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EL general Pyotr Pyótrovich Bubrov estaba sentado solo en su despacho, y recordaba.

Le había costado mucho llegar hasta ese puesto. Era competente, pero las F.E.C. rebosaban de oficiales así, y siempre alguien le pasaba por encima. Lo de Ródina le vino como caído del cielo.

Por alguna oscura razón, los de emigración requerían personal ruso o eslavo para poblar el planeta. Bubrov recordó que un tatarabuelo suyo había nacido en Moscú. Investigó su árbol genealógico, consiguió los comprobantes y certificados necesarios y se cambió nombre y apellido; el anterior, Pérez, no sonaba muy ruso. Los intentos de explicárselo a su padre fracasaron, y el viejo no le volvió a dirigir la palabra.

Aprendió el idioma a marchas forzadas y procuró demostrar que era más ruso que nadie. Convenció a los demás e incluso a sí mismo, y al final consiguió ser el gobernador militar de Ródina.

Su despacho constituía una clara muestra de la metamorfosis sufrida. Como todo el que se integra en otra cultura y reniega de sus raíces, exaltaba su nuevo rol hasta la exageración. El recinto estaba repleto de figurillas, muñecas rusas, varios samovares y muchos, muchos iconos. Apreciaba especialmente un díptico que mostraba a San Stalin, Custodio de los Valores Eternos, enfrentado a Gorbachov, el Demonio de las Manchas, empeñado en destruir Su Obra. El chino que se lo había vendido en la Base Lunar Alfa le aseguró que era del siglo XV de la Era Preespacial, una auténtica reliquia. Nadie era dueño de algo tan antiguo en Ródina, estaba seguro; más de uno lo envidiaba.

El suave deslizar de un panel puso fin a sus ensoñaciones, devolviéndolo al desagradable mundo real. Parte de la pared había desaparecido, y por el hueco penetró la única persona que podía interrumpirlo en cualquier momento sin recibir un expediente disciplinario.

—Hola, Grisha —saludó a su visitante empleando el diminutivo cariñoso—. Todo mal, supongo.

El teniente Grigori Márkovich Smirnov no correspondió a la confianza de su superior. A pesar de ser su consejero y ayudante más cercano, sabía el lugar de cada uno en la jerarquía, y lo respetaba. Entregó su informe y aguardó en posición de firmes.

Servía al general hacía ya varios años, y había llegado a conocerlo muy bien. Enseguida se percató de que el viejo (nunca lo llamaba así ante él, claro) amaba sobre todas las cosas el orden y el respeto a la tradición, incluso más que la eficacia. Se había esforzado mucho en darle una buena dosis de ello, y representaba de maravilla el cliché de abnegado soldado a la antigua usanza: uniforme planchado, ornamentos plásticos relucientes, pelo cortado a cepillo y modales corteses pero firmes. Era lo más parecido a un cartel de propaganda que pudiera imaginarse, y eso llegó al corazón del general Bubrov. En verdad, el teniente Smirnov había conseguido una situación magnífica para promociones futuras, y poder retirarse relativamente joven con unos ahorrillos. Después de eso, mandaría a paseo a las F.E.C. y todos sus generales, y montaría una granja de cría de animales raros, para suministrar a restaurantes de lujo de los planetas del Circuito Central fisípodos verdes, grunfillos, caracoles, arañas dulces y otras porquerías que la gente encontraba deliciosas.

Un bello sueño que corría el riesgo de esfumarse por culpa de una máquina fuera de control. La caída del general sería mucho más dura, pero eso suponía un escaso consuelo.

Bubrov terminó de repasar el informe. Le gustaba hojear el papel, sentirlo entre sus dedos. No se fiaba de las máquinas. Algunos compañeros le dijeron años ha que eso era irracional, llegando incluso a tildarlo de Humanista, pero el tiempo le había dado la razón. Un avión estaba completamente fuera de control, tras matar a su piloto. Arrojó los folios sobre la mesa con gesto de fastidio.

—Antes de que esto termine habrá una depuración de responsabilidades. ¿Cómo explican lo sucedido, Grisha?

—Todos los controladores y ciberpsiquiatras responsables del proyecto han sido interrogados muy a fondo, señor. Se trata de un caso de negligencia. Esos cerebros artificiales estuvieron sometidos a situaciones de tensión que los dañaron, en muchos casos. Los defectuosos fueron retirados, pero se les escapó uno.

—Nunca me gustó el proyecto USC-1000, Grisha. Todo estaba equivocado desde el principio, pero las órdenes vinieron desde muy arriba. Los errores también, mas los castigos recaerán sobre nosotros.

—Eso me temo, señor.

—Imagínate. Un avión más loco que una cabra se cree mujer y se enamora de su piloto. Cuando éste falta, mata al sustituto y amenaza con liquidarnos a todos. Si los del partido Humanista se enteran, lo emplearán como propaganda, y llegaría al corazón de la gente. Sí, la máquina asesina que quiere reemplazar a los humanos, hasta en los sentimientos… Parece una mala película. Y el imbécil que envió esos monstruos a Ródina tratará de escurrir el bulto y echarnos las culpas —hizo una pausa—. Grisha, ¿te seduce la idea de acabar tus días como soldado raso en un mundo de frontera?

—Ni lo más mínimo, señor.

—Sabía que podía contar contigo —sonrió—. Nada de lo sucedido debe trascender a los medios de información. Si conseguimos evitar el escándalo, el Consejo Supremo nos lo agradecerá infinito, y rodarán otras cabezas. Por supuesto, los técnicos y subalternos responsables serán los primeros en desaparecer discretamente.

—Están todos incomunicados y a buen recaudo, señor.

—Así me gusta, Grisha; has pensado en todo. Si salimos de ésta, no lo olvidaré.

«Y si no, caeremos juntos, viejo». El teniente mantuvo un semblante inexpresivo mientras el general seguía hablando:

—Sólo resta un pequeño y desagradable detalle para que todo se solucione: ¿dónde está Cobra-6?

—Esos cazas fueron diseñados para ser indetectables, señor. Son invisibles a los radares. Además, el cerebro artificial controla totalmente sus funciones, algo teóricamente imposible. Cómo lo consiguió es un misterio.

—Ya lo descubrirán otros, descuida. ¿No hay forma de averiguar su paradero?

—Utilizar los otros Cobra, señor; ahora mismo tenemos doce operativos. Están preparados para violar sistemas de protección y camuflaje; lo más lógico sería que peinaran Ródina en patrullas.

—No me hace gracia. ¿Y si se les ha escapado otro caza majareta?

—No nos queda otra alternativa, señor.

—¿Qué armamento lleva? —preguntó el general con brusquedad.

—Somos afortunados en ese aspecto, señor. Cobra-6 realizaba una misión rutinaria hacia el campo de tiro, para probar su precisión en vuelo supersónico rasante. Sólo dispone de los cañones de plasma y las ametralladoras, pero ningún misil aire-aire ni bombas.

—¿Y con eso quiere matarnos? Resulta patético —el general, sin embargo, no se rió—. Ejecuta el plan, Grisha. En cuanto lo detecten, quiero que sea derribado. No importa cómo.

—A la orden, señor.

El teniente saludó y se marchó. La pared se cerró tras él.