FRANÇOISE Pereira respiró hondo varias veces, hizo acopio de valor y conectó el proyector.
—Ánimo, Fran; si no lo haces, nunca lograrás aprobar el examen final de Historia del Arte Periférico.
Ante ella, unos hologramas mostraban, en toda su gloria, media docena de las más famosas esculturas Hihn de Alfa Centauri. Cinco minutos después tuvo que apagar el aparato, ya que los ojos le escocían; cuando los cerraba, aún seguía viendo trémulas esferas y glóbulos ondulantes.
—Joder, ¿cómo puede gustarle esto a alguien? Y pensar que hay museos Hihn monográficos… Pues que me esperen sentados.
Hizo que el proyector formara unos hologramas que representaban a los esclavos esculpidos por Miguel Ángel, para desintoxicar su mente. Después se dirigió a la nevera, abrió una lata de cerveza rigeliana y salió al porche. Se sentó en una desvencijada mecedora y se dispuso a tomar el fresco un ratito. Saludó a un vecino que, como todos los días, sacaba a pasear una cosa negra y peluda que según él era un perro, y se olvidó de todo lo demás mientras dejaba que la bebida refrescara su garganta.
«Esto es vida…»
Desde luego que lo era, sobre todo si la comparaba con el pasado: décadas de dormir al raso, comer mal, trabajar duro, matar gente empeñada a su vez en liquidarla a una, y barro, barro por todas partes. Françoise estaba convencida de que si existía Dios, se había dedicado a crear mundos repletos de fango, con el único objetivo de que los comandos de las F.E.C. llegaran un día para arrastrarse por él. Recordaba incluso una vez que los destinaron a un mundo desértico para suprimir a una molesta guerrilla, y estuvo lloviendo un mes entero. El meteorólogo del equipo se libró por los pelos de ser linchado. Al menos, una riada se llevó por delante el campamento enemigo, y no tuvieron que disparar un solo tiro.
De todos modos, aunque aquella vida tuvo momentos memorables, no sintió ninguna nostalgia cuando, tras su último ascenso, le dieron un destino en un mundo tranquilo, ordenado y limpio. Desde luego, otros compañeros habían progresado más que ella, ya que se atrevieron a dar el salto a la compleja política corporativa. No era descabellado; un oficial de comandos había visitado muchos mundos, y disponía de un considerable acervo de información útil. Pero por otro lado, ¿cuántos se quedaron en el camino? «No es más rico quien más tiene, sino quien menos desea», se dijo, y sorbió otro trago.
Françoise, no sin disgusto, comprobó que su cerveza se había acabado. Hizo una bola con la lata y la encestó en una papelera dispuesta al efecto; nunca erraba. Trató de hallar algún pretexto para evitar volver al estudio, pero no se le ocurrió ninguno. Se levantó de la mecedora a regañadientes y echó un último vistazo al paisaje. A lo lejos, la límpida atmósfera permitía admirar uno de los mayores parques de atracciones de Tropicalia, donde millones de turistas se dejaban ingentes cantidades de dinero aunque, eso sí, se lo pasaban de miedo. Cuando el viento soplaba en la dirección adecuada, podíanse oír retazos de música, bocinas y otros sonidos inclasificables, pero de tinte alegre.
Françoise entró en casa. Le había costado la mayor parte de sus ahorros, pero merecía la pena. Disponía de un centenar de metros cuadrados para ella sola, con una terraza en la que había instalado un telescopio y una nevera para las bebidas; un jardincito pequeño, pero coqueto; unos vecinos respetuosos con la intimidad ajena; y, sobre todo, el placer de estar sola y no traer invitados más que cuando le apetecía. Ya había disfrutado de una sobredosis de promiscuidad en la Armada, y bien se merecía en la vejez un poquito de reposo.
Sus ojos se posaron sobre el monitor del ordenador donde guardaba los programas de la universidad, con la impresión de que el aparato, a su vez, la miraba con expresión de reproche. «A mis años, de exámenes…» Sin embargo, ahora que tenía tiempo de sobra, le apetecía adquirir una buena cultura general, aunque a veces le diera la impresión de que algunas asignaturas habían sido concebidas para desanimarla.
En ese momento sonó el timbre del videófono. Lo conectó, extrañada. El rostro de la pantalla le era absolutamente desconocido.
—Por favor, ¿es el domicilio del teniente Pereira? —la voz sonaba un poco indecisa.
—Sí, yo soy. ¿Qué desea?
Su interlocutor pareció momentáneamente desconcertado. «Otro que se figura que los oficiales de las F.E.C. debemos tener por fuerza pinta de Ostiok[9]». No obstante, lo disimuló bien.
—Represento a la empresa Gestión del Ocio Waard & Waard, que sin duda conoce.
—¿Y quién no? Medio planeta es suyo.
—Disponemos de una información que nos gustaría contrastar con usted, como máximo representante militar en Tropicalia. Por supuesto, desearíamos una absoluta discreción.
La perplejidad de Françoise fue convirtiéndose en recelo.
—Perdone, ¿me permite verificar la llamada? No me gustaría ser objeto de una broma, o convertirme en el blanco de un programa de holovisión con cámara oculta. Lamento si resulto ofensiva, pero…
El hombre quitó importancia a la situación con un gesto.
—Nos hacemos cargo. Nuestro número aparecerá sobreimpreso en la pantalla. Puede usted comprobar que corresponde a Waard & Waard y volver a llamarme.
—A cobro revertido.
—Por supuesto.
Françoise hizo una consulta al ordenador de la Telefónica y marcó el número en cuestión. Aquel hombre reapareció en la pantalla, sonriente. La conversación se reanudó.
—Comprenderá usted que me resulta extraño que una compañía tan poderosa quiera contactar conmigo.
—La suspicacia permanece muy arraigada en ustedes. En ese aspecto, es notable el parecido con el sargento Guderian.
Françoise se puso alerta al oír aquel nombre, aunque trató de no evidenciar emoción alguna. A pesar de que había visto con sus propios ojos el lugar del accidente, el hecho de no haber hallado el cadáver de Dmitri Guderian la desazonaba todavía.
—¿Qué sucede con él?
—Preferiríamos comunicarle esa información personalmente. Nos haría un gran favor si accediera a entrevistarse con nosotros lo antes posible. Le facilitaremos un aerotaxi que la traerá a Waard & Waard en pocos minutos. ¿Cuándo podemos pasar a recogerla?
—Eh, ¿no va demasiado deprisa? —se lo pensó un momento, y recordó el tema sobre arte Hihn que debía estudiar—. No tengo nada importante que hacer en las próximas horas. ¿Podrían pasar dentro de cuarenta minutos?
—Allí estará el taxi. Cuando llegue a recepción, pregunte por Nikolái Andrade, un servidor.
—De acuerdo, señor Andrade. Hasta pronto.
El videófono se apagó. Françoise se amonestó a sí misma por su impulsividad, pero la curiosidad era más poderosa. Además, nunca había visitado una megacompañía.
—Bueno, ¿qué me pondré para ver a esa gente? —revisó el contenido de su guardarropa; los militares tenían fama de poseer un escaso gusto a la hora de elegir vestuario, y ella estaba de acuerdo—. ¿La ocasión requiere etiqueta, o se trata de una reunión informal? Y yo sin fondo de armario. Vanitas vanitatis…
Al final optó por lo práctico. Se duchó y se vistió con un uniforme limpio. Tras buscar un rato, encontró en un cajón las insignias de teniente de las F.E.C., algo descoloridas. Se encogió de hombros y se las colocó en el lugar reglamentario. Salió al porche, y se entretuvo bebiendo otra cerveza y viendo pasar a la gente hasta que llegó el aerotaxi.