NIKOLÁI Andrade introdujo su tarjeta de crédito en la ranura del expendedor, pulsó unos botones y al cabo de unos segundos extrajo una bandeja con un plato de sarguc, pan de centeno, un tarro de paté de sucedáneo de mollejas de gandulfo y un vaso de aquavit de Gurdru. Con ella en la mano se encaminó a la sala de control, donde comió en silencio mientras echaba un vistazo a las pantallas, que sólo exhibían la habitual rutina. El marcador mostraba las cifras 76-250. La segunda se refería a los extras contratados por la empresa, cuya principal misión era vagar por la zona hasta que alguien los cazara; por tanto, aún no había caído ninguno. En cambio, faltaban cuatro de los ochenta aguerridos luchadores que habían iniciado la partida. De momento, las bajas no se debían a acciones de combate, ya que los diferentes equipos y cazadores solitarios habían sido distribuidos bien lejos unos de otros. Las causas de abandono fueron accidentales: quedarse clavado en una turbera, caerse en un hoyo… En fin, lo normal.
Un colega que finalizaba su turno le trajo un vaso de café y se ofreció a retirarle la bandeja. Nikolái le sonrió:
—Muchas gracias, Doug. Menos mal que aún queda gente solidaria en el Ekumen.
—No tiene importancia, Niko. No todos vamos a ser tan encantadores como nuestros amigos —señaló a las pantallas—. Que pases buen turno.
—Se hará lo que se pueda, Doug. Hasta luego.
Nikolái despidió a su compañero saludándolo con la mano. Se sentó y saboreó sin prisas el excelente café, mientras revisaba lo que hacían los jugadores. Como de costumbre, el primer día era dedicado a familiarizarse con el terreno, lo que se antojaba muy duro a la mayoría, hasta el punto de que los más pusilánimes abandonaban. La Zona de Simulación había sido años atrás un campo de entrenamiento del Ejército, o sea, un sitio asqueroso, lleno de charcos, lodo, barrancos y escondrijos para preparar emboscadas. Parecía mentira que hubiera alguien tan tonto como para pagar una estancia en semejante páramo.
Sin embargo, mañana comenzaría el baile. A pesar de su torpeza a la hora de moverse por un entorno tan duro, era digna de verse la maña que se daban a la hora de tenderse encerronas, incluso a sus propios amigos íntimos. «Se comportan como en la vida real». Al final, uno de ellos sería el único superviviente y recibiría un certificado que, obviamente, acabaría enmarcado y mostrado con todos los honores en la pared de alguna mansión, suscitando envidias mil.
Sin previo aviso, un diodo rojo comenzó a parpadear en una consola, acompañado por un discreto aunque molesto bip-bip. De forma instintiva, Nikolái miró hacia el marcador: 75-250.
Desconectó el sonido de la alarma y trató de averiguar qué había sucedido. Alguien tenía problemas de salud o, lo que era más probable, se le había estropeado el sensor que registraba sus latidos cardíacos y ondas cerebrales. Solía suceder. Echó un vistazo al ordenador: el jugador afectado era el nº 9, Eric Költz.
Antes de dar parte al servicio de socorro, prefirió comprobar que no se tratara de una falsa alarma. Pidió a la cámara encargada de vigilar al nº 9 que mostrara su imagen en pantalla. Mientras se procesaba la información, el diodo dejó de parpadear y el marcador volvió a indicar 76-250.
«Ajá; el muy torpe se quitó la muñequera con los sensores y ahora se la habrá vuelto a poner. Mira que les advertimos que, por su seguridad, no sean descuidados. Pero nada, siempre pasa lo mismo; menos mal que no tienen que vérselas en una guerra de verdad». Pensó en cancelar la orden que le había dado a la cámara, pero estaba aburrido, sin otra cosa mejor a la que dedicarse. «Vamos a revisar qué está haciendo ese cretino». La figura del jugador apareció por fin en una consola tridi, y Nikolái dio un respingo.
«¡Ese tío no es Eric Költz!» Sin embargo, el ordenador lo identificó como el jugador nº 9; al menos, portaba su equipo. Nikolái, nervioso, maldijo la simpleza de la máquina y solicitó a la cámara que pasara la película de lo sucedido durante los últimos minutos. Un escalofrío le recorrió el espinazo al ver cómo el desconocido le cortaba la garganta al ejecutivo con mucho oficio, sin siquiera mancharse las manos de sangre.
«Joder…»
Nikolái comprendió enseguida la razón del extraño comportamiento de los aparatos. El programa del ordenador no estaba diseñado para detectar intrusos, ya que consideraba que nadie podía traspasar el perímetro de la Zona de Simulación sin ser visto. Al morir Eric saltó la alarma y el marcador pasó a 75, pero en cuanto su asesino se puso la muñequera, el sistema interpretó que todo volvía a la normalidad. Obviamente, sus instrucciones no preveían un homicidio con suplantación.
¿Quién podría ser aquel tipo? Nikolái recordó una noticia que había oído la semana anterior, sin darle demasiada importancia, y decidió comprobarla. «Supongo que a Eric no le importará que tarde cinco minutos más en avisar al gran jefe». Se conectó con su periódico electrónico favorito, buscó en la sección de sucesos y comprobó la reseña de un accidente de una cápsula de transporte. Por lo visto, hubo una víctima. Pidió una imagen tridi del presunto fallecido, y ya no albergó dudas: el sargento Dmitri Guderian y el intruso eran la misma persona.
«¿Cómo pudo sobrevivir al choque? Y lo que es más asombroso, ¿acaso ha recorrido más de quinientos kilómetros a pie en una semana sin que los equipos de búsqueda lo localizaran? ¿De qué esta hecho ese hombre?» Se conectó con el ordenador de la biblioteca y pidió datos acerca de los comandos de Infantería Estelar. Quedó impresionado, a pesar de que el informe era meramente divulgativo, sin entrar en detalles secretos. «Madre mía… Se nos ha colado una máquina de matar en la Zona de Simulación. Pero ¿por qué demonios asesinó a Eric? Piensa, Nikolái, piensa».
El sargento iba hibernado; de algún modo la cápsula le había salvado la vida, pero despertó en un sitio desconocido, entre gente que le disparaba sin avisar, aunque fuera con un arma inofensiva. «De acuerdo con lo que he leído, los comandos sufren con frecuencia problemas psicológicos y de adaptación. Que me ahorquen si no está completamente confundido, y cree que se halla en plena guerra… Como no lo saquemos de ahí, va a causar un auténtico estropicio en la Zona de Simulación. Es un superviviente nato, mientras que los jugadores son incapaces de atarse los cordones de las botas sin un manual de instrucciones».
Nikolái fue a avisar al director de la empresa, dada la gravedad del asunto, pero entonces pensó de nuevo en Eric. Recordó su prepotencia, idéntica a la de todos los de su especie. La odiosa condescendencia con que era tratado por ellos dolía, y muy hondo. ¿Acaso era mejor especular con dinero que ganarse el sueldo trabajando honradamente? También le vinieron a la mente otros pasados agravios, todos los cuales se personificaron en el ejecutivo y, por extensión, en los setenta y cinco que aún quedaban. Nikolái apretó los puños. Sudaba, aunque no se daba cuenta.
Miró a su alrededor. Estaba solo. Nadie se había enterado de lo sucedido.
Desde hacía varios años, Nikolái se venía dedicando a manipular las grabaciones de las cámaras de la Zona de Simulación. Teóricamente no podía hacerse, ya que el secreto y la confidencialidad eran normas de la casa, pero le gustaba coleccionar vídeos comprometedores. En principio comenzó como un mero pasatiempo, ya que sabía que nunca tendría valor para chantajear a sus protagonistas, a pesar de lo ridículo de muchas situaciones. Las represalias podrían ser terribles. Sin embargo, ahora…
Resultaba imposible borrar el trágico percance de Eric Költz, pero sí podía hacer desaparecer de los registros el aviso dado por la alarma. Ni siquiera tuvo que modificar el marcador, que seguía imperturbable en su 76-250. Sólo fue cuestión de alterar un par de archivos para simular un fallo técnico, y el ordenador se convenció de que todo marchaba bien. Hasta que alguien se molestara en revisar las grabaciones, era como si nada anómalo hubiera sucedido en la Zona.
Nikolái se frotó las manos, presa de la excitación, e hizo todo lo posible por calmarse y disimular, no fuera a entrar un compañero y le formulara preguntas embarazosas. Se repantigó en el sillón y deseó buena suerte a Dmitri Guderian. Por supuesto, tarde o temprano, cuando hubiera matado a alguien más, tendría que dar parte. Era su deber avisar a los superiores si algo marchaba mal, y él era un empleado cumplidor y ejemplar. Mientras tanto, se dispuso a disfrutar del espectáculo.