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ERIC se sentó sobre una piedra y se quitó el casco de plástico imitación de biometal. Sacó un pañuelo desechable de un bolsillo, se enjugó el copioso sudor de la frente y lo arrojó descuidadamente a sus pies. Acto seguido destapó su cantimplora y acabó con el medio litro de agua que le quedaba sin pararse a respirar.

—Joder, qué fastidio. Tendré que volver a llenarla —murmuró en cuanto hubo recuperado el resuello—. Me gustaría saber quién fue el sádico que diseñó esta mierda de traje. ¿Por qué no harán la guerra en camiseta?

Eric se levantó con un rictus de dolor en la cara, llevándose una mano al costado. Ciertamente, no se encontraba muy bien. Tenía agujetas hasta en las pestañas, las placas del uniforme se le clavaban en la entrepierna, infinidad de rozaduras lo martirizaban y exhibía unos cuantos hematomas. En lo que iba de jornada se había caído seis veces por un terraplén, las cinco últimas tratando de salir de él.

Después de unos cuantos traspiés, y de introducir con rara habilidad la pierna derecha en un profundo charco disimulado por unas matas, logró llegar al riachuelo. Sacó otro pañuelo, esta vez de tela, lo empapó de agua y se lo colocó en la frente, para tratar de reducir la congestión que lo agobiaba. Algo más aliviado, pudo dejar de jadear y llenó la cantimplora. Le echó una pastilla potabilizadora, esperó a que se disolviera y se bebió la mitad del contenido con ansia. Volvió a rellenarla y a añadirle otra pastilla, por si acaso.

Eric se sentía muy desdichado. Era consciente de que se movía por el campo con el mismo garbo que un elefante con zancos, y desde hacía un mes sufría raptos de pánico ante la idea de acudir a la Zona de Simulación. Sin embargo, todos sus conocidos jugaban, y tenía un estatus y una reputación que mantener. Maldita la gracia que le hacía pasar una semana sufriendo, durmiendo mal, siendo picado por perversos animalejos y cayéndose cada dos por tres. No obstante, había llegado a alcanzar una notable habilidad para esconderse, pasar desapercibido, dejar transcurrir el tiempo y luego inventarse una asombrosa historia acerca de sus hazañas.

Echó un vistazo a su alrededor. Estaba desierto; ya se había asegurado de eludir a todos los demás. Se quitó las botas con gesto de alivio y se tumbó a echarse la siesta en lo que parecía una especie de cojín natural. Resultó ser un nido de hormigas rojas, lo que implicó tener que desnudarse a toda prisa y meterse en las heladas aguas del río.

A pesar de todo, al final logró descansar y comer algo de sus raciones de supervivencia. Como el sitio parecía tranquilo, decidió que si encontraba un refugio podría pasar allí el resto de la semana y regresar fresco como una rosa. Incluso, con suerte, alguien podría cruzarse en su camino y lo abatiría con su fusil de agujas, que hasta la fecha sólo le había servido de bastón. Quizá podría alcanzar una puntuación que fuera la envidia de sus amigos, quién sabe.