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—¿DÓNDE está ahora, Grisha?

—Aquí, señor —el teniente señaló un holograma—: en las Tierras Yermas del Sur, cerca de la Cordillera Lenin. Ocho Mitsubishi se dirigen hacia allá con rumbo de intercepción.

—¿Te has fijado en que cada vez aparece en un sitio diferente y muy alejado del anterior, Grisha?

—Sí, señor. Su trayectoria es sumamente errática. No sigue pauta alguna apreciable.

—¿Qué pretenderá? —el general se rascó la cabeza—. Si intenta que le devolvamos a su Iván (que el Demonio se lo lleve), sigue una estrategia demasiado retorcida, Grisha.

El teniente lo contempló. El viejo se lo tomaba con filosofía; mejor dicho, con fatalismo. Había traído un hornillo portátil y se dedicaba a preparar infusiones en un samovar, con una expresión beatífica en el rostro.

—¿Una tacita, Grisha? —ofreció.

—No, señor, gracias. No me gusta el té.

—Es tila. Con un poco de maña, este artilugio…