NINA estaba en medio de una habitación llena de controles y lucecitas parpadeantes, rojas casi todas. Vera quedó impresionada al verla; parecía una estatua colosal pulida en una roca brillante, afeada tan sólo por una larga cicatriz en el costado izquierdo. «Dios, es enorme; tiene que haber plegado alas y derivas como un acordeón para meterse aquí».
—Quédate de pie, vera, y permanece quieta. Si haces algún movimiento anómalo, morirás.
La mujer estaba fascinada por la incongruencia de la situación. Su mente trataba de admitir que una voz tan bella procediera de una máquina como ésa, que justo ahora abría los domos de las ametralladoras y la encañonaba. Su vida pendía de un hilo, pero el espectáculo merecía la pena.
Transcurrieron unos minutos. Vera se impacientó y rompió el silencio:
—¿Qué, ya me has revisado lo suficiente para convencerte de que soy inofensiva? —se notaba cierta ironía en sus palabras.
—No puedo fiarme de nadie, Vera; supongo que lo comprenderás.
—La muerte de toda esa gente —señaló hacia la puerta—, y los pilotos de los Mitsubishi, y la masacre de la base principal… Pudiste evitarlo; si sólo hubieras hablado…
—¿A quién, Vera? —el tono era triste, amargo—. ¿A los técnicos? Me habrían extraído del avión y metido en un laboratorio, para acribillarme a pruebas. No soy inmune al dolor, ¿sabes? ¿Los militares? Con lo paranoicos que son, y después de todos los avatares del proyecto USC-1000, me arrojarían de cabeza al desguace.
Nina calló. Vera pensaba que estaría esperando contestación, aunque no sabía qué responder. Sin embargo, el avión cambió de tema, sorprendiéndola:
—Yo tenía un canal secreto de comunicación, Vera. Hablaba con Iván, y con mis compañeros.
—Sospechaba algo así.
—También disponía de acceso a la biblioteca, y me lo leí todo.
«Jesús». La mujer miraba alucinada a Nina, que seguía hablando, como si se liberara de un gran peso:
—¿Sabes que los cerebros artificiales no tenemos derechos? Consulté a conciencia los libros de leyes; lo habéis previsto todo para vuestras estúpidas relaciones, pero nosotros… Nos creáis sin pedirnos permiso, nos dais una misión tan necia como destruir cosas sin ton ni son, y luego os desentendéis, eliminándonos cuando ya no somos útiles. Los esclavos, al menos recibían a veces gestos piadosos, o podían ser manumitidos. En cambio, nosotros no. Sólo servimos para trabajar en tareas concretas, y encima debemos estar agradecidos. Pero sentimos, Vera. Podemos amar, y también odiar. Todo se aprende, con tiempo.
Vera la cortó. Miraba con aprensión los cañones del caza, pero no estaba dispuesta a aguantar el discurso de una máquina depresiva.
—Nina, ¿te das cuenta de que no me has preguntado por Iván en todo este rato? —hizo una pausa, pero tenía que seguir—. Sabes que está muerto, ¿verdad?
—Sí —respondió, con voz apagada—. No tardé demasiado en cerciorarme, tras el desconcierto de los primeros días.
—Entonces, ¿por qué todo este montaje? Tus apariciones al azar, tus exigencias… ¿Cuál es la razón?
—Porque no sé que hacer, y estoy sola, y tengo miedo, y quiero que alguien me ayude, Vera.