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SU exmarido no estaba y Olga, la secretaria, se encontraba sentada tras su mesa, y parecía haber envejecido diez años.

«¿Qué te ha pasado?» Olga tenía el pelo lacio, ojeras y la mirada vacua. Temblaba, y encima de la mesa podía ver una cajita de píldoras tranquilizantes. Vera se situó junto a ella, y no necesitó preguntar.

—Se lo llevaron los de Seguridad. Descubrieron que tuvo algo que ver con los fallos en los controles psíquicos de los Cobra. No creo que lo suelten —su voz era apagada.

Quedó con la mirada perdida. Un largo momento después, se enfrentó directamente a Vera; su tono era plañidero, derrotado:

—¿Qué va a ser de mí ahora? ¿Qué voy a hacer?

Vera la miró sin emoción. «Cortarte las venas; es lo que te mereces, por arruinar mi vida», estuvo a punto de replicar, pero se contuvo. Se volvió y se dirigió hacia su puesto, dejándola consumirse lentamente en su pánico. Era curioso; la situación no la apenaba, aunque tampoco la satisfacía. «Si esto es el placer de la venganza, resulta bastante soso».

Activó su consola y solicitó una entrevista con el general Bubrov, para informarle de las incidencias de los actos fúnebres. Se sorprendió cuando él mismo respondió a su llamada y la citó inmediatamente. Vera volcó en papel el informe que ya traía preparado, como le gustaba al viejo.

Mientras se dirigía al despacho, meditaba sobre la pregunta de Olga. «¿Qué va a ser de ella ahora? ¿Y de mí? En un planeta como éste, y con la edad que tengo, sólo me queda comprar un par de gatos (capados, claro, para que no alboroten) y envejecer en algún club de solteronas o similares. Qué asco de vida».

Halló en el despacho al general junto al teniente Smirnov, el eterno pelota. «Las cosas deben de estar rematadamente mal». Los dos hombres bebían tazas humeantes que servían de un extraño cachivache, y jugaban al ajedrez despreocupadamente.

—Ah, querida Vera Aleksandrovna, pasa, pasa —la invitó Bubrov, con una ancha y cordial sonrisa—. ¿Cómo te ha ido?

Vera se lo explicó con orden y concisión, como a él le gustaba, pero era obvio que no le prestaba mucha atención. El teniente Smirnov también estaba en Babia. Cuando finalizó su informe, el general la invitó a una tacita de tila, que aceptó por educación. Se fijó en que el viejo sólo hablaba de trivialidades, y eso la aburría. Decidió ir al grano:

—Con su permiso, general.

—¿Sí, querida?

—Lo de Cobra-6 no tiene visos de solución, ¿verdad?

Bubrov suspiró, resignado:

—No, querida, es un completo desastre. Si al menos pudiéramos hacer algo… Ay, carecemos de medios; la Corporación nos tiene atados de pies y manos. El secreto se mantiene, pero saltará de un momento a otro, cuando ese mal bicho perpetre otra trastada. Desde la masacre de la Cordillera Lenin, ha sido visto en cinco ocasiones, mas burló cualquier intento de aproximación.

—¿Qué masacre, señor? Creo que me he perdido lo mejor mientras estaba fuera.

—Ese monstruo derribó a siete interceptores Mitsubishi, matando a seis pilotos —Bubrov estaba abatido—. Grisha y yo hemos pensado en alguna excusa para los familiares y la opinión pública. Oficialmente, esos pobres aún siguen de maniobras, pero no podremos mantener la mentira para siempre.

La respuesta de Vera fue dura e inmediata:

—Sugieran que se trata de un sabotaje, y busquen una cabeza de turco, a ser posible muerta. Así tendrán héroes y culpables, y podrán presentar una buena historia.

Los dos hombres se miraron, aunque enseguida volvieron a prestar atención a la mujer.

—Señor…

—¿Sí, Vera Aleksandrovna?

—¿No tienen idea de dónde aparecerá Cobra-6 la próxima vez?

—En cada ocasión surge en un lugar impredecible. Su trayectoria es errática, me temo —terció Smirnov.

—Ese aparato no es tonto; quizá siga un esquema que se nos escapa. Hace años seguí un curso de reconocimiento de pautas pseudoaleatorias y descifrado de claves, señor. Proporcióneme los datos, y trataré de comprobar si actúa con lógica —hizo una pausa—. ¿Qué podemos perder?

El general no se lo pensó mucho:

—Tienes razón, Vera Aleksandrovna. Grisha, que le pasen todos los datos a su terminal. Buena suerte, querida, aunque dudo que saques algo en claro.

—Gracias, señor —se despidió y se fue, no sin antes comprobar que los dos militares contemplaban su marcha con curiosidad.