—EL blanco ha sido localizado, Águila-1. Tiempo estimado de contacto, veinte minutos.
—Recibido, Águila-4. Seguidme todos, y mantened la formación. Pronto habremos terminado y podremos volver a casa.
El capitán Andréi Andréyevich Maximov escuchó las respuestas de sus pilotos, cuyas voces sonaban animadas. Mejor que fuera así; había hecho todo lo posible por mostrar confianza y seguridad en sí mismo, y lo creyeron. Sin duda, no eran conscientes del poderío de la cosa a la que se enfrentaban. En cambio, él sí sabía lo que tenían delante, y sus posibilidades. No se hacía ilusiones, resignado a lo inevitable. Por desgracia, le había tocado a él.
Ya casi no quedaban interceptores tan primitivos como los Mitsubishi F-900 en ningún planeta. Tan sólo en mundos como Ródina, alejados de convulsiones y problemas, vegetaban algunas escuadrillas. No estorbaban, e incluso lucían mucho en los desfiles militares. Eran difíciles de manejar, ya que la asistencia por ordenador era mínima. No obstante, sus pilotos se reclutaban de entre las promociones menos prometedoras, que difícilmente progresarían en el escalafón. Estaban destinados a languidecer en algún lugar apartado, como sus instructores, militares incompetentes, fracasados o incapaces de adaptarse a aparatos más modernos.
Como él mismo.
Miró a su alrededor a través de la burbuja plástica de la cabina. Sus siete compañeros volaban cerca, cada uno en su sitio, como habían aprendido en el período de prácticas, aún no finalizado. Confiaban en él, e incluso disfrutaban con la aventura. En cambio, el capitán creía que, si no mediaba un milagro, iban a morir todos.
Los pilotos eran bisoños, inexpertos, y tripulaban unos cazas que con cierta dosis de buena voluntad se podían calificar como veteranos. Enfrente tenían a lo mejor de la tecnología corporativa, siglos por delante de los Mitsu, manejada por una computadora asesina, que no vacilaría en acabar con ellos si no le entregaban a un fiambre llamado Iván Nikoláevich. Jamás en su vida deseó tanto que alguien resucitara, aunque sólo fuera para matarlo después, en castigo por haber parido a semejante monstruo.
Examinó sus pantallas. Cobra-6 volaba confiado, sin escudos protectores, como desafiándolos. El capitán había estudiado los vídeos de anteriores ataques, y era pesimista. Sin un humano dentro del que preocuparse, el cazabombardero podía girar en ángulo recto, o acelerar decenas de g sin problema. Era patético. Desde luego, si por alguna improbable coincidencia lo derribaban, se convertirían en héroes. En caso contrario, su mujer recibiría una buena pensión, y a lo mejor hasta enmarcaba el retrato de su valeroso marido al lado de la medalla a título póstumo.
Sacudió la cabeza para eliminar tan fúnebres pensamientos, pero no lo consiguió del todo. Por otro lado, le remordía la conciencia; para no asustar a sus pilotos, consideró que lo mejor era mantenerlos en la ignorancia. Les dijo que era una máquina desequilibrada, peligrosa y poco más. Aunque actuó así por su bien, no podía dejar de sentirse culpable.
Quedaban escasos minutos para que el objetivo se situara a tiro cuando una voz femenina, increíble por lo bella, lo sobresaltó:
—¿Venís a confesarme dónde está Iván Nikoláevich?
La batalla había comenzado.