EL USC-1000 llevó a cabo un recorrido rasante a mach-4 por un terreno montañoso y bombardeó con precisión el campo de tiro. Acto seguido trepó a la estratosfera y lanzó un misil aire-espacio que destruyó un viejo satélite artificial, ya inútil, que ofrecía un blanco de menos de un metro cuadrado.
—Formamos un buen equipo, ¿eh, Nina? —dijo él, satisfecho.
—Sí, Iván Nikoláevich, no pueden tener queja de nosotros.
Callaron unos instantes, mientras regresaban a la base. Siempre se sentían tristes cuando terminaban. Iván reflexionó, aunque lo hizo por el canal de seguridad, un acto que ya se había hecho reflejo:
—Dependemos tanto mutuamente, que a estas alturas no seríamos capaces de mover el avión por separado; es un desagradable efecto secundario de la integración.
—Eso afirman los técnicos, Iván; así somos más eficaces.
—No te apures, monada —sonrió mentalmente—. Estoy orgulloso de ti, y no me quejo.
—Muchas gracias, Iván.
Nina dijo esto último de corazón. Era la primera vez que alguien le mostraba una prueba de afecto semejante, y eso la había hecho muy feliz. En verdad, se conformaba con poco: una conexión con la biblioteca para aprender, estar con Iván, hablar con él y recibir de vez en cuando alguna muestra de cariño. No le hacía falta mucho más para pasarlo bien, y encontrarle cierto sentido a la vida.
La misión concluyó e Iván se fue, deprimido como siempre que se desconectaba. Al menos, a él le restaba el consuelo de irse al bar y de ahí a correrse una juerga con los colegas. Nina se quedaba sola, con un punto de resentimiento, aunque no esta vez. Le daba vueltas a una idea que se le había ocurrido poco antes. ¿Era capaz de manejar el avión sin supervisión humana? Conocía la mente de Iván como la suya propia, y el avión cable a cable, microchip a microchip. Especuló mucho sobre eso.