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EL sargento Guderian arrastró el cadáver a un lugar más discreto, una vez que se cercioró de que estaba solo. Acto seguido, lo desnudó e inventarió sus existencias, a ver qué podía aprovechar. El examen lo dejó perplejo, ya que aquello no tenía pies ni cabeza.

En primer lugar, el individuo propiamente dicho. No se trataba de un fundaca, ni nada similar: alto, bien alimentado… Su piel era oscura, pero no había sido curtida por la intemperie, sino que lucía tersa y suave. Los tobillos, la cara interna de los muslos, el cuello y otras partes estaban excoriados. Por otro lado, aquel sujeto se veía bien musculado, pero carecía de la agilidad que se le presuponía a un soldado profesional; por lo que había podido observar, se desplazaba con torpeza, avanzando ruidosamente. Y las manos eran delicadas, impropias de un luchador. ¿Entonces…?

El equipo también lo desconcertó. Si no fuera porque parecía absurdo en un guerrero, habría apostado a que el difunto no tenía ni idea de cómo colocarse unos arneses para que no estorbaran al moverse. Y la armadura, aunque muy vistosa, era lo más inútil que había visto en su vida. Golpeó una placa con los nudillos y comprobó que no era biometal, sino plástico corriente; ante una vulgar pistola de plasma se derretiría como mantequilla fundida. Afortunadamente, el arma que portaba tenía buena pinta. Era un fusil de agujas, con varios cargadores de quinientos disparos.

Abrió uno de ellos, sin poder reprimir una sonrisa. Había resultado fácil tenderle una emboscada a aquel tipo, haciéndole creer que lo había alcanzado. Las agujas eran subsónicas; un zumbido las delataba una fracción de segundo antes de que llegaran, y eso bastaba. Sólo quedaba hacer un poco de teatro y esquivarlas. De todos modos, un fundaca no se habría confiado tanto como ese pobre fiambre. Las almas cándidas duraban poco en Nueva Hircania.

Examinó una aguja. Era pequeña, con unos estabilizadores retráctiles y una diminuta ampolla en la parte posterior que podía contener veneno, o bien un gel explosivo. Descartó la última hipótesis tras dispararle al cadáver un par de veces.

Parecida satisfacción le causó el descubrimiento de las raciones de supervivencia y la cantimplora. Tanto ésta como las armas habían sido fabricadas por una multiplanetaria nipona, lo que no era de extrañar; el contrabando de material bélico era un mal endémico de la especie humana. Y ese tipo llevaba utensilios de alta tecnología, como el casco. En cuanto se lo caló, por el visor comenzaron a desfilar datos y lucecitas de colores. Excitado, dedicó varios minutos a familiarizarse con su manejo, regulado por controles integrados en unas aparatosas muñequeras. Aunque se le antojaba más espectacular que funcional, el sargento agradeció el hallazgo. Con eso podría localizar a posibles enemigos; no volverían a pillarlo desprevenido.

Ocultó el cadáver y demás material inservible tras unos arbustos, y se quedó con la comida, el fusil y los aparatos más útiles. Mientras avanzaba, no podía dejar de pensar en el hombre al que había matado. ¿Qué demonios estaba haciendo allí? No era un fundaca ni un correoso comando, y llevaba un equipo absurdo. ¿Una avanzadilla imperial, quizá destinada a aliarse con los fundacas? Eso sería extraordinariamente grave para la Corporación. De todos modos, aunque los imperiales no tenían fama de ser buenos soldados, no creía que fueran tan zotes como aquél. Tenía el deber de sobrevivir para informar a sus superiores. Ellos sabrían qué hacer, por supuesto. Al menos, les pagaban por pensar.