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DMITRI Guderian empleó las botas de piel de la mujer para quitar la sangre del cuchillo. Una vez limpio, lo examinó e hizo un gesto aprobatorio. Era un Olympus genuino, salido de las fábricas de Marte, con una hoja de cerámica de veinte centímetros autoafilable. Aparte la comida y el agua, era lo único aprovechable que pudo sacar de ambos muertos. La katana estaba embotada, los visores de los cascos sólo mostraban mensajes absurdos y lucecitas de colores, y las agujas de los fusiles parecían inofensivas. Como esto último era imposible, dedujo que aquellos tipos estaban inmunizados contra venenos. No cabía otra explicación lógica.

Se arrepintió de no haber capturado un prisionero para interrogarlo. Por un momento pensó en la mujer, pero ella había pronunciado las palabras mágicas: «Hazme lo que quieras». Exactamente igual que las tías fundacas. Ésa fue su sentencia de muerte.

A lo largo de su vida de soldado, Dmitri había aprendido que la desconfianza era absolutamente necesaria para la supervivencia, sobre todo en una guerra como aquélla. Los fundacas luchaban a muerte por defender un suelo que consideraban sagrado, y eso incluía también a mujeres y niños. Una estrategia muy usual consistía en que ellas fingieran pánico, se ofrecieran al soldado o mercenario que las amenazaba suplicando misericordia, y cuando éste se hallaba en plena faena, sacaban una navaja de algún lugar insospechado y adiós. A veces, eran los mismos críos quienes quitaban de en medio al enemigo mientras su madre lo entretenía. Hay posiciones en las que uno es demasiado vulnerable.

Por supuesto, los fundacas sabían que esa estrategia era inútil con los comandos corporativos, y sólo la empleaban contra los mercenarios que las multiplanetarias alquilaban en los clanes enemigos. La Corporación condicionaba[8] a sus soldados para que no cometieran violaciones y otras tropelías con el personal no combatiente. Quizá se debiera a que la mitad de la tropa era de sexo femenino, o a una cierta doble moral de las clases dirigentes. En más de un planeta, los ejércitos locales criticaban a los corporativos por su blandura en este tema. Opinaban que sembrar el terror minaba la capacidad combativa del enemigo, y la Historia les daba la razón. Los corporativos argüían que infligir tales sufrimientos era innecesario. Resultaba más práctico matar a todo bicho viviente de forma rápida y profesional. Eso evitaba venganzas y movimientos de resistencia, ya que no quedaba nadie que pudiera causar problemas.

Desde luego, aquella tía no sabía todo eso. Tal vez su miedo fuera real, ya que al registrarla no halló armas ocultas, pero resultaba mejor no fiarse y que los muertos fueran otros. Era una pena y un desperdicio, ya que estaba buenísima. Recordó a algunos mercenarios aliados, más bien desquiciados tras meses de combates, que solventaban los problemas morales de la violación mediante la necrofilia. Así nadie sufría y resultaba pasable cuando los cadáveres estaban aún calientes, o eso afirmaban. En fin, no estaba el patio como para perder tiempo en experimentos. Su deber era llegar a una base amiga e informar a sus superiores de que aquel lugar estaba repleto de gente muy rara.