ELROND Sarmati, como aguerrido mercenario que se suponía que era, se arrastró con cautela sobre el mullido y húmedo tapiz de musgo que cubría el montículo, sorteando los altos brezos. Debía procurar no hacer ruido ni enredarse entre las ramas, no fuera a alertar a su víctima, desprevenida al otro lado de la pequeña elevación del terreno. Lentamente liberó su fusil de agujas de las correas que lo aseguraban a la espalda. Le quitó el seguro, pensando en lo fácil que iba a resultar sorprender a su víctima, ajena al peligro que se le avecinaba, y acribillarla por la espalda.
Justo entonces, una figura surgió de detrás de unos arbustos y le descargó un golpe de katana a la altura del cogote. Elrond emitió un suspiro de resignación y se dio la vuelta perezosamente.
—Tocado y hundido, querida. Me has dejado a la altura de un auténtico pardillo. ¿Cómo lo hiciste? —sonrió.
Sandra Finnegan le devolvió la sonrisa y tendió una mano para ayudarle a incorporarse. Estaba exultante de satisfacción por la victoria conseguida; eliminar a un mercenario significaba varios miles de puntos.
—Mis detectores indicaron que te acercabas. Encendí un pequeño fuego para despistar a tus sensores IR[6], me escondí tras esas matas y aguardé. De vez en cuando soy capaz de pensar, ¿sabes?
—Nadie te lo discute, querida —Elrond suspiró, no sin cierto histrionismo—. Me temo que mi participación en esta justa ha concluido de forma trágica. Resulta irónico que todo un guerrillero de élite como yo, dotado de la tecnología más moderna, sea eliminado por una bárbara semidesnuda. Creo que diseñaron mal este juego…
—La envidia te ciega, amigo mío.
—En cualquier caso, no es una deshonra caer abatido por tan espléndida adversaria. Estás preciosa, querida.
Sandra rió, satisfecha. La armadura de dos piezas que vestía le sentaba estupendamente, resaltando su anatomía o insinuándola cuando era menester. A pesar de la escasez del género, le había costado muy cara, aunque no tanto como las botas de auténtica piel de ocelote (se suponía que era una especie de felino de la Vieja Tierra estrictamente protegida, pero con dinero todo se podía conseguir). Unos sabios toques de maquillaje de camuflaje, y el brillo del sudor en la piel, daban como resultado una estampa enormemente atractiva.
—Debes rendirte ante la evidencia, Elrond. Gracias, de todos modos —adoptó una pose provocativa—. ¿Acaso tratas de seducirme? Se supone que eres un andrógino serio.
—Andrógino no es sinónimo de asexuado, querida. Sin embargo, lamento comunicarte que no solemos regalar nuestros favores por nada. Debemos reservarnos para las gemepés[7].
Sandra lo miró con ojos de cordero degollado y le rogó, con un tono mezcla de súplica y malicia:
—Estamos lejos del mundanal ruido; nadie nos verá aquí. ¿No te atrae la idea? —él negó con la cabeza, medio en broma—. ¿Tan poca cosa te parezco? —con estudiada negligencia, Sandra dejó caer parte de su armadura, revelando una figura capaz de cortar la respiración a un asceta—. Además, ¿no es esto un juego…? ¡Debemos divertirnos!
—¿Estás realmente loca por mis huesos, o sólo tratas de ver a un andrógino desnudo, por puro morbo? No sé, no sé… —hizo una pausa, disfrutando de la situación—. ¿Vas a recurrir a la violencia para satisfacer tus bajos instintos? —preguntó, señalando la katana que la mujer aún sostenía en la mano.
Sandra miró el arma y se encogió de hombros.
—Si al menos tuviera filo… En cualquier caso, te puedo obsequiar con un buen chichón si no me complaces —repuso, blandiendo la katana como un garrote.
Elrond emitió una risilla siniestra y extrajo un cuchillo de una vaina que llevaba atada a la bota derecha. Sandra lo miró, extrañada.
—¿Es de verdad? —él asintió, con una mueca burlona que la hizo reír—. ¿No sabes que está prohibido por el reglamento?
—Pues sí, pero me apetecía incluir en el equipo algo auténtico, como un soldado profesional —repuso, mientras cortaba trocitos de musgo con la afilada hoja—. No se lo dirás a nadie, ¿eh, querida? —le rogó, introduciendo el arma en su funda.
—¿Qué me ofreces a cambio de guardar el secreto?
Elrond fue a contestar, cuando sintió un débil pinchazo en el cuello. De forma casi simultánea, Sandra se llevó la mano a la altura del corazón y soltó un taco. El andrógino echó un vistazo al visor de su casco. Un mensaje, seguido de unas cifras, desfiló ante sus ojos.
—Mierda, nos han cazado… En fin, yo ya estaba fuera de combate, así que lo siento por ti, querida. ¿Quién habrá sido el malnacido que…?
—Mi visor dice que es el nº 9 —contestó Sandra, tras activar el aparato—. Eh, ¿no se trata de Eric? ¿Desde dónde nos ha disparado?
Ambos jugadores rastrearon el terreno con sus intensificadores de imágenes y localizaron una figura a poco más de veinte metros de distancia, oculta tras un brezo arbóreo.
—¡Caramba con Eric! —exclamó Elrond—. Al final resultará que sus inverosímiles historias acerca de su valor en combate son ciertas… ¿Cómo se habrá acercado tanto sin que lo detectemos? —de repente, tanto él como Sandra sufrieron una docena de impactos cada uno—. ¡Ya está bien, Eric! Es innecesario recalcar que nos has liquidado. Cesa de disparar, no sea que nos des en algún sitio desprotegido y nos hagas daño de verdad.
El jugador nº 9 no se movió. Elrond se encaminó hacia él, más divertido que otra cosa.
—Muchacho, después de esto vas a lograr una puntuación fabulosa. Pero ensañarse con el vencido queda muy feo. ¿Qué pensarías si yo te disparara ahora así, sin fuste?
El andrógino alzó su fusil de agujas, miró por el visor, apuntó y disparó. Aunque estuviera eliminado, le apetecía juguetear un poco con Eric, como habían hecho en otras ocasiones, hasta vaciar los cargadores y consultar en los marcadores el número de impactos. Siempre ganaba él.
En esta ocasión, no obstante, las cosas marcharon de forma bien distinta. El jugador nº 9 esquivó la aguja, sacó de la cintura algo que recordaba a una soga, describió un arco con ella y una piedra dio de lleno en el visor de Elrond. El plástico y los componentes electrónicos saltaron por los aires, mientras el andrógino caía al suelo de rodillas, conmocionado y sangrando por la boca.
Sandra, atónita hasta el punto de ser incapaz de moverse, vio cómo el jugador nº 9 corría hacia donde estaba Elrond a una velocidad increíble, sorteando los obstáculos que se interponían entre ambos. Había más de animal que de ser humano en esa forma de moverse. Desde luego, no se trataba de Eric.
Sin detenerse, el desconocido saltó sobre el andrógino con los pies por delante, golpeándolo en el vientre, y con una ágil voltereta se puso de pie. Acto seguido agarró a su víctima por la barbilla, le robó el cuchillo de su vaina y se lo clavó en la garganta.
La katana cayó de las manos de Sandra y golpeó el húmedo musgo con un chapoteo sordo. En esos momentos, paralizada por el terror, tres imágenes se quedaron grabadas en la mente: el último espasmo de Elrond, para después caer desmadejado, como un muñeco de trapo; el susurro de la hoja hincándose en la carne; y el reguero de sangre que no cesaba de manar del cuello del andrógino, dividiéndose caprichosamente en corrientes más pequeñas que se ceñían a las irregularidades del suelo, para luego perderse bajo unas rocas.
Y aquel hombre iba ahora a por ella.
Sandra reaccionó por fin, e hizo lo más lógico en esas circunstancias: cayó de rodillas y rompió a llorar. Por su mente pasaron todos los negocios que no iba a poder realizar, lo cual era algo que se le figuraba imposible. Lo que estaba sucediendo no podía ser real. Cerró los ojos, deseando que todo aquello sólo fuera un mal sueño. Cuando los volvió a abrir, el asesino seguía allí, de pie ante ella, mirándola con semblante inexpresivo. En aquel momento supo que la iba a matar. Se orinó encima y se puso a temblar incontroladamente.
—¿Qué… qué vas a hacer?
El hombre se cambió de mano el cuchillo.
—Por favor, no me mates… ¡Por favor, por favor, por favor…! —su voz se quebró en un sollozo histérico.
El hombre avanzó un paso.
—Hazme lo que quieras, pero déjame en paz, te lo ruego. Te daré lo que desees. Tengo… tengo mucho dinero, ¿sabes? Todo para ti, ¿me oyes? ¡Dime algo, maldita sea!
El hombre dio otro paso.
—¡No quiero morir! ¡¡No quiero…!! ¿Qué te hemos hecho? No no no no no…
Otro paso, un golpe, un gorgoteo, breves convulsiones y todo terminó.