LA enfermera miró a través del plástico irrompible de la ventana, mientras bebía el insípido café facilitado por un robot de servicio. La noche había sido larga y dura, por lo que no estaba de humor para admirar el magnífico espectáculo del amanecer, como hacían otros usuarios de la cantina. Y eso que la vista era soberbia.
El Hospital Gloria del Ekumen[1], el mejor de todo Baharna, estaba situado lejos de los núcleos urbanos, al borde mismo de la Gran Fosa. Los esbeltos árboles lanza, de más de doscientos metros de altura, comenzaban a desplegar sus ramas desde las escarpadas laderas rocosas para captar la luz de los dos soles nacientes, el rojo Orm y el dorado Ari. Simultáneamente, el cadencioso ulular de los pájaros vela surgía del fondo de los barrancos, como una oración misteriosa e indescifrable. Hasta las personas menos sensibles quedaban sobrecogidas, y guardaban un silencio respetuoso.
Pero la enfermera estaba cansada, y había contemplado ya demasiados amaneceres, todos idénticos salvo por la posición relativa de los dos astros. Y sabía que le aguardaban muchos más, sin nada que turbara la cotidiana rutina.
La noche anterior fue apoteósica. No es que la asustara el trabajo excesivo; los primeros años sí que resultaron movidos, con las guerras civiles aún frescas. En la cara de la enfermera se dibujó una sonrisa irónica. Una vez había sido una joven idealista, que se apuntó voluntaria a un convoy de ayuda humanitaria con destino a un mundo que prácticamente no figuraba en los mapas. Cuántos años hacía de eso, caramba. Al principio experimentó la satisfacción de contribuir a salvar vidas, e incluso se atrevió a echar raíces en Baharna. Brillante idea, sí. Luego llegaron el cansancio y el hastío, esos leales compañeros que nunca la abandonaban, los puñeteros.
Pero incluso el tedio era preferible a la emergencia de la que estaban saliendo a duras penas: una vulgar intoxicación alimentaria en un banquete de bodas, que afectó a quinientos comensales, con un simpático surtido de vómitos, fiebres y diarreas. Nada serio, pero resultó muy difícil manejar a tanta gente llorosa, quejándose y exigiendo responsabilidades.
La enfermera se levantó y abandonó la cantina, sin dejar de compadecerse. La emergencia había arruinado su día libre, y todos sus planes se fueron por la borda. Hasta tendría que anular una interesante cita que le había costado mucho conseguir, después de varios meses de sequía. Su malhumor creció por momentos.
Atravesó la sala de espera principal del hospital, abarrotada de gente. Sorteó los cuerpos que dormían tirados por el suelo, envueltos en mantas, y que no habían tenido la suerte de apropiarse de los sillones y bancos. Apresuró el paso; a pesar de los acondicionadores, el tufillo a humanidad no se podía disimular.
La enfermera exhaló un suspiro de alivio en cuanto llegó a los ascensores y subió a la tercera planta, silenciosa, en apariencia deshabitada y con las luces al mínimo. Tenía que recoger unos informes de Neurología para llevarlos al Registro General, y pensaba hacerlo sin prisas, tomándoselo como un paseo relajante. Aún no era hora de consultas, por lo que ningún paciente despistado la detendría para preguntarle por dónde se iba a los servicios o cuál era el camino más corto para llegar a Cardiología.
Al entrar en una salita divisó a una figura solitaria reclinada en un banco de plástico. Intrigada, se acercó y la examinó a conciencia, aprovechando que estaba dormida.
—Vaya, un espabilado que no bajó con los demás cuando acabó el turno de visitas, ayer por la tarde. ¿Cómo no lo habrán visto los celadores? —murmuró—. De todos modos, creo que abajo estaría mejor; es un milagro que haya podido conciliar el sueño en un sitio tan incómodo. Va a acabar con la espalda hecha un cuatro…
Era un hombre de edad indeterminada, delgado, con el pelo negro cortado casi al cero. No lucía muy saludable, aunque su tez amarillenta podía deberse a la herencia, y no a la enfermedad. Además, debía de estar viviendo una pesadilla, porque se agitaba y su expresión era de sufrimiento. La enfermera se apiadó y decidió despertarlo. Con suavidad, le puso la mano en el hombro.
Setenta y cuatro centésimas de segundo después, estaba tumbada en el suelo. El hombre la había inmovilizado completamente poniéndole una rodilla en el pecho, mientras le oprimía la tráquea con el antebrazo izquierdo, y dos dedos de la mano derecha le apuntaban directamente a los ojos, dispuestos a reventárselos con un movimiento.
«Me va a matar». La enfermera comprobó que era cierta aquella leyenda de que toda la vida pasaba ante una cuando le llegaba la última hora. Estaban solos; nadie acudiría a socorrerla, y aquel individuo no iba a permitirle gritar pidiendo auxilio. Sin embargo, sólo le impresionó una cosa: su cara. Era tan inexpresiva como un robot; no había odio, miedo, ni emoción alguna.
Por fortuna, un segundo después todo cambió. El hombre abrió la boca para decir algo, y dio la impresión de que estaba asustado, muy asustado. Liberó de la presa a la enfermera, y la ayudó a levantarse. Parecía avergonzado.
—Perdone, señora; ha sido un accidente. Yo…
La enfermera se rehízo en un momento, a pesar de que las piernas se negaban a sostenerla. Se apoyó en el banco e intentó sonreír. Tenía que manejar aquel asunto con delicadeza, ya que huir no serviría de nada frente a un tipo que se movía más rápido de lo que nunca hubiera creído posible. Trató de recordar cuanto le habían enseñado acerca de cómo controlar a enfermos difíciles. Hizo acopio de valor y se sentó a su lado, asiéndolo de la mano. No era la primera vez que tenía que calmar a algún paciente histérico y, por otra parte, temía que ella misma fuera a desmayarse. ¿Y si aquel sujeto la atacaba otra vez? ¿Por qué no aparecía algún vigilante, o al menos la señora de la limpieza?
Sin embargo, el hombre no parecía en absoluto belicoso. Era la viva imagen de la desolación y el abatimiento. Tampoco se mostraba muy ducho en el arte de la conversación, y sus intentos de disculparse resultaban patéticos.
—Yo… No debió acercárseme así, señora. No quise hacerle daño, pero es algo automático, compréndalo. Nunca me habría perdonado si le hubiera pasado algo. Joder, es que…
Ella lo comprendió todo. Le puso una mano en el hombro.
—Un comando, ¿verdad?
Él la miró, y sonrió por fin.
—Sargento Dmitri Guderian —le tendió la mano.
—Delilah Arnáu —respondió al saludo. El apretón fue firme; el canto de aquella mano parecía de granito.
—Acepte mis excusas, por favor. Nos entrenan para que reaccionemos así cuando nos hallamos en un lugar hostil. Estaba amodorrado, y creí encontrarme otra vez en… —sacudió la cabeza, como tratando de librarse de un recuerdo desagradable—. Qué desastre.
—No se apure, Dmitri —lo miró otra vez; desde luego, no era alguien en quien uno se fijase dos veces al cruzárselo por la calle—. A lo mejor he visto muchas películas, pero no parece usted un militar. Se supone que miden más de metro noventa, y que están cachas.
—En el cine sólo salen macarras atiborrados de esteroides. Con esas pintas, nunca lograríamos que el enemigo se confiara —repuso, sin darle importancia.
Delilah se estremeció, aunque procuró no demostrarlo. Sin duda, aquel hombre pertenecía a las tropas de élite, un comando o algo semejante. Recordó haber leído en una revista que en un sistema vecino la Corporación[2] combatía contra una guerrilla fundamentalista; por cierto, el reportaje era sumamente desagradable, con unas fotos que ponían los pelos de punta. El tal sargento Guderian debía de estar de baja, seguramente por alguna herida de guerra. A cambio de la ayuda humanitaria que ofrecía a un planeta tan atrasado como Baharna, la Corporación usaba los hospitales para revisar a sus propios soldados. Trató de ser amable, mientras miraba con disimulo el pasillo, a ver si aparecía alguien.
—Dmitri es un nombre ruso, ¿no? ¿Procede su familia de la Vieja Tierra?
—Si quiere que le diga la verdad, no tengo ni idea. Nací en una estación espacial en Alfa Centauri. Como era un negado para el arte Hihn, me tuve que largar de allí, y me alisté en el Ejército. Nunca he vuelto por aquel sitio.
—Entonces habrá visto usted muchos mundos. Tiene que ser excitante, ¿verdad?
—No.
Delilah se arrepintió al instante de haberlo preguntado. Dmitri la miró a los ojos, y ella lo imitó por un momento. Se encontró frente a unas pupilas que habían contemplado mucha sangre, demasiadas muertes. Se sintió turbada, y trató de buscar desesperadamente un tema de conversación.
—¿Qué le ha traído a nuestro hospital, Dmitri?
—El médico de campaña me recomendó una cura de reposo: dos meses tumbado al sol, en alguna cala perdida, a cuenta de las F.E.C.[3] La verdad es que me hace falta, por si no se había dado cuenta, je, je… En aquel momento, no me figuré que se necesitara tanto papeleo para que me concedieran unas cochinas vacaciones. Me enviaron a este planeta en un carguero mugriento, me sometieron a diversas pruebas durante tres días, y me tienen casi una semana aguardando los resultados. Ya sé que la Seguridad Social no es una maravilla, pero creo que nos merecemos algo mejor a cambio de liquidar enemigos y hacer el trabajo sucio, mientras que los jefes y oficiales van a clínicas de lujo, ¿no cree usted, señorita? —Delilah asintió con entusiasmo, por supuesto—. Todo el día de ayer dando vueltas como un imbécil para obtener el impreso de baja, y cuando lo consigo y voy a que el encargado me lo firme, resulta que ya se había marchado. ¿No te jode…? Así que decidí sentarme aquí y esperar hasta que abrieran las oficinas. Por lo visto me quedé frito y… Bueno, el resto lo sabe usted mejor que yo.
Delilah, alarmada, vio cómo Dmitri se exaltaba conforme iba hablando. Sin embargo, al final él hizo un esfuerzo de autocontrol, respiró hondo y su cara volvió a aparecer afable, aunque la sonrisa era un tanto forzada. «Este tipo es capaz de armarla si hoy no le hacen caso, lo que es bastante probable dada la masificación que padecemos». Y entonces tuvo una idea para salir del paso.
—Si lo desea, Dmitri, yo puedo encargarme de solucionarle el problema. Hablaré con el médico de guardia, o con quien haga falta, y lo tendrá todo listo a primera hora. Pero aún es temprano. ¿No le apetece bajar a la cafetería a desayunar? Ande, ya verá como todo se arregla enseguida, y de aquí a unos días estará en Tropicalia, tostándose en la playa.
Dmitri la miró con una expresión de agradecimiento que la tranquilizó, e incluso la hizo sentirse útil. Ya abajo, y mientras él devoraba unos bollos con mermelada, ella pidió al robot camarero un magnífico sedante: bourbon con hielo. En cuanto se lo sirvió, se llevó la bebida a los labios y dio un largo trago con los ojos cerrados. Después se secó la boca con el dorso de la mano, ante el asombro de una compañera que pasaba por allí. Ya podía enfrentarse de nuevo al mundo. De todos modos, mientras terminaba de vaciar el vaso y el alcohol cumplía con su salutífera función, la enfermera se lamentó de no haber elegido otra profesión con menos riesgos, más bonita e interesante. Azafata de líneas aéreas, por ejemplo.