—¡JESÚS! ¡Se ha suicidado! —la voz de Águila-5 era insegura, y temblaba—. Se ha estrellado contra la ladera.
El capitán Maximov reaccionó enseguida. Lo primero que sintió fue un profundo alivio, pero duró poco. Era todo demasiado bonito para ser cierto. Por experiencia, sabía que los paranoicos tienen más posibilidades de supervivencia que los optimistas, así que fue prudente:
—Tenemos que examinar la zona, Águilas. Subid los escudos antirrad al máximo y descebad las nucleares. Activad los misiles de corto alcance. Volaremos en formación abierta.
—Pero si no ha debido de quedar nada de ella, Águila-1 —protestó un piloto—. Ni siquiera ese USC puede sobrevivir a un estallido nuclear.
—Obedeced todos; es una orden. No me fío —estaba seguro de que se reirían de él, y lo llamarían viejo pusilánime. «Probablemente tienen razón, pero…»—. Recordad que no hemos visto cómo se estrellaba, sino sólo una explosión. Los cuatro últimos bordearéis la montaña por el norte, mientras que el resto lo haremos por el sur. Vigilad el nivel de radiaciones e informad de cualquier cosa que veáis.
«Y no os relajéis».
Los aviones rastrearon la zona que rodeaba a la nube hongo, pero nada detectaron. Abajo, en el suelo, un incendio se propagaba en el bosque de coníferas, impulsado por el fuerte viento. Los ocho aparatos iniciaron el camino de regreso.
Águila-7 estaba emitiendo un informe acerca de lo que indicaban sus contadores de radiactividad, pero nunca llegó a terminarlo. El aparato, al igual que Águila-8, se convirtió en una bola de fuego y se desintegró. Una silueta gris, que poco a poco viró a color negro, pasó entre los Mitsubishi, al tiempo que otro de ellos era destruido.
El capitán comprendió inmediatamente lo que había pasado.
—¡Nos engañó a todos! —gritó a pleno pulmón—. ¡Disparó un misil contra el suelo, para despistar, mientras se emboscaba! ¡Iniciad maniobras de evasión, y sálvese quien pueda! ¡No tenemos ninguna oportunidad!
Pero era inútil; nadie le escuchaba. Las comunicaciones estaban interferidas.