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DMITRI se detuvo en cuanto hubo tumbado a su adversaria. El furor se disipó como por ensalmo, y volvió a sumirse en un mar de dudas. Conforme pasaban los segundos, las ideas se le aclaraban y los recuerdos regresaban en tropel. O aquella mujer era una experta en el control mental, o había dicho la verdad, y entonces…

—Maldita sea, ¿qué he hecho?

Se vio en un consejo de guerra, pero eso no era lo que más le preocupaba. Si de verdad había matado a civiles inocentes, el complejo de culpa nunca lo abandonaría. Todos los comandos y demás asesinos de las F.E.C. eran educados para que mostraran un profundo respeto por la gente, siempre que fuera del propio bando. Se les enseñaba que eran los protectores de la ciudadanía, y ahora se sentía como un perro pastor que, tras recuperar la cordura, descubriera que había matado a las ovejas del rebaño.

Miró al cuerpo yerto de la teniente. Por si faltaba algo, había atacado a un superior, alguien que había arriesgado su vida para ayudarlo. Se acercó a ella, pero comprobó que no tenía pulso, y su piel se enfriaba por momentos.

—Mierda, intentaba echarme una mano y yo…

Súbitamente, Françoise, como si se hiciera eco de las palabras de Dmitri, alargó una mano y lo agarró por los testículos. Estrujó y retorció, y el sargento cayó al suelo, inutilizado. Françoise le quitó el cuchillo y se lo puso en el cuello.

—¡Increíble! —el tono de su voz era victorioso—. ¡He logrado capturar a un comando del XIII Regimiento! Para que luego presumáis de ser los más duros… Pues fíjate: una veterana del VII te ha vencido.

—¿Del VII? —respondió Dmitri con voz entrecortada por el dolor—. Ha sido pura suerte; sólo servís para montar guardias y salir en los desfiles…

—Excusas… Aún nos reservamos algunos trucos que vosotros desconocéis. ¿Te convences de que estamos en Tropicalia, y que soy quien pretendo ser, so ceporro? —él asintió, por lo que le retiró el cuchillo del gaznate.

Los dos se incorporaron; Dmitri, dando unos pasos con precaución y llevándose la mano a la entrepierna; Françoise, frotándose los brazos para activar la circulación de la sangre.

—Congelarme no me sienta nada bien; la edad no perdona. Pero picaste, Dmitri.

—Uf… Uno, dos… Me parece que aún los tengo en su sitio, menos mal —dejó de masajearse la ingle—. A pesar de todo, me alegro de no haberla enviado al otro barrio.

—Poco te faltó, pedazo de animal —se tocó la cara y reprimió un gesto de dolor—. No sé si me has roto algo.

—¿Qué va a pasar ahora conmigo, teniente?

—Merecerías que te abrieran la cabeza y te convirtieran en carne de cañón[11]. Sin embargo, en este asunto hay mezclada gente importante que ha metido la pata y desea echar tierra sobre el asunto.

—Y tanto; trataron de matarme disparándome desde el aire, creyendo que dormía…

—No te preocupes; no volverán a intentarlo, por la cuenta que les trae. Todos nos callaremos como putas, y al final podrás pasar tus dichosas vacaciones en algún planeta donde nunca hayan oído hablar de ti. Ya sabes que las F.E.C. no suelen retirar a los individuos que demuestran su valía en combate. Si me permites… —pulsó un botón de su muñequera y activó la radio—. Nikolái, esto ha terminado. Envíanos un agrav y sácanos de aquí.

Mientras esperaban el vehículo, Dmitri preguntó:

—¿Debo entregarle mis armas, teniente?

—No hace falta; me fío de ti. Vaya, han sido rápidos; ahí está.

Una burbuja plateada de cinco metros de diámetro se detuvo a escasa distancia. El campo protector se apagó, mostrando una modesta plataforma tripulada sólo por el piloto. Montaron en el aparato, se alzó la barrera energética y se elevaron por el aire.

—¿Dónde nos dirigimos exactamente? —preguntó Françoise.

—Al edificio central, señora —contestó el piloto—. Allí los revisará el equipo médico, para ver si todo está en orden.

Françoise hizo una seña al sargento en lenguaje de batalla, y Dmitri encañonó con la pistola al piloto. Éste abrió mucho los ojos.

—¿Qué…?

—Hay un cambio de planes. Nos vamos derechitos al Gobierno Militar, en vuelo rasante —dijo Françoise.

—Pero mis órdenes…

La mujer hizo otro gesto, y Dmitri acarició la nuca del piloto con el cañón de la pistola. El piloto decidió que lo más prudente era obedecer a aquellos dos chiflados y viró en redondo.

Una pantalla se iluminó en el cuadro de mandos. En ella apareció la cara sonriente de Nikolái.

—¿Sigues sin fiarte de nadie, Fran? ¿Piensas que los médicos os iban a hacer algo malo? El señor Waard está tan asustado que no osaría tramar nada contra vosotros. Por mi parte, te aseguro que no he pactado con él para perjudicaros.

—Discúlpame, pero sigo opinando que la paranoia perpetua es una forma de vida muy sana. En cuanto arribemos al Gobierno Militar os devolveremos nave y piloto, sanos y salvos.

—Eso espero. Por cierto, fue una hermosa pelea la vuestra, aunque tuve que pasarla a cámara lenta para apreciarla como es debido. No duró ni cinco segundos. ¿Cómo es posible que seáis tan rápidos?

—¿Sabes cómo funciona un acto reflejo, Niko? Ocurre cuando te quemas sin querer, por ejemplo. La respuesta es tan veloz porque la información no pasa por tu cerebro, y no pierde tiempo en ser procesada y elaborada. Nuestros movimientos de lucha son en gran medida reflejos, instintivos, como cerrar los ojos ante una luz fuerte. En fin, para eso padecemos años de entrenamiento constante y fabulosas sesiones de quirófano. Bueno, creo que debemos despedirnos. Fue hermoso mientras duró.

—No te librarás de mí tan fácilmente, Fran. Nos veremos en el hotel Gloria in Excelsis, en clase AA Plus. He persuadido al gran jefe de que me merezco unas vacaciones.

—Aprendes muy deprisa, amigo. Eres algo bajito para mi gusto, pero quizá… Hasta entonces, Niko —Françoise le guiñó un ojo, y Nikolái respondió de la misma manera. El monitor se apagó.

—¿Podría explicarme alguien lo que pasa? —preguntó Dmitri, mosqueado.

—Cómo no, sargento; tenemos tiempo. Mira, estaba yo estudiando unos temas sobre arte Hihn, cuando…

—¿Hihn? Qué casualidad; yo soy alfacentauriano, ¿sabe?

—Pues hijo, permíteme que te diga que tenéis unos gustos abominables.

—No se lo discuto, teniente. Pero prosiga, por favor.

—Pues bien, como te iba diciendo…

El agrav, una lágrima irisada recortándose en un cielo azul intenso, abandonó el páramo volando hacia tierras más hospitalarias. Bajo él, unos hombres y mujeres seguían jugando a la guerra, felices y satisfechos de sí mismos.

F I N