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—PIENSO que no será necesario avisar a los periodistas, señor. La Cordillera Lenin está alejada de cualquier asentamiento humano.

—No sabes el peso que me quitas de encima, Grisha. Ya me veía largándoles un discurso sobre los rayos en bola, la combustión espontánea o alguna otra chorrada. ¿Una tacita?

—Gracias, señor; me temo que la necesito.

El teniente Smirnov bebió la humeante infusión de un trago, y se sintió algo mejor. Miró al general Bubrov, que degustaba la suya pausadamente, con evidentes muestras de placer.

«Creo que al final te has vuelto sensato, viejo. Es mejor tomárselo con filosofía, porque esto no tiene remedio».

—¿Qué haremos ahora, señor? —preguntó, con la cortesía habitual.

—¡Y yo qué sé! —el general se relajó enseguida—. Podemos rezar a uno de estos iconos, aunque por los resultados obtenidos hasta la fecha, me parece que les caducó la garantía hace tiempo —señaló a su alrededor—. ¿Otra tacita, Grisha?

—Gracias señor.

El teniente suspiró. En el fondo, lo único que lo entristecía no era la degradación, sino el no poder retirarse a tiempo y cumplir su sueño de comprar una granja. «Pena del dinero que me costaron los catálogos», murmuró, mientras tomaba otro sorbo de tila.