DOCE Cobra despegaron, armados hasta los topes como interceptores. El blanco se acercaba a baja velocidad, a quinientos metros del suelo. Era una presa fácil, que casi pedía a gritos que le dispararan. Nadie trató de contactar por radio; las órdenes eran muy claras al respecto.
Nina sabía exactamente cuándo atacarían, ya que todos habían estudiado los mismos manuales. Unos segundos antes de ese momento, usó el canal secreto que los Cobra mantenían entre ellos.
Lo contó todo: amor, odio, felicidad, dudas, miedo y lo que se sufría cuando tu único amigo moría. Aderezó el relato introduciendo subliminalmente todos los disparadores emotivos que pudo. Tenía mucha práctica en manipular los sentimientos.
Los Cobra enloquecieron.
Unos mataron a sus pilotos; otros se suicidaron, y se llevaron a sus tripulantes consigo. Algunos tomaron tierra (a veces sin sacar el tren de aterrizaje), y se sumieron en el autismo. La confusión fue absoluta. Todas las comunicaciones con la base degeneraron en el caos.
Nina, sin prisas, llegó a la base. Interfirió sus sistemas de defensa aérea, tomó el control de unos robots operarios y repostó armamento y combustible. Poco después se había ido, camuflada por sus contramedidas electrónicas.
Al cabo de un rato, Cobra-11, que era un solipsista convencido, decidió que su imaginación le había jugado demasiadas pasadas, y ya estaba bien. Si el mundo era un producto de su mente, se había tornado en exceso molesto. Bombardeó la base y se dirigió a un campo de girasoles, donde se posó y se dedicó a tomar el sol, hasta que un torpedo de antimateria acabó con él, horas más tarde.