«Esta juventud va como loca y claro, luego pasa lo que pasa», es un dicho milenario, quizá tan viejo como la Humanidad. También era aplicable en Ródina, por supuesto.
A Iván le gustaba beber alcohol en sus noches libres. Contribuía a eliminar el malestar que sufría cuando se hallaba lejos de su avión y, al día siguiente, en el botiquín siempre tenía algún buen remedio contra la resaca.
Las tabernas de la Ciudad Vieja eran muy frecuentadas por militares de variada índole, sobre todo tropas y suboficiales que no podían permitirse el lujo de pagar la estancia y los servicios en los Palacios de Placer de las Islas Orientales. No obstante, eran lugares muy acogedores, donde las autoridades encargadas de velar por la moral y la preservación de los valores espirituales de Ródina hacían la vista gorda. Resultaba fácil encontrar compañía, diversión y, para los corazones solitarios, el aquavit especiado y la cerveza fría proporcionaban consuelo, paz y olvido.
Una noche como tantas otras, un sargento de Infantería se metió con los pilotos de cazabombarderos, cuestionando su capacidad. La rivalidad entre los distintos cuerpos era notoria, un rasgo común a todas las sociedades con unas Fuerzas Armadas complejas. Normalmente, las discusiones no pasaban de ser un enfrentamiento más o menos folclórico, sin mayores consecuencias.
—¡Pero si todo lo hace vuestro avión, mientras vosotros dormís la siesta! —dijo el sargento, señalando a Iván con el vaso de aquavit que sostenía, salpicando algunas gotas sobre la mesa.
—Sí, ¿eh? —replicó el joven, tratando de ser oído por encima del estruendo de la taberna—. ¿A que no te atreves a echarte una carrera conmigo?
—¡Dónde, cuando y como quieras, niño! —el tono del sargento era desafiante.
—En la entrada tenemos varios aerociclos. ¿Serías capaz de manejar uno a ras de suelo y con el computador desconectado, o tienes miedo?
—¿Miedo, yo? ¡Vamos, niño! ¡Ya verás cómo se gobierna de verdad un vehículo!
—La velocidad mínima será de trescientos kilómetros por hora, y el recorrido, la circunvalación Leonov, por el carril izquierdo, junto a las galerías comerciales. Ahora no hay nadie.
Iván hablaba con voz serena, y exhibía una sonrisa fija. El sargento perdió la suya, pero no podía echarse atrás, no delante de todo el mundo, que ahora aguardaba, expectante.
La carrera se inició. Iván pilotó el diminuto aparato como un maestro. Incluso se permitió el lujo de darle varias pasadas a su oponente, el cual abandonó pronto. Más valía quedar humillado que muerto.
Mas Iván no se detuvo, a pesar de las advertencias de sus amigos. Sentir el viento en la cara era lo más parecido a volar con Nina que podía experimentar, así que aumentó la velocidad y se olvidó de dónde estaba. Las casas pasaban a su lado como centellas.
Se dio cuenta de que iba a atropellar a una pareja de ancianos noctámbulos justo a tiempo. Se desvió lo suficiente para no tocarlos, pero a esa velocidad y medio borracho, la capacidad de reacción era baja. A casi cuatrocientos kilómetros por hora, se estampó contra un muro. El aerociclo se convirtió en una bola de fuego, y los restos de Iván quedaron diseminados por los alrededores.
Se avisó a sus padres y parientes, se les dio el sincero pésame y fueron rendidos los honores militares de rigor en una emotiva ceremonia, a la que fueron invitados todos sus amigos y compañeros.
Salvo quien mejor lo conocía en el mundo, y a quien más le importaba, que seguía ignorante, esperando otra misión.