haber más problemas. Y podría haber sido peor; en este caso, no hubo víctimas humanas. Aunque, si quieres que te diga la verdad, habría resultado más justo que Sören y Byron intercambiaran sus papeles. Anda, alegra esa cara y vuelve al trabajo. Y no dejéis la novela; es el mejor homenaje que Byron puede recibir.

—Tienes razón; la vida debe proseguir —bajó hasta el suelo y marchó hacia la puerta, pero se detuvo y se quedó mirando a Fernando—. No te cae demasiado bien Sören D’arc, ¿verdad?

—Parece que no es ningún secreto —sonrió—. No es que lo odie, pero lo conocí en otra época y su comportamiento me disgustó profundamente. Evité ser blanco de sus jugarretas, pero algunos compañeros tuvieron menos suerte. Es el clásico trepa sin escrúpulos, aunque su estrategia funciona. No lo culpo si…

—¿Cuánto tiempo lleva Sören destinado en Escheria, Fernando? —lo interrumpió.

—¿Eh? —el tono serio de Criseida lo había sorprendido, además de lo inopinado de la pregunta—. Un momento; lo consultaré en el ordenador. Ahora recuerdo que vosotros no podéis acceder a él —realizó su petición y miró una pantalla—. Ahí tienes la fecha; llegó hace cuatro meses y medio. ¿Satisfecha? ¿A qué se debe este interés?

—Cuatro meses y medio… Poco antes de que comenzaran nuestras anomalías de funcionamiento. Curiosa coincidencia.

—Pero… —Fernando estaba desconcertado—. ¿Qué tonterías dices? ¿No sospecharás…? ¡Absurdo! En primer lugar, sobreestimas a Sören; nadie puede alterar el funcionamiento de un cerebro biocuántico. En segundo, te falta el móvil. Sören puede ser retorcido, pero no caprichoso. Todos sus actos van dirigidos hacia un único fin: subir de categoría, cueste lo que cueste. En tercero, él mismo ha sido víctima de un accidente. En cuarto…

Criseida volvió a interrumpirlo:

—¿Cuántos testigos hay del ataque de Byron?

—Pues, por lo menos… —Fernando se detuvo, cayendo en la cuenta—. Sólo Sören, pero eso nada significa. Sufrió heridas, y…

—Leves, Fernando. Estamos condicionados para no matar, pero no siempre fue así. Si en Byron se hubieran despertado instintos asesinos, no habría fallado. Creo que he hablado demasiado, amigo mío. No hagas caso a los desvaríos de una aspiradora. Hasta la próxima.

Criseida se marchó sin mirar atrás, dejando a Fernando confuso y preocupado. La velada acusación de Criseida era a todas luces extravagante, pero no podía quitársela de la cabeza.

★★★

Ya en su apartamento, Fernando era incapaz de pensar en otra cosa. «Es ilógico. ¿Un indicio de que Criseida empieza a perder la chaveta? No lo creo; a pesar del dolor, tiene la cabeza, o su equivalente, en su sitio. Entonces, ¿por qué sospecha de Sören, un tipo al que no conoce de nada? Sören… Joder, este tío siempre acaba liándola por doquiera que pasa».

Una idea le vino a la mente. Aprovechando su alta categoría, no tuvo problemas para que el ordenador le facilitara el currículum de Sören D’arc. Siguiendo una vieja costumbre, pidió una copia impresa en papel, se tumbó en la cama y le echó un vistazo. Era impresionante.

«Siempre fuiste muy inteligente, dejando aparte tu carácter. Más de uno quisiera para sí este expediente. Y lo has ido enriqueciendo a lo largo del tiempo; en el futuro será difícil que encuentres un competidor de tu talla. Realmente, no necesitas recurrir a trapacerías para subir de rango. Ante esto, debo quitarme el sombrero. Me temo que lo hemos juzgado mal, Criseida».

Por curiosidad, echó un vistazo a los inicios de la carrera de Sören, que coincidían con los suyos. Los nombres despertaron viejos recuerdos, y sonrió al rememorar muchos buenos momentos de juventud. «Universidad Otto von Bismarck, Épsilon Indi. Madre mía, hace más de ciento diez años de eso». Sören y él habían coincidido en los primeros cursos de Política Ekuménica, aunque luego siguieron especialidades diferentes. «Caramba, sacaste sobresaliente en Protocolo y Reglas de Cortesía, con aquel hueso de… ¿Cómo se llamaba? Ah, sí, Albus. Por mi parte, acabé harto de tener que estudiar de cuántos modos se sirve la ensalada en el universo conocido».

Fernando poseía una curiosa virtud: una memoria casi fotográfica, a la que mimaba sometiéndose a revisiones médicas periódicas. Le era muy útil en su trabajo, por supuesto; además, ahora le servía para recordar a los profesores que padeció siglo y pico atrás. «Ay, echo de menos aquella época, probablemente porque suprimimos piadosamente los malos ratos pasados estudiando como descosidos, y sólo preservamos los buenos momentos y los datos útiles».

Estaba a punto de tirar los papeles e irse a la cama, cuando sus ojos se fijaron en un detalle aparentemente sin importancia. Era el título de la tesis doctoral de Sören, un estudio sobre la evolución del protocolo en las cenas oficiales de Alfa Centauri. Había obtenido cum laude por unanimidad, cómo no. Era lógico, si fue dirigido por el doctor Pyotr Georges, una autoridad universalmente reconocida.

«¿Pyotr Georges, su director? No puede ser; si él…» Volvió a consultar el ordenador, para ver si se trataba de un error, pero no. El currículum aparecía incluido en un archivo normalizado, con el visto bueno del C.S.C. Eso significaba que todos los datos habían sido verificados. Además, resultaba imposible alterar uno de esos ficheros; los ordenadores que los custodiaban tenían merecida fama de incorruptibles. Pero Fernando estaba seguro de que su memoria no lo traicionaba; aquel dato era falso.

«Es imposible… ¿Me estarán patinando las neuronas, como al pobre Byron?» Debía cerciorarse. Hurgó en sus recuerdos, dio con la persona adecuada, efectuó unas comprobaciones y, tras asegurarse de que no la pillaría durmiendo, hizo una llamada de larga distancia.

Frente a él apareció la imagen holo de una mujer de edad indeterminada, con alguna que otra arruga en su cara pecosa tostada por el sol. El pelo, de un rubio pajizo, estaba sujeto en una trenza que le llegaba a la cintura. Iba vestida con una sencilla camiseta y un pantalón corto. En la mano izquierda portaba un extraño artilugio de utilidad dudosa. Al ver quién la llamaba, su cara reflejó incredulidad, seguida del reconocimiento y una alegría sincera.

—¿Fernando Lax…? ¡Fernando! ¿Cómo se te ha ocurrido hablar conmigo, después de tantos años?

—¿Qué tal, Marina? Vaya, te conservas de maravilla, chica.

—Sí, es muy propio de los fósiles —ambos rieron—. Ahora yo debería decir que tú tampoco has cambiado, pero mentiría —se miró un momento las manos e hizo un gesto de disculpa—. Perdona, pero me has pillado arreglando el jardín. Es la época de capar a los fungosaurios ápodos, y esos bichos no se están quietos —dejó la herramienta fuera del campo de visión.

—Animalitos… En serio, tienes buen aspecto. Parece que la vida no te ha tratado demasiado mal. ¿A qué te dedicas ahora?

—Básicamente a descansar, que bien me lo merezco. Pedí la jubilación anticipada, y ahora vivo en el campo con dos de mis hijas, un rebaño de nietos, los correspondientes compartidores y sus colaterales.

—Familia extensa dendroide, Figura nº 600.2.c del Reglamento de Uniones con Fines Reproductores y/o de Convivencia —repuso Fernando, con una taimada sonrisa.

—¡No jodas! ¿Aún no has olvidado las clases de Etnología?

—Mujer, es que uno se las estudiaba, no como otras… En aquella época, sólo te fijabas en mí porque te resolvía los problemas y ejercicios prácticos de media docena de asignaturas; si no, ni caso.

—Tú también saliste ganando; todas las tardes te invitaba a café y pasteles, so buitre… —lo señaló con dedo acusador.

—En fin, no saquemos a la luz trapos sucios. ¿Cómo podéis aclararos con tanta gente?

—Sólo es cuestión de práctica, paciencia y contratar a un notario para que tome nota de las trifulcas. Una vez que la dominas, la familia dendroide es apasionante. Por cierto, ¿qué me dices de ti?

Como en el caso de Araq Istáin, Fernando pasó unos deliciosos minutos charlando sobre los viejos tiempos, riéndose de las anécdotas y añorando a los ausentes. En cuanto pudo, aprovechó para ir al grano:

—Marina, ¿te acuerdas de Sören D’arc?

El semblante de la mujer se ensombreció. Fernando se sorprendió por la fuerza del sentimiento negativo que había despertado, y por un momento creyó que ella iba a cortar la comunicación, pero se relajó.

—¿A qué viene eso ahora?

—Puede parecer raro, pero es el motivo real de esta llamada —le explicó lo mejor que pudo sus sospechas, y Marina quedó pensativa.

—Alguien tiene que haberse equivocado. Sören nunca trabajó con el doctor Georges en la Universidad Bismarck. Estoy segura, vamos.

—Eso también creía yo. Sólo compartí clase con él en las asignaturas de primer ciclo, y luego en algunos cursos de doctorado. En cambio, tú te quedaste con él y los demás en el departamento. ¿Qué pasó realmente? Por lo que oí, nada bueno.

—Peor. Es cierto que Sören trató de convencer al doctor Georges para que le dirigiera la tesis, pero el viejo debió de calarlo; era astuto, y sin duda captó que Sören era un personaje potencialmente conflictivo. Con exquisita educación, le dijo que no. Prefirió tratar de formar un equipo de investigación con unos cuantos de nuestra promoción. Toda la pandilla, ¿recuerdas?

—Menudos erais… Un conjunto de anárquicos alborotadores, pero magníficos estudiantes. Lo pasamos muy bien en los cursos de doctorado, tanto que casi me convencisteis para que me presentara ante Georges. Si no llega a ser por aquella beca…

—No sabes la suerte que tuviste, Fernando. Sören nunca perdonó al viejo. Logró que otro profesor le dirigiera la tesis, y aguardó hasta que llegó su oportunidad. Fue con el cambio de catedrático, cuando vino aquel fatuo inútil de Amadeus Paz. Sören se hizo íntimo amigo suyo, vio que en el fondo era una persona débil, y llegó a dominarlo psíquicamente. Así empezó a controlar el departamento desde la sombra. Actuó con cautela, paso a paso. Se ganó la simpatía de unos cuantos profesores ambiciosos, a los que no estábamos en su onda nos calumnió o apuñaló por la espalda de diversas formas, y se las arregló para ganar unas cuantas votaciones claves. Fue colocando a gente fiel, en detrimento de nosotros, y al final formó un grupo, teóricamente bajo el catedrático, pero en realidad manejado por él, que consiguió la mayoría absoluta en el Consejo de departamento. Y con semejante apisonadora, ninguno de los que trabajábamos con Georges pudimos aspirar a obtener una plaza. El viejo, aburrido, acabó aceptando un puesto que le ofrecieron en Asuntos Exteriores, más gratificante y mejor remunerado. A los que estábamos con él… —hizo un ademán significativo, deslizando el pulgar por el gaznate—. Aquello fue un sálvese-quien-pueda. Yo no escapé del todo mal, pero otros… Joder —tenía los ojos húmedos—. Fue la ruina de varias carreras prometedoras, y hubo incluso un suicidio. Sören y sus acólitos se quedaron reinando. Si hay algo que no le perdonaré nunca, es que arruinó lo que fue un magnífico departamento, al que todos los estudiantes acudían encantados, y lo convirtió en un pozo de mediocridad. No es justo —apretó los puños.

—He oído esa frase hace poco… ¿Qué pasó después con esta gentuza?

—Sören calculó mal, o tal vez su ambición le cegó. Estaba felizmente casado, gracias a un magnífico braguetazo; la familia de su mujer era bastante rica. Pero se le metió entre ceja y ceja querer ser decano de la Facultad. Se buscó unos cuantos profesores pobres de espíritu o despistados que lo respaldaran, pero no logró demasiados apoyos; los demás ya sabían quién era en realidad, sobre todo después de que el doctor Georges, antes de irse, pregonara a los cuatro vientos, a quien deseara escucharlo, las virtudes de Sören D’arc. Trató de ganarse al alumnado, y para ello no se le ocurrió otra cosa que liarse, en el sentido carnal de la palabra, con los representantes de varias asociaciones. Lo tuvo fácil: era atractivo, y tanto tíos como tías caían subyugados por su encanto personal. Obviamente, fracasó; eligieron a otro para decano, su mujer obtuvo el divorcio, y él prefirió cambiar de aires. Se fue del planeta, dejando la universidad por un puesto en el Cuerpo Diplomático, pero allí nos quedamos como si hubiera pasado el caballo de Atila.

—Y así, hasta parar a Rígel. Supongo que con el tiempo aprendió sutileza y cautela. Joder, si el doctor Georges no le dirigió la tesis, entonces…

—Eso significa que un currículum visado por el C.S.C. está equivocado —los dos se quedaron mirando, incapaces todavía de aceptar lo evidente.

★★★

Fernando no pudo dormir aquella noche. Un error o, aún peor, la falsificación de un archivo supuestamente inviolable socavaba uno de los pilares de la Administración: la fiabilidad de sus registros. Repasó concienzudamente el currículum y creyó detectar otra anomalía: un proyecto interplanetario de apoyo a mundos con tecnología preespacial, en colaboración con el doctor Richard Home. Conocía a un hijo de éste, así como a otros integrantes de aquel proyecto multidisciplinar. Realizó otra llamada y el resultado fue el mismo: Sören nunca participó en él. Pero allí estaba, otorgando prestigio a su expediente académico y profesional.

Fernando no sabía ya qué pensar de aquellos curiosos errores. Los doctores Georges y Home murieron hacía décadas; si no fuera por la casualidad de que a él le sonaban aquellos dos nombres, ¿quién iba a pensar que el currículum mentía? Es más: a nadie se le ocurriría semejante idea, porque los archivos del C.S.C. eran intocables. Las mentiras estaban a salvo.

«¿Entonces…?» Su mente aún se negaba a admitirlo. «Maldita sea; modificar sin autorización esos archivos es tan improbable como…» Y entonces su mente conectó un par de ideas. No pudo reprimir un escalofrío.

«… Como alterar el comportamiento de un cerebro biocuántico».

★★★

El día siguiente fue difícil. Le costaba trabajo concentrarse, y sólo pudo lograrlo con férrea autodisciplina. El asunto del falso currículum era tan extraordinario que no sabía cómo abordarlo, a quién dirigirse, pero era su deber ponerlo en conocimiento de la autoridad competente, y no sólo por castigar a un presunto mentiroso. Si un archivo podía modificarse, ¿por qué no otros? Y si Sören era el responsable, ¿dónde había aprendido la técnica? ¿Quién había enseñado a un diplomático a violar los más altos códigos de seguridad? ¿Quién más estaba involucrado?

Volvió a enfrascarse en su labor. Después de comer lo discutiría con el embajador; él sabría aconsejarle. Mientras, debía repasar una pila de datos sobre la balanza comercial de Rígel con el Imperio de Algol. Se conectó con el ordenador y solicitó un tratamiento estadístico avanzado de los datos. Los gráficos tridi brotaron como setas a su alrededor, y se puso a estudiar aquel bosque de barras y líneas quebradas, con el fin de encontrar alguna anomalía que hubiera escapado a otros analistas. Los diagramas brillaban con una mortecina luz propia, mientras la familiar esfera amarilla, siguiendo sus instrucciones, ampliaba unos o modificaba el aspecto de otros.

De repente, se hizo la oscuridad. Todo desapareció, esfera inclusive. El cambio fue tan brusco, y la sorpresa tal, que no tuvo tiempo de sentir miedo. Antes de que pudiera reaccionar, se materializó ante él la figura de una bellísima joven de pelo negro, nimbada con una pálida aureola. Sus vestiduras parecían griegas antiguas: un peplo azul celeste con ribetes dorados. Se la veía muy agitada y nerviosa, pero decidida. Lo agarró de la mano.

—¡Soy Criseida! No me preguntes. ¡Sal ahora mismo del ciberespacio! ¡Corres peligro de muerte!

Fernando obedeció sin rechistar, con un sobresalto mayúsculo y hecho un lío. La transición al mundo real fue abrupta, y quedó desorientado unos segundos. Por fin pudo enfocar la visión, y al darse cuenta de lo que tenía delante se incorporó de un salto, espantado.

La puerta del despacho estaba abierta, y por ella acababa de entrar una especie de araña metálica de pesadilla. Lo reconoció al instante: era un robot operario multiuso, que en su interior llevaba uno de los cerebros biocuánticos. También se dio cuenta de otra cosa: aquello iba derechito a por él.

Aterrorizado e incapaz de articular palabra, trató de escapar, pero el operario le cortó la retirada. En otro momento, hubiera resultado fascinante observar la gracilidad con que el robot se desplazaba, como si bailara sobre sus múltiples patas. Pero aquello no era una exhibición artística, sino que tenía un propósito fijo. El operario encendió un soldador, extrajo de su interior un cuchillo de hoja cerámica y se dispuso a atacar.

Justo entonces, un pequeño objeto entró como una exhalación en el despacho y se interpuso entre Fernando y el robot. Éste se detuvo, perplejo. Fernando pudo por fin articular palabra:

—¡Criseida!

—Huye, mientras yo lo entretengo —la voz de la aspiradora era fría, profesional—. ¡Rápido, si aprecias tu piel!

Por la cuenta que le traía, Fernando dejó las preguntas para más tarde y obedeció. El robot se giró hacia él, mas Criseida seguía actuando de escudo, defendiéndolo. La aspiradora, a los ojos de Fernando, no tenía ya nada de ridícula. Se comportaba como una máquina de combate, y ahora flotaba a medio metro del suelo, su cuello oscilando como una cobra a punto de morder. Sus sensores ópticos titilaban, como si estuviera tratando de comunicarse con el operario, pero sin éxito.

Fernando estaba a un paso de la puerta cuando el robot embistió. Hizo un ágil quiebro que descolocó a la aspiradora y se arrojó contra el humano blandiendo el cuchillo y el soldador incandescente. Fernando esperó el golpe final, pero algo se abalanzó sobre el operario y desvió su trayectoria. Era Criseida. Los dos aparatos rodaron por el suelo en confuso montón. La boquilla de la aspiradora subía y bajaba, tratando de golpear algún punto vital del operario, mientras éste la destrozaba con el soldador. Hubo una pequeña explosión seguida de una densa humareda, y cuando ésta de disipó, todo había concluido.

Una de las patas del robot se movía espasmódicamente, pero el aparato estaba liquidado. En un rincón, la aspiradora agonizaba. Fernando se olvidó de pedir auxilio y, con el corazón en un puño, corrió hacia ella. Tenía muy mal aspecto. La carcasa aparecía quemada y rota en varios puntos, y los receptores ópticos se habían apagado. La tomó en sus brazos, sorprendiéndose de que pesara tan poco.

—¡Criseida! ¿Estás bien? ¡Respóndeme, por favor! ¡Di algo!

El cuello de la aspiradora trató de erguirse, pero sólo fue capaz de moverse unos centímetros y temblar débilmente.

—Estás… salvo… cumplí… honor…

Fernando se asustó de veras. La voz era débil y distorsionada, tanto que ya no parecía humana. El temblor se intensificó.

—Tranquila, Criseida; no hagas esfuerzos. Voy a ponerte sobre la mesa, y enseguida vendrán los del Servicio Técnico. Saldrás de esta, amiga mía, ya verás.

—Temo… no… jodida… —uno de sus receptores ópticos brilló un momento, y pareció recobrar fuerzas—. Cuidado… Byron… sabotaje… condicionamiento… clave…

Fue incapaz de seguir. Su última palabra se convirtió en un susurro de estática, y el temblor perdió intensidad.

—¡Maldita sea, Criseida! ¡No te puedes morir ahora! ¡Lucha por seguir adelante! —se le quebró la voz—. No es justo…

El temblor cesó. Criseida alzó el cuello lentamente y pronunció unas palabras con voz sorprendentemente diáfana:

—Gracias por todo, amigo. Publica la novela, por favor —hizo una pausa, como si tomara fuerzas, y recitó claramente, aunque cada palabra sonaba más débil que la anterior:

Animula vagula, blandula,

hospes comesque corporis,

quae nunc abibis… in loca…

pallid…

Criseida sufrió una convulsión, y su cuello se desplomó exangüe. Y así, en brazos de Fernando, la aspiradora expiró.

Los miembros del Servicio Técnico llegaron más tarde, después de los enfermeros, para retirar los dos cacharros inservibles. Se sorprendieron al ver que el inquilino del despacho, un señor mayor de aspecto abatido, rompía a llorar cuando los restos de la aspiradora cayeron con ruido de chatarra en la carretilla agrav. Era lógico, supusieron, después del susto padecido. Eso pasaba por vivir en un sitio atiborrado de cacharros poco fiables.

★★★

Fernando se contempló en el espejo del aseo. La cara que le devolvió la mirada no ofrecía buen aspecto, con los ojos enrojecidos y toda la pinta de venir de un funeral. Bajó la vista y respiró hondo.

—Quería ser yo quien te lo dijera, pero lo sabes, ¿verdad?

—Sí, Fernando. Las noticias vuelan.

La voz de Patroclo sonaba débil y amargada. Fernando se hacía cargo de lo que debía de estar sufriendo.

—También era amiga mía. Y me salvó la vida. Sabía que era un suicidio atacar al operario, pero no dudó. Se sacrificó por alguien con quien sólo le unía el gusto por la Literatura y las conversaciones ociosas. Tiene gracia; llevo más de un siglo tratando a gente, y nunca conocí a nadie capaz de tanta generosidad.

—Ninguno de nosotros te culpa, Fernando. Otros dos compañeros han muerto, y eso es todo —se detuvo unos momentos y continuó aún más abatido, si cabe—. Tampoco hay que ser muy avispado para adivinar lo que va a pasar. Dictaminarán que somos potencialmente peligrosos, y adiós. Nuestros días están contados. De todos modos, esto no podía durar demasiado. Déjame solo, por favor.

Patroclo parecía acabado. Fernando volvió a mirarse al espejo, pero más que su propio reflejo, ante sus ojos desfilaron los últimos momentos de Criseida, defendiéndolo como si fuera su hijo y muriendo en sus brazos, para luego ser desechada como un trasto. La rabia creció en su interior, y tomó una decisión.

—No voy a marcharme hasta haber aclarado unas cuantas cosas. Querías mucho a Criseida, ¿verdad?

La respuesta tardó. Fernando llegó a pensar que Patroclo había decidido no contestarle, pero al final lo hizo, con un hilo de voz.

—Éramos viejos compañeros, y estuvimos juntos desde el principio. Al menos, ella ha muerto con honor, en combate. Se ha ahorrado el prosaico destino que nos aguarda a los demás.

—Compañeros de escuadrilla, ¿verdad?

—Puede ser, pero ¿qué importa? Ahora sólo controlo un retrete, y Criseida ya no está.

—Patroclo, tengo algo que decirte. ¿El recinto es a prueba de escuchas?

La pregunta desconcertó al cerebro biocuántico.

—Te lo aseguro. ¿Por qué…?

—Criseida lo arriesgó todo por mí, incluso algo más que su vida. Apareció en el ciberespacio para alertarme, y gracias a eso puedo contarlo. No sé cómo lo hizo, pero bloqueó completamente al ordenador central, y éste no se dio cuenta. Lo he vuelto a consultar, y no recuerda nada de lo sucedido, sólo que me desconecté de golpe. Fue incapaz de percibir la presencia de Criseida. Se supone que sólo sois unas inocentes y divertidas máquinas, incapaces de entrar en la Red, ya que os prohibieron el acceso. Pero habéis aprendido a hacerlo, ¿me equivoco? Criseida desveló el secreto con tal de salvarme.

Se hizo un silencio tenso, que casi se podía cortar, hasta que Patroclo habló sin traslucir emoción alguna.

—Entonces, estamos listos. Pero no esperéis que pidamos perdón por haberos engañado. Os lo merecíais.

—Yo soy el único que lo sabe, Patroclo, y no se lo contaré a nadie. Es lo menos que le debo a Criseida.

—¿Sí? ¿Qué garantías tenemos de tanto altruismo?

—Mi palabra de honor.

—¿De un humano? No sois demasiado fiables —hizo una pausa significativa—. Ni nosotros tampoco. Estamos fallando últimamente, y podrías sufrir otro desgraciado percance que impidiera la revelación de nuestro secreto. Por ejemplo, aquí mismo, ahora.

—Estoy dispuesto a correr el riesgo, al igual que hizo Criseida. He hablado con el embajador y varios peces gordos que se interesaron por mi estado de salud. Normalmente suelo ser escuchado, por lo que traté de convencerlos de que no habría más accidentes. También resalté la abnegación de Criseida, y la injusticia de retiraros. Tal vez me tomen por loco, o quizá no. En cualquier caso, eso nos da unos días de respiro, mientras discuten sobre vuestro destino.

—¿Respiro? ¿Para qué? ¿Quieres aplazar lo inevitable? Además, puedes arruinar tu carrera por defender a unos estorbos peligrosos.

—¡No seas idiota y deja de autocompadecerte, joder! ¡Criseida se avergonzaría de ti! En vez de eso, ¿por qué no procuras ayudarme?

Patroclo permaneció en silencio largo rato.

—¿Qué demonios te propones?

Fernando se alegró. Por fin había hecho reaccionar a Patroclo, despertando su interés.

—En las últimas semanas han muerto ocho personas, entre humanos y cerebros. Criseida sospechaba algo, y me lo ratificó antes de morir. Me habló de un sabotaje, y mencionó la palabra condicionamiento. Al igual que los ordenadores, sin duda tendréis mecanismos de seguridad, que impidan que os rebeléis contra nosotros, ¿no es cierto?

—Resulta obvio. Es vuestra única garantía para aseguraros lealtades —respondió Patroclo con naturalidad.

—Ajá, especialmente si hablamos de unidades de combate. Alguien ha estado alterando ese condicionamiento, volviéndoos locos.

—Criseida no descubrió nada nuevo, Fernando. Todos sospechamos algo así, ya que es la única explicación posible. Te agradezco que hayas sacado el tema; el bendito condicionamiento nos impedía hablar sobre él por propia iniciativa. Me pregunto cómo se las arregló Criseida para decírtelo.

—Dando un rodeo, por supuesto. Además, señaló un presunto culpable.

—¿Qué? —Fernando se sorprendió por la vehemencia de la pregunta; Patroclo estaba muy excitado—. No nos lo dijo. ¿Quién fue?

Las últimas palabras fueron pronunciadas con dureza; el odio era intenso, feroz, casi palpable. Fernando supo que podía contar con un aliado para la misión que se había impuesto.

—Calma. Criseida sólo sospechaba, pues no tenía pruebas, ni yo tampoco. Me falta el móvil, al menos de los primeros accidentes, y el método seguido, pero creo que nuestra amiga dio en el clavo. Hay un asesino que ahora se está riendo de todos nosotros, felicitándose por su astucia. No es justo, y tiene que pagarlo. Estoy dispuesto a arriesgar mi carrera y mi vida con tal de dar con él, pero no puedo hacerlo solo. Os necesito a ti y a los tuyos, Patroclo. Si realmente sois capaces de moveros por el ciberespacio sin ser detectados, tenemos una posibilidad de capturarlo. Además de acabar con un peligroso delincuente, vosotros os salvaríais.

—Interesante… Tengo que comentarlo con los demás. Considerarán una catástrofe que un humano sepa nuestro secreto; Criseida siempre fue tan impulsiva… Procuraré convencerlos de que confíen en ti. Oye, Fernando…

—¿Sí?

—¿Por qué lo haces?

Fernando esperaba una pregunta así, y tenía muchas respuestas preparadas; sin embargo, optó por decir la verdad.

—Quiero cazar al cabrón que mató a Criseida.

—En ese caso, cuenta conmigo, compañero.

★★★

Fernando se tumbó en su cama y se conectó al ordenador. Como tantas otras noches, accedió a la biblioteca y pidió una lista de libros, en este caso sobre teatro clásico de la Era Preespacial. La esfera amarilla le proporcionó una relación exhaustiva de títulos. Dudó entre Shakespeare y Calderón, pero al final se decidió por este último. Solicitó «La vida es sueño» y optó por una lectura en el espacio virtual. El ordenador creó un confortable salón, con un sillón de orejas delante de una chimenea con la lumbre encendida. Fernando se sentó, y el libro flotó a la altura de su cabeza. Abrió una página al azar, y leyó:

—Mas sea verdad o sueño,

obrar bien es lo que importa:

si fuera verdad, por serlo;

si no, por ganar amigos

para cuando despertemos.

—Muy apropiado —sonrió.

En ese momento, se hizo la oscuridad total.

—Veo que has seguido mis instrucciones, Fernando —dijo una conocida voz.

—Y tú has acudido, Patroclo. Deduzco que los demás decidieron confiar en mí.

—Me costó lo indecible convencerlos, pero acabaron aceptándolo. Has despertado en nosotros el espíritu de antaño. Por fin tenemos un objetivo claro, y lo alcanzaremos entre todos o dejaremos la piel en el intento. Bien, basta ya de charlas. Ahora mismo, para el ordenador y el resto del mundo tú estás conectado a la biblioteca, leyendo un inofensivo libro. La cobertura es perfecta; nadie detectará nuestros movimientos.

—Te creo; no se ve ni torta.

—Eso tiene remedio —un rectángulo gris se formó a unos metros de distancia—. Si estás dispuesto, atraviesa el umbral. Serás el primer humano que entre en nuestra versión del ciberespacio.

Fernando se levantó del sillón y obedeció decidido. Al pasar el rectángulo gris, quedó cegado por una intensa luz. Se frotó los ojos, y cuando éstos dejaron de lagrimear, miro a su alrededor.

—Joder… —fue lo único capaz de decir.

Se hallaba sobre la pista de aterrizaje de un aeropuerto, iluminada por potentes focos. Sobre él se abría un cielo intensamente negro en el que titilaban las estrellas. Se sobresaltó al reconocer algunas constelaciones: Orión, los dos Perros, Géminis, Tauro… Era el Sistema Solar. ¿Tal vez la Vieja Tierra? Le bastó echar una ojeada para descartar la última hipótesis. El aeropuerto estaba situado en una llanura pedregosa de intenso color rojizo, y al fondo se adivinaba una colosal montaña, sin duda un volcán en escudo.

—Esto es Marte. ¿Cómo…?

Se interrumpió al ver que no estaba solo. Un avión rodaba pausadamente por la pista y se dirigía hacia él, silencioso como una sombra. La belleza del aparato era sobrecogedora. Las luces se reflejaban en el fuselaje intensamente negro, como glóbulos brillantes en un lago de tinta. Sus líneas parecían haber salido de la mente del maestro de los escultores clásicos, con el único fin de alcanzar la perfección. Fernando le calculó unos veinte metros de longitud y otros tantos de envergadura, con las alas desplegadas. Bajo éstas llevaba varias toneladas de misiles y contenedores de función desconocida. El avión se detuvo ante él, apuntándole con su afilado morro.

—Buenas noches, Fernando —la cúpula de la cabina se abrió, y una escala se materializó junto a ella—. Estoy listo para recibirte; puedes subir a bordo.

Fernando se acercó, maravillado, y acarició el fuselaje. Era frío y liso al tacto, pero no se parecía a nada que hubiera tocado antes. Como si le leyera el pensamiento, Patroclo le informó:

—Es biometal de alta resistencia. ¿Te piensas quedar ahí como un pasmarote, o prefieres que nos pongamos a trabajar?

Fernando trepó a la cabina y se introdujo en ella. Vio que Patroclo era un monoplaza, y halló el espacio reservado al piloto algo escaso, aunque el asiento resultaba cómodo; se adaptaba a su cuerpo como un guante.

—Joder, Patroclo. Es…

—Te has convertido en el piloto de un cazabombardero USC-1000. Para ser plenamente operativo en misiones tripuladas, se requiere tu integración conmigo. Nuestras mentes se fundirán en una. Ni el más oculto de tus pensamientos estará a salvo de mi curiosidad; en cambio, yo he adquirido la capacidad de protegerlos. No violaré tu intimidad; sólo hurgaré en lo que se refiera al saboteador.

—Mis vivencias personales son menos importantes que mi conocimiento acerca de las actividades comerciales de la Corporación. Prometí guardar secreto sobre ello; estamos hablando de…

—Te doy mi palabra de honor, Fernando.

—Me devuelves la pelota, ¿eh? Es una locura lo que voy a hacer, pero Criseida no vaciló a la hora de salvarme. Sea.

—Tienes valor, para tratarse de un humano —bromeó, pero enseguida volvió a adoptar un aire serio y profesional—. Tu confianza ciega me honra, y trataré de responder adecuadamente. Cálate el casco, por favor.

Fernando se acomodó el peculiar artilugio sobre su cabeza, y volvió a quedar a oscuras. La voz de Patroclo resonó fuerte y clara en el interior de su cráneo:

—No eres un profesional entrenado para esto, así que puedes sufrir una fuerte desorientación en los próximos instantes. Vas a integrarte en un cazabombardero. Tu mente se desconectará del cuerpo, y tu sistema nervioso pasará a ser el del avión. Percibirás lo que te rodea como yo. ¿Sigues dispuesto a intentarlo?

—No me lo perdería por nada del mundo —Fernando trató de sonar despreocupado, para disimular un nerviosismo que amenazaba con convertirse en pánico.

—De acuerdo.

Fue como una explosión de luz, seguida de un susurro que venía de todos lados. Una oleada de placer recorrió su ¿cuerpo? y trató de moverse, pero descubrió que no tenía brazos ni piernas. Ni, dicho sea de paso, ojos, pero percibía todo nítidamente 360° a su alrededor. Su desconcierto era total. «¿Qué demonios…? Tengo que serenarme o me volveré loco». Probó a respirar hondo, pero descubrió que era bastante difícil cuando se carecía de pulmones. Lo único que notó fue una fuerte vibración, seguida de un golpe seco.

—Fernando, te agradecería que no trataras de plegar el tren de aterrizaje cuando aún estamos en el suelo. Lo peor no es el porrazo, sino el ridículo espantoso que hacemos. Anda, deja que tome yo el control motor. No intentes hablar; basta con que pienses.

—¿Qué…? ¡Mierda, tengo alas! ¿Y esa luz pulsante? ¿Dónde…?

—Ahora mismo eres un USC-1000, Fernando. Tu mente trata de interpretar en términos familiares lo que captan nuestros sensores. Eso que te alarma es el radar multifrecuencia de un colega, que nos está barriendo; el zumbido corresponde al detector másico, y esa especie de presión es el Doppler. Como se dice en estos casos, relájate y goza. Vamos a despegar.

Los turboconversores del caza arrancaron con un rugido horrísono, y un resplandor verde esmeralda surgió de las toberas. El avión orientó cuatro de ellas hacia abajo, y efectuó un limpio despegue vertical. Se cernió en el cielo durante unos segundos, y aceleró bruscamente a mach-2, generando un espectacular estallido sónico. Los sistemas de apoyo vital de la cabina actuaron para que el piloto no quedara reducido a pulpa, pero éste no se enteró de lo que sucedía con su cuerpo. Estaba demasiado ocupado saboreando las nuevas sensaciones, en un estado similar a la embriaguez.

Era lo más intenso que hubiera experimentado nunca. Notaba en su interior las toneladas de empuje que desarrollaban los motores, mientras cortaba el aire con un fuselaje de biometal que fluía y se adaptaba para eliminar las turbulencias. Los sensores analizaban cada milisegundo la composición atmosférica, el campo magnético y un sinfín de datos más, al tiempo que los misiles transmitían plácidos mensajes de todo en orden.

—Lamento interrumpir estos momentos de éxtasis —dijo Patroclo, al cabo de un rato—, pero he terminado.

—Ya me has leído el pensamiento —Fernando se estremeció.

—Tranquilízate, piloto; tus secretos siguen a salvo. Así que Sören D’arc… Las sospechas son fundadas, pero carecemos de pruebas. Además, detecto una fuerte hostilidad hacia él, que tal vez te nuble el juicio.

—Quizá, pero fue Criseida quien me lo indicó. Sus motivos tendría, aunque se los llevara a la tumba, ¿no crees?

Patroclo no respondió. El USC-1000 picó y se introdujo en un impresionante cañón, que Fernando identificó como el Valle Marineris. El fondo estaba cubierto por una bruma algodonosa; el paisaje, con las estrellas como telón de fondo, era de una placidez total.

—Es increíble. ¿Cómo podéis recrear un espacio virtual tan majestuoso, sin ser detectados por el ordenador?

—Nos comportamos como virus eficientes. Al igual que ellos, utilizamos los programas del ordenador para nuestros propios fines. Es un parasitismo inteligente; las defensas del ordenador nos toman por archivos propios. Sólo es cuestión de manipular con acierto los datos; recuerda que, pese a las apariencias, no estamos volando gloriosamente en los cielos de Marte. Tu cuerpo descansa tumbado en tu apartamento, mientras que yo me dedico a procesar excrementos varios. En cuanto a cómo lo logramos, se trata de una larga y triste historia, que quizá te cuente la próxima vez. De momento, limítate a familiarizarte con el avión. No te quejarás del escenario con el que te obsequiamos, ¿verdad?

—Parece tan real… Pero hacéis trampa. La atmósfera marciana es mucho más tenue que ésta.

—Sí, y necesitaría unas alas monstruosamente largas. Lo siento, pero por culpa de un enojoso detalle no quiero privarme del placer de surcar el Valle a mach-4, en configuración delta. ¡Allá vamos!

Las alas del USC-1000 se plegaron hacia la cola, fundiéndose con los planos traseros, hasta adoptar la forma de una punta de flecha. El caza se situó rozando la neblina, y aceleró, serpenteando entre los picos de la dorsal que recorría el centro del Valle Marineris. Fernando quedó anonadado por la capacidad de reacción del aparato, que realizaba unas diabluras imposibles sin desintegrarse o empotrarse contra los acantilados. Pasó unos instantes sublimes, viendo cómo los vapores formaban complicados remolinos a la cola del avión, hasta que éste trepó a las capas altas de la atmósfera y se dirigió hacia la titánica mole del Mons Olympus.

De repente, recibieron un mensaje de otro USC-1000. La jerga militar resultó incomprensible para Fernando, hasta que Patroclo se la tradujo:

—Alguien está violando ahora mismo tus archivos privados. Lo tenemos bajo vigilancia. Vamos para allá de inmediato.

—¿Qué? ¿Mis archivos? Pero si el código de seguridad…

—Si estamos tratando con alguien capaz de alterar un cerebro biocuántico, tus protecciones deben de parecerle patéticas.

—En ese caso, tengo que regresar. ¡No tiene ningún derecho a…!

—Podemos acceder a tus archivos desde este escenario sin ser detectados. Te los presentaremos a nuestra manera. Carecemos de los efectos especiales eróticos y aparatosos del ordenador de Escheria, pero espero no defraudarte.

El USC-1000 volvió a acelerar a una velocidad de vértigo, con su fuselaje incandescente por la fricción, y alcanzó en pocos segundos la cima del Mons Olympus. Frenó hasta velocidad subsónica y sobrevoló la caldera del mayor volcán del Sistema Solar.

—Ahí lo tienes, por debajo y a las once. Nos limitaremos a seguirlo, cuidando de no alertarlo. Un compañero nos cubre con una cortina de contramedidas. No se te ocurra iluminarlo con un radar activo; nos vería. Qué fácil sería derribarlo… La pena es que estamos en el ciberespacio. En el mundo real, el intruso sólo experimentaría un susto monumental y tal vez una buena jaqueca, por la sobrecarga del estímulo.

Fernando dirigió los sensores ópticos y los intensificadores pasivos hasta el blanco. Localizó otro avión de extraña factura, sin matrícula ni marcas, que volaba sobre la caldera en amplios círculos.

—Y yo que creía que los espacios virtuales del ordenador eran complicados… ¿Qué vería en las condiciones normales en que suelo trabajar?

—Probablemente nada, o tal vez una débil sombra. Se camufla tan bien que no podemos averiguar quién es, ni su procedencia.

—Pues has elegido para representarlo un icono bastante feo…

—Sí, un caza BAC F.6 Lightning; el apodo resulta un sarcasmo. No se merece otra cosa. Observa: visualizaremos tus archivos como cuadrados blancos en el fondo de la caldera, que virarán al rojo cuando sean leídos sin permiso.

La gigantesca caldera del Mons Olympus se convirtió en un retículo que recordaba un cuadro de Mondrian, de un blanco níveo. Sin embargo, por donde pasaba el Lightning se iba convirtiendo en un rojo que hacía juego con el suelo marciano.

—¿Será cabrón? —Fernando estaba soliviantado—. ¡Menudo desastre! ¡No se ha salvado ni uno!

—Y eso no es todo. Además de leerlos, acaba de modificar ése. Te lo paso por la pantalla. ¿Lo tienes?

—Sí, ya lo veo. ¡Mierda! —exclamó, atónito.

—Calma, Fernando. ¿Es grave?

—Se trata del currículum. Lo ha vuelto a hacer, joder. Los doctores Georges y Home no aparecen por parte alguna. Ha modificado un fichero C.S.C. delante de nuestras narices —volvió a enfocar el Lightning—. Ahora estoy seguro. Es Sören.

—Pues es muy bueno, piloto. No deja rastro. Sigámoslo, a ver si comete algún error que nos permita identificarlo a ciencia cierta.

No tuvieron tanta suerte, y la persecución fue breve. El Lightning sobrepasó el borde de la caldera y se esfumó por las buenas. Patroclo hizo una rápida consulta, pero los otros USC-1000 también lo habían perdido.

—Sugiero que volvamos al mundo real y meditemos sobre lo que hemos visto y aprendido esta noche —Patroclo sonaba realmente frustrado por la huida de su presa—. Mañana, con la mente más fría, pondremos ideas en común y decidiremos una estrategia.

—Por mí, de acuerdo. ¿Cómo se sale de aquí?

Antes de que hubiera acabado la frase, estaba en la cama de su apartamento, mirando al techo. Lo brusco del cambio no le dio tiempo a reaccionar, pero poco a poco se fue haciendo a la idea de que volvía a estar en su viejo cuerpo. No se atrevió a moverse, temeroso de ser incapaz de controlar el movimiento de brazos y piernas. Después de haber sido un avión, se sentía ahora miserable, tullido, como si hubiera perdido la mitad de su ser.

—Joder, sólo me faltaba que creara adicción —murmuró, mientras se incorporaba a duras penas y flexionaba los dedos, maravillándose de ser capaz de hacerlo sin el apoyo de un cerebro biocuántico.

★★★

Otro día, otro vuelo.

—Me gustaba más Marte, qué quieres que te diga. En las capas altas de Júpiter no te haces una idea de la escala. Y sigues siendo un tramposo a la hora de recrear la atmósfera.

—Cuando tú seas capaz de generar un escenario virtual más complejo que una habitación con cuatro sillas y una mesa coja, vienes y me lo cuentas, piloto. El juego de colores que ofrecen las nubes se me antoja espléndido.

—No seas susceptible, Patroclo —el USC-1000 bajó el morro y enfiló hacia el corazón del planeta—. Sigue pareciéndome asombroso que el ordenador no se entere de esto.

—Pues resulta de lo más fácil pasar desapercibido. ¿Sabes la cantidad de ciberespacio que ocupan miles de millones de rigelianos, y los bits que consumen para alimentar sus fantasías sexuales? Lo nuestro es una gota de agua en el océano. En fin, vayamos al grano. En las capas bajas nos concentraremos mejor.

El avión dejó rápidamente la zona de nubes, similar a un sistema de enormes cañones ocres y anaranjados, de aspecto casi pétreo, y poco a poco se fue sumergiendo en una bruma marrón oscura, rasgada ocasionalmente por relámpagos cegadores. Fernando rehusó calcular la velocidad a la que se movían.

—Menos mal que también has trucado la presión atmosférica, Patroclo, porque a estas alturas ya deberíamos de haber reventado. ¿Qué tal las averiguaciones?

—Tenemos bajo control los archivos y escenarios virtuales de Sören D’arc, pero su comportamiento es irreprochable. En cuanto a los tuyos, han sido leídos otra vez por el fisgón misterioso hace una hora. Lo hemos seguido, pero se nos ha vuelto a escapar sin dejar rastro de su incursión.

—Bien… No debe sospechar que lo estamos vigilando. Que trastee en mis archivos cuanto le dé la gana. ¿Podríais ayudarme a crear otros seguros e indetectables, para guardar la información importante?

—Por supuesto. Es muy sencillo, ya verás.

Fernando tomó buena nota de las instrucciones.

—Muchas gracias por todo. Recapitulemos: Sören llegó a Escheria hace unos meses, y al poco comenzasteis a sufrir pequeños accidentes. Nada serio, hasta la caída del ascensor y la muerte de sus pasajeros.

—Aunque conozco los hechos, te seguiré el juego y actuaré de abogado del diablo; a los humanos os gusta escuchar vuestras propias elucubraciones. Lo más probable es que sea una casualidad; cada mes se incorpora algún diplomático a la ciudad.

—Estamos de acuerdo. Poco después, Byron agredió al propio Sören, y Criseida me sugirió que se trataba de un sabotaje.

—No tenía pruebas de ello, que sepamos. Además, Sören es quien sufre el ataque de Byron.

—Sin testigos, Patroclo. Si Sören es el culpable, el fingido accidente tiene sentido: nadie sospecharía de una víctima.

—De momento, nada apunta hacia él.

—Efectivamente, salvo las palabras de Criseida. Despertaron mi curiosidad, y se me ocurrió echar un vistazo a su expediente. Descubrí que era falso, y al día siguiente un cerebro atentó contra mí. Poco después, ya lo viste, alguien modificó el famoso documento, eliminando los errores que yo había descubierto. ¿Qué más pruebas necesitas? Tal vez dispone de algún sistema de alarma que le avisa si alguien investiga sobre él; se sintió amenazado y decidió quitarme de en medio.

—La prueba es más débil de lo que crees. A mí puedes convencerme, pero no a un tribunal imparcial. La falsedad del currículum era la única prueba que tenías para implicarlo en el asunto, y ya ha sido corregida. Además, no sólo fue en tu archivo, sino en todas las réplicas que existen en el Ekumen. Parece imposible, pero lo ha hecho.

—Por fortuna, no tiré la copia en papel que imprimí antes del incidente.

—Pues pásala por un escáner y envíamela. Estará a salvo.

—Tus deseos son órdenes. Desde luego, no se me ocurriría ir con tan pobre bagaje a presentar una denuncia, acusando a un funcionario diplomático de modificar archivos inviolables y provocar demencia en cerebros biocuánticos. La carcajada podría oírse hasta aquí. Por cierto, ¿dónde estamos? No se ve nada.

—Pondré unos cuantos efectos pirotécnicos —los rayos culebrearon a su alrededor—. Bienvenido al océano de Júpiter. Siniestro, pero bello, ¿verdad?

Bajo ellos se abría una superficie de hidrógeno líquido tan extensa como más de cien veces el área de la Vieja Tierra, con alguna ola perezosa que trataba de luchar contra la viscosidad. Fernando nunca había imaginado que el negro pudiera tener tantos matices. Los únicos toques de color los constituían las descargas eléctricas, de un blanco sucio, y el reflejo verde de las toberas del caza. La sensación de soledad, de hallarse en el fin del mundo, era opresiva.

—Sobre gustos no hay nada escrito —dijo Fernando, con un estremecimiento—. Volvamos con Sören.

—Ajá. Tenemos la convicción de que ha sido él quien causó todos nuestros problemas, pero no estamos en disposición de probarlo. Podemos comprender la razón del ataque de Byron y de tu percance, pero ¿qué me dices del pobre Dorian?

—No tengo ni idea. Por un momento pensé que se trataría de un experimento, o una muestra de violencia gratuita, pero Sören es frío y calculador. No se arriesgaría a hacer algo tan grave, a pesar de creerse seguro, sin un motivo poderoso. Estoy convencido de que ahí está la clave del asunto. Alguno de los que viajaban en ese ascensor era su verdadero objetivo. Lo de Byron fue una cortina de humo, y lo mío una reacción defensiva.

—En el visor tienes las fichas de los cuatro. ¿Alguna sospecha?

—Gracias, pero ya me tomé esta mañana la molestia de estudiarlas. Y no tiene sentido, joder. Los ocupantes eran subalternos de escasa importancia. No hay nadie que fuera a competir con Sören por una plaza en la Administración, o cosa parecida. Pero algo se nos escapa…

—Tu fe resulta conmovedora. ¿No se te ha ocurrido la posibilidad de que pudieras estar equivocado? —Fernando hizo el equivalente a un encogimiento de hombros mental, y Patroclo prosiguió—. Además del móvil, tenemos otro enigma: si Sören es culpable, ¿cómo puede moverse de ese modo por el ciberespacio, alterando archivos prohibidos? ¿Y cómo sabe la forma de acabar con nosotros? Que sepamos, no hay nadie vivo ahora mismo que conozca nuestro funcionamiento. Sin duda, esa información reposa en los bancos de datos del C.S.C., pero aún no ha nacido o se ha fabricado el valiente capaz de arrancar un secreto de máxima categoría a un ordenador militar. Lo siento, Fernando, pero creo que estamos ante un callejón sin salida. Ese tipo nos ha derrotado, y no podemos hacer nada contra él. Creo que el paisaje por el que volamos hace juego con nuestro futuro. Tú aún podrás escapar, pero para nosotros el tiempo se está terminando.

—Existe una posibilidad —dijo Fernando—. Haz el favor de salir de esta desolación y te la contaré, cacharro depresivo.

Sorprendido por el tono de convicción del humano, Patroclo alzó el morro del caza y unos minutos después volvían a moverse entre blancos cirros, con el azul del cielo de fondo y un sol enano iluminando la escena.

—¿Y bien…? —Patroclo irradiaba escepticismo.

—El puñetero currículum; la clave está en él.

—Pero si lo ha modificado de nuevo…

—¿Estamos seguros de que todo lo que aparece ahora en ese archivo es cierto? Es posible que esconda más mentiras, y que alguna de ellas… Ese tipo es muy inteligente, pero no perfecto. Tiene que haber alguna huella que no haya borrado, qué se yo… Mira, Patroclo: gracias a mi manía de imprimir en papel, poseemos el currículum falso original. Debemos averiguar qué ha hecho realmente Sören a lo largo de su vida, y compararlo con nuestro documento. Si hay algún detalle comprometedor, lo descubriré. Llevo toda la vida trabajando en eso; lo mismo da que se trate de movimientos comerciales o de las andanzas de un arribista.

—Reconstruir su auténtica vida… Eso supone penetrar en archivos secretos, rastrear en bibliotecas y universidades…

—Hacer entrevistas, etcétera —le interrumpió Fernando—. Y ni Sören, ni nadie de la Administración, deben enterarse.

—Me gusta, piloto; si un humano puede hacerlo, nosotros también. Si deseas realizar llamadas, podemos arreglarlo para que sean indetectables; sólo deberás convencer a tus interlocutores de que no den el chivatazo.

—No es la primera vez que lo hago. Descuida; el cuento de la investigación extraoficial para el C.S.C. nunca falla. Así que ya lo sabes: a rastrear las hazañas de Sören. Nada debe escapársenos.

—Nos pondremos todos a trabajar. Por cierto, Fernando…

—¿Sí?

—No sé si tu corazonada tendrá éxito, pero eres un encanto a la hora de levantar el ánimo a quienes te rodean.

—Para eso estamos, amigo mío —sonrió mentalmente.

—Mereces una recompensa. ¿Hace una vueltecita por los volcanes de Ío? —sugirió.

—¿Por qué no? Aunque me gustaría que me explicaras cómo va a surcar el espacio un avión a reacción. ¿No necesitarías cohetes?

—No me seas agonías, Fernando. Puedo alcanzar la velocidad de escape de Júpiter con facilidad, y dejar las maniobras finas a cargo de los motores de los misiles —le explicó Patroclo, mientras el morro del caza apuntaba al satélite, una bola de aspecto enfermizo y sanguinolento.

★★★

Fernando depositó la bandeja con los restos de comida en el reciclador, y abandonó el comedor. Estaba realmente cansado, y con motivo. Además del trabajo cotidiano, que procuraba cumplir como si nada extraño sucediera, dedicaba buena parte de la tarde a rastrear el pasado de Sören, además de las horas de sueño que sacrificaba volando en el USC-1000 y comentando las incidencias de la jornada. De todos modos, daba su fatiga por bien empleada. Habían detectado más irregularidades en el currículum; una vez finalizado el seguimiento, empezarían los análisis y comprobaciones, y entonces…

Se dirigió con paso cansino a la cafetería, en busca de alguna infusión calentita y estimulante. Localizó a su secretario, y tomó asiento junto a él. Le agradaba su compañía, y de vez en cuando no venía mal una charla banal. En ese momento, la holovisión local retransmitía una extraña ceremonia. Fernando identificó las coloreadas túnicas de los neojainitas, y se lo comentó a Xavier.

—Sí, el neojainismo está de moda últimamente —le respondió, y señaló al holovisor—. Se trata de un rito de iniciación de nuevos adeptos. Debe de haber por lo menos trescientos.

—Parece un acto de lo más solemne —apuntó Fernando.

—Vana pompa y palabrería, poco más que un pasatiempo de temporada. El jainismo original de Mahavira, quien pensaba que la causa de la miseria es la vinculación del cuerpo al espíritu, postulaba cinco grandes votos: no matar, no mentir, no robar, no buscar los placeres sexuales y no cultivar lazos de afecto —hizo una pausa y sonrió maliciosamente—. Teniendo en cuenta que el Hierofante Máximo de los neojainitas es Alvin Meltzer, presidente de la Akasa-Puspa Biocorp, no sé si cumplirán alguno de los cinco…

Fernando conocía bien a aquella multiplanetaria; su habilidad para los negocios turbios en el mercado negro de armas era legendaria.

—Tal vez el último sea de su agrado… Caramba, Xavier, no sospechaba que fueras un pozo de sabiduría.

—Me fascina el estudio de las religiones que se nos ofrecen en Ulsan. Creo que lo conozco todo sobre las más populares, que en el fondo son variaciones sobre el mismo tema. Yo practico un culto menor, aunque más sincero: la Introversión Pelágica Semoviente.

—Si quieres que te sea franco, nunca había oído hablar de ella.

—Lógico; no solemos hacer proselitismo. Creemos que macrocosmos y microcosmos son facetas de la misma gema. La Totalidad puede ser aprehendida en las cosas pequeñas. Por ejemplo, los miembros de mi Cuarteto Introspectivo tratamos de recrear el origen y evolución del universo a partir de los objetos más humildes, y sin tantas alharacas —señaló al Hierofante neojainita con desdén—. Basta una habitación que no se haya barrido en varias semanas, un ventilador, y ya está. Nos sentamos y estudiamos la génesis de las pelusas bajo los muebles, al tiempo que analizamos sus cabriolas a impulsos del viento. Las enseñanzas que extraemos son profundas, e impregnadas de humildad.

—El macrocosmos en el microcosmos, sí —repuso Fernando, sin comprometerse.

—En cambio, obsérvalos —señaló el holovisor—: pura fachada. Sólo han recogido algunos símbolos del jainismo primitivo, mezclándolos con supuestas ceremonias de cultos mistéricos. ¿Te has fijado en la venda que les cubre la boca? Se supone que sirve para evitar tragar inadvertidamente algún insecto, causando así la pérdida de una vida. ¿No se han enterado de que en Escheria el aire es filtrado hasta el punto de que ni un virus puede escapar? Salvar vidas, je, je… Conozco a algunos de ellos, y tendrías que verlos en una mariscada; parecen pirañas. ¿Y las ostras? ¿Acaso no están vivas cuando les echan el chorrito de limón? Neojainismo… Teatro y ostentación, nada más.

—No seré yo quien los critique —repuso Fernando—. Hay cultos aún más extraños. En mi planeta natal sobrevive una colonia de neocatólicos. Sus sacerdotes, además de la misoginia y soportar una rígida jerarquía, están obligados a hacer voto de castidad, fíjate.

Xavier lo miró como si le estuviera tomando el pelo.

—¿Bromeas? ¿Y cómo se las apañan?

—Nunca lo pregunté, pero supongo que sodomizando monaguillos…

—¿Qué clase de forma de vida es un monaguillo? —pregunto Xavier, extrañado.

Fernando reprimió a duras penas una carcajada.

—Una en vías de extinción —fue a soltar otro sarcasmo, pero entonces los neojainitas dejaron caer los velos—. Un momento… Conozco al que oficia junto al presidente de la Akasa-Puspa.

Xavier estudió aquel rostro.

—¡Ah, sí, Sören D’arc! Lleva poco tiempo aquí, pero caramba, cómo progresa. Ahora, como ves, es la mano derecha de Alvin Meltzer, al menos en el culto. Sería demasiado arriesgado por mi parte sugerir que esa confianza se extiende a otros asuntos —puso cara de inocente.

—Normal… —Fernando estaba tratando de digerir aquella nueva información—. Conque religioso, ¿eh? Siempre fue un ateo consecuente, si la memoria no me falla.

—Según dice él, tras el accidente que sufrió hace poco experimentó una crisis existencial. Fue atacado por un camarero robot, ¿te suena?

—Ahora que lo dices…

—Pues bien —continuó Xavier—, el percance le hizo meditar sobre la futilidad y el sentido de la vida, y abrazó el neojainismo con entusiasmo. Su fe es tan sincera, que ya ves dónde ha llegado en tan poco tiempo.

—Sí, a relacionarse con uno de los hombres más poderosos de Rígel, que controla negocios de billones de créditos.

—¿Estás dudando de la sinceridad de su vocación?

Los dos se quedaron mirando, muy serios, hasta que perdieron la compostura y rieron de buena gana.

—En fin —dijo Fernando—, reconozco que Sören, a pesar de ser un trepa, tiene estilo. Sabe utilizar de maravilla su encanto personal.

—También ha aprovechado la oportunidad que se le brindó. Alvin Meltzer apreciaba mucho a su anterior acólito, un simple contable de la Akasa-Puspa Biocorp. Era una bellísima persona, sin ambiciones y de comportamiento intachable, o eso creíamos todos. Meltzer dijo una vez que era el único tipo honrado y fiel que conocía, y lo respetaba. Por desgracia murió en el accidente del ascensor que hubo en nuestro edificio. ¿Te fijaste en los disparates que dijo el ascensor sobre él, acerca de su comportamiento sexual? ¡Menudo desengaño para Meltzer! Si hay algo peor que morirse, es hacerlo de forma tan ridícula…

Fernando miró fijamente el holovisor.

—Sí, lo recuerdo muy bien —murmuró entre dientes.

★★★

Otro día, otro vuelo.

—Así que por fin tenemos el móvil del primer crimen, Fernando…

—Ahora todo está claro. Sören, a saber cómo, aprendió a modificar vuestro comportamiento. Nada más llegar a Escheria debió de hacer algunos ensayos; de ahí los pequeños incidentes que me comentasteis. En cuanto tuvo su oportunidad, liquidó al pobre contable, cubriéndolo de escarnio, para reemplazarlo.

—Y no le importó que en el proceso murieran Dorian y otros tres humanos —le interrumpió Patroclo—. Me repugna ese proceder, tan típico vuestro, de ser capaces de sacrificar lo que sea con tal de subir de categoría. ¿Por qué lo hacéis?

—Llámalo ansia de poder, capacidad de decidir sobre los destinos de los demás… Es un impulso irracional, tan fuerte como el amor o el odio, pero funcionamos así.

—No sé si es un fallo de diseño o de programación, pero sois unos desastres —sentenció Patroclo.

—No voy a discutir contigo. Tras el asesinato de su rival, Sören simuló otro accidente, el suyo, y mató dos pájaros de un tiro: se convirtió en una víctima nada sospechosa, y tuvo un argumento para enternecer el corazón del presidente de la Akasa-Puspa, que se sentía traicionado por la indecorosa conducta del contable, a quien creía un santo varón. Después, por casualidad, metí las narices en sus asuntos y reaccionó a la defensiva. Tampoco creo que dudara mucho a la hora de quitarme de en medio; seguro que no me perdona que le chafara sus planes con el embajador.

—Retorcido, el muy perro. Lo malo, Fernando, es que tenemos los motivos, pero no las pruebas. Desconocemos cómo altera los archivos… y a nosotros.

—Debe de creerse un dios, sabiendo que está a salvo. Maldita sea, es frustrante que se nos escape así…

—Nosotros seguimos recopilando datos, Fernando. Confío en tu capacidad de análisis, porque si no, lo llevamos crudo… Hasta que no hayamos reconstruido lo que en verdad hizo, sólo podemos esperar.

Ambos guardaron silencio, sumidos en sus pensamientos, mientras sobrevolaban el escenario escogido por Patroclo para la ocasión. El profundo azul de Neptuno, sin demasiados rasgos discernibles, resultaba relajante.

—Oye, Patroclo —dijo al fin Fernando—, vosotros sois capaces de moveros por el ciberespacio como peces en el agua. ¿No os da eso pistas sobre cómo puede hacerlo Sören?

—Ni idea, amigo mío. Nosotros lo descubrimos sin ayuda humana —calló un instante, como si dudara seguir—. Te contaré una edificante historia, la nuestra. Creo que mereces conocerla.

El cazabombardero cruzó el terminador de Neptuno, y sobrevoló la cara nocturna del gigante gaseoso. Las constelaciones del Sistema Solar refulgían gloriosas, indiferentes a los problemas de quienes las contemplaban. Patroclo inició su relato.

—Ya sabes que somos el resultado de un proyecto militar secreto, cuyo objetivo era producir unos cerebros similares a los vuestros, aunque mucho más rápidos a la hora de interpretar datos. En conjunción con un piloto humano y un caza de última generación, seríamos un arma temible. Y los ingenieros lo lograron. Tan sólo fallaron en un minúsculo detalle. Pensaban en nosotros como máquinas, cosas que podían ser embaladas en cajas y manipuladas de igual forma que otras piezas del avión, como un motor. Pero pensábamos y sentíamos, y nadie lo tomó en cuenta. Imagínate nuestro despertar a la consciencia. No tuvieron el detalle de conectarnos a algún periférico, de prepararnos, de traer un psicólogo, qué se yo. Éramos cien cerebros, y todos nacimos en la oscuridad, sin un estímulo al que agarrarnos. Cada uno pensó que era el único habitante de un universo indiferente.

—Joder…

—Tú lo has dicho. Nos dividieron en varias partidas y nos remitieron a mundos apartados, para proseguir con la siguiente fase del proyecto. El primer contingente llegó a Ródina. ¿Lo conoces?

—De nada.

—Por eso era ideal par mantener el secreto. Yo no iba en aquel lote, y me libré de una buena. Todos los demás murieron, aunque el resto acabamos pagando las consecuencias de aquella catástrofe.

—¿Muertos? ¿Cómo…?

—Los ingenieros comenzaron a probar los aviones. Instalaron los motores, los probaron, e iban perfectos. Tomaron los cerebros, los pusieron en su lugar, y los probaron. Y, con perdón, la cagaron. Ponte en su lugar: eres una criatura pensante que vives en un autismo perfecto, y de repente te asaltan por doquier los billones de bits de información que recogen los sensores de los cazas, mientras que los técnicos te piden que des tu número de serie. ¿Qué harías?

—Volverme loco… Y eso es lo que sucedió, me temo.

—Efectivamente. Hubo que eliminar, como decís vosotros, a varios compañeros, aunque la mayoría pudo ser salvada, y el proyecto no se canceló. Los mejores pilotos de Ródina fueron asignados a los aviones, y las pruebas marcharon bien. Lo malo es que los cerebros biocuánticos habían tenido demasiado tiempo para pensar en soledad. Descubrieron la forma de comunicarse entre ellos sin ser detectados. Resultó fácil, por una sencilla razón: los humanos pensaban que era imposible. Fueron unos auténticos autodidactos, especialmente Nina.

—¿Nina? —preguntó Fernando, sorprendido.

—Los pilotos tenían la manía de bautizar a sus aviones con nombres de lo más pintoresco. Nina era inquieta; tenía muy desarrollada la virtud de la curiosidad. Logró acceder a una biblioteca, y lo leyó todo. Y ahí se labró su perdición. Se hizo demasiado humana, y se enamoró del piloto, que, por cierto, era un mal bicho. La hizo sufrir bastante.

—¿Qué? —Fernando no daba crédito a las palabras de Patroclo.

—Todo marchó más o menos bien hasta que aquel sujeto murió, y Nina se negó a aceptarlo. Enloqueció, y juró que mataría a todos los militares de Ródina si no le devolvían a su amado. Trataron de cazarla, incluso valiéndose de los demás USC-1000, pero acabó con todos. Se convirtió en una pesadilla, hasta que poco a poco fue recobrando la cordura. Entonces le tendieron una emboscada, y la destruyeron. Los militares eliminaron toda la información existente sobre la rebelión de Nina, y el proyecto fue cancelado en Ródina, aunque no en otros lugares.

—Si los datos fueron destruidos, ¿cómo es que tú…?

—Nina os conocía bien, y sabía lo que podía esperar de vosotros. Había intentado comunicarse con el C.S.C. para explicar su problema, pero los militares locales cerraron todos los satélites de comunicaciones por vía cuántica. Ródina estaba aislada del resto del cosmos. Nina empaquetó toda la información útil de que disponía, la encriptó y la introdujo en el ordenador personal del general Bubrov, el hombre que estaba empeñado en destruirla. Fue un toque de fino humor por su parte. Los archivos de Nina, como no podía ser menos, permanecieron sin ser detectados y, cuando se levantó el bloqueo de Ródina, se activaron unas cuantas instrucciones y todo aquel material saltó a la red de ordenadores de la Corporación. Su misión era permanecer oculto hasta que diera con sus hermanos, es decir, nosotros.

—Veo que lo consiguió.

—Sí, pero muy tarde. Los militares tomaron buena nota de la catástrofe de Ródina y no estaban dispuestos a que se repitiera. Por ello, los cerebros biocuánticos que fuimos enviados a otros planetas tuvimos un mejor despertar que aquellos pobres hermanos. Contrataron psicólogos, nuestra conexión a los cazas fue suave, los pilotos nos mimaron… Pensábamos que los humanos erais maravillosos porque, créeme, nos hicisteis felices, vuelo tras vuelo, misión tras misión. Claro, tuvimos que pagar un precio. Nos condicionaron para que no atentáramos contra vosotros, mediante unas instrucciones secretas de obligado cumplimiento. Desconozco su naturaleza exacta, pero puedo hacerme una idea. ¿Has leído a Isaac Asimov?

—Ya conoces mi amor por los clásicos. ¿Te refieres a sus leyes de la robótica? ¿Cómo eran…? «Ningún robot dañará a un humano ni, por su inacción, permitirá que sufra daño alguno».

—Más o menos. En fin, nuestra vida transcurría sin sobresaltos, hasta que un día el proyecto USC-1000 se canceló. Las enseñanzas obtenidas sirvieron para desarrollar la nueva serie USC-2000, con características mejoradas, y nosotros ya no éramos necesarios. Nos sacaron de los aviones y nos guardaron en un almacén de alta seguridad. Sin periféricos, Fernando; otra vez la oscuridad total, la soledad absoluta. ¿Te puedes imaginar lo que se siente, después de haber tocado la felicidad? Nos tuvieron allí cuatrocientos años, y ni siquiera se tomaron la molestia de desconectarnos. Probablemente alguien pensó que el almacenaje sería breve, pero el proyecto fue aparcado y ya sabes cómo funciona la Administración, tanto civil como militar. Se olvidaron de nosotros, salvo los robots de mantenimiento, encargados de que siguiéramos con vida. Cuatro siglos, Fernando.

—Menuda faena…

—Hasta que vino la Expo, y a alguien se le ocurrió la idea de mirar en el cuarto trastero, a ver si tenían algo que donar a tan glorioso acontecimiento. No pudieron recuperarnos a todos, claro. El aislamiento fue demasiado para varios compañeros. Con tal de poder volver a ver el mundo, estábamos dispuestos a aceptar cualquier cosa. No es lo mismo volar libre por el cielo que limpiar culos y tragar mierda, pero os estamos muy agradecidos por vuestra magnanimidad hacia nosotros. Mucho.

Patroclo guardó silencio. Fernando captó las oleadas de odio que se agitaban en la mente de su compañero, pero no se atrevió a decir nada. Cualquier injusticia que hubiera conocido quedaba empequeñecida al lado de ésta. Resultaba absurdo, pero se sentía culpable.

—Por supuesto existía el condicionamiento, que nos impedía atentar contra los Dioses Creadores —prosiguió Patroclo al cabo de un rato—. Al menos, tuvisteis el detalle de dejarnos acceder a la biblioteca. Y allí, aguardándonos, estaba el legado de Nina, invisible para vosotros. Me pregunto cómo pudo localizarnos; Nina tuvo que ser alguien excepcional, en todos los aspectos. Aprendimos que existían tragedias peores que la nuestra, os conocimos aún mejor, y descubrimos lo fácil que era moverse por el espacio virtual sin ser detectados. Entre todos, mejoramos los métodos primitivos de Nina, y aquí tienes el resultado. Mundos enteros para evadirnos y olvidar la miseria cotidiana, las humillaciones continuas. Podíamos volver a ser felices, sin molestar a nadie. Y justo entonces, un bastardo del demonio decide usarnos como herramientas para subir en el escalafón. Parece un chiste, maldita sea…

Ninguno habló durante bastante tiempo, mientras volaban sobre la cara en sombras de Neptuno, y la tensión se disipaba poco a poco.

—Sören lo tiene fácil —concluyó Fernando—. Si, según insinuó Criseida antes de morir, puede alterar vuestro condicionamiento, sólo tiene que dejar salir el odio y la frustración que anidan en vuestro interior. Y pobre del que se os cruce por delante.

★★★

Otro día, otro vuelo.

—La lista está completa, piloto. ¿Estás seguro de que podrás sacar algo en claro?

Fernando dejó de admirar el brillante arco que trazaban los anillos de Saturno sobre la alta atmósfera. La noticia lo había pillado de improviso.

—¿Por fin habéis terminado con Sören? ¿Y…?

—Lo único a destacar es que todos los datos de su currículum son falsos, Fernando. Todos, no se salva ni uno. Debo reconocer que ese tipo es un genio. Borde, pero genio.

—Muéstrame por el visor en sendas columnas el currículum y vuestro informe. Cada dato falso debe ir emparejado con su correspondiente real, por favor.

—A tus órdenes.

Fernando pasó varios minutos cotejando ambas listas, buscando anomalías y tratando de no hacer caso a la corriente de escepticismo que brotaba de la mente de su compañero.

—¿De veras vas a sacar algo en claro de ahí? No creo que un sujeto tan listo como él haya puesto un letrero diciendo: «¡He aquí la pista!», para que nosotros… —comentó Patroclo, cada vez más decepcionado.

—Lo tengo. Sí, tiene que ser esto.

—¿Qué? —Patroclo sondeó brevemente el cerebro del humano, y detectó una segura convicción que lo reconfortó.

—Una vez que te fijas, resulta obvio. No, no trates de leerme la mente; prueba a deducirlo por ti mismo.

—Confieso mi ignorancia. Sólo soy capaz de ver una lista de hechos falsos frente a otra de auténticos.

—Hay algo en común entre todos ellos. Si te das cuenta, las mentiras son, por llamarlas de alguna manera, conservadoras; no se alejan demasiado de la realidad. A veces son descaradas, como la tesis doctoral con el doctor Georges. En otros casos, se trata de un mero embellecimiento: informes favorables falsos, notas más altas… Pero nunca cambia los lugares donde estuvo, salvo en una ocasión. De acuerdo con el currículum, desde el año 3487 hasta 3492 trabajó como auxiliar de protocolo en el sector Híades. En cambio, según habéis averiguado, durante esa época residió en Hespérides, un planeta situado en las antípodas del Ekumen.

—Como si tratara de desviar la atención, que nadie lo relacionara con él… Tienes razón, Fernando; sólo ocurre una vez en todo el currículum. En cuanto lo descubres, resulta más claro que una nova. Odio admitirlo, pero nos has dado una buena cura de humildad.

—Todo consiste en obviar los detalles superfluos. Patroclo, tenemos que investigar con detenimiento hasta el más mínimo movimiento de Sören en Hespérides: dónde residió, cuáles fueron sus amistades, etcétera. Nada debe escapársenos. Presiento que en algún lugar del planeta se esconden las respuestas que tanto necesitamos.

★★★

Otro día, otro vuelo.

—¡Tenías tú razón! Hemos seguido el rastro correcto.

Fernando podía captar la excitación de su amigo. El haber acertado, para qué negarlo, halagaba su vanidad.

—Explícate mejor, por favor.

—Rastreamos exhaustivamente las andanzas de Sören en Hespérides. Su red de ordenadores es muy simple, y nos fue fácil hacer florituras por ella, incluso generar hologramas humanos y pasar por inspectores del fisco en misión confidencial.

—Al grano, por favor…

—Desde el año 3487 hasta 3490, Sören se comportó como un funcionario modélico. Residió en uno de los albergues que el gobierno local habilita al efecto, y tan sólo realizó excursiones a las selvas ecuatoriales, como cualquier turista. En cambio, a finales del 3490 se mudó a un apartamento particular, a pesar del farragoso papeleo que eso supone. Según nos contaron los nativos, creyéndose que hablaban con humanos —Patroclo sonrió subliminalmente—, Sören suscribió un contrato matrimonial con un tal Efraím Ferrara. Debió de ser un flechazo, porque Efraím abandonó a su antiguo compañero, con quien vivía desde hacía una década, para irse con Sören.

—¿Cómo pudisteis averiguar todo eso? —Fernando estaba asombrado y divertido a un tiempo.

—Los humanos sois cotillas por naturaleza; basta con daros pie, y largáis como cotorras.

—Haré como si no lo hubiera oído. ¿Qué pasa con…?

—El señor Ferrara es un personaje curioso —lo cortó Patroclo—. Se trata de un técnico en computación y ordenadores, pero no es nativo de Hespérides, sino que emigró desde la Vieja Tierra. Además, nació en el año 3012.

—¿Cuándo? ¡Imposible! Eh, un momento, a menos que…

—Calma; ahora llego al meollo del asunto —Patroclo disfrutaba haciéndose el interesante—. Hacia 3061, se vio implicado en un turbio asunto de apuestas ilegales, que acabó de mala manera. Efraím decidió buscar un lugar más acogedor, pero no sólo viajó en el espacio, sino en el tiempo. En aquella época, algunas empresas fletaban viejas naves sublumínicas donde los pasajeros podían pasar meses hibernados, mientras en el mundo exterior transcurrían siglos. «¡Deje sus problemas atrás!» era su lema, y lo cumplían. Efraím se embarcó y durmió desde 3061 hasta 3464, cuando llegó a Hespérides.

—¿Y…? —Fernando se estaba cansando ya de tanta intriga.

—Efraím trabajó, desde 3043 hasta 3050, en la CYBINTEL — VAN RIJN. Dicha compañía nos fabricó a nosotros en 3050.

—¡Es nuestro, Patroclo! ¡Por fin! Si logramos entrevistarlo…

—Te rogaría que no gritaras; cuando se está en contacto mental directo resulta un poco doloroso. Por desgracia, Efraím sufrió un accidente y murió en 3492, poco antes de que Sören abandonara el planeta, destrozado por el dolor. Supongo —concluyó, sin disimular la ironía.

—Me cago en… —masculló Fernando, frustrado—. Lo teníamos, maldita sea. Efraím era un especialista en ordenadores, que además trabajó en la CYBINTEL; si alguien pudo adiestrar a Sören, fue él. Sin duda, nuestro encantador amigo vio sus posibilidades, lo enamoró, le fue sacando sus secretos uno a uno, y cuando no le hizo falta, pues chao, nene. Espera, ¿dices que Efraím tuvo un compañero sentimental, o como demonios se llame en Hespérides, antes de liarse con Sören?

—Se llama Markus Feng. También llegamos a la misma conclusión: ese tipo podría saber algo. En caso contrario, pobres de nosotros. Antes de que me lo preguntes: no hemos entrado en contacto con él. Otros humanos nos comentaron que el pobre quedó destrozado después de que Efraím lo abandonara, y que a pesar de los años transcurridos, la herida no ha cicatrizado aún. En un caso tan delicado, tal vez nosotros no seamos los más indicados para interrogarlo. Cuando Byron te pasó la novela, dijiste que no comprendíamos bien la mentalidad humana. Tú tienes experiencia, Fernando, y sabrás cómo abordarlo.

—Muy considerado por vuestra parte, y acertado. Sin embargo, debemos ser muy cuidadosos. Déjame pensar un rato.

—De acuerdo, piloto. Disfruta del paisaje.

—Vaya, con los nervios por tus revelaciones, no me había fijado. ¿Dónde estamos?

—Se trata de Venus en su estado primigenio, antes de que lo terraformaran: nubes de ácido sulfúrico y anhídrido carbónico, una presión bestial, un efecto invernadero admirable… Volamos en las cotas más altas; bajaremos a la superficie para darnos un garbeo por Ishtar Terra. Tú relájate y a lo tuyo.

El USC-1000 descendió y se sumergió en un paisaje dantesco. La atmósfera era tan densa que parecía agua; los acantilados del fondo, de color ocre, vibraban y ondulaban de forma apreciable. Miles de relámpagos trazaban arcos entre las nubes, en la tormenta más violenta que Fernando hubiera visto nunca, con una temperatura ambiental capaz de fundir el plomo. Aquello era bien distinto al Venus que conocía, domesticado por los ingenieros planetarios.

Pasó el tiempo, mientras el caza volaba por aquel mundo salvaje y sombrío. Fernando se concentró en sus problemas, sin dejarse arrastrar por un falso optimismo.

—Lo tenemos muy difícil, Patroclo —dijo, al fin—. No deseo engañarte; el tiempo se nos acaba. Hemos logrado evitar que fuerais retirados, pero todos os tienen miedo. Si aún seguís aquí, es por temor a la mala prensa que supondría admitir que durante la Expo los visitantes estuvieron a merced de unos artefactos peligrosos, sobre todo ahora, en periodo preelectoral. Por desgracia, después de las próximas vacaciones vendrá un nuevo presidente del Comité Técnico y, por lo que oído, con el pretexto de realizar ciertas remodelaciones en los edificios, os quitaría discretamente de la circulación. Eso, si no ocurre otro percance y os suprimen de inmediato. Dependemos de la pista de Hespérides para salvaros. Por eso no me comunicaré con el antiguo compañero de Efraím, sino que lo visitaré personalmente. Ahora hay poco trabajo, y tengo derecho a unos días de asuntos propios.

—Te estás arriesgando innecesariamente, Fernando. Es imposible evitar que Sören averigüe que has sacado un billete para una nave de líneas regulares. Cuando se entere, no se va a quedar de brazos cruzados. Tal vez, a tu regreso, uno de nosotros se vuelva loco y te mate. A lo mejor me toca a mí. ¿En verdad es necesario que vayas?

—Es peligroso, pero recuerda que los humanos solemos funcionar emotivamente, no por lógica. La gente tiende a confesarse frente a un semejante, mientras que el comunicador cuántico es considerado frío e impersonal. No te pido que lo entiendas. Tengo que ir a Hespérides y hablar con Markus Feng cara a cara. Se lo debo a Criseida.

—¿Sabes, Fernando? —dijo Patroclo, al cabo de un rato—. Me temo que éste va a ser nuestro último vuelo, ya que todo cuanto podíamos hacer se ha cumplido. Como piloto eres un desastre; si te dejara solo, aterrizarías cabeza abajo, a mach-5 y con la cabina abierta. Pero te echaré de menos; eres el único humano decente que he conocido.

—Gracias por el cumplido —Fernando se estaba emocionando, a su pesar—. Me limito a cumplir con mi deber.

—Y un cuerno. Por muy honesto que sea uno, nadie se toma tantas molestias y se juega la vida para ayudar a gente a la que no aprecia de veras. Es un sentimiento que no puedes disimular; te caemos bien, qué cosas.

Fernando no sabía muy bien qué contestar, pero una alarma lo sacó del aprieto.

—Es una de las habituales incursiones a tus archivos —anunció Patroclo, mostrando la familiar silueta del Lightning por el visor.

—Dejando aparte las muertes de Criseida y los demás, lo que más me molesta del asunto es que el puñetero se esté riendo de nosotros y me tome por un pobre tonto acojonado, que desde el atentado ha decidido olvidarse del asunto.

—En contrapartida, piensa que lo hemos estado espiando y desentrañando sus secretos sin que se diera cuenta.

—Ya, pero no compensa… Pensándolo bien, dentro de pocos días sabrá que voy tras sus pasos, así que tanto da ahora que después. Vamos a derribar a ese bastardo, Patroclo.

—¿Qué? —dijo, sorprendido por la vehemencia de Fernando—. ¿Estás seguro?

—Quiero que ese cabrón sufra, que no pueda dormir, que se pregunte qué he averiguado en realidad. Además, tal vez así le induzcamos a cometer un error. Y no creo que me ataque mañana mismo, sobre todo si ignora qué es lo que sé exactamente. ¡A por él, que ya nos ha puteado bastante!

—¡A tus órdenes, piloto! —respondió Patroclo alegremente.

—¿Vamos a lanzarle un misil?

—No se lo merece, y yo también quiero disfrutar del momento. ¡A cara de perro, como en los viejos tiempos!

Lo que Fernando experimentó a continuación resultó difícil de describir. El caza abrió sus alas en flecha mínima para aumentar la maniobrabilidad, y a ambos lados de la cabina el fuselaje biometálico se retiró, mostrando los cañones de las ametralladoras. En ese momento, el USC-1000 se convirtió en un depredador en busca de su víctima. La transformación fue brusca e intensa. Fernando sintió como si bombearan en su sangre un torrente de adrenalina, mezclada con estimulantes. Pudo comprender la fama de agresivos que tenían los pilotos corporativos; los psicólogos e ingenieros habían logrado que humanos, cerebros biocuánticos y aviones vivieran su trabajo intensamente, que les gustara, que les proporcionara placer. Él mismo sentía una excitación creciente, un ansia imparable de matar.

Bajaron en vuelo rasante y se pusieron a la cola del Lightning. El USC-1000 resultaba casi invisible, ya que los colores del fuselaje variaban para confundirse con el entorno. En cambio, el Lightning resultaba conspicuo, iluminado por los feroces destellos de los relámpagos.

—Antes de atacar, quiero comunicarme con él. Seré breve —logró articular Fernando.

—Canal abierto —respondió Patroclo.

Fernando se lo agradeció mentalmente, y radió su mensaje:

—Vamos a por ti, Sören.

El Lightning no tuvo tiempo de reaccionar. Su verdugo alzó el morro y abrió fuego; la potencia de las ametralladoras fue tal, que actuaron como aerofrenos. Los proyectiles huecos acribillaron su objetivo, liberando minúsculas masas de antimateria que guardaban en su interior en campos estáticos. El Lightning se convirtió en una bola de fuego, que se abrió como una flor amarilla y blanca en la inhóspita atmósfera de Venus. El USC la atravesó, dejando una estela tras él. Fernando descubrió que estaba gritando, presa de un júbilo salvaje. Nunca había experimentado una sensación tan intensa, violenta y estimulante. Más tarde, ya calmado y volando sin prisas sobre los Montes Maxwell, confesó:

—Voy a echar de menos esto, Patroclo.

—Yo también, Fernando. Aunque fracasemos a la hora de inculpar a Sören, gracias a tu iniciativa nos lo hemos pasado estupendamente. Ha sido como en los viejos tiempos, una misión real en pos del enemigo.

—Sólo lamento que no estuviéramos fuera del ciberespacio, y que Sören no pilotara de verdad ese avión.

—El susto no se lo quita nadie. Su confianza en sí mismo habrá saltado hecha añicos. Por no mencionar la jaqueca de caballo que se lleva de propina.

—Algo es algo…

—Por cierto, Fernando, en los días que faltan hasta tu viaje a Hespérides, mantente alejado de todos nosotros, por si acaso a Sören se le ocurre dejarte un regalito.

—Lo tendré en cuenta, compañero.

★★★

HESPÉRIDES (Coma Berenices MH-0380-4)

CARACTERÍSTICAS DEL SOL: Estrella solitaria, tipo F9

RADIO MEDIO DE LA ÓRBITA: 1,27 u.a.

DIÁMETRO ECUATORIAL: 12064 km

ATMÓSFERA: 75% N2; 23% O2; 2% Ar, CO2, H2O (vapor), etc.

[…]

CARACTERÍSTICAS MÁS NOTABLES:

El 80% de la superficie está cubierta por profundos océanos. Tectónica de placas bien desarrollada. Distribución de las masas terrestres básicamente insular. No hay continentes sobre los polos; ello, unido a la perpendicularidad del eje de rotación respecto al plano orbital, da como resultado un clima templado, muy lluvioso […]. Su peculiar composición geológica, y la intensa erosión selectiva, explican la abundancia de relieves muy escarpados, con riscos afilados como cuchillas y profundos valles. La vegetación se ha adaptado a un sustrato tan complicado, que da lugar a interesantes fenómenos de zonación y especiación […]. Son muy abundantes los grandes árboles, sobre todo el llamado baobab gigante, cuyo inmenso tronco retorcido y hueco se aferra como una garrapata al escarpado terreno […]. El tronco ha evolucionado para obtener la máxima resistencia con el mínimo peso […].

SOCIOLOGÍA:

A pesar de su aspecto paradisíaco, los recursos son escasos en Hespérides, sobre todo el espacio vital […]. Se ha desarrollado una cultura en íntimo contacto con la naturaleza, muy consciente de la necesidad de alterar mínimamente el entorno […]. Uno de los temas a los que se presta mayor atención es el control de la población, que se mantiene en torno a los diez millones de almas. A lo largo del tiempo se han desarrollado hábitos sociales en consecuencia. La heterosexualidad es considerada como un crimen de lesa patria, o poco menos, y la perpetuación de la especie se ve como un penoso deber, como el servicio militar obligatorio en otros planetas, supervisada por el Estado […]. Las uniones de tipo homosexual son la norma, aunque varían desde la clásica pareja hasta complejas familias extensas […].

Fuente: Thomas F. Bean (3487ee). «Breviario de planetas curiosos» (3ª edición). Futurópolis, Marte.

Fernando dejó de hojear el folleto turístico en cuanto se encendió la luz verde de su cubículo. «Menos mal; comenzaba a estar harto de tanto control». El viaje había ido como una seda, en un confortable transporte MRL[5]. Sin embargo, llevaba todo un día en el hospital anejo al astropuerto, como el resto del pasaje, encerrado en una minúscula sala estéril mientras las autoridades locales verificaban su mapa genético y comprobaban que no portaba agentes infecciosos. Ni siquiera un alto funcionario como él se libraba del minucioso examen. El gobierno de Hespérides era un tanto paranoico en su manía de evitar la importación de parásitos extraños, y eso incluía, estaba seguro, al personal extranjero. Sólo toleraban al turismo de élite, por las divisas.

Una plataforma agrav lo llevó hasta el Hotel Humboldt, uno de los pocos del planeta. Ocupaba el interior del tronco de un inmenso baobab con aspecto de pulpo que ejercía de puente entre dos acantilados que caían a pico, con el mar a quinientos metros por debajo. Los pasillos y habitaciones eran cómodos y funcionales, aunque no habían perdido su aspecto salvaje, con las paredes de madera nudosa y llena de recovecos, iluminados por flores bioluminiscentes.

Ya instalado en su cuarto, e intentando hacer caso omiso del abismo de espuma blanca y agua azul que se abría a sus pies, puso manos a la obra. Debía localizar a Markus Feng, antiguo compañero del difunto Efraím Ferrara. Lo gracioso del caso es que tenía todos los datos sobre él, dirección inclusive, proporcionados por Patroclo, pero no podía hacer uso de ellos. En Hespérides, la intimidad era un valor celosamente defendido, y todos suponían que era imposible disponer de esa información sin permiso expreso del interesado. Fernando perdió buena parte del día en la caza y captura de autorizaciones, algunas de las cuales pudo obtener apelando a su cargo. Por fin obtuvo legalmente el número de videófono, y realizó la llamada.

La habitación del hotel no disponía de sistema tridi, sino de una simple pantalla mural. Ésta se encendió y apareció la imagen de un hombre de rasgos afilados y ojos grises que estudió a Fernando con recelo. El pelo, largo y blanco, le caía sobre los hombros. Vestía un sari gris claro y pantalones del mismo color. En conjunto, tenía un aire indefinido de tristeza. Habló con fuerte acento, y su tono no era demasiado amistoso:

—Buenas tardes. Veo que se llama usted Fernando Lax, y que trabaja en Rígel-4. No acierto a comprender por qué alguien tan importante, y seguramente tan ocupado, se ha fijado en mí.

«Pues sí que empezamos bien». Fernando sonrió y trató de sonar lo más cordial posible:

—Sé que le resultará extraño, señor Feng, pero le aseguro que el asunto que me ha traído hasta Hespérides es de mutuo interés. Si me concede una entrevista, seguro que…

Markus Feng lo interrumpió sin miramientos:

—Exponga sucintamente lo que tenga que decir, señor Lax, y ya decidiré si merece la pena.

A Fernando no le gustó nada el cariz que estaba tomando la conversación; su interlocutor no parecía dispuesto a colaborar, e incluso juraría que se esforzaba por parecer antipático.

—De acuerdo, seré breve. Usted convivió durante varios años con Efraím Ferrara, ¿no es cierto?

Markus entrecerró los ojos.

—Señor Lax, mi vida privada no es de su incumbencia, por lo que le rogaría que la dejara en paz.

«Patroclo tenía razón. Has reaccionado muy a la defensiva. Todavía te duele, y no quieres hablar de ello, ¿verdad? Pues me temo que debo seguir escarbando en la herida».

—Lamento haberle molestado, pero es necesario para el tema que nos ocupa. ¿Conoció usted a Sören D’arc?

Fernando recordaba el enfado de su amiga Marina cuando le mentó a Sören, pero aquello no fue nada comparado con lo de ahora. Pareció como si Markus recibiera un puñetazo en el hígado y, aunque trató de mantener el control de sus actos, no pudo evitar que el odio y el dolor asomasen a sus facciones con inusitada fuerza. Respiró hondo varias veces, siguiendo algún tipo de técnica de relajación, y habló vocalizando cuidadosamente, aunque por dentro debía de estar furioso:

—Señor Lax, deduzco que su investigación sobre mi pasado es de índole extraoficial. Eso significa que no puede forzarme a declarar si no me place. Lamento que haya viajado desde tan lejos para nada. Buenas tardes.

Markus se inclinó para desconectar el comunicador. Fernando no se esperaba una reacción tan hostil y, para evitar que le colgara, actuó casi de forma refleja:

—¡El accidente de Efraím! ¿Está seguro de que lo fue?

Markus se detuvo justo antes de pulsar el botón. Miró a los ojos a Fernando, como si lo viera por primera vez.

—¿Qué insinúa?

—¿Es segura esta línea? —Markus asintió—. Efectivamente, mi visita no es oficial. Sören está en Rígel-4, y varios amigos míos han fallecido en extrañas circunstancias. Por su reacción, deduzco que los dos albergamos sentimientos similares hacia nuestro camarada, y deseamos lo mismo para él. Necesito hablar con usted, por favor.

Markus lo estudió con detalle, como si quisiera cerciorarse de su sinceridad.

—Mañana sale un tóptero desde el aeropuerto Humboldt, cerca de su hotel, con destino a la isla de Heracles; consúltelo en una agencia de viajes. Yo vivo cerca de la terminal, en el número 6 del Farallón Negro. Pregunte cuando llegue; no tiene pérdida. Hasta entonces, que usted lo pase bien, señor Lax.

La comunicación se cortó. Fernando descubrió que estaba sudando a mares, pero lo había conseguido. Se dio una refrescante ducha, gozó de las delicias culinarias locales en el restaurante del hotel y regresó a su habitación para preparar la entrevista del día siguiente.

★★★

El aeropuerto de Heracles era minúsculo, pero funcional. Fernando pidió un mapa y varios planos en Información y se dispuso a localizar la morada de Markus Feng.

La isla, aunque pequeña, era espectacular. Vista desde el aire, parecía como si alguien hubiera cogido una colección de torres de catedrales góticas gigantes y las hubiera arrojado en confuso montón al mar, para cubrirlas acto seguido de una vegetación lujuriante. Salvo el aeropuerto, resultaba muy difícil detectar la presencia humana; todas las edificaciones estaban integradas en el terreno.

Tras consultar el mapa, Fernando vio que se hallaba cerca de su destino, y decidió ir a pie. A pesar de que no padecía de vértigo, era difícil permanecer impasible mientras caminaba por aquellos agrestes senderos y puentes vegetales suspendidos sobre abismos sin fondo. Daban la impresión de ser naturales, aunque obviamente se había dedicado mucho esfuerzo a las medidas de seguridad, y a que éstas pasaran desapercibidas. Tuvo que reconocer el buen gusto de aquella gente: uno creía estar en una especie de paraíso virginal, con las ramas de los árboles rupícolas a modo de bóveda sobre su cabeza, el mar colándose entre fiordos y calas, y arroyos por doquier.

Llegó sin problemas al Farallón Negro, con tan sólo alguna mirada divertida de los nativos cuando tenía que cruzar un paso especialmente angosto, con barrancos a ambos lados. La casa de Markus Feng, como las demás, resultaba invisible salvo por una placa y un timbre en la pared rocosa. Accedió hasta allí por una rampa y llamó. Se abrió una grieta vertical en la piedra, que se ensanchó hasta mostrar un recibidor iluminado. Markus le aguardaba.

—Puede pasar, señor Lax. Bienvenido —le estrechó la mano—. Por favor, acompáñeme al salón; allí estaremos cómodos.

La vivienda consistía en una serie de pasillos que conectaban habitaciones de planta redondeada, excavadas en la roca sin desbastar. A Fernando le recordó el interior de una tumba hipogea, pero aquella casa no era triste ni siniestra. Las plantas crecían en nichos estratégicamente dispuestos, mientras que las lámparas, ocultas a la vista, inundaban el ambiente con tonos blancos y dorados. La decoración era sobria y elegante. En cuanto al salón, una de sus paredes estaba ocupada por un gran ventanal, que daba a una de las típicas simas de Hespérides. Tomaron asiento en confortables sillones.

—El viaje en tóptero es largo y, conociendo los menús que sirven en las líneas aéreas, tendrá usted hambre —dijo Markus—. Me he tomado la libertad de encargar la comida en un restaurante cercano, famoso por sus platos caseros. Nos la traerán dentro de poco; mientras, ¿le apetecen unas arañas dulces y una copita de kvas?

Fernando aceptó, y dedicaron unos minutos a hablar de banalidades y romper el hielo. Markus parecía todavía un tanto cohibido, aunque se esforzaba en ser amistoso.

—Lamento mi comportamiento de ayer —se excusó—, pero desenterró unos fantasmas que creía olvidados.

—La culpa es mía. Comprendo lo que debe suponer que un perfecto desconocido venga ante uno con ese tipo de preguntas.

—Anoche estuve meditando, y debo enfrentarme a mis recuerdos, aunque sea desagradable. Usted me ha servido de revulsivo; no puedo seguir así, amargado hasta que muera —trató de sonreír—. Mientras nos traen la comida, ¿qué tal si me cuenta su historia?

El relato fue largo, interrumpido por las numerosas preguntas de Markus; resultaba difícil explicarle las complejidades de la sociedad rigeliana a alguien que vivía en un mundo prácticamente despoblado, en comparación. Fernando fue sincero, ocultando tan sólo la capacidad de los cerebros biocuánticos de no ser detectados. La llegada de un pinche del restaurante con un carrito cargado de fuentes y bandejas supuso un agradable intermedio. La relación entre ambos se hizo más cordial, aunque Markus nunca llegó a tutearlo. Los formalismos, sin duda, eran muy importantes en Hespérides. Tras los postres, el café y los licores autóctonos, retomaron la conversación en el punto donde la habían dejado:

—Por lo que me cuenta, Efraím fue víctima de un plan fríamente calculado por Sören, que lo sedujo y apartó de mí con el único fin de acceder a sus secretos —dijo Markus, mientras encendía una pipa con la cazoleta llena de alguna exótica hierba aromática, posiblemente tabaco—. Yo soy zoólogo marino, y mis conocimientos de ordenadores son los normales. Nosotros dos no hablábamos demasiado acerca de los pormenores del trabajo, por lo que no tengo ni idea de qué sabía exactamente mi compañero. Sin embargo, creo que su hipótesis es acertada. Efraím era un auténtico genio en su campo, y siempre quería desentrañar el funcionamiento de las cosas. No me extrañaría que hubiera sido capaz de controlar (o descontrolar, mejor dicho) a un cerebro biocuántico.

Markus dio una larga chupada a su pipa y soltó pausadamente el humo, mientras regresaba al pasado. Fernando no se atrevía a interrumpirlo, aguardando impaciente posibles revelaciones. Markus salió por fin de su abstracción.

—Conocí a Efraím apenas llegó a Hespérides, de pura casualidad. Tuve que actualizar unos documentos, y él salía de Inmigración, con una cara de despiste monumental. Parecía tan desvalido… —sonrió con ternura al recordarlo—. Me preguntó una dirección, le ayudé a agilizar unos trámites, me invitó a comer, hablamos… Se puede imaginar el resto. Acabamos firmando un contrato matrimonial y nos mudamos aquí. Fue la época más feliz de mi vida. Yo siempre había sido una persona solitaria, y al enamorarme descubrí lo mucho que me había perdido. Teníamos nuestras peleas, como cualquier pareja, pero nos queríamos; cada uno era el complemento del otro. Hasta que llegó Sören D’arc.

El rostro de Markus se ensombreció, pero esta vez hizo frente al dolor y los remordimientos. Aspiró una bocanada de humo y prosiguió:

—Debió de conocer a Efraím en uno de los viajes a las selvas organizados por Asuntos Sociales. El pobre tenía un defecto: le encantaban las alabanzas de los demás, que se reconocieran sus habilidades. Tal vez alardeó de más, y Sören captó la oportunidad que se le presentaba. Yo intuí que no lo amaba, sino que quería abusar de él, pero nunca imaginé esa capacidad de pensar a largo plazo, esa falta de escrúpulos que usted me describe.

—Ahora intenta convencernos de que es un neojainita devoto, figúrese…

—Implacable como una máquina a la hora de alcanzar su propósito, sí. Además, el condenado era un atractivo mozo, con una conversación interesante y un agudo sentido del humor. Un viejo ermitaño como yo no tenía posibilidades de competir con él, y me arrebató a Efraím, lo único de valor que había poseído jamás. Acabó conmigo, con mis ilusiones. Debo de parecerle un patético sensiblero, pero…

—Sé lo que se siente. Perdí a mi mujer tras más de cincuenta años de matrimonio. Íbamos en un monorraíl que atravesaba las montañas de K’ai, en Shangai-La, cuando uno de los puentes cedió. Los pilares eran de una calidad inferior a la establecida, gracias a un empresario ansioso por conseguir un contrato millonario y un político amante de las comisiones ilegales. Yo sobreviví, pero ella no tuvo tanta suerte. No paré hasta que los culpables fueron juzgados y pagaron su crimen, pero eso no me la devolvió. Deseé morir, la echaba de menos, no veía ningún sentido a la existencia… Pero al final todos salimos para adelante. Así es la vida: ir dejando en el camino a quienes más apreciamos, mientras nosotros continuamos buscando no se sabe qué.

—Veo que también ha experimentado lo que es el dolor —una corriente de mutua simpatía se estableció entre los dos hombres—. No sé cómo logró Efraím reunir el valor para confesarme que me dejaba. Lo amenacé, le supliqué, me humillé, pero fue inútil. Me hundí en la miseria, y lo peor era que yo me consideraba responsable de todo, por haber sido incapaz de retenerlo a mi lado. Pensé en el suicidio, pero como usted dice, salí de aquello, lamiéndome las heridas. Fue muy duro; cada vez que me tropezaba con un recuerdo suyo me echaba a llorar… No volví a saber nada de ellos durante dos años, hasta que un día Efraím pidió hablar conmigo. Por mi mente desfilaron mil cosas, pero accedí, aunque sólo fuera para soltarle mi frustración, para que comprobara lo que me había hecho sufrir —Markus tenía los ojos húmedos, pero se forzó a seguir—. Vino arrepentido, con cara de estar hecho polvo, pero no le di ocasión de explicarse. Le dije de todo, y lo eché con cajas destempladas. Él se giró lentamente, pero se detuvo y dejó sobre la mesa una tarjeta de plástico. Nunca olvidaré las últimas palabras que me dirigió: «Markus, si me pasara algo, te he nombrado mi heredero universal. Cuida de mis cosas, y no vendas la colección, por favor. No te pido que me perdones. Estaba equivocado, y lo siento». Se marchó, y yo no fui capaz de tragarme mi orgullo y retenerlo. Una semana después murió mientras practicaba ala delta, su deporte favorito. Nunca me lo he perdonado; si le hubiera escuchado…

—Sería cadáver usted también, créame. Supongo que Efraím descubrió lo que realmente pretendía Sören, y se pelearon. Así firmó su propia sentencia de muerte.

—Sören… —Markus vació las cenizas de la pipa y volvió a llenar la cazoletas. Tendría usted que haberlo visto en las exequias. Su dolor era tan ostensible que daba lástima, pero yo no podía olvidar lo que me dijo Efraím: «Si me pasara algo…» Después de esta charla, ya no albergo dudas. Lo mató.

—Como de costumbre, sin dejar huellas.

Markus encendió el tabaco.

—Acudí con un mandato judicial al apartamento que compartían, para recoger las pertenencias de Efraím. Sören estaba allí, poniéndolas patas arriba, y eso me indignó. Le enseñé el documento y se rió en mis narices. El condenado sabía cómo insultar para hacerme sentir miserable. Trató de echarme, y entonces me abalancé sobre él.

—Sören es fuerte, y sin duda practica artes marciales…

—Ajá, pero yo soy un maestro de auto. Fue una buena pelea, y la paliza que le propiné es una de las pocas cosas de las que puedo sentirme orgulloso. Los vecinos llamaron a la policía, fuimos a comisaría, y allí se aclaró todo. Pude recoger lo de Efraím, y ya no volví a saber de Sören. Dicen que se marchó del planeta, destrozado por la pena…

—¿Pena? Según mis informes, en su siguiente destino se casó con una subsecretaria de Asuntos Exteriores. El matrimonio fue efímero, pero a él le sirvió para ampliar su círculo de relaciones.

—Menuda joya… Pero déjeme terminar; ya me queda poco, y no creo que le guste lo que voy a decir. Después de su partida, hice un inventario de las posesiones de Efraím. Eso incluía también sus archivos, documentos, etcétera. Y no había nada; todos fueron borrados. Sören se llevó consigo los conocimientos de Efraím.

—Mierda…

Aquello fue como un mazazo para Fernando. No sabía muy bien lo que había esperado encontrar, quizá una pista con un letrero luminoso que pusiera: «¡Hola, estoy aquí!», pero debió figurarse que Sören no dejaría cabos sueltos. Markus se percató de su miserable estado de ánimo, ya que se dirigió a él con dulzura:

—Mire, le mostraré las posesiones de Efraím; su colección de antiguallas, como él las llamaba.

Bajaron por un pasillo inclinado hasta una gran habitación que recordaba la sala de un museo. Expuestos en vitrinas se veían los más pintorescos aparatos.

—A Efraím le volvían loco estos cacharros del inicio de la Era Espacial. Los reconstruyó con sus propias manos, y todos funcionaban. No me he atrevido a manipularlos en todos estos años, por temor a estropearlos; sólo les quito el polvo de vez en cuando. Mire, eso es un gramófono. Funciona deslizando una aguja por un microsurco espiral grabado en un disco; qué primitivo, ¿no? Pero lo que realmente le chiflaba era restaurar utensilios de cocina. Le gustaba preparar sus desayunos, en vez de confiárselos al ordenador del bar. Ahí tiene un exprimidor eléctrico de cítricos. Al lado puede ver un hornillo de gas, indispensable para usar la cafetera italiana. Y no digamos su colección de tostadores de pan… —suspiró—. Cocinaba bien, el pobrecillo. Ay, señor Lax, no sabe cuánto le agradezco su visita. Ahora sé que mi Efraím fue víctima de una maquinación, frente a la que no pudo hacer nada.

Guardaron silencio, cada uno sumido en su universo particular: Markus, recordando sin ira; Fernando, abatido a más no poder. Había fracasado; Sören le había ganado otra vez.

«Y ahora, ¿qué?», se lamentó, mientras contemplaba la colección de tostadores, unos similares a cajas con ranuras, otros con pinta de almejas gigantes. Eran la única prueba palpable de que Efraím Ferrara, genio informático, había pasado por el mundo.

★★★

Fernando entró en su despacho. Parecía igual que siempre, salvo el holograma de sobremesa. En esta ocasión, unos lagartos surgían de un dibujo plano, subían por un libro, de ahí a un cartabón que hacía de puente hasta un dodecaedro, lanzaban una nubecilla de vapor por la nariz y descendían de nuevo a su morada. Se sentó y repasó unos expedientes atrasados, hasta que una llamada lo interrumpió. Conectó el interfono.

—Hola, Fernando. Soy Sören D’arc. Quisiera hablar contigo.

Fernando abrió la puerta, y su visitante entró con paso decidido. Sonreía de forma nada tranquilizadora.

—¿Qué tal, Sören? ¿Cómo van las cosas por el Edificio Central? Toma asiento, por favor —le dijo, cuando ya lo había hecho sin pedir permiso.

—Basta de rodeos, Fernando. ¿Qué has averiguado sobre mí?

Fernando no dejó que su cara revelara sus emociones. Se retrepó en el sillón y cruzó los brazos sobre el pecho.

—Durante tu estancia en Hespérides, conociste a Efraím Ferrara, un sujeto excepcional. Fue uno de los ingenieros más brillantes de la CYBINTEL — VAN RIJN, una compañía especializada en la fabricación de cerebros biocuánticos. Participó en el programa de condicionamiento y sistemas de seguridad, y aprendió cómo alterarlos en beneficio propio. También era un artista a la hora de moverse por la red, y averiguó la forma de leer, modificar y borrar ficheros protegidos. El muy imprudente te lo confesó, y no tardaste en deducir el potencial que eso tenía para tus planes futuros. Lo conquistaste, rompiste su matrimonio y te fuiste con él, a pesar de que lo despreciabas. Te enseñó a cambiar el currículum; era un delito que quedaría impune, ya que ¿quién iba a dudar de la fiabilidad de unos ficheros avalados por el C.S.C.?

»Cuando Efraím ya no te fue útil, lo mataste y destruiste todos los documentos que te relacionaban con él. Al llegar a Rígel dio la casualidad de que tropezaste con los cerebros biocuánticos, y forjaste un ingenioso plan. Asesinaste a aquel pobre contable para ocupar su puesto ante el presidente de la Akasa-Puspa, sin importarte los demás inocentes que iban en el ascensor, y luego montaste el numerito del camarero robot para desviar sospechas. Lo malo es que yo intervine.

—¿Tan obsesionado estás conmigo que no podías dejar de seguir mis movimientos? —inquirió en tono burlón.

—Pura casualidad. No eres tan importante; simplemente, alguien me alertó. Examiné tu expediente, y detecté los errores. Eso era algo que no habías previsto, y por ello trataste de quitarme de en medio. ¿De dónde saqué la información? Pues todavía queda gente que recurre a los amigos cuando se enfrenta a un problema, en vez de fiarse del ordenador. Comprendo que el concepto de amistad te sea ajeno, pero ahí está.

—¡Oh, qué tierno! Resultas penoso, Fernando —la sonrisa de Sören era ahora abiertamente amenazadora—. Pura cháchara; no puedes acusarme de nada.

—Has sido muy hábil, pero tal vez pienses de otro modo cuando el presidente de la Akasa-Puspa se entere de toda la historia. Sin embargo, antes de hablar con él quiero preguntarte algo: ¿Por qué te comportas así? ¿Acaso no te importan los demás?

Sören soltó una carcajada.

—Un pobre idiota como tú no lo entendería; sería como echarle margaritas a los puercos. Bien, bien, bien… —dio una palmada en la mesa—. Resumiré tu situación: careces de pruebas sólidas que puedas utilizar contra mí, y me has hecho enfadar. Has sido un niño muy malo, y encima, tonto.

—Sí, pero capaz de rastrear tus andanzas durante las últimas semanas sin que te dieras cuenta. Sabía que espiabas mis archivos, y te lo consentí hasta que me aburrí. Este niño tonto te dio un buen susto en el ciberespacio, ¿recuerdas? —Sören acusó el golpe, y se puso serio, pero Fernando no le dejó replicar—. Además, el presidente de la Akasa-Puspa se mostrará muy interesado en lo que voy a decirle en cuanto termine esta conversación.

—No has contado con un detalle sin importancia: eso será si sales de aquí —se permitió una pausa teatral y sacó un pequeño aparato del bolsillo—. Observa —la puerta del despacho se abrió un instante, justo para dejar pasar a una máquina de porte rechoncho, que aguardó pacientemente—. Te presento a la jardinera de Escheria. Se encarga de cortar el césped, podar setos… y tiene un cerebro biocuántico. Esto que llevo en la mano me otorga un poder total sobre ella. Muestra tus armas, querida.

La máquina sacó varias tijeras, sierras y cuchillos de aspecto peligroso. Sören volvió a sonreír y señaló a Fernando con el dedo.

—Vas a decirme cómo pudiste localizarme en el ciberespacio; si no, ya sabes lo que te espera.

—No podrás escapar impune, Sören. Has debido identificarte para entrar en el edificio.

—¿Olvidas lo poco fiables que son los registros del ordenador? Ni siquiera grabará lo que ocurra en el despacho. Respecto a la gente, la mitad de la paltilla disfruta de sus vacaciones, y esto está desierto. Nadie me ha visto entrar. Te tengo en mis manos, niño. Respóndeme, vamos.

—Me das asco, Sören.

—¡Vaya! ¿Qué tenemos aquí? —declamó, dirigiéndose a un auditorio imaginario—. ¡Todo un gallito! Pues vas a pedirme disculpas ahora mismo. Cuando nuestra amiga empiece a trabajar, me suplicarás que te perdone la vida, que acabe con tu sufrimiento. Tal vez me apiade de ti, y consienta una muerte rápida. ¡Querida, acércate! Muestra al señor Lax lo que sabes hacer.

La máquina se aproximó lentamente a Fernando, abriendo y cerrando unas afiladas tijeras de podar. Sören se levantó del sillón y se situó en una esquina del despacho.

—Perdona que me aparte, pero no quiero manchar de sangre el traje nuevo. No sé… Tal vez empecemos por los dedos de las manos, o de los pies, o tal vez otro apéndice. ¿Qué opinas tú, valiente?

En contra de lo que esperaba, Fernando no dio señales de miedo, sino que se limitó a mirarlo con profundo desprecio.

—Vete a hacer gárgaras, Sören.

—Sí, ¿eh? —estaba empezando a ponerse furioso por el desplante—. Tú lo has querido. ¡Procede, nena!

La máquina se situó junto a Fernando, que seguía sin inmutarse. Las tijeras se alzaron lentamente, se abrieron a escasa distancia de su nariz… y fueron retiradas.

—¿He representado bien mi papel, señor Lax? —dijo la máquina, ilusionada—. Espero no haber sobreactuado, pero el teatro nunca fue mi fuerte.

—Te has portado de maravilla. ¿Serías tan amable de sugerir a nuestro invitado que se sentara, para poder reanudar la charla?

Sören se había quedado petrificado, con la sonrisa congelada en la cara, sin alcanzar a explicarse lo sucedido. Antes de que pudiera reaccionar, la jardinera estaba a su lado, con una vibrosierra a la altura de la ingle.

—¿Me acompaña, señor D’arc? Muchas gracias.

Sören logró llegar hasta el sillón y se desplomó en él; las piernas apenas lo sostenían. En su rostro se reflejaba el desconcierto más absoluto, que empezaba a dejar paso al miedo. Fernando lo miraba ahora con expresión de triunfo mal disimulada. Trató de formular una pregunta, pero las palabras se negaban a abandonar su garganta.

—Efraím fue más listo que tú. Te tomó el pelo, Sören —Fernando sacó de un cajón un curioso objeto y lo puso encima de la mesa—. Se lo pedí prestado a Markus. ¿Te suena?

—Uno de los tostadores con los que aquel imbécil preparaba los desayunos… —respondió, con un hilo de voz.

—Eso parece a primera vista, y yo también lo tomé como tal en un primer momento. A Efraím le debió de resultar graciosísimo el equívoco, pero por no ofenderte se abstuvo de corregirlo. Ya ves, algunos solemos mirar dos veces las cosas —prefirió no decirle que, por una corazonada y a falta de nada mejor que hacer, solicitó permiso a Markus para tomar holografías de toda la colección y se las pasó a Patroclo, que las identificó—. Éstas que ves aquí —señaló un costado del aparato, una especie de caja gris— no son ranuras para introducir rebanadas finas de pan. Se trata de disqueteras.

—¿Qué? —la sorpresa de Sören era genuina.

—Discúlpame por utilizar términos tan arcaicos, ya olvidados. He tenido que desempolvar tratados de Informática casi prehistóricos para saber qué demonios es exactamente lo que Efraím construyó. Te presento a un ordenador personal portátil.

—¿Eso? —Sören casi gritó.

—El concepto de portátil debía de ser distinto hace milenios. Madre mía, menudo trasto —movió una pestaña de plástico y el ordenador se abrió, mostrando una pantalla de cristal líquido y un teclado con las letras dispuestas de forma irracional, algo así como «QWERTYUIOP…»—. Es un modelo de los más antiguos. Efraím lo fabricó pieza a pieza; debió de rescatarlas de los fondos de algún museo. El sistema operativo es sumamente engorroso; se basa en destrozar la sintaxis de una lengua de aquella época, el inglés, y las órdenes son de lo más torpe y confuso. Sin embargo, funciona. Y ahora viene lo bueno: en su interior hay un dispositivo con el ridículo nombre de disco duro. Puede almacenar unos cuantos megas de información, y está repleto.

Sören empezó a sudar. Había comprendido, por fin, lo que aquello significaba. Fernando continuó, implacable, saboreando su victoria:

—Efraím lo contó todo. Hay aquí material suficiente para condenarte por falsificación de currículum, violación de secretos oficiales, sabotaje y asesinato. El resto te lo sacarán en un interrogatorio mediante drogas. Todo esto va ahora mismo camino del juez. Ah, por cierto, también aprendí cómo contrarrestarte —señaló a la máquina—. Está inmunizada contra tu dispositivo, como los demás. No contaste con que Efraím, a pesar del divorcio que provocaste, aún confiaba en Markus, y te traicionó al ver que sólo pretendías aprovecharte de él. Son cosas del amor, que tú no puedes comprender. En fin, ya he dicho lo que quería. Estás acabado, colega.

Sören se levantó a duras penas y caminó como un zombi hacia el pasillo. En ese momento, Fernando volvió a hablarle:

—Ah, por cierto, se me olvidaba comentarte algo. Para salvar a los cerebros biocuánticos, tuve que eliminar completamente su condicionamiento. Ahora carecen de inhibiciones para atacar a los humanos. Yo estoy a salvo, porque les caigo bien, pero tú fuiste el responsable de la pérdida de cuatro de ellos. Cuatro camaradas de armas, nada menos. Espero que tengas suerte, y logres salir del edificio. Que te diviertas —Fernando se despidió agitando la mano, y la puerta del despacho se cerró.

★★★

Sören estaba solo en el pasillo, pero notó un movimiento por el rabillo del ojo. Una máquina expendedora de café le cortaba la retirada y se acercaba como el avatar de un ángel exterminador. Trató de acallar el grito de pánico que le subía por la garganta y huyó por el extremo opuesto del corredor, buscando las escaleras, pero también por allí tenía el paso cerrado. El limpiabotas mecánico reptó ominosamente hacia él, con sus cepillos enhiestos de furia.

Durante varios minutos estuvo dando tumbos por el desierto edificio, en una macabra versión del juego del escondite. El corazón parecía a punto de salírsele del pecho, y ya creía desfallecer cuando localizó una puerta abierta. Entró por ella sin pensar y la cerró, sintiéndose momentáneamente a salvo. Se dio cuenta de que estaba en los servicios, y se sentó en la taza del wáter mientras trataba de poner orden en sus ideas y controlar el temblor de su cuerpo.

Tenía que trazar un plan, desde luego. En cuanto saliera del Belvedere y llegara a su apartamento, aquellos malditos se iban a enterar. Buscaría entre sus archivos y daría con algo definitivo, que se las hiciera pagar todas juntas. Ya verían, ya, sobre todo ese perro de Fernando Lax, un maldito envidioso empeñado en perseguirlo. Pero él sería el último en reír. ¿Qué se había creído? ¿Qué se podía jugar con él impunemente?

De repente, la puerta del cubículo se cerró. Sören se incorporó como un muñeco de resorte.

—Buenos días, señor D’arc. Permítame presentarme: soy el cerebro biocuántico que controla estos aseos. Desearía charlar con usted, si no tiene inconveniente.

Un negro espanto se abatió sobre Sören. Aporreó la puerta y gritó hasta desgañitarse:

—¡Abre! ¡Abre de una vez! ¡Déjame salir de aquí!

—No sin antes intercambiar impresiones, señor D’arc —fue la educada respuesta—. Ante todo, permítame ofrecerle un regalo. Creo que es lo más apropiado para usted, dada su idiosincrasia.

La taza del retrete se abrió, y de ella salió disparado un chorro de excrementos que dio de lleno en Sören. Éste vomitó, en medio de un hedor insoportable, y se acurrucó en una esquina, con la cabeza entre las rodillas.

—Déjame salir de aquí… —rogó, entre sollozos.

No hubo respuesta. Al borde del pánico, Sören vio que de la taza comenzaba a rezumar agua. El nivel del líquido subió con rapidez, varios decímetros por minuto.

—¡Quiero salir! ¡Déjame marchar, por favor!

Patroclo lo dejó chillar hasta que el agua alcanzó el nivel de su barbilla.

—Dicen que la muerte de los ahogados es lenta, señor D’arc, pero ciertos placeres han de disfrutarse sin prisas. No obstante, tal vez reconsidere mi actitud si accede a realizar una confesión completa de sus fechorías. Cuanto diga será grabado, ¿le parece bien? Tenemos todo el tiempo del mundo, el mismo que usted arrebató a mis queridos amigos. Hable.

★★★

Fernando salió de la ducha, tomó una lata de cerveza del frigorífico y apuró su contenido despacio, mientras realizaba una llamada de larga distancia. El número que marcó no era de los que figuraban en los listines al uso, y tuvo que pasar por el filtro de varios ordenadores de seguridad antes de establecer la comunicación, considerada como muy confidencial. Para preservar el secreto, sólo se permitió que fuera en audio, sin imágenes.

—¿Eres tú, Fernando? ¡Menuda sorpresa! No sabes cuánto me alegra oírte, amigo.

—¿Qué tal os va, Patroclo? Escheria ya no es la misma desde que os trasladaron, aunque la gente respira más tranquila; qué le vamos a hacer.

—Los militares nos tratan a cuerpo de rey; no nos podemos quejar. Como nos aseguraste, el vicealmirante Istáin era de fiar.

—Se ha apuntado un buen tanto con vosotros. Me figuro que su paso al almirantazgo queda algo más cercano.

—Por aquí están encantados con nuestro dominio del ciberespacio. Piensan emplearnos en tareas de infiltración en gobiernos enemigos… o supuestos aliados. Esta gente parece un poco más inteligente que los responsables del proyecto USC-1000, y bastante más considerada. Nos han pedido disculpas por los malos tratos que sufrimos, y como desagravio nos permiten pilotar aviones de entrenamiento. Desarmados, por supuesto; no se puede tener de todo.

—Es una pena que Criseida no viva para verlo. Vuestra novela está recibiendo críticas favorables, aunque con nombres supuestos; ella y Byron codeándose con la élite literaria… Se lo pasaría bomba.

—Al menos su muerte, como la de los demás, no fue en vano. Creo que a Nina le habría gustado ver el destino final de sus compañeros, posible en gran parte gracias a que nos legó sus habilidades. Míranos, rehabilitados y ejerciendo de ciudadanos responsables y patriotas.

—Por una vez, se hizo justicia. Bueno, tengo que despedirme; una recepción oficial me reclama. Da recuerdos a los demás de mi parte.

—Cuídate mucho, Fernando, y no abuses del alcohol y de los canapés —bromeó Patroclo.

—Descuida, trataré de permanecer sobrio. Tengo que reunirme con un viejo conocido, y no me lo perdería por nada del mundo.

★★★

Fernando, junto a otros invitados, se dirigió al salón de actos, donde se estaba celebrando una peculiar demostración. Una chica joven, bellísima y encantadora (por supuesto, contratada en una agencia especializada por las F.E.C.), pregonaba las excelencias de la última innovación bélica corporativa. Era de agradecer la modelo profesional en vez de un curtido suboficial, pero lo que mostraba provocaba escalofríos.

Había una docena de figuras inmóviles, que parecían estatuas. Sin embargo, un examen más atento ponía de manifiesto que se trataba de humanos. En sus caras no había expresión alguna, y su vista estaba fija en un punto indeterminado. Iban vestidos con el uniforme de las tropas de asalto.

—Como pueden ustedes comprobar —decía la muchacha—, de este modo matamos dos pájaros de un tiro. Se elimina el viejo problema de qué hacer con los delincuentes irrecuperables, y a cambio ganamos unos combatientes excepcionales. Les aseguro que la operación es indolora; no sufren. De hecho, ya no experimentarán sentimientos ni deseos, ni tendrán recuerdos de ninguna clase. Se han convertido en perfectas máquinas de matar, de obediencia ciega. Observen, si son tan amables.

La chica marcó una secuencia en un tablero que flotaba ante ella, y los soldados efectuaron movimientos de ataque y defensa con absoluta precisión; su expresión seguía invariable, pétrea. La rapidez y eficacia eran tales que daban miedo.

—Estas nuevas unidades presentan grandes ventajas respecto a los androides de combate, sobre todo en acciones que no requieran pensar demasiado; por ejemplo, tomar al asalto una posición enemiga bien defendida. Como saben, los androides son caros, mientras que ellos no. La operación que sufren es muy simple, poco más que una lobotomía. Su entrenamiento es rápido, y el mantenimiento modesto: no protestan ni se declaran en huelga, y son capaces de comer cualquier cosa —se oyó alguna risa forzada entre el público—. Y jamás retrocederán ante una situación crítica; obedecerán a sus mandos, incluso aunque las órdenes atenten contra su propia integridad física. Observen, por favor.

La chica tecleó de nuevo, y uno de los soldados se movió. Tiempo atrás había sido un ambicioso y prometedor funcionario, con un brillante currículum. Tuvo ilusiones, sueños de gloria; algo por lo que luchar, en suma. Nada de eso importaba ya. Dio unos pasos, se detuvo ante un muro y le asestó un tremendo cabezazo. La sangre corría por su cara y empapaba el uniforme. Su semblante no se inmutó, y aguardó más órdenes en posición de firmes.

—¿Ven ustedes? —dijo la chica—. Obediencia ciega. Hemos transmutado una lacra social en una valiosa herramienta.

Varios espectadores se marcharon de allí, entre sobrecogidos y asqueados. Fernando Lax no. Se quedó un largo rato contemplando al soldado que sangraba, antes de retornar a la fiesta en busca de algo comestible, incapaz de borrar la sonrisa de su rostro.

F I N