EPÍLOGO

Los espartanos llegaron un día más tarde por la carretera de Corinto. Sus armaduras eran magníficas, y sus mantos rojos ondeaban al viento del oeste, y la cabeza de su columna tuvo el tiempo justo de ver los últimos barcos de la flota bárbara, que dejaban atrás el canal junto a Salamina y ponían rumbo a Naxos.

Atravesaron las montañas para ir a Maratón, donde vieron a los bárbaros muertos, y después volvieron a Atenas para llenarnos de alabanzas. Creo que la mayoría de esos cabrones tenían envidia.

En Maratón murieron muchos hombres; amigos míos, y hombres que me habían seguido. Y en mi casa me esperaba algo peor, aunque yo no lo sabía.

En cuanto nuestros heridos menos graves fueron capaces de andar, me llevé de vuelta a Platea a nuestros hombres, por las montañas. Seguíamos temiendo un ataque por parte de Tebas. De hecho, los atenienses nos mandaron a mil hoplitas para que nos acompañasen a casa y para demostrar a Tebas que habían elegido un mal aliado. Atenas se deshacía en atenciones con nosotros… hasta ahora, zugater, la sacerdotisa de Atenea bendice a Platea todas las mañanas con su primera oración; y antes de que hubiera transcurrido un año nos hicieron ciudadanos atenienses, con los mismos derechos de ciudadanía que los propios Arístides y Milcíades, de modo que todos aquellos esclavos liberados podían volverse a Atenas como hombres libres, si querían.

Bajamos por la larga ladera del Citerón, tres mil hombres, ciudadanos nuevos y antiguos, y el valle del Asopo se extendía ante nosotros; sus campos eran como el mejor tapiz que podría tejer una mujer con colores suaves, dorados y verdes claros.

En el santuario del héroe, Idomeneo hizo detenerse a sus hombres (a los que habían sobrevivido), y nos abrazamos.

—Buen combate —dijo con su sonrisa loca.

Vertimos libaciones para el héroe. A centenares, probablemente. Aunque resulta extraño, uno de los recuerdos que tengo de aquel día de otoño son los charcos de vino ante la tumba del héroe. No recuerdo haber visto verter allí tantas libaciones, y la imagen del vino en los surcos dejados por las ruedas de los carros es una de las más vívidas que asocio a Maratón. No estábamos cometiendo hibris. Estábamos dando gracias.

Después, bajamos a las sombras crecientes del valle, y nos detuvimos junto a nuestras propias murallas y formamos la falange una vez más. Salieron a vernos miles de ciudadanos; ya sabían de nuestra llegada desde que se había atisbado en los pasos de montaña el primer brillo del bronce, y hacía mucho tiempo que les habían llegado corredores con el relato de la batalla y con el número de los muertos y sus nombres.

Formamos por última vez, y Mirón salió de la falange.

Yo me quité el casco y le entregué mi lanza.

—Ya no estamos en guerra —le dije—. He sido arconte de la guerra, y devuelvo mi lanza.

Él la tomó.

—Plateos —dijo—, os traigo de nuevo a vuestra ciudad, en paz.

Y ellos aclamaron; los hoplitas, y los nuevos ciudadanos, y las mujeres, y los niños, e incluso los esclavos.

Qué bueno sería poder terminar aquí.

Sírveme un poco más de vino.

Busqué con la vista a Euforia; en realidad, no esperaba verla, pues debía de estar de nueve meses; pero tampoco veía a la esposa de Hermógenes, ni a mi hermana. Recuerdo que Antígono y yo estábamos juntos y que tuve en la punta de la lengua una broma sobre que, por primera vez, nosotros llegábamos puntuales y nuestras esposas se retrasaban.

Pero antes de que hubiera tenido tiempo de soltar mi pulla cruel, uno de mis tracios, de los hombres a los que había liberado, salió al Campo de Ares. Nos contó con lágrimas en las mejillas la noticia que traía. A decir verdad, no recuerdo nada después de aquello, hasta que me encontré junto a su lecho. No la había llegado a ver por cosa de tres horas.

Había sangre; tanta sangre que bien parecía que ella hubiera muerto en Maratón. Había librado su propio combate, un combate largo, y no se había rendido ni había cedido terreno. Se había mantenido en su puesto hasta el final, y había echado al mundo a nuestro hijo, a costa de su vida.

—Le dije que venías —me dijo Pen. Me estrechó con fuerza, y yo no sentía más que la fatiga y la falta aplastante de emociones que me habían acosado desde que tomamos al asalto el olivar—. Se lo dije, y ella me cogió de la mano… ¡oh!

Pen lloraba. Antígono lloraba.

Yo me sentía como si estuviera envuelto en un manto espeso de lana.

Bebí algo de vino, y después me tendí en unas mantas con los ojos abiertos. Después, una vez tomada mi decisión, me puse de pie. La levanté (no pesaba nada) y la saqué al establo. Cogí un caballo (no es un gran delito entre cuñados) y llevé su cuerpo atravesado sobre mi regazo, como la había llevado a través de las montañas cuando era mi novia.

La llevé a casa.

De mi casa no quedaba nada más que la fragua, claro está. Cleito y Simón me habían quemado la casa.

La tendí sobre la mesa de trabajo de mi fragua, y lo puse todo sobre ella, todas las joyas que había salvado mater de la casa; todo el botín que me había llevado de Maratón o que me habían regalado los atenienses agradecidos; hasta que relucía como una diosa.

Después, encendí mi fragua.

Oré a Hefesto, y encendí mi antorcha en el fuego de mi fragua.

Después, prendí fuego a mi fragua y la dejé que ardiera para que le sirviera de pira funeraria.

Ardía a mi espalda con el fulgor del sol naciente. Bajé la colina a caballo, alejándome de la finca y del fuego. Seguí cabalgando hasta que oí el estrépito que se produjo al ceder la viga del techo, y el rumor de las llamas que prendían en el resto del edificio; y entonces puse el caballo al galope y me alejé.

No os había prometido una historia alegre.

Si os cuento más…

Si os cuento más, zugater, será otra noche. Y entonces os contaré cómo rompí el molde de mi vida y lo tiré; cómo me fui con Milcíades, y después a Sicilia, y dejé tras de mí a Grecia.

Pero, de momento, dejad que un viejo llore lágrimas viejas. Tantos muertos… y solo quedo yo para cantarlos. Soy el último.

Pero cuando oréis a los dioses, recordad que en Maratón los hombres estuvieron firmes como los héroes antiguos, y que fueron mejores. Y que todavía no son mejores que las mujeres que los paren.

¡Vino!