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EL sargento Dmitri Guderian miró a su alrededor, sin tener idea de dónde estaba. Su primer impulso fue refugiarse tras un arbusto. Después estudió el panorama, tratando de calmarse y poner en orden su mente. A juzgar por el color del cielo y la progresiva oscuridad, el sol no hacía mucho que se había puesto. A pesar de la menguante luz, pudo ver que se hallaba en un paraje accidentado, con colinas y pequeñas vaguadas, poblado de matorral y monte bajo. No recordaba cómo había llegado hasta allí.

«Malditos fundacas. Esto tiene que ser cosa suya. ¿Me habrán drogado?» Aguzó sus sentidos. Nadie parecía seguirle, o lo hacían muy bien. Se autoanalizó, y se llevó otra sorpresa. Vestía una camiseta gris, pantalones de tela ligera del mismo color y zapatillas de lona. Se palpó el cuerpo. Estaba desarmado, sin dinero e indocumentado.

«¿Y el uniforme? ¿Qué coño ha pasado aquí?»

Sin hacer ruido, comprobó que su organismo funcionaba bien. Vio que tenía algunos rasguños en la cara, y una contusión poco aparatosa en la frente. Empezó a sacar conclusiones.

«Me capturaron los fundacas, y sin duda me golpearon. Debí de escapar, pero no recuerdo nada. ¿Me darían alguna droga para hacerme hablar, que me ha provocado amnesia?» Se estremeció, al recordar algunas escenas vividas en las salas de tortura de los fundamentalistas necrólatras. «Mejor que lo haya olvidado… En todo caso, ¿dónde estoy, y qué hago vestido así?» Procuró tranquilizarse. «Esto no es la jungla de la Isla Larga. Por lo visto, me trasladaron al continente, o yo me escapé. ¿Qué habrá sido de los otros?»

Alzó la vista al cielo. Las estrellas comenzaban a brillar, y reconoció las principales constelaciones del hemisferio austral de Nueva Hircania. Sin embargo, parecían sutilmente distintas. Además, la gigante roja que marcaba el Polo Sur apuntaba en otra dirección, las Mandíbulas del Leviatán estaban más cerradas de lo normal y no se veía ninguna luna. Se extrañó, pero sin duda se había desplazado mucho por el planeta, y se encontraba muy al norte, cerca del ecuador. Lamentó que el clima perpetuamente nublado de la Isla Larga no le hubiera permitido adquirir más nociones de Astronomía. En cualquier caso, calculó que debía de hallarse entre el Mar del Adiós y las Estepas Blancas, un terreno con el que no estaba familiarizado. «He viajado más de cinco mil kilómetros, y aún no sé cómo». Se maldijo de nuevo por no recordar nada.

Pronto dejó de lamentarse. Calculó dónde podría estar la base corporativa más próxima, en algún país amigo. Si lograba llegar, los científicos analizarían su caso y le devolverían sus recuerdos. Si lograba llegar, claro. Tal vez le estuvieran cazando.

Se pasó la mano por la cara, y volvió a sorprenderse. Tenía barba de una semana, no más. Cinco mil kilómetros no se recorrían tan pronto; si estaba desarmado, ¿cómo había podido afeitarse? ¿Y de qué se había alimentado hasta entonces? Enigmas sobre enigmas, cuya solución podía esperar. Se centró en su principal tarea: sobrevivir sin armas. Le habría extrañado que los fundacas le dejaran algún utensilio aprovechable encima.

Descubrió que estaba muy cansado, pero se forzó a subir a lo alto de un montículo, tomando precauciones, para hacerse una idea del entorno antes de que fuera noche cerrada. No vio luces, ni oyó ruido de motores; sólo los sonidos de los animales nocturnos, que empezaban su cotidiana actividad. Bajó por la ladera y buscó un arbusto que le ofreciera protección. Desalojó a una pareja de escorpiones enfrascados en su danza nupcial, y se acomodó lo mejor que pudo. Se durmió enseguida, sin preocuparse más. Estaba entrenado para despertarse en condiciones de combate al menor ruido sospechoso.