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LA Zona de Simulación debía su origen a uno de los escasos errores de diseño ecológico perpetrados en Tropicalia. Se pensó en dedicar algunas zonas del planeta a la producción maderera y unos ingenieros forestales, sin consultar a los expertos biólogos, poblaron la zona con eucaliptos mutantes de alto rendimiento. El suelo se acidificó irremediablemente y, aunque el desaguisado se trató de arreglar talando los eucaliptos y repoblando con otras especies menos agresivas, el daño ya estaba hecho. El resultado fue un paisaje deprimente y encharcado, dominado por brezales y turberas, con algunos bosquecillos dispersos. Al menos, los militares pudieron aprovecharlo como campo de entrenamiento, incorporando algunos detalles para probar la calidad de los sufridos soldados, como fosos, criaturas ponzoñosas y otras lindezas. Cuando fue reconvertido por la Waard & Waard para solaz de ejecutivos, sólo se suprimieron las trampas más peligrosas. El resto seguía siendo un verdadero asco.

Françoise llevaba varias horas caminando desde que abandonó el agrav. Sus pantalones estaban manchados de barro hasta las rodillas, y Dmitri parecía no tener intención de aparecer. Nikolái, con el que se mantenía en contacto por radio, tampoco podía ofrecer pistas de su paradero. Aburrida, se sentó en una piedra desde la que era perfectamente visible. Hurgó en su mochila y se decidió por una lata de jamón cocido, confeccionado con auténtica proteína de soja y aromas naturales. Se lo comió frío, acompañado de unas galletas saladas y una buena dosis de agua. A cada bocado, trataba de pensar en el hotel Gloria in Excelsis, sus suites AA Plus y su restaurante, que figuraba en la Guía Toshiba con cinco estrellas. «Si salgo de ésta, me voy a poner morada a base de auténtica carne, pescado y mollejas de gandulfo, palabra de honor. Confío en que Dmitri no me utilice como blanco en sus prácticas de tiro y me arruine los planes».

Se incorporó y siguió caminando. Todo su instinto le gritaba que se escondiera, pero necesitaba que el sargento la viera. Por tanto, hizo todo lo contrario de lo que enseñaban los manuales del Ejército. Eso, unido al barro que la rodeaba y se pegaba a sus botas, la ponían de un humor de perros, además de tener la sensación de estar haciendo el gilipollas.

De repente oyó una voz a su espalda:

—¡Date la vuelta, perra! ¡Eres mi prisionera!

Sin prisas, Françoise obedeció. Se encontró frente a un sujeto de metro noventa de alto, piel bronceada y vestido con un uniforme que pretendía imitar al de un sicario de Épsilon Erídani. El tipo trataba de parecer duro, aunque su forma de llevar la mochila, la cantimplora y las armas de pega lo delataba como alguien que había visto muchas películas, pero no tenía ni pajolera idea de lo que era una guerra. Hasta la pintura de camuflaje estaba mal aplicada: en vez de disimular los rasgos faciales, resaltaba los ojos, invitando a disparar entre ellos. «Majo, si llegas a presentarte así al centro de reclutamiento, me sé de una que te habría destinado un mes a pelar patatas, por fantasmón». Françoise examinó el visor de su casco: se trataba del jugador nº 40, Herbert Louis Doorn.

Herbert se impacientó; aquella mujer no parecía intimidada, y se suponía que su papel era el de una espía cobarde.

—¡Tú, muévete! ¿Sabes que vas a morir? ¿Tienes algún último deseo que solicitar antes de abandonar el mundo de los vivos?

Françoise contó hasta diez mentalmente antes de responder. Aquello era peor que una película de serie C.

—¿A quién obedezco? ¿A ti o a tu amigo? —señaló con la cabeza un punto situado tras el jugador.

Instintivamente, Herbert se dio la vuelta, aunque no vio a nadie. Se giró de nuevo hacia su prisionera para pedirle explicaciones, pero lo único que recibió fue una espléndida patada en la entrepierna. La armadura de plástico redujo el efecto del golpe, pero aún así tardó medio minuto en volver a respirar normalmente y poder mantenerse erguido. Miró a la mujer hecho una auténtica furia.

—Apártate de mi camino, calamidad —dijo Françoise—. Si sabes lo que te conviene, echa a correr y no pares hasta salir de la Zona.

—Pero ¿qué te has creído? ¡Ahora verás!

Herbert no podía sufrir que una vulgar empleada le hablara con semejantes ínfulas. Ya lo oirían, y de qué modo, cuando fuera a reclamar a Waard & Waard. Pero de momento, aquella insolente iba a recibir una lección. No en vano había tomado clases de artes marciales con los mejores maestros un par de horas a la semana.

Françoise no tuvo problemas para esquivar la primera acometida; aquel tipo pregonaba los golpes antes de darlos. Mientras dudaba entre seguir esquivándolo hasta que se cansara, o mandarlo a dormir de un mamporro, sintió un leve zumbido seguido de un golpe sordo. Herbert se detuvo, asombrado, y se miró el pecho, en el que había aparecido un boquete de un palmo de ancho. El jugador puso los ojos en blanco y cayó al suelo como un plomo. En torno a su cuerpo se fue formando una gran mancha roja.

Françoise levantó las manos sobre su cabeza.

—Joder, Dmitri, mira que eres bestia.