8

EL cazabombardero también estaba impaciente. No perdió detalle de la ceremonia, que le había parecido pintoresca, aunque absurda. Por supuesto, el general no se había dirigido a ellos, simples máquinas, sino a los destinados a tripularlas. En parte se sentía un poco dolido, pero la excitación, las nuevas posibilidades que se abrían ante él podían más. No obstante, callaba y guardaba para sí sus sentimientos. Ya ni siquiera se los comunicaba a sus compañeros, por lo que se había ganado fama de aburrido y poco sociable.

Los técnicos determinaron que era el caza más manso del grupo, así que le asignaron al piloto más inmaduro. De esta manera, el muchacho estaría protegido y aprendería. Además, antes de la integración mental completa con el ordenador, haría muchos vuelos de prueba; a la más mínima señal de que algo no funcionara, se abortaría el proceso, lo enviarían de regreso a casita, y todos contentos.

Cobra-6 notó cómo el humano se introducía en la carlinga y se embutía en el asiento. La sensación de tener alguien dentro era rara, pero le gustaba. Reprimiendo su impaciencia, esperó órdenes.

Iván terminó de acomodarse; la cabina era estrecha, pero confortable. Se caló el casco, puso las manos en los controles y radió el «sin novedad; todo en orden» de rigor. Sólo entonces cayó en la cuenta de que el avión tenía un cerebro artificial, y que debía decirle algo. Pero ¿de qué se podía hablar con una máquina? Optó por ser diplomático:

—Eh… Hola, Cobra-6. Soy tu piloto.

El avión estuvo a punto de emitir un comentario sarcástico sobre algo tan obvio, pero había aprendido a ser cauto. Dijo lo que se esperaba de él:

—Hola, señor.

Iván sintió un escalofrío. La voz era neutra, mecánica, inhumana. «Figuraciones mías. Voy a tener que pasar muchas horas en este cacharro, así que más vale que me acostumbre. Y que me lleve bien con él».

—Cobra-6, vamos a salir en nuestro primer vuelo conjunto. Yo tomo el control de los mandos; mantente al margen, salvo si comento algún error… —hizo una pausa—. Cosa que no creo que suceda.

—A la orden, señor —respondió el caza, divertido. Iba a ser interesante, después de todo.

Un ascensor sacó los aviones a la superficie. El sol arrancó destellos de las alas negras, aunque por poco tiempo. El fuselaje viró a un gris azulado de camuflaje, y los turboconversores entraron en funcionamiento. Un resplandor verdoso surgió de las toberas orientables situadas a popa y en los costados.

El momento de la verdad había llegado. Con voz temblorosa de excitación, Iván dijo:

—Muchacho, allá vamos. Déjate llevar.

—Sí, señor —contestó, sabiendo que todas sus palabras estaban siendo registradas y analizadas; no diría nada que pudiera ser utilizado en su contra.

Iván eligió un despegue vertical. Las toberas apuntaron hacia el suelo y levantaron las quince toneladas que pesaba el aparato desarmado, generando una nube de polvo. Un segundo más tarde, salió despedido a mach-2 en vuelo rasante. Los sistemas de apoyo vital de la cabina entraron en actividad, para evitar que el piloto muriera a causa de la aceleración.

Durante el vuelo, Cobra-6 estudió a Iván y su comportamiento. Descubrió que los humanos eran muy frágiles, con una anatomía mal diseñada y una capacidad de reacción infinitamente más lenta que la suya. A pesar de ello, el chico no lo hacía mal, aunque recurría a maniobras heterodoxas y evidentemente inútiles. Por si acaso, el avión nada dijo.

Poco a poco, Iván se fue entusiasmando. El USC-1000 era el mejor caza que jamás pilotara, y trató de imaginar cómo sería el futuro, cuando estableciera contacto mental con el ordenador y sintiera como él. Su alegría lo llevó a realizar diversas acrobacias que pusieron los pelos de punta a los controladores, pero el aparato respondió de forma óptima.

—¿Te ha gustado ése? —preguntó a Cobra-6, después de un tonel arriesgado.

—Sí señor —repuso, obediente; en verdad, estaba descubriendo que se lo pasaba de miedo haciendo tonterías.

La prueba terminó. Aterrizaron y regresaron al hangar. Iván saltó del avión, sin despedirse siquiera, eufórico por la experiencia. Deseaba ir al bar con los demás, para celebrarlo y compartir vivencias. Cuando se iba, volvió la cabeza hacia el caza. Se había comportado bien. Por un momento, pensó que si se tratara de un perro le habría dado una galleta y unas palmaditas afectuosas en la cabeza. Sí, un perro negro muy grande y con alas. La asociación de ideas se le antojó graciosa, y sonrió mientras abandonaba el hangar.

Las luces se apagaron y el avión quedó solo, anhelando el momento en que el muchacho regresara y preguntándose si lo había hecho todo bien. No quería que lo rechazaran y devolvieran a la oscuridad, a la nada.