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EL piloto se llamaba Iván Nikoláevich Zoschenko y era muy joven, casi un crío. A pesar de los tratamientos hormonales, aún quedaban rastros de acné en su cara. Poco antes había cumplido catorce años de Ródina, equivalentes a diecisiete estándar; ya era mayor de edad, según la tradición de las colonias de la Gran Cordillera Septentrional.

En verdad, sus rasgos denotaban a las claras su origen: alto, pelo rubio, ojos de un azul muy claro y cara pecosa. No llevaba el pelo largo hasta los hombros, como los hombres de su región. Había preferido cortárselo al cero y vestir ropas con insignias de las Fuerzas Aéreas, para que todos vieran que el hijo de Nikolái y Katia era Alguien en la Vida, y no un simple minero como los demás.

Iván salió de la Academia de Pilotos eufórico, dispuesto a comerse el Universo. Había sido calificado entre los veinte mejores de su promoción, y eso era importantísimo; la Academia tenía fama de dura. Por su mente pasaban imágenes de mil batallas, de gloria y de conquista, de mujeres que caían rendidas a sus pies, subyugadas por sus hazañas y, sobre todo, de la admiración de los demás. Aunque no lo reconociera, este último deseo era el motor que lo había impulsado, como a tanta otra gente a lo largo de la Historia.

Iván se hallaba en posición de firmes, junto a un reducido grupo de compañeros. Las palabras elogiosas del general Bubrov sobre la trascendencia de su futura misión entraban por un oído, patinaban en su mente y salían por el otro. Sólo tenía ojos para su avión. Allí estaba, al fondo, esperándolo. Le parecía el más hermoso de todos, negro como la noche de Ródina, agresivo como un tiburón alado.

Después de lo que se antojaron siglos, la perorata del general terminó. Felicitó y deseó buena suerte a los pilotos uno a uno, y éstos se dirigieron a los cazas aparcados en el fondo del hangar. Todos estaban nerviosos y muy excitados.

Iván Nikoláevich llegó junto a su aparato, que ahora le resultaba más grande que antes. Sintió un poco de miedo, casi temor reverente, pero se dominó. Echó un último vistazo a las magníficas líneas del avión y, con ayuda de una escala, trepó a la cabina de Cobra-6.