20

N. A. Waard se sentó o, mejor dicho, se dejó caer sobre el catre de campaña que le habían traído a Nikolái la tarde anterior.

—¿Un café calentito, señor?

Una negativa apenas susurrada fue la respuesta. «Usted se lo pierde». Nikolái pulsó un botón en la pequeña cafetera, y el vaso de plástico se llenó de auténtico café de Colombia, humeante y con su capita de crema. Lo saboreó sin prisas, con delectación. «Qué bien cuida a los condenados a muerte. Querrá tranquilizar su conciencia».

La mente de Nikolái había experimentado sutiles cambios en las últimas horas que llevaba encerrado en la sala de control. Desde la infancia había soñado con realizar grandes cosas, ser un personaje al que todos admiraran, pero también sabía que con su físico y su timidez nunca lo lograría, y que estaba destinado a vegetar en la mediocridad hasta el fin de sus días. Había acabado por aceptarlo con resignación. Se decía que era afortunado por alcanzar el puesto que ocupaba, aunque eso significara tener que tragarse el orgullo y servir a gente a la que aborrecía con toda su alma. Sin embargo, siempre había soñado que algún día se rebelaría, que se establecería por cuenta propia, tal vez como escritor independiente, pero al final nunca disponía de tiempo o ganas para demostrarlo.

Falta de tiempo… Dentro de poco ya no tendría ese problema. Tumbado en la cama, siendo testigo de las andanzas de Dmitri Guderian, había pasado por todos los estados del terror y el desconsuelo, pero al final se sobrepuso. Su cerebro se decidió por adoptar una especie de estoicismo epicúreo cínico, por definirlo de alguna manera. Descubrió que era incapaz de odiar al sargento, verdadero causante de su desgracia. También se dio cuenta de que era posible disfrutar con pequeñas cosas, como ver a su jefe hecho polvo y desconcertado, con los ojos fijos en un marcador que mostraba las cifras 73-244. ¿Para qué preocuparse por el futuro, si la felicidad era una cosa simple?

N. A. Waard estaba acostumbrado a manejar a gente normal, razonable, a la que se podía persuadir con un buen soborno, una paliza o, si no había más remedio, haciéndola desaparecer. Ahora, su ordenado mundo se tambaleaba por culpa de un loco al que no afectaban los narcóticos ni irradiaba IR, y que parecía empeñado en matar a todos los que se cruzaban en su camino con diabólica eficacia.

—¿Cuántos…? —no necesitó concluir la pregunta.

—Veamos —respondió Nikolái—: los tres jugadores, más Mateo y los suyos, más los diez del segundo equipo, hacen dieciséis. Doy por muerto al jefe de este último, por más que Guderian lo utilizara para solicitar una nave de rescate y nos engañara; no creo que lo dejara vivir después. Los dos agrav que enviamos en respuesta tenían cuatro tripulantes cada uno, o sea que ya llevamos veinticuatro. Afortunadamente, pude hacer regresar a los aparatos vacíos por control remoto, impidiendo que se apoderara de alguno de ellos.

Nikolái había pensado en dejar que Guderian se llevase uno y huyera, pero cambió de idea; sería gratificante ver cómo se cepillaba a los ejecutivos, qué demonios. «Reconozco que es una modalidad de entretenimiento un pelín borde, pero para lo que me queda de vida, me apetece saborearla». Prosiguió con su explicación, intentando parecer contrito:

—Unas horas más tarde, se las arregló para liquidar a seis extras con un fusil de agujas y le perdimos completamente el rastro. En total, treinta bajas —sonó una alarma en un panel y el marcador pasó a indicar 72-244—. Rectifico, treinta y una. Vaya, ése era el jugador nº 43; si no recuerdo mal, uno de los vicepresidentes de la Denébola Corp —pidió a la pantalla que volviera a pasar la grabación de lo sucedido—. Caramba, parece que el sargento también sabe arrojar cuchillos. ¿Quién se va a encargar de comunicar estos desgraciados acontecimientos a los familiares y amigos de los fallecidos?

Waard creyó detectar un sutil matiz burlón en la voz de su empleado, aunque la expresión de éste era serena, incluso diríase que beatífica. Ya se ocuparía más tarde de él; ahora bastante tenía con evitar lo que llevaba camino de convertirse en una auténtica catástrofe. Aquel carnicero estaba justo en el corazón de la Zona, rodeado de jugadores ignorantes del peligro que corrían. Sabía que debía dar la orden de que todos se retirasen, pero entonces tendría a varias docenas de iracundos ejecutivos a los que dar explicaciones, y eso sería muy malo para sus negocios. De momento sólo habían desaparecido cuatro; aún podía controlar la situación, siempre que el sargento Guderian fuera eliminado de inmediato. Tendría que llegar a difíciles acuerdos con las gemepés y las aseguradoras, pero a las empresas no les gustaba salir en los periódicos. En cuanto a los de Seguridad, extras y demás miembros de la empresa caídos… Efectuó unos cálculos; las compensaciones económicas a los familiares no supondrían un desembolso prohibitivamente alto.

—Nikolái, ¿podemos mandar otro equipo a detenerlo?

—Lo veo complicado, señor. Ese hombre ha demostrado que es un luchador profesional, un auténtico especialista en pasar inadvertido y atacar cuando menos se lo espera. Para eso los adiestran. Nuestro material es tan inútil contra él como nuestro personal.

Se hizo el silencio en la sala. Waard trataba de hallar una solución, mientras que Nikolái se entretenía en contar las gotitas de sudor que se iban acumulando en la frente de su jefe. Éste saltó de la cama en cuanto sonó otra alarma, y el marcador pasó a 72-243. Las pantallas mostraron a un pobre extra, vestido de forma que recordaba vagamente a un soldado, paseando junto a unos matorrales. De ellos surgió Dmitri Guderian, lo agarró por detrás, le clavó algo afilado en la nuca y volvió a desaparecer sin dejar rastro.

—¿Y si avisáramos a la Policía, señor? —indicó Nikolái—. Los de antidisturbios están acostumbrados a manejar situaciones comprometidas, y disponen de armamento pesado.

—No serían lo bastante discretos.

En la jerga de N. A. Waard, eso equivalía a reconocer que en la Policía aún quedaban algunos mandos honrados, los cuales no se dejarían sobornar fácilmente para guardar silencio. Por más que se estrujaba el cerebro, era incapaz de hallar una solución satisfactoria. Y el tiempo corría en su contra. «¿No se podrían contratar mercenarios curtidos en este planeta?» La voz del empleado cortó el hilo de sus cavilaciones:

—¿Me permite una sugerencia, señor Waard? —éste se encogió de hombros y asintió con la cabeza—. En Tropicalia hay un modesto destacamento de las F.E.C. Este mundo no es conflictivo, por lo que su papel resulta más bien testimonial, si descontamos las oficinas de reclutamiento. Creo que el militar de máximo rango es un teniente; imagínese. Eso significa que no estarán muy bien pagados, así que se podría dialogar con ellos. Supongo que estarán de acuerdo con nosotros en evitar escándalos. Finalmente, si alguien sabe cómo detener a un comando ha de ser otro militar. ¿Le parece adecuado, señor?

Conforme Nikolái hablaba, el semblante de Waard se iba iluminando. Desde luego, las posibilidades de que un oficial de baja graduación fuera corruptible eran altas. Y, por supuesto, si sólo implicaban a uno de ellos, rogándole que no dijera nada a sus superiores… Bien, incluso en un mundo tan pacífico como Tropicalia podían suceder trágicos accidentes.