EL bloque CIVR-BQ-25, como los demás, llegó al astropuerto militar de Ródina y, tras pasar una inspección, fue sacado de su caja y conducido a un hangar destartalado y anodino, al menos por fuera. Su interior era, sin duda, la estructura mejor vigilada del planeta, y penetraba varios pisos en el subsuelo. El bloque, por supuesto, no se enteró de tanto trajín. Aislado de su entorno, cavilaba sin cesar sobre el sentido de la existencia, y había llegado a conclusiones ciertamente peculiares. Por desgracia para él, se perdió un espectáculo magnífico.
Un montacargas descendió cuatro plantas y lo dejó, junto a otros diecinueve, en un recinto iluminado rebosante de actividad. Al fondo, negros y brillantes como pájaros de obsidiana, veinte cazabombarderos aguardaban. Tenían las alas plegadas sobre el fuselaje y resultaba evidente que estaban incompletos, faltos de piezas vitales. Sin embargo, eran hermosos, con esa belleza que otorga la funcionalidad. Pero el público presente tenía otras cosas en qué pensar. Los militares vigilaban a los técnicos y operarios, y éstos pusieron manos a la obra.
Los bloques fueron insertados en su lugar, muy protegidos dentro de los aviones. Miles de diminutas sondas los acribillaron y conectaron con los sensores de los cazas. Dentro de poco, deberían ser capaces de procesar e interpretar billones de baudios, y reaccionar en un tiempo infinitesimal. Por si acaso, los conductos nerviosos motores serían conectados en una fase posterior. Se respiraba un aire de competencia y seguridad, ya que seguían escrupulosamente el plan previsto. Treinta horas más tarde, habían terminado. Veinte USC-1000 con sus correspondientes cerebros artificiales parecían aguardar, apuntando a los humanos con sus afilados morros.
Los expertos en ordenadores comprobaban rutinariamente los gráficos que resumían la actividad mental de los bloques. Por supuesto, todo iba como una seda, y así seguiría hasta el final. Teóricamente, estaba perfecto. Se impartió una orden, y los sensores de los cazas fueron activados.
Veinte mentes, cada una de las cuales creía ser el único habitante de un Universo ciego y silencioso, fueron golpeadas por una avalancha de datos procedentes de receptores ópticos, radares, detectores de masa y todas esas cosas que los aviones llevan para orientarse en un mundo hostil. Una voz, que repetía machaconamente sus números de serie, las instaba a efectuar un autochequeo y comunicar los resultados.
A partir de ahí, el magnífico proyecto USC-1000 comenzó a ir mal, muy mal.
Dos de los cerebros se volvieron locos y quedaron inservibles, literalmente quemados. Uno más cayó en una catatonia irreversible, y la mayoría hacía preguntas sin ton ni son.
En los días siguientes muchas personas cesaron en sus cargos, dimitieron o se suicidaron. Los bloques fueron analizados por los mejores ciberpsiquiatras de la Corporación, a quienes los avergonzados militares tuvieron que recurrir, muy a su pesar. Los científicos pusieron el grito en el cielo, acusando a los responsables del asunto USC-1000 de chapuceros e insensibles, como mínimo. El doctor Majewski, sin duda el número uno de su especialidad, sugirió que eliminaran a todos los cerebros, ya que el trauma recibido los había desequilibrado, y sus reacciones no se podían prever.
Pero el proyecto había costado demasiado dinero. Alguien decidió que se echara tierra al asunto (previo pago a los psiquiatras), y que la experiencia continuara con los bloques que demostraran su estabilidad mental. Entre ellos estaba CIVR-BQ-25. Era algo introvertido, pero parecía normal. Fue conectado a los centros motores de su avión, se le dio un largo número de matrícula y pasó a ser denominado Cobra-6. Ya estaba listo para comenzar su período de pruebas en Ródina.