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LOS últimos días había podido escapar de ello, aunque no sabía qué fue peor. El general Bubrov la había designado para presidir diversas honras fúnebres y actos de homenaje a los fallecidos en el accidente de la base principal.

—Usted tiene mucha mano para eso, Vera Aleksandrovna —le había dicho el general—, y una buena imagen de serenidad.

«¿Buena imagen? Para lo que me ha servido…»

Pero cumplió las órdenes, y asistió a un funeral tras otro, a lo largo y ancho del planeta. No todos los muertos procedían de Nueva Moscú, la gran urbe; los pilotos de Cobra, por ejemplo, eran oriundos de asentamientos pequeños, perdidos en las montañas. Tal vez sólo los mejores eran capaces de salir de entornos tan despiadados.

Había palpado el dolor en todas sus formas. Las madres eran quienes lo pasaban peor. Aunque ella no había tenido hijos, podía comprenderlo; era duro ver a quien has cuidado desde pequeño y contemplado crecer día a día, pudriéndose en un ataúd. A veces se hacía muy penoso expresar las condolencias de rigor, o dar el pésame. ¿Qué se podía decir en esos momentos en que una mujer se aferraba a la caja de madera, como si quisiera retenerla consigo para siempre? Vera podía olvidarse de sí misma, y sentir que servía para algo, aunque sólo fuera compartir la desgracia, consolar y consolarse ante la desolación ajena.

En otros casos, los familiares actuaban con una entereza que ponía la piel de gallina. La mezcla de dolor y orgullo era escalofriante. «¿Qué ocurriría si se enteraran de que no fue un accidente, que los mató una máquina inteligente fuera de control?» Pero sabía fingir, y nadie lo sospechó.

Llegó a la planta principal, donde tenía su mesa y su consola, al lado de la parejita feliz. Antes de entrar, se preguntó: «¿Habrán capturado ya a Cobra-6?»

En cuanto vio el panorama, supo que no.