19

EN esta ocasión, el equipo de Seguridad no menospreció al adversario. Aunque desconocían los detalles más siniestros, sus componentes sabían que un tipo había liquidado a Mateo y a Rashid, y que estaba armado. Tenían instrucciones de disparar a matar, y lo harían desde una distancia prudencial.

El agrav, con todas sus defensas alzadas, se deslizó por el cielo nocturno, buscando al sargento Guderian. Éste no debía de ser muy lerdo, ya que, según indicaban las grabaciones de las cámaras, se había sumergido en un río de gélidas aguas para despistar a los detectores IR. Sin embargo, si no se moría antes de una pulmonía, debería salir del agua en algún momento, y entonces…

—He localizado una fuente de calor a cinco kilómetros de aquí, cerca de la ribera izquierda del río —anunció el piloto.

—Baja a quinientos metros —le ordenó el jefe del equipo, mientras consultaba un monitor—. Vaya, ese idiota pensó que podría despistarnos, pero ahí lo tenemos, durmiendo como un bendito.

La pantalla mostraba, bañado por el fantasmal tono verdoso de los intensificadores, un bulto de color blanco tendido en el suelo, cubierto por una capa de frondes de helechos. Aquel emisor de IR sólo podía corresponder a un cuerpo humano.

—El angelito está durmiendo… En fin, ya no volverá a despertar —fue el comentario burlón del jefe—. Despáchalo, Ruud.

Uno de los hombres tomó un fusil, revisó el cargador e hizo una seña al piloto. Éste desconectó el campo de fuerza protector, permitiendo que el tirador apuntara a placer y disparara una ráfaga de agujas explosivas. Los helechos saltaron por los aires, mostrando que no había nadie debajo; sólo unas brasas encendidas, que brillaron como nieve fresca en los visores IR.

El piloto no necesitó recibir la orden de su jefe para alzar las barreras y salir de allí pitando, ya que aquello olía a trampa, pero no tuvo tiempo. Un fino haz de plasma dio de lleno en la base de la plataforma antes de que pudiera conectar el campo de fuerza.

El daño ya estaba hecho. Los motores del agrav se habían sobrecalentado, y a duras penas logró aterrizar sin dañar a los miembros del equipo. Éstos, que no esperaban tales contratiempos, corrieron a refugiarse en un bosquecillo cercano, mirando para todos lados con sus visores IR y aferrando sus fusiles con nerviosismo.

El jefe del equipo ajustó el intensificador de su casco y rastreó los alrededores. El panorama tenía un toque siniestro; los troncos de los árboles recordaban columnas desvencijadas, y los arbustos parecían ocultar cada uno a un enemigo. El jefe miró a sus propios hombres, que parecían fantasmas verdosos a la luz de las estrellas, y se calmó un poco. No se detectaba ningún cuerpo generador de IR cerca, aparte de ellos. Pulsó un botón en la muñequera, y sobreimpreso en el visor apareció el número de integrantes del equipo: diez. Se dispuso a pedir al centro de control que enviaran otro vehículo a recogerlos.

De repente, dos de sus hombres cayeron abatidos por sendas agujas explosivas. En el visor, el diez fue sustituido por un ocho. Los supervivientes abrieron fuego a discreción sobre la zona de donde procedían los disparos. Cuando las armas callaron, se hizo un silencio ominoso en la noche. Nada se oía, ni siquiera el canto de los grillos o el susurro de las hojas de los árboles mecidas por la brisa. El jefe miró a su alrededor. Seis de sus hombres se habían parapetado tras una roca, tumbados muy juntos en el suelo, como confortándose mutuamente, mientras que el francotirador Ruud y él mismo habían elegido el tronco caído de un gran olmo para protegerse.

Pasaron cinco minutos. Nadie osaba moverse, y el jefe no se atrevía a hablar para no desvelar su posición. Poco a poco, fue recuperando el autocontrol y dejó de temblar. Los visores de los cascos no mostraban nada, así que lo más probable era que el sargento, aprovechando la confusión, ya no estuviera allí. O tal vez le hubiesen matado antes, cuando dispararon todos a la vez, pero en ese caso el cuerpo aún caliente sería claramente visible.

En la quietud de la noche, el ruido se oyó nítido, diáfano. Parecían pisadas en la hojarasca, y las ramas de un sauce se movieron levemente. Ruud no pudo soportar la tensión. Se incorporó y vació el cargador de su fusil sobre el pobre arbolillo.

«¡Agáchate, imbécil! ¡No hay nada más fácil que arrojar unas piedras para desviar la atención!» Por desgracia, el jefe no tuvo tiempo de expresar sus pensamientos en voz alta. Ruud cayó a sus pies, con un amasijo sanguinolento en lugar de cabeza, y el visor del casco mostró un siete.

«¿De dónde coño ha venido el disparo? ¡Pero si no hay nadie más, aparte de nosotros!» El jefe miró a los supervivientes, escondidos tras la roca, pero perfectamente localizables por las columnas de aire caliente que desprendían. Y entonces cayó en la cuenta de un detalle: si ellos, por alguna razón incomprensible, no podían ver al sargento Guderian, éste no padecía el mismo problema.

Un estallido de luz blanca lo dejó medio ciego. Una fracción de segundo después, la onda expansiva lo arrojó al suelo, y el fragor de la explosión le hizo zumbar los oídos.

«¡Una granada! El muy cabrón tenía granadas…» Algo conmocionado, el jefe del equipo se puso en pie, vacilante, sin fijarse en que en su visor figuraba la cifra uno. Dio unos pasos, y de repente algo lo golpeó y le arrancó el fusil de las manos. El pánico hizo que su mente volviera a funcionar a pleno rendimiento, pero fue incapaz de moverse. Lo que veían sus ojos era imposible.

Recortada sobre el fondo del firmamento estrellado, una silueta oscura se dirigía hacia él. Resultaba difícil seguirla, ya que no emitía radiación IR. La figura le lanzó una patada al estómago que lo hizo encorvarse de dolor, y el jefe sintió que un negro espanto se abatía sobre él cuando aquello se situó a su espalda. El antebrazo que se ciñó a su garganta y comenzó a aplastarle la tráquea estaba frío como un pez.