22

CUANDO los primeros exploradores llegaron al planeta catalogado como Tucana MH-1007-4, se encontraron con un desierto rocoso, pero ideal para ser terraformado. Crearon una atmósfera de oxígeno a base de sembrar cianobacterias mutantes, y trajeron especies fiables de plantas, animales y hongos de la Vieja Tierra y otros mundos. Al final, la mayor parte de la superficie emergida mostraba el aspecto de una selva tropical, aunque debidamente domesticada. Se podía pasear cómodamente por ella sin toparse con bichos peligrosos, y había una acertada proporción de espacios abiertos, con praderas y lagunas. Dada su posición estratégica, fue convertido en un planeta residencial, turístico y de servicios. A alguien se le ocurrió rebautizarlo como Tropicalia, y todos estuvieron de acuerdo. Sonaba bien.

Gestión del Ocio Waard & Waard tenía su sede principal lejos de las ciudades, en una llanura paradisíaca. Como Françoise había temido, echaba a perder completamente el paisaje. El complejo de edificios era un colosal aborto arquitectónico, mezcla de hiperclásico tardío con orgánico blando. Daba una incuestionable sensación de poder omnímodo y pésimo gusto.

El aerotaxi aterrizó frente a la puerta principal. Françoise entró en un recibidor que tenía el tamaño de una plaza mayor, y en cuyo centro fulguraba la mayor escultura Hihn que hubiera visto en su vida. Un anillo de fuentes la ocultaba un poco, pero no lo suficiente. La teniente reprimió un acceso de dentera, suspiró y se dirigió al mostrador más cercano. La recepcionista, una joven con el pelo teñido de bermellón y pinta de anoréxica, no le hizo el menor caso, enfrascada en una conversación con el ordenador.

—Buenos días. Soy la teniente Françoise Pereira, de las F.E.C. He sido citada por el señor Nikolái Andrade. ¿Podría indicarme cómo llegar hasta él?

Los oficiales de las F.E.C., especialmente los que mandaban a las tropas más indisciplinadas, tenían una característica en común. No solían levantar la voz, pero eran automáticamente obedecidos. ¿Tal vez los adiestraban para la amenaza subliminal? En cualquier caso, la recepcionista dio un respingo, saludó, efectuó una llamada interna y lo que vio en el monitor disipó todas sus dudas.

—Por favor, si es usted tan amable yo misma la acompañaré.

Atravesaron varios pasillos con piso autorrodante, tomaron un ascensor en estilo orgánico que parecía la carcasa de un pterodáctilo, y llegaron hasta una gran puerta doble. La recepcionista se marchó, tras despedirse educadamente, y Françoise entró en la sala de control. Era un recinto amplio, lleno de monitores y, cosa que le llamó la atención, una cama. Dos hombres se acercaron a ella y le estrecharon la mano. Uno de ellos tenía todo el aspecto de un pez gordo, aunque se sorprendió al constatar que se trataba nada menos que del director de la compañía. Reconoció en el otro a Nikolái; era más bajo de lo que había supuesto, aunque intuyó algo desconcertante en él. Su jovialidad resultaba inquietante.

Françoise, que había conocido más guerras y juzgado a más personas de las que quería recordar, captó el olor del miedo en la habitación, a pesar de los acondicionadores de aire. Waard estaba tenso, muy tenso, y no lograba disimularlo por más que lo intentaba. La invitó a sentarse y le soltó un pequeño discurso laudatorio acerca de lo mucho que estimaba a las F.E.C., y la necesidad de estrechar relaciones con la empresa privada. Las sospechas de Françoise se confirmaron: allí estaba pasando algo muy, pero que muy serio.

Waard se detuvo un momento para tomar aire y reorganizar ideas, y Nikolái escogió ese momento para interrumpirlo:

—¿Un cafelito? Colombia auténtico. Y galletas danesas, de la Vieja Tierra.

A Françoise le brillaron los ojos y asintió con presteza.

—Acabará usted por seducirme, señor Andrade —paladeó el brebaje y lo halló delicioso; además, su adiestrado sentido del olfato no detectó drogas en él—. Bien, les rogaría que fuéramos al grano. ¿Para qué me han llamado?

El señor Waard se sobresaltó levemente. En un primer momento, la mujer le había decepcionado, ya que se había imaginado otra cosa. Lucía una mata de pelo castaño bastante corto, sus ojos eran oscuros y sus facciones redondeadas. En conjunto no era muy alta, y parecía algo entrada en carnes. Pero si Waard, en un rapto de enajenación mental, hubiera intentado pellizcarla, habría comprobado que aquella silueta que recordaba vagamente a un ánfora no se debía a un exceso de grasa, sino a una sólida constitución. Mientras estuvo callada, le pareció una persona influenciable, pero aquella forma de expresarse era propia de alguien que no iba a dejarse dominar. Waard también estaba acostumbrado a tratar gente, y pensó rápidamente en la estrategia más adecuada para abordarla. Quedó sorprendido cuando Nikolái tomó la iniciativa, con total descaro:

—El sargento Guderian no está muerto, teniente. De algún modo vino a parar a una de nuestras Zonas de Simulación, y está matando a los jugadores.

—¿Guderian, vivo? —Françoise entornó los ojos—. ¿Desde cuándo lo saben? Creo que me deben un montón de explicaciones…

—Lo mismo podríamos decir nosotros —tras un momentáneo desconcierto, Waard volvía a hacerse cargo de la situación—. Ese hombre apareció en medio de un lugar de juego, repleto de gente inocente. Tratamos de capturarlo para entregárselo a ustedes, pero asesinó al personal de Seguridad. Hemos intentado resolver la situación de forma que no cundiera la alarma y se evitara el escándalo, pero los acontecimientos nos desbordan. Es inconcebible que alguien tan peligroso ande suelto por el mundo. Estaríamos dispuestos a olvidar los daños que nos ha infligido si usted lo retira con la misma discreción con la que hemos obrado hasta ahora.

—Aún no me han contado demasiado, pero deduzco que antepone ocultar lo sucedido a la seguridad de las personas —aunque trataba de controlarse, se notaba que estaba enfadada—. ¿Saben ustedes lo que es capaz de hacer un comando en plena forma? ¿Por qué no nos avisaron de inmediato?

—Bien… Teniente Pereira, creo que se hace cargo de lo que representa una empresa como ésta —hizo una pausa efectista, para que ella captase bien lo que pretendía insinuar—. Tanto nosotros como nuestros clientes apreciaríamos la ausencia de publicidad en este asunto, y que esto concluyera de forma satisfactoria para todos. Estamos en condiciones de proponerle una generosa oferta que acallará sus dudas, y le mostrará lo ventajosa que puede llegar a ser la colaboración. Además, ese soldado es suyo. Tienen el deber moral de…

—Mire usted, señor Waard —lo interrumpió, con un tono que, años atrás, las tropas a las que mandaba habían llegado a temer, ya que presagiaba bronca segura—. Dejando aparte el intento de soborno, que considero un grave delito, no creo que sea usted el más idóneo para sermonearme acerca de la moral. Al sargento le habían concedido la baja temporal tras pasar meses partiéndose los cuernos en el infierno de Nueva Hircania. La Seguridad Social, que como sabrá lleva siglos desbordada por las circunstancias, firmó unos convenios con empresas privadas para que éstas se encargaran de ciertos servicios, entre ellos el traslado de enfermos a lugares de reposo. Pues bien, ¿sabe qué compañía fue la responsable de recoger a Guderian y traerlo a Tropicalia? La Aeterna Felicitas, una filial de Waard & Waard. Y son ustedes tan cicateros, que por hacerse con la concesión abarataron al máximo los costes del servicio. En vez de embarcar al pobre diablo en una nave de pasajeros, aunque fuera en clase turística, aprovecharon que el carguero Ragnarok pasaba por aquí y metieron a Guderian en una cápsula sin ordenador de vuelo, que se estrelló en el planeta. En fin, el resto ya lo saben; parece un bello caso de justicia poética.

Waard sudaba. Aquella mujer era más dura de pelar de lo que había previsto. Trató de enfocar el tema desde otro ángulo.

—Apelo a sus sentimientos humanitarios. Hay gente inocente en peligro ahí afuera…

—¿Gente inocente? ¡No me joda…! ¿Sabe lo que sucede en Nueva Hircania? —no le dio tiempo a responder—. Es un mundo habitado por clanes primitivos, sin duda descendientes de la tripulación de alguna vieja nave generacional. Son violentos, practican sacrificios humanos y canibalismo… En resumen, un sitio por el que nadie se preocuparía si no fuera por su riqueza en metales pesados e isótopos radiactivos. Esos pobres inocentes de ahí afuera —señaló a las pantallas— presionaron al Consejo Supremo para que enviara a las F.E.C. allá y, con la excusa de instaurar un gobierno justo y respetuoso con los derechos humanos, poder establecer miles de explotaciones mineras sin estorbos. Aunque los nativos sean unos hijoputas, se trata de su mundo, y no teníamos derecho a arrebatárselo. Guderian, y otros como él, están matando y muriendo por culpa de esos pobres inocentes; existen por y para ellos. Comprenderá el cariño que les profesamos. Por cierto, Waard, ¿habríamos intervenido en Nueva Hircania para salvar los valores de la Civilización si el planeta careciera de recursos naturales exportables?

Françoise hizo una pausa. Nikolái seguía imperturbable, incluso risueño, y Waard estaba cada vez más nervioso. Ella prosiguió:

—Ha dicho que podrían ser generosos si les ayudaba. ¿A cuánto asciende su generosidad?

Waard respiró aliviado. Ése era un lenguaje que comprendía bien.

—Medio millón de créditos es una suma considerable, que espero le parezca adecuada. O su equivalente en acciones de la empresa, si lo prefiere.

—Ajá… ¿Y cuáles son mis deberes, concretamente?

—Como le insinué antes, se trata de retirar al sargento Guderian de la Zona sin que nadie se entere y sin causar más percances.

—¿A qué se refiere con retirar?

Waard se encogió de hombros.

—Lo dejo a su libre albedrío. Una vez más, he de insistir en la discreción.

—Ya me había dado cuenta, descuide. No le agradaría que me comunicase con mis superiores en el Sistema Solar; todo ha de quedar en casa, ¿verdad? —Waard asintió, y Françoise hizo como que examinaba la sala—. ¿Me permite una pregunta tonta?

—Cómo no, teniente.

—¿Cuántas personas estamos al corriente del asunto?

Antes de que Waard pudiera contestar, Nikolái volvió a hacer uso de la palabra:

—Sólo nosotros tres. Aún no se ha comunicado nada a los allegados de los fallecidos. En cuanto al personal de control, usted misma puede ver que me han encerrado aquí; nadie más lo sabe. Así será más fácil retirarme cuando pase la emergencia.

Waard tuvo la impresión de que la sangre se le transmutaba en hielo. Si las miradas mataran, en ese momento Nikolái se habría convertido en un montoncito de carne picada. Y lo más chocante era que no parecía nervioso, sino la placidez personificada. Françoise sonrió.

—Me lo temía; tanto secretismo resultaba sospechoso. Lamento darle una mala noticia, Waard. Como ya habrá notado, los militares somos unos seres paranoicos, aunque en ocasiones con motivo. ¿Sabe usted lo que es este aparatito? —sacó una placa de plástico rojo de un bolsillo del uniforme, la mostró unos instantes y se la volvió a guardar—. Se trata de un emisor cuántico de efecto Kesteren. Supongo que estará al corriente de lo que hacen estos cacharros; aunque la sala fuera estanca, resultaría imposible interferir la señal que radian. Todo cuanto hemos hablado está ahora grabado en varios ordenadores. Si yo sufriera al regresar a mi casa algún inexplicable accidente, una serie de oficiales de las F.E.C. sabrían lo sucedido aquí. Algunos tienen excelentes contactos en el C.S.C.[10] Le aseguro que se encargarían de que la mierda le salpicara hasta el tupé, Waard. O quizás cabría otra posibilidad: algún comando amigo de Guderian vendría a visitarlo cuando menos lo esperara, y estaría muy enfadado, palabra de honor. Ya sé que los conceptos de solidaridad o espíritu de cuerpo le sonarán a chino, pero todos los comandos hemos sufrido juntos, y no hay nada que nos una tanto como eso. Nunca toleraremos que alguien putee a uno de los nuestros, aunque nos paguen por mirar hacia otro lado; hay cosas que no se compran con dinero, ¿sabe? —calló unos momentos, para que Waard se asustara de verdad, y lo consiguió—. En fin, le resumiré la situación: estoy cabreada, y le tengo a usted en mis manos.

—Considero loable ser precavido —terció Nikolái—. Yo mismo he copiado los vídeos en los que interviene el sargento, y los guardo en un archivo inviolable. Por desgracia, si mi ordenador no recibe cada pocas horas una clave, las copias se multiplicarán y empezarán a correr por el ciberespacio. Amo a la vida, y me gustaría llegar a viejo.

—Al final me caerá usted bien, señor Andrade —dijo Françoise—. Bien, Waard: jaque. Ahora le toca mover.

N. A. Waard estaba completamente abatido. Todo el poderío atesorado tras décadas de implacable lucha era inútil frente a un trío de locos imprevisibles. Su cara mostraba tal grado de aflicción que inspiró lástima a Nikolái. Le ofreció un café bien cargado, y Waard no lo rechazó.

—Debe… debe de haber algún modo de solucionar esto de forma satisfactoria para ambas partes, ¿no?

—Mire, Waard, dejemos las cosas claras —replicó Françoise—. Me importa un bledo que su empresa quiebre o prospere. Sin embargo, no estoy dispuesta a abandonar a un compañero. Dmitri Guderian corre peligro si dejo que ustedes traten de retirarlo, y quiero sacarlo de ahí vivo. De paso, eso también será bueno para la integridad de los jugadores, aunque no se lo merezcan. Bien, de vez en cuando las empresas privadas contratan a miembros de las F.E.C. en calidad de asesores. Nosotros estudiamos el problema, elaboramos informes y se nos paga. Se trata de una actividad completamente legal. Redacte un contrato en el que yo figure como experta en zonas de simulación, escenarios de combate o lo que le dé la gana. Las cláusulas habrán de ser bastante vagas, para que no se sospeche mi verdadero trabajo. Yo me comprometo a retirar a Guderian sano y salvo, y a que nadie hable del asunto. A cambio, ustedes se abstendrán de cometer tonterías, es decir, velarán por mi salud y la del sargento durante los muchos años que aún nos quedan por vivir. Si algo nos pasara, usted acabaría hundido; se lo juro.

Waard sintió que lo invadía una oleada de alivio.

—Muchas gracias, teniente. Yo…

—De gracias nada, majo. Aún no hemos discutido mis honorarios.

Waard puso cara de póquer. Estaba acostumbrado a regatear.

—¿No le parece adecuado medio millón? Es más de lo que ganaría en un siglo de trabajo duro. Podría darse de baja en las F.E.C. y…

—¿Y para qué quiero yo tanto dinero? No; mi precio es otro. Hasta el día de mi lejana muerte, deseo pasar el mes de vacaciones que me corresponde cada año en su hotel Gloria in Excelsis, por supuesto en clase AA Plus. A gastos pagados.

—¿Qué? —Waard no daba crédito a sus oídos.

—¿No ha tenido usted nunca algún capricho de ésos que sabe que nunca podrá cumplir? Pues mire por dónde, ahora tengo la oportunidad de hacerlo. Ese hotel es uno de los más lujosos del Ekumen, y sus servicios a los clientes de élite son legendarios. Sólo los directivos de las mayores multiplanetarias niponas o los altos cargos del C.S.C. pueden permitirse el lujo de alquilar una suite. Pues yo quiero la mejor, pasarme un mes sin dar golpe y tener a docenas de criados pendientes de un chasquido de mis dedos para satisfacer todos mis deseos, incluso los más inconfesables. Si lo piensa bien sale ganando, ya que el personal del hotel cobra su sueldo tanto si está ocupado como si hay habitaciones vacías. Espere, aún no he acabado. Aunque no figure en el contrato, deberá usted sugerir a sus empresas filiales que revisen los convenios con la Seguridad Social. Como mínimo, los traslados de miembros de las F.E.C. a lugares de reposo o de vacaciones se harán en naves de pasajeros, y luego serán alojados en hoteles decentes, no las pensiones de mala muerte actuales. Ya sé que cuesta más caro, pero contribuirá a lavar su imagen y, por qué no, caerá simpático a mucha más gente. Eso es bueno para los negocios. Un momento, parece que el señor Andrade quiere decirle algo.

—Aprovechando un clima tan propicio para el diálogo, me atrevería a sugerirle que reconsiderara mi situación en la empresa, señor Waard. Son muchos años de abnegada dedicación, que merecen sin duda un mayor reconocimiento.

—¡Tú, maldita víbora que muerdes la mano que te alimenta! —Waard echaba chispas por los ojos—. ¡Mereces que te…!

—Calma, calma, Waard —intervino Françoise—. La vida es ingrata a veces, pero debemos reconocer el importante papel interpretado por el señor Andrade en este asunto. Y me cae bien. Así que, por la cuenta que le trae, siéntese, charle con él, abrácelo y acceda a lo que le pide.

Waard masculló algo que sonaba ofensivo.

—De acuerdo, redactaré su maldito contrato y hablaré con ese… con Nikolái. ¿Desean algo más sus señorías? ¿Tal vez que me corte la yugular para beber mi sangre?

—Preferiría que se largara —dijo Françoise—. No me mire con esa cara. Debo empezar a trabajar ahora mismo, y requiero un ambiente sosegado para estudiar la actuación de Guderian en las últimas horas. Si tardamos más, el número de muertos subirá hasta un punto en el que no podrá ocultar el desaguisado. El señor Andrade me ayudará, mientras que usted no haría otra cosa que estorbar.

—Pero…

—Recuerde el emisor cuántico de efecto Kesteren que llevo en el bolsillo, Waard. Depende usted de nuestra buena voluntad, así que salga de aquí antes de que me arrepienta.

Waard abandonó la sala con aire de dignidad ofendida. Cuando se quedaron solos, Nikolái dijo:

—Podemos dialogar con franqueza, señora. Ya comprobé la ausencia de micrófonos ocultos. ¿Qué es un emisor cuántico de efecto Kesteren? Nunca oí hablar de ellos.

—Yo tampoco —sacó el trozo de plástico—. Es lo que queda del envoltorio de una chocolatina que me regalaron en el hipermercado. Siempre me olvido de tirarla a la papelera, señor Andrade.

Nikolái tuvo que esperar unos momentos a que remitiera su ataque de risa histérica.

—Muy bueno… Por cierto, llámame Niko; lo de señor Andrade resulta demasiado solemne.

—Yo soy Fran, para los amigos. Escucha, Niko, ¿de veras has grabado todo lo de Guderian?

—Sí, pero sólo poseo una copia en mi ordenador personal. El resto es mentira, ya que no conozco a nadie con quien compartir la información.

—Menudo par de faroleros nos hemos juntado… Creo que lo más urgente es trasvasar toda esa información a los ordenadores del Gobierno Militar, acompañada de unas instrucciones muy claras. No mentí cuando dije que varios oficiales de alto rango tomarían medidas contra Waard & Waard si cierta información llegara a sus manos. Una vez a salvo nuestros pellejos, revisaremos esos vídeos, a ver qué se puede hacer.

—Me parece un excelente plan de trabajo, Fran. La seguridad es lo primero.