LOS siguientes vuelos fueron mejores.
Iván perdió poco a poco su aprensión hacia la mente artificial que compartía con él esos momentos, y al cabo de unos días ya le estaba contando su vida, sus proyectos, sus ilusiones. Cobra-6 le respondía con una cortesía exquisita, como un confesionario mecánico de los que proliferaban en algunos planetas de mayoría católica. Pero por dentro, su cerebro biocuántico bullía. El chico sólo decía cosas que demostraban que el Universo era muchísimo más absurdo, complejo y fascinante de lo que podía creer, aunque todavía no se atrevía a preguntar.
Uno de esos días realizaban un vuelo estratosférico circumpolar, de larga duración. Iván se aburría y, de repente, tuvo una idea peregrina:
—Oye, Cobra-6, ¿no puedes alterar tu tono de voz? Ese sonido a lata me pone nervioso.
El avión sopesó su respuesta, en atención a los técnicos que lo grababan todo, y luego lo evaluaban:
—Puedo elegir cualquier registro, señor. ¿Prefiere alguno en concreto?
Él lo pensó unos momentos. Le daba un poco de vergüenza, pero qué demonios, era SU avión…
—¿No tendrías una cálida y sugerente voz femenina…?
—¿Sirve ésta, señor?
—Madre mía… —Iván silbó—. Muchacha, harías una fortuna en un programa de radio. ¿De dónde la has sacado?
—Estaba en mis bancos de memoria, señor. ¿Le gusta?
—Es lo más sensual que he oído en mucho tiempo. Oye, de verdad, ¿no serás una mujer?
—Lamento decirle que no, señor. Me satisface comprobar que la encuentra agradable.
—Sí… Aguarda, hay algo que falla. Con esa voz, debes tutearme.
—Como quieras, Iván Nikoláevich.
El muchacho estaba encantado, como con un juguete nuevo. Por un momento, se le antojó quitarse los arneses y dar saltos sobre el sillón, de puro contento. Se contuvo, pero entonces se le ocurrió algo más para completar su sueño:
—Y tú, querida —le dijo a su juguete—, no te puedes llamar Cobra-6. Entre nosotros, desde ahora serás… —discurrió unos momentos—. Nina, eso es —concluyó, recordando una aventurilla que tuvo un par de años atrás.
—¿Nina? Me resulta extraño.
—Podría ser peor. Imagínate que Ródina fuera un planeta hispano, y te hubiera llamado María Dolores de las Siete Llagas Supurantes, Angustia Perpetua, o cualquier otra monstruosidad con las que se bautizan.
—¿…?
—Olvídalo. Sigamos con la misión.
En tierra, los encargados de seguir a los pilotos se rieron de buena gana. No era el único caso; en verdad, los muchachos estaban llenos de fantasías. Menos mal que Cobra-6, en el fondo, era un santo; nunca protestaba.
A veinte kilómetros de altura sobre el Polo Norte, un avión y un niño grande se deslizaban del día a la noche, en un cielo rasgado por una fantasmagórica aurora boreal.