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DMITRI Guderian terminó de registrar los restos del agrav, lo que supuso un incremento de sus pertenencias. No eran muchas, pero al menos se trataba de armas auténticas, no aquellas estupideces que había visto antes: la pistola de Rashid, un fusil de agujas explosivas, una caja de granadas e incluso una pequeña pero funcional pistola de haces de plasma. Además, era el afortunado propietario de varios visores IR con intensificador de imagen, y unos cuantos metros de cable óptico que extrajo de las tripas de la plataforma.

Recordó al difunto Mateo Huss. Lo habían condicionado magníficamente, ya que no desveló quién lo mandaba, ni cuántas tropas había por los alrededores. Su historia de que no estaban en Nueva Hircania, sino en una Zona de Simulación en un planeta vecino, era tan absurda que movía a risa. Sin duda, sus entrenadores habían introducido esa información en su mente para que sustituyera a la verdadera cuando se viera muy presionado. Los ingenieros mentales del Imperio no debían de ser tan ineptos como se rumoreaba.

¿Dónde demonios se había metido, pues? La única explicación lógica era que había ido a parar a un campo de adiestramiento imperial. No debían de ser tropas de élite, sino pobres reclutas a los que entregaban armas inofensivas para que aprendieran a manejarlas sin matarse unos a otros. La idea no era mala: ¿Quién podría sospechar que el Imperio se infiltrara tan lejos de sus bases principales?

Dmitri Guderian miró al cielo. Dentro de poco se haría de noche, pero eso no supondría ninguna dificultad para sus perseguidores. Según le había confesado Mateo, disponían de buenos intensificadores de imagen. A la vista de lo requisado en el agrav, no lo dudaba. Una vez más, se preguntó por qué los imperiales no utilizaban su propio material bélico, en vez de emplear conocidas marcas comerciales corporativas. «Seguramente no quieren que sus armas caigan en poder de nuestros científicos». Se encogió de hombros; no era su problema, sino el de sus superiores.

Abandonó el agrav y se puso a caminar. Se rascó el cogote, en el punto donde el proyectil le había alcanzado. A juzgar por el dolor de cabeza que aún sufría, el narcótico utilizado debía de ser un derivado del NH-44. Era un auténtico clásico, sin ningún misterio; su cuerpo no había tardado ni quince segundos en neutralizar su efecto.

Volvió a pensar en cómo escapar. Si ellos disponían de intensificadores, primero tendrían que localizarlo, y de noche sólo podrían hacerlo con buscadores IR. Sonrió.