AMANECÍA. El sargento Dmitri Guderian miró al sol naciente con indiferencia, mientras seguía familiarizándose con el terreno.
Como cualquier soldado de las F.E.C. destinado a desenvolverse en países extraños, había tenido que asimilar en su cerebro toda una enciclopedia sobre formas de vida, especialmente plantas y animales. No tuvo dificultad en reconocer una vegetación oriunda en parte de la Vieja Tierra, con alguna forma alienígena adaptada por los ingenieros genéticos para evitar incompatibilidades bioquímicas. Hasta donde se perdía la vista, un brezal cubría colinas y valles, en un paisaje agreste aunque monótono, sin grandes elevaciones. En la distancia se divisaba una turbera salpicada de pequeñas lagunas. Ninguna de las plantas parecía comestible, pero sólo era cuestión de buscar con más cuidado. Al menos, no tendría problemas con el agua. Todo aquel lugar rezumaba humedad.
Se puso a caminar en dirección a un barranco poco profundo que había a su izquierda. Se dio cuenta de que la mayor parte de las rocas eran calizas, pero encontró algún nódulo de pedernal, que recogió y se guardó en los bolsillos. Podría serle útil.
Como era previsible, por el fondo del barranco corría el agua, y las riberas estaban salpicadas por algunos sauces y chopos. Se acercó a la orilla. El líquido era claro, fresco. Tomó un poco en el cuenco de la mano y lo probó. Parecía potable. Confió en que el sistema antivenenos implantado en su organismo pudiera neutralizar cualquier toxina, y bebió hasta hartarse. Se lamentó de no tener un recipiente adecuado para llevar agua, aunque más adelante fabricaría alguno. Decidió seguir el riachuelo; de todos modos, iba en la dirección correcta.
No tardó en percatarse de la abundancia de conejos, a juzgar por los montones de cagarrutas que aparecían de vez en cuando. Llegó a divisar unos cuantos, pero huían en cuanto se acercaba. Eran asustadizos, mala señal; habían aprendido a temer a los humanos.
Dmitri Guderian estaba hambriento. No tenía ni idea de cuándo había comido por última vez, y no podía permitirse el lujo de debilitarse. Cabía la posibilidad de cazar conejos al acecho, pero era dudoso que capturara unos bichos tan veloces. Por lo tanto, buscó un sitio resguardado, se sentó, y examinó los trozos de pedernal recogidos. Tras unos cuantos intentos fallidos, logró tallar un hacha de mano razonablemente eficaz, y luego se dedicó a retocar las lascas. Horas más tarde, disponía de todo un surtido de diminutas herramientas, más afiladas de lo que aparentaban.
Se dirigió a un lugar donde el riachuelo se convertía en un diminuto pantano. Como suponía, la orilla estaba repleta de hierbas diversas que podían resultar útiles. Cortó las alargadas hojas de un junco, las examinó y las halló satisfactorias. Con las lascas de pedernal segó una buena cantidad de ellas, y volvió a su refugio. Allí se dedicó a trenzar las hojas para fabricar cuerdas, mientras devoraba unas zarzamoras que había hallado por el camino. Antes de que acabara el día, salió y colocó unas cuantas trampas de resorte, utilizando las cuerdas y las flexibles ramas de los sauces, en las zonas más frecuentadas por conejos, cerca de sus madrigueras.
Mientras esperaba en su refugio a que se hiciera de noche, y dado que había juncos de sobra, se puso a fabricar una honda para matar el tiempo. Por enésima vez, agradeció que el adiestramiento de los comandos destinados en mundos lejanos incluyera la fabricación y manejo de armas a menudo inverosímiles, pero que funcionaban. De una forma u otra, mañana comería carne. Necesitaba recuperar fuerzas para eludir a los fundacas y regresar a la civilización.