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PARA el Alto Mando de las Fuerzas Espaciales Corporativas era relativamente fácil mantener un proyecto en secreto. Hacía poco que el viaje hiperlumínico se explotaba intensamente, pero las nuevas colonias surgían ya en docenas de mundos. Y en todos ellos, aún casi vacíos, había una guarnición militar.

Ródina era un planeta grande y frío, apenas calentado por los rayos del sol amarillo en torno al cual orbitaba. Los océanos escaseaban y, como consecuencia, el clima se hacía muy continental, brutal a veces. Sin embargo, los colonos se mostraban orgullosos de él. Sus sentimientos eran una peculiar e inclasificable mezcolanza de amor y odio hacia el frío implacable del invierno, el calor tórrido del verano y los períodos equinocciales lluviosos, que lo llenaban todo de un barro negruzco. Pero tenía sus buenos momentos: las noches quietas y despejadas que de cuando en cuando aparecían en invierno, con todo el calor irradiándose hacia un cielo transparente, negro, cuajado de estrellas; la luz de las dos lunas iluminando los campos nevados, que refulgían como un mar de polvo de diamante; el viento que en verano hacía rielar los campos de hierba; cordilleras de hasta quince kilómetros de altura, de una belleza aterradora; los bosques de inmensas coníferas, producidas en los laboratorios terrestres, que se perdían en la distancia…

Y un subsuelo fabulosamente rico en yacimientos de metales raros y compuestos radiactivos, lo que permitía amasar grandes fortunas, o bien obtener trabajo fácil. Claro, nadie comentaba algo tan prosaico.

Ródina había sufrido una terraformación concienzuda. De ser una bola muerta rodeada por una atmósfera de dióxido de carbono, se convirtió en algo relativamente aceptable para vivir, aunque frío: oxígeno, agua líquida, animales, hongos, plantas, microorganismos genéticamente mejorados sembrados por doquier, y gente.

A la Vieja Tierra le sobraban habitantes por todos lados. Algún burócrata espabilado y con un concepto más bien romántico del pasado pensó que en un planeta de esas características encajarían muy bien colonos de origen ruso. «Si sus antepasados se valieron del mal tiempo para expulsar a Hitler y Napoleón, se encontrarán a gusto en semejante sitio». Costó lo indecible llevar a cabo la idea, porque tras tantos siglos el mestizaje en la Vieja Tierra era casi total, y los árboles genealógicos se entrecruzaban como zarzas en un seto. Pero con tesón, todo se consigue.

Ródina prosperó, y su existencia discurrió plácidamente en un rinconcito del Ekumen, el universo humano, lejos de otros lugares mucho más conflictivos e interesantes. Era el lugar ideal para probar algunos de los nuevos modelos USC-1000.