Dormí mal. Espero que no tengáis peor concepto de mí si os reconozco que la noche antes de la batalla de Maratón, y a pesar de que mi cabeza me decía que teníamos a los hombres necesarios y la voluntad de victoria, estaba despierto e inquieto. No me inquietaba la muerte. Nunca me inquieta la muerte. Lo que me preocupaba era el fracaso; y, tendido en mi piel de oso, rodeado de ruidos de ronquidos, y de susurros nerviosos, y probablemente de algún que otro pedo, me preguntaba qué podría hacer mejor.
El golpe de mano nocturno me obsesionaba. Me había perdido, y no había dicho a mis hombres lo que les tenía que haber dicho, y había cometido otra docena de errores. De modo que me quedé despierto, repasando mis actos de aquella mañana. Cuando estás al mando, te preocupas por las cosas más absurdas.
Me preocupaba ponerme la armadura y tener después ganas de cagar. Me preocupaba qué diría; se espera que el polemarca suelte una arenga. Me preocupaba despertarme demasiado tarde, y el aspecto de mi armadura. Gelón ya era libre, y no me habían sacado brillo al casco desde que salí de Platea. El héroe debe tener aspecto de tal.
Me preocupaba cómo afrontar el terreno irregular que tendría a la izquierda todo el día; y me preocupaba el efecto que podrían tener cuatrocientos hombres no entrenados en la retaguardia de mi falange.
Por el Hades, amigos, ni siquiera recuerdo todas las cosas de que me preocupé la noche antes de la batalla de Maratón.
Y cuando pensaba en mi esposa, en mi esposa maravillosa, lo único que se me ocurría era que, si ella estuviera allí, podríamos hacer el amor, y que aquello me animaría. Solo que por entonces ella ya se encontraba con el embarazo bien avanzado, y dicen que hacer el amor cuando el vientre está redondo es malo para el niño. Yo, personalmente, no creo que hacer el amor pueda ser malo para nadie; pero son las cosas que dice la gente.
Creo que fue entonces cuando me quedé dormido. Pensando en ella.
No; miento. Me ha traicionado la mente, y he venido aquí a decir la verdad. Mis últimos pensamientos estuvieron dedicados a Briseida. Si vencíamos…
Si vencíamos, ¿estaría más cerca de ella? Y ¿dónde estaba ella? Recité en la oscuridad la poesía de Safo a Afrodita, dedicándosela a Briseida. Y solo después me quedé dormido.
Me desperté a oscuras, y oí los ronquidos; pero en cuanto abrí los ojos, me entró todo en tropel, como entran los animales por una puerta abierta cuando no se les ha dado de comer y tienen comida en los pesebres. Todas mis preocupaciones.
Me levanté. Estaba declinando la estrella Sirio, y no faltaba mucho para que amaneciera; y, por otra parte, tenía frío.
Idomeneo se había acurrucado cerca de mí en el transcurso de la noche; y, cuando me levanté, él se revolvió.
—Por Ares, ¿ya es de día? —dijo.
Le eché encima mi pesado himatión.
—Duerme una hora más —le dije.
—Que Afrodita te bendiga —dijo con una sonrisa; y el sinvergüenza del cretense se quedó dormido al momento. Era extraño que hubiera hablado de Afrodita.
Aticé nuestra hoguera (los del grupo que comíamos y dormíamos juntos teníamos nuestra hoguera, claro está) y le eché una brazada de leña que alguien, como buen soldado, había dejado preparada. El fuego se animó, y me calenté.
Mi equipo estaba bien apilado bajo la funda de cuero de mi aspis. Aquello era obra de Gelón; debía de haberlo hecho después de la reunión de los esclavos liberados. Había pulido mi coselete hasta sacar brillo a las escamas, y el casco estaba como un espejo de mujer, y los reflejos de la lumbre le bailaban en la frente curvada y en los cuervos de las carrilleras.
Llegó Gelón y se arrodilló a mi lado. Yo no le había visto levantarse.
—¿Te vale así? —me preguntó, tal como me había preguntado otras mañanas después de haber hecho una chapuza. Aquello no era ninguna chapuza.
—Espléndido —dije. Hasta me había montado el penacho de gala, el que me había hecho Euforia; y también me había extendido el manto.
—Es mejor que tengas el aspecto propio de tu papel, polemarca —dijo, y me dio un apretón en el brazo—. Tengo entendido, según Estiges, que me has traído mi armadura.
—Así es —dije—. Pero no le he sacado brillo.
Se rio en silencio.
—Eres buen hombre —dijo—. ¿En los bagajes?
—Con la mula de Estiges. No quería que la encontrases.
Hice señas hacia la parte inferior de la colina.
Hacia el oriente, el cielo negro azulado se iba volviendo gris.
A un millar de entre nosotros solo les quedaban unas horas de vida.
Comí solo un cuenco de sopa caliente y un buen trozo de carne de cerdo que había sobrado del banquete de la noche anterior. Mojé pan en la sopa y me bebí dos copas grandes de agua y otra de vino.
Después, sin más ropa que mi quitón de llevar debajo de la armadura, una cosa sucia de lino que alguna vez había sido blanca, crucé el campamento hasta llegar al lugar de reunión de los estrategos. El día empezaba a calentar, y prometía ser tan caliente como mi fragua.
Fui el primer estratego que llegué. El segundo fue Milcíades, lo que habla mucho de su estado anímico, y Arístides llegó en tercer lugar. Después llegaron los demás en grupo; y en esta ocasión estuvimos juntos, sin tener en cuenta quién había votado a favor de librar batalla y quién había votado en contra. De hecho, ayudé a Leonto a atarse la coraza mientras Milcíades hablaba. Leonto tenía una hermosa coraza de cuero blanqueado, con armazón pesado de cuero negro y escamas en los costados, y su armadura se ataba con cordones de color rojo vivo.
—Y bien —dijo Milcíades. Miró a su alrededor entre la media luz del amanecer—. Hoy me toca a mí el mando por derecho propio, y hoy lucharemos. En cuanto los muchachos hayan comido, bajaremos la colina. Quiero que los plateos bajen los primeros. Que apoyen en la colina el escudo de su último hombre de la izquierda, y después todos formaremos a partir de ellos para que no quede ningún hueco. Y, amigos —dijo, y nos miró a todos—, lo único que tenemos que hacer para vencer es mantener sólida la línea, de un extremo a otro. Sin huecos. Sin vacíos. Nada. Escudo contra escudo desde las colinas hasta el mar.
Todos lo entendimos y asentimos con la cabeza.
—Todos conocéis el orden de izquierda a derecha, ¿no es así? Así que, cada contingente va bajando por orden, sin precipitarse y sin empujar. La clave de la victoria es la formación de la línea de batalla. Una vez que estemos formados, ya habremos hecho la mitad del trabajo. Si lo jodemos, seremos todos hombres muertos.
Arístides enarcó una ceja.
—Lo hemos entendido.
Milcíades no sonrió.
—Pues aseguraos de ello. Siguiente cosa. Cuando lleguemos a tiro de flecha del enemigo, a la distancia a la que pueden alcanzar ellos, atacamos a paso de carga. ¿Entendido? A todo correr, y al hombre que afloje o que se caiga, que el Hades se lo lleve.
Esto los hizo hablar.
—¡Nos disgregaremos! —protestó Leonto.
Milcíades negó con la cabeza.
—En el este da resultado. El joven Arímnestos, aquí presente, atacó una vez a paso de carga a cien persas él solo…
—¡Con otros diez hombres! —dije yo.
—Y el resto de la falange vino detrás. Los demolisteis, ¿verdad? —dijo Milcíades.
Terminé de atar el último lazo de Leonto y me volví hacia los demás.
—Así se apura a sus arqueros —dije—. Les falta tiempo y espacio para tirar. —Los recorrí con la vista—. Nosotros somos los mejores atletas del mundo, y, con los dioses a nuestras espaldas, podemos recorrer ese terreno en un tiempo mínimo.
—Tú tienes el mando —dijo Leonto a Milcíades, encogiéndose de hombros. Después, sonrió—. De acuerdo. Soy rápido. Correré.
—¡Tú asegúrate de que el resto de tu tribu avanza también! —dijo Sófanes.
Y eso fue todo; había sido quizá la reunión de mando más breve que habíamos tenido hasta entonces. Calímaco preguntó a Milcíades dónde debía ponerse él, y Milcíades le respondió con un gesto solemne de la cabeza.
—Tú eres el polemarca —dijo—. Ponte a la derecha de la línea.
Calímaco hizo una reverencia.
—Es un honor. Pero el puesto es tuyo si lo quieres.
Milcíades negó con la cabeza.
—Ya ocuparé el puesto de honor cuando sea polemarca —dijo; y así quedó la cosa.
Después, muchos nos abrazamos, y si me tiembla la voz al contarlo… es que abracé a muchos hombres a los que quería desde siempre, y todos lo sabíamos. Todos sabíamos que, ganásemos o perdiésemos, pagaríamos un precio alto. Una batalla es eso, una matanza selectiva. Solo que esta vez, en vez de estar con extranjeros y con «aliados», estaba en un ejército donde estaban mis amigos en todas las líneas, y cada muerto sería perder a un hombre al que conocía. Todo era muy personal.
Más vino, muchacha. ¡Y esto, para las sombras de los héroes que cayeron allí!
De modo que mi amigo Hermógenes, filarca de la columna izquierda de Platea, fue el primer hombre que bajó de la colina, el primero que formó y el eje de nuestra línea. Y Calímaco fue el último jefe de fila que bajó de la colina, y el que formó en el extremo derecho de la primera fila. El escudo de Hermógenes rozaba los árboles, y Calímaco tenía la sandalia derecha metida en el agua; o así solíamos contarlo nosotros.
Nuestros plateos estaban formados en doce filas de ciento veinte hombres de ancho. Ocupábamos un poco más de un estadio de la anchura de la llanura, y en orden normal nuestra última fila estaba a veinticuatro pasos de la primera.
Las tres tribus que se dispusieron a nuestro lado se habían «reforzado» con infantes ligeros, y también ellas formaban en doce filas. En la falange de la izquierda se había puesto también a muchos de los arqueros atenienses. De modo que su formación era profunda, y cubrían tres estadios más a lo ancho.
Cuando empezó a formar la parte central de la línea, ni siquiera la veíamos. En el centro iba Arístides con sus Antíocos, y su formación era el doble de ancha que la nuestra y solo la mitad de profunda, de solo seis filas, para cubrir más terreno frontal. Allí iban los hombres más ricos y mejor armados, y Milcíades confiaba en que serían capaces de soportar los tiros más concentrados de los arqueros enemigos. O al menos espero que pensara aquello; porque, de lo contrario, estaría pensando que la flor y nata de los arqueros enemigos, los sakas, le quitarían de encima a todo un mundo de adversarios políticos.
En el centro iban tres tribus, y cubrían casi cinco estadios.
Y a la derecha iban tres tribus más, de profundidad doble como nosotros, y cubrían tres estadios más. De manera que nuestra línea de batalla medía doce estadios o más de un extremo a otro.
Nadie podría impedir que una línea tan larga se deformase, fluyera y se doblara. Pero la formamos bien, y los bárbaros se presentaron mientras la estábamos formando.
Hicieron lo que habían hecho el día anterior; pero todo se volvió loco, como una tormenta repentina.
En primer lugar, la formación de los persas resultaba aterradora vista a ras de tierra. El día anterior, yo la había visto desde un punto a treinta metros por encima de la llanura. Había sido majestuosa y profesional. A ras de tierra, era como ver a un león que se agazapa para dar el salto.
Salieron de su campo con fluidez y en silencio, doce mil soldados profesionales que corrían a sus puestos casi en menos de lo que se tarda en contarlo.
Y avanzaron hacia nosotros.
Mi extremo de la línea se había asentado en posición. Los hombres se arrodillaban para atarse una sandalia, se secaban el rocío de los escudos, reían, apoyaban los escudos en el suelo o en el empeine del pie izquierdo.
El avance de los bárbaros nos quitó las ganas de reír. Se derramaron por la llanura como una inundación repentina, y los jinetes de sus flancos parecían dioses cubiertos de oro que brillaban al sol. Avanzaban sin emitir sonido alguno, salvo el tintineo metálico de los arneses, del metal contra el metal, el traqueteo hueco de los escudos metálicos contra las piernas revestidas de armadura.
Tal como habían hecho el día anterior, pusieron a nuestra derecha a sus fenicios y a sus griegos, de manera que yo me encontraba frente a persas, cuyas primeras filas iban armadas igual que nosotros, hombres grandes con armadura pesada y escudos (principalmente escudos ovalados, muy parecidos a nuestros antiguos escudos beocios) y con lanzas cortas y pesadas, pero seguidos de seis filas de arqueros. Frente a Hermógenes venía una tropa de caballería persa noble. Directamente frente a mí había un hombre que llevaba un casco que parecía de oro. Adelantándose a la luz del sol recién salido, profirió un grito de guerra, y sus hombres le respondieron al unísono con un grito único que nos llegó como un desafío.
Recuerdo que se me cortó el aliento en la garganta.
A su derecha, desde mi punto de vista, venían los medos. Los medos de a pie eran el segundo contingente más numeroso, después de los sakas, y tenían armaduras, los mejores arcos, espadas cortantes y hachas. Supuse que más allá de éstos, en su centro, estarían los sakas, los mejores arqueros del enemigo, y después, ante nuestra derecha, frente a Milcíades, los griegos enemigos y los fenicios.
Estaban formados exactamente igual que el día anterior. Mis plateos estaban frente a la flor y nata del ejército enemigo.
Aquello me estabilizó. Ser el más débil tiene sus ventajas. Y en aquel momento supe lo que iba a decir.
Se acercaban avanzando velozmente por la llanura como perros de caza o como lobos. Como lobos hambrientos.
Yo tenía a mi derecha a Leonto. Dejé mi escudo a Teucro y corrí hasta Leonto… un estadio de ida y otro de vuelta, muchas gracias.
—Voy a lanzarme a la carga en cuanto estén a tiro de flecha —dije, señalando a través del campo.
Se quedó sorprendido.
—¿Es eso lo que quiere Milcíades? —preguntó.
—No sé qué quiere Milcíades —dije—. Si se lo quieres preguntar, está cinco estadios más allá. —Me encogí de hombros, cosa difícil de hacer bajo una armadura de escamas de once kilos—. Pero en cuanto se detengan a disparar, saldré por ellos.
Leonto observaba a los persas. La tormenta de flechas caería sobre sus hombres, no sobre los míos.
—Estoy contigo, plateo —dijo.
Le di un golpecito en el aspis a modo de apretón de manos y me volví corriendo a mi lugar; y los de su tribu me aclamaban al pasar ante ellos. Estaban levantando los escudos del suelo, bajándose los cascos; y cuando llegué hasta mis propios hombres, Idomeneo ya había dado las órdenes.
El enemigo estaba aún a tres o cuatro estadios de distancia.
Así pues, recorrí la parte frontal de mi primera fila andando, obligándome a mí mismo a no apresurarme. Miré a los ojos a todos los hombres de la fila; algunos decían unas palabras, otros movían la cabeza haciendo ondear el penacho al recibir en las crines la brisa del mar. Caminé hasta que llegué hasta Hermógenes.
—Lucha bien, hermano —dije.
—Llévanos a la gloria, polemarca —dijo. Vi su sonrisa por la ranura de la tau de su casco.
Por los dioses, esas palabras me llegaron al corazón.
Después, volví andando, forzándome a andar, a pesar de que los persas y los medos iban reduciendo el paso, más cerca de lo que yo esperaba, más aprisa de lo que yo había creído posible. Los persas de a caballo, los mejores de los mejores, estaban tan cerca que parecía que los podíamos tocar, tan cerca que parecía que podían alcanzarme y destriparme antes de que yo me refugiara entre nuestras filas.
Me detuve ante el centro de mi línea, di la espalda al enemigo y alcé los brazos. Después, con un gesto como los que nos había enseñado Heráclito, con el amplio movimiento del brazo derecho propio de los oradores, indiqué que me disponía a hablar.
—Podría hablaros del deber —grité; y ellos guardaron silencio—. Del valor y de la areté, y de la defensa de la Hélade y de todo lo que os es querido.
Hice una pausa y me forcé a mí mismo a mirar a mis propios hombres, sin volver la cabeza para mirar al enemigo, que se iba acercando cada vez más a mi espalda.
—Pero sois plateos, y sabéis lo que es la excelencia, y sabéis quién es valiente. De modo que os diré dos cosas. La primera: ayer, muchos de vosotros erais esclavos. Y, en segundo lugar, aquí no hay nadie que espere que venzamos a los persas. Somos el flanco izquierdo de la línea de batalla, y lo único que pide Atenas es que tardemos en morir. —Hice una pausa, y después apunté con mi lanza al enemigo—. ¡Paparruchas, hermanos! ¡Somos plateos! ¡Aquí todos somos plateos! ¡Allí tenemos toda la riqueza de Asia! Los dioses nos han enviado a los persas en persona, y cada uno lleva encima una fortuna en oro. ¿Ayer eras esclavo? Mañana puedes ser aristócrata. O estar muerto, e irte al Hades con los héroes. No importa lo que hayáis sido, lo que seáis en este momento, las ganas que tengáis de mearos encima o de escabulliros… ¡si vencéis hoy, el mañana es vuestro! ¡Todo ese oro será vuestro si sois lo bastante hombres para apoderaros de él!
Mis plateos respondieron con un rugido, como un ladrido agudo. Solo entonces eché una rápida mirada a nuestros enemigos. Estaban a un estadio de distancia, o más. Volví a mi lugar en las filas. Me eché el aspis al hombro y así mis lanzas; la lanza de cazar ciervos, fina y ligera, en la mano derecha, y la pesada de matar hombres en la mano izquierda, con la que llevaba también el antilabe del escudo.
Me volví a Idomeneo.
—¿Cómo he estado? —le pregunté.
Él asintió con la cabeza. Llevaba un yelmo cretense que le dejaba la cara al descubierto, y su sonrisa era amplia.
—Todo el mundo entiende el oro —dijo—. La areté es un poco más complicada.
—¿Ves a ese cabrón de a caballo con el casco de oro? —dije—. Iré por él. Pero tiene que caer; y si yo caigo, o si fallo, ve tú a por él. ¿Entendido?
Toqué la punta de su lanza con la mía, y vi su sonrisa.
—Dalo por muerto —dijo Idomeneo.
—Sí —respondí.
Esbozó su sonrisa loca, de combate.
—Claro —dijo.
Me volví hacia Teucro, que estaba justo a mi espalda.
—Escucha, amigo, no quites la vida a ese hombre. Quiero que los suyos lo vean caer bajo mi lanza. En un combate como éste, todo depende de los primeros segundos.
—A la orden, señor —dijo, no muy convencido.
Frente a mí, toda la línea de batalla enemiga (tan larga como la nuestra, y también tan profunda, como mínimo) iba perdiendo velocidad. No se detuvo de pronto. Una línea de quince estadios de largo tarda tiempo en detenerse y en enderezarse.
—¡Preparados! —bramé—. ¡Lanzas arriba!
—¡Manda orden cerrado! —me susurró Idomeneo.
—Yo sé lo que me hago —dije.
Los atenienses me obedecieron con la misma prisa que mis propios hombres, y tres mil hombres alzaron las lanzas sobre las cabezas, con la punta de la lanza un poco por encima del borde del escudo, con la contera bien alta en el aire para que no estorbe al hombre de atrás o, peor todavía, para que no le dé en los dientes.
Estábamos a un estadio del enemigo. Los persas se estaban asentando, clavando flechas en el suelo. La caballería estaba incluso retrasada respecto de su línea de batalla principal; algunos jinetes intentaban abrirse camino entre las malezas que había a nuestra izquierda, y pasaban apuros, pero a mí me producían ardor de estómago.
Hice un gesto con la cabeza a Idomeneo, y él hizo sonar el cuerno; dos notas largas y duras, separadas por una pausa tan estrecha que apenas habría cabido una hoja de espada por ella.
Y entonces nos pusimos en marcha.
¿Habéis corrido alguna vez una carrera pedestre? ¿Habéis corrido el hoplitódromo? ¿Habéis corrido el hoplitódromo con cincuenta hombres? Imaginaos a cincuenta hombres. Imaginaos a cien hombres… a quinientos, a tres mil, que toman todos la salida a la vez al sonar un cuerno.
Nos pusimos en marcha, y los dioses quisieron que nadie tropezara en nuestra línea. Un pobre patoso que hubiera caído de cara podía haber marcado la diferencia entre la victoria y la derrota. Pero ningún hombre cayó en la salida.
A mi derecha, los atenienses se pusieron en movimiento en cuanto lo hice yo, y los persas y los medos alzaron los arcos y dispararon… demasiado aprisa y demasiado lejos. Murieron hombres de las últimas filas, pero ni una sola flecha alcanzó el frente de la formación.
Es una táctica, abejita. Ellos se detienen a tirar a una distancia dada, una distancia a la que tienen ensayado el tiro, y te hacen polvo… si te quedas allí, aguantando. Pero si avanzas…
Cada paso era un paso hacia la victoria. Estábamos al borde de un trigal, aplastado por las pisadas de los psiloi en los días pasados, y los clavos de mis zapatos espartanos se aferraban al terreno mientras corría, a grandes zancadas, igual que en el hoplitódromo.
Por eso no había mandado ir en orden cerrado, claro está. Porque los hombres necesitan espacio para correr.
Yo no iba el primero ni el último; Idomeneo ya me sacaba un cuerpo de caballo de ventaja a los pocos latidos del corazón de haber tocado el cuerno. Mi vieja herida me impedía ir el primero. Pero tampoco era el último. Miré por encima del borde de mi escudo. Teníamos delante a persas, a medos y a un puñado de sakas, y todos tenían arcos.
Diez pasos más, y los persas tiraban de nuevo, una salva en oleada, y una flecha rebotó en la grava por delante de mí, me rozó la greba a la altura del tobillo y se perdió entre las filas a mi espalda. Habían tirado bajo. Esta vez cayeron hombres, algunos plateos y más atenienses. Y cayeron otros hombres que tropezaron con los heridos. Un hombre que cae cuando corre a toda velocidad con un aspis puede romperse la mandíbula, o una clavícula, o el brazo del escudo.
Por delante de mí, un poco a mi izquierda, Casco de Oro hacía avanzar a sus persas nobles. Vi que levantaba la mano; vi que les ordenaba avanzar… vi su vacilación.
Los estábamos atacando a la carga.
El polemarca persa tenía lanceros, nobles de a pie, para sus dos primeras filas; pero los había hecho pasar a retaguardia mientras duraba la intervención de los arqueros. Los arqueros disparaban mejor y en tiro más tenso si no tenían que tirar por encima de la primera fila. Lo malo para ellos era que nosotros no nos estábamos esperando a recibir sus salvas de flechas. Y ahora, sus mejores luchadores, todos ellos matadores como Ciro y como Farnakes, estaban en las filas undécima y duodécima.
Si los hacía rotar de nuevo, sus hombres tendrían que dejar de tirar.
Entendí todo aquello de una ojeada, porque no veía ante mí escudos, solo gorros persas redondos y armaduras de escamas relucientes como la mía.
Nos arrojaron una tercera salva. Cuando las flechas vienen directamente hacia ti, es cosa temible… cuando parece que el parpadeo de su movimiento va a terminar en tu ojo, cuando las flechas oscurecen el cielo, cuando su sonido es como el primer susurro de la lluvia, que se convierte rápidamente en tormenta.
Y, por fin, cayeron, y mi escudo recibió los impactos como una granizada de piedras arrojadas por muchachos fuertes o por hombres jóvenes. Dos me dieron en el casco, y sentí dolor.
Después, quedé libre de ellas y seguí corriendo. Habían caído más hombres. Y los demás venían conmigo.
Casco de Oro había tomado su decisión.
Ordenó a su caballería que nos atacara en sentido transversal, cruzando nuestro frente; los caballos ocupan tres o cuatro veces la superficie frontal de un hombre armado de escudo, a menos que se muevan muy despacio. Así pues, todo el frente de los plateos se llenó de pronto de caballería persa.
Cambié el paso y corrí hacia Casco de Oro. Mis plateos, que no sabían qué otra cosa hacer, me siguieron.
Según la sabiduría antigua y establecida, la infantería no debe atacar a la caballería. La verdad es que viene a ser lo mejor que puede hacer la infantería. Al lanzarse al ataque, los hombres ya no vacilan. La caballería solo es peligrosa para la infantería que se vuelve atrás. Yo quería que sus caballos, sin corazas, quedaran entre nuestras últimas filas, donde los rodearían y los matarían. No quería tener que luchar con ellos más tarde, en nuestros flancos o a nuestra retaguardia.
Pero, para ser sincero, era demasiado tarde para cambiar de plan.
Corrí hacia Casco de Oro, que se convirtió en mi mundo. Él también me vio, y cabalgó hacia mí. Llevaba en la mano un hacha larga, y tenía la barba teñida de azafrán y de alheña, brillante y bárbara. Era un personaje importante. Y hacía girar el hacha de una manera… hermosa. Magnífica.
Podría deciros ahora que se hizo el silencio en el campo de batalla, pero sería una patraña.
Pero sí se hizo para mí. Son momentos que se dan una o dos veces en la vida, incluso cuando eres un héroe. Que yo sepa, él y yo fuimos los primeros que llegamos al cuerpo a cuerpo en el campo de batalla aquel día. En aquellos últimos momentos no vi a nadie más. Vi las leves ondulaciones de los músculos de su caballo, vi cómo relucía el cielo en la cimera de su casco, como un fuego recién encendido. Cómo subía su hacha desde su correa, dirigida a mi garganta.
Yo estaría a unos cinco pasos de él, a un salto de su caballo, a tres zancadas de mis piernas, cuando le arrojé la lanza.
La punta se clavó en el pecho de su montura y se hundió tanto como la medida de mi antebrazo, y al caballo le doblaron las manos como si hubiera tropezado.
A pesar de ello, el jinete me asestó un tajo. Pero los dioses lo derribaron en el suelo a mis pies, y mi segunda lanza le resonó en el casco, haciéndole echar la cabeza hacia atrás. Intentó levantarse, y yo, rápido como un gato, lo herí dos veces más, en la ranura de los ojos y en la garganta. La primera lanzada resonó en su casco, y la segunda se hundió limpiamente y salió teñida de rojo. Y después lo dejé atrás, y pareció como si el mundo estallara en movimiento, cuando el resto de su caballería caía sobre nosotros o aflojaba las riendas; la confusión era general, pero los plateos corrían entre los jinetes enemigos.
Los persas habían flaqueado, al menos la mayoría de ellos. Es cosa que pasa a los caballos y a la caballería; sobre todo a los jinetes que van en caballos que no conocen. La mayoría no eran más que caballos griegos de campo, y habían flaqueado ante la fila de escudos y ante los alaridos que salían de todas las gargantas, eleu-eleu-eleu.
Y entonces se volvieron atrás. Lo que ellos querían era un enfrentamiento a distancia con armas arrojadizas, no una rebatiña cuerpo a cuerpo contra hombres que llevaban mejores armaduras. Los persas nobles se apartaron de nosotros, dejando atrás a sus muertos y sin haber conseguido nada.
Pero nosotros sí lo habíamos conseguido. Ahora éramos como dioses. Fuimos a por ellos, por su infantería, por los arqueros, que habían dejado de tirar para no dar a los suyos.
Los dioses estaban con nosotros.
Yo corría con toda una hueste de hombres muertos. Sé que estaban allí Eualcidas, y Neoptolomeo, y todos los que habían muerto en balde en Lade. Sentía sus sombras a mi espalda y me daban alas a los pies.
Pero también los persas son hombres. Aquellos arqueros no eran esclavos, ni mercenarios, ni reclutas bisoños. Eran los veteranos de Darío, y cuando estábamos a diez pasos cortos de sus líneas, no vacilaron. Alzaron los arcos y nos apuntaron las flechas con puntas de arpón directamente a la cara, tan cerca que no podían fallar.
Y las soltaron. Recuerdo que oí el grito del maestro arquero, y los gruñidos de los hombres al soltar las cuerdas de los fuertes arcos… tan cerca estaba de ellos.
Yo estaba delante. Los hombres dicen que nuestra primera fila cayó como el trigo bajo la guadaña. Sé que al día siguiente vi a hombres a los que quería, que tenían clavadas nueve flechas, hombres a los que habían clavado flechas a través del frontal de los aspis, a través de revestimientos de cuero, e incluso de bronce.
Pero a mí no me tocó ninguna flecha. Puede que me protegieran las sombras. O Heracles, mi antepasado.
Cuando estuve a nueve pasos de su línea, supe que los habría alcanzado antes de que tiraran una nueva salva.
A ocho pasos, y veía con claridad meridiana a los hombres de la primera fila, sus rostros morenos. Hombres apuestos, de largas barbas oscuras. Que sacaban las espadas.
A ocho pasos, y vacilaban.
Aquello no era la batalla en el paso de montaña. No tenía que arriesgarme a caer sobre ellos a toda velocidad. Reduje el paso, acortando la zancada, levantando mi segunda lanza, empuñándola en corto, un poco por delante de la mitad del astil.
A tres pasos, dirigí mis oraciones a mis antepasados. A plena carrera no se canta el peán, pero a nuestra derecha los atenienses lo cantaban, y yo lo oí.
Recuerdo que pensé: «Así es como quiero morir».
A un paso, el hombre que tenía delante no se atrevió a mirarme a los ojos, y mi lanza lo atravesó mientras se encogía; pero el que estaba a su izquierda estaba hecho de mejor pasta, y me lanzó un tajo con su espada corta. Yo lo bloqueé con mi aspis, y después le golpeé a él con el escudo. Él no llevaba escudo, y le debí de romper la mandíbula.
Mi fuerte pierna derecha me empujó a través de la primera fila enemiga. Pie izquierdo clavado en tierra, escudo al de la segunda fila, y lo eché hacia atrás, con la mano de Ares en mi hombro.
El de la segunda fila era veterano y sabía lo que se hacía. El hombre a su derecha y él levantaron las espadas hacia mi cara, con las puntas en horizontal, y empujaron juntos hacia mí. Después me cayó una lluvia de golpes en el aspis mientras intentaban desalojarme de sus filas. Recibí un golpe en el casco y retrocedí un paso; y entonces, Teucro, que ya estaba a mi lado, mató a uno limpiamente de un flechazo. Yo avancé con fuerza contra el otro, pecho contra pecho, y él se mantuvo firme, y nuestras lanzas eran demasiado largas para alcanzarnos; estábamos lo bastante cerca para abrazarnos, para besarnos, para percibir el olor a cardamomo y cebolla de su aliento. Tiré una lanzada sobre su hombro al hombre que estaba tras él. Él me empujó hacia atrás; era fuerte, y recuerdo la conmoción que sentí cuando me hizo retroceder otro paso entero; pero él estaba tan concentrado en empujarme a viva fuerza, que yo tuve tiempo de arrojar mi lanza ligera a otro de la segunda fila. Mi espada me llegó a la mano como flotando, y lancé tajos (una, dos, tres veces) al borde de su escudo, sin arte, sin ciencia, solo movido por la fuerza y por el terror y por los últimos jirones de fuerza tras mi carrera desesperada, y él levantó su brazo envuelto en un manto y agachó la cabeza, como hacen los hombres, y empujó. Mi cuarto golpe fue tan rápido como los tres primeros; cayó como un halcón sobre un conejo, atravesó su manto y le cortó la carne desnuda del brazo, con tal fuerza que le llegó hasta el hueso y que la espada se me rompió al tirar de ella para liberarla, cayéndome; pues, aun mientras le lanzaba el tajo, su empujón me había hecho perder el equilibrio. Caí, y la refriega se cerró por encima de mí.
Figuráoslo: yo lo había matado, o le había herido tan de gravedad como para dejarlo fuera de combate; pero, a pesar de ello, me había derribado. Tenía a mi lado a Teucro, que no llevaba escudo. Junto a mi víctima estaba un hombre más pequeño que no había estado a la altura del todo; en un combate como aquél, el de la fila de atrás debe ir pegado a su compañero de la fila de delante; de lo contrario, sus lanzadas quedan demasiado retrasadas. Teucro tiró una flecha al hombre siguiente, pero la flecha rebotó en su escudo.
De pronto, nos encontramos combatiendo contra sus matadores, contra sus hombres de primera fila, que empujaban todo lo que podían para llegar a los lugares que les correspondían. Qué valientes eran los persas, por todos los dioses. Aun estando desordenados, luchaban, y sus hombres mejores no habían terminado.
Yo lo veía todo desde el lugar donde había caído hacia atrás, con la espalda contra las rodillas de Teucro, y cubierto todavía por mi escudo.
Era la primera vez en mi vida que me caía en un combate de falange, y estaba aterrorizado. Cuando has caído, eres presa fácil para la lanza de cualquier hombre.
Al caerme, me había dado con la barbilla en el borde del escudo y me había mordido la lengua. A ti te puede parecer una herida tonta, zugater, pero el dolor me llenaba la cabeza y no sabía si me había llevado alguna herida peor.
—¡Arímnestos ha caído! —gritó Teucro. Pretendía pedir ayuda, pero sus palabras descorazonaron a nuestra falange. Toda la línea cedió un paso ante los persas y los medos.
No era capaz de meter un brazo bajo mi cuerpo. Tenía envuelto en la clámide el brazo izquierdo, bajo el escudo, y no era capaz de meter por debajo de mi cuerpo el borde del escudo; el brazo derecho me resbalaba en el rastrojo de trigo empapado de sangre, y un enemigo me tiró una lanzada. Vi el relámpago de la punta de su lanza y volví la cabeza, y el golpe cayó con fuerza. La punta debió de dar en el repujado de mi guirnalda de olivo, y volví a caer hacia atrás, esta vez sobre los hombros. Mi aspis soportó dos golpes fuertes, y sentí en el hombro el impacto al doblárseme mal el brazo… grité de dolor.
Entonces me salvaron la vida Belerofonte y Estiges. Pasaron por encima de Teucro, rodeándolo con un movimiento fluido de los escudos tal como les habíamos enseñado en la pírrica. Se plantaron junto a mí, haciendo relucir las lanzas, haciendo oscilar los altos penachos de sus cascos al ritmo de sus lanzadas, y por un instante pude atisbar el interior de sus cascos; las bocas apretadas, las barbillas bajas para proteger el cuello vulnerable; y entonces Estiges empujó hacia delante con la pierna derecha y Belerofonte rugió su grito de guerra, y me dejaron atrás.
Pude respirar. Teucro se puso sobre mí, cerca de ellos, y disparó; y unas manos me asieron de las axilas y me arrastraron hacia atrás. Volví a respirar otra vez, y otra, y el dolor se redujo, y entonces me encontré tendido sobre la espalda y tenía el escudo fuera del brazo.
—¡Dejadme que me levante! —exclamé.
Todos eran hombres nuevos, los de las últimas filas, y apenas me conocían. Por otra parte, habían tenido el arrojo de adentrarse entre el tumulto del combate para recoger mi cuerpo. Por fin pude apoyar los pies en el suelo y me levanté, cubierto de sangre y de paja por haber sido arrastrado.
—¡Estás vivo! —dijo uno de los hombres nuevos.
—Estoy vivo —dije yo. Me eché el casco hacia atrás, y uno me pasó una cantimplora. Miré al frente de la lucha, a solo un par de cuerpos de caballo de distancia. Veía el penacho rojo de Estiges y el blanco de Belerofonte, uno junto al otro, y el rojo y negro de Idomeneo a solo un brazo a la derecha de Estiges. Luchaban bien. La línea no se movía en un sentido ni en otro.
Miré hacia la derecha. Los atenienses comandados por Leonto habían cargado contra los medos, pero el combate era reñido, y los sakas de las últimas filas lanzaban sobre la falange flechas en tiro curvo que caían sobre hombres sin armadura, muchos de los cuales tampoco tenían escudo.
A mi izquierda, la caballería persa empujaba con fuerza nuestro frente de escudos, tirando lanzadas y profiriendo gritos extraños.
Un hombre nuevo, poco más que un niño, me entregó una calabaza.
—¿Más agua, señor?
Bebí con ansia, le devolví la calabaza y me bajé el casco.
—Escudo —dije, y dos de ellos me lo pusieron en el brazo. Los músculos de mi brazo izquierdo protestaron; me había pasado algo malo en el hombro.
—Lanza —gruñí; y uno de ellos me cedió su lanza, que era su única arma.
A mi espalda, el rumor de la batalla cambió de tono.
Tuve que dar media vuelta para mirar; con el casco puesto, tenía muy limitado el campo de visión.
Más allá de los atenienses que luchaban contra los medos, algo ya marchaba mal. Vi espaldas de atenienses; vi hombres que huían. Pero estaban a dos o tres estadios de distancia, un poco cuesta abajo. Me pareció que nuestro centro retrocedía.
Recordad que solo llevábamos dos minutos luchando, quizá menos.
Recuerdo que tomé una honda bocanada de aire y me abalancé hacia la falange como quien se arroja de cabeza al agua profunda. Aparté fácilmente a los de las últimas filas, que me dejaban pasar de buena gana. Cuando llegué a donde había hombres con armadura, supongo que los de nuestra quinta o sexta fila, tuve que golpear a los hombres en el espaldar.
—¡Cambio! —gritaba.
Fui avanzando fila a fila, intercambiando posiciones con los hombres. Esto lo practicamos una y otra vez en la pírrica. Los hombres tienen que ser capaces de avanzar y de retroceder. Yo avancé; de la sexta fila a la quinta, de la quinta a la cuarta, de la cuarta a la tercera. Por fin, al cabo de un tiempo que se me hizo como una hora, me encontré detrás de Teucro, y veía a Idomeneo, enzarzado en combate contra un capitán persa.
Estaban muy igualados. Y los dos flaqueaban; sus golpes se hacían más lentos. Ya lo he dicho antes: los hombres solo aguantan luchando durante un cierto tiempo, aunque sean hombres valientes y nobles en plena forma.
Di un paso a la derecha y pasé por delante del que estaba en segunda fila detrás de Idomeneo. Era Gelón, y me reconoció al instante.
Di a Idomeneo un golpecito en el hombro.
Él miró atrás; una mirada rápida como un relámpago, alzando el escudo para desviar un golpe; pero en aquel latido del corazón supo a quién tenía detrás.
Plantó los pies con firmeza, y yo adelanté mi pie derecho por delante del izquierdo, haciendo que mi rodilla le tocara la pierna por detrás. Él giró sobre las plantas de los pies y dio un paso atrás. Yo avancé y tiré con mi nueva lanza un fuerte golpe al escudo del persa, e hice que se tambaleara hacia atrás.
El persa estaba cansado. Con aquel primer golpe me bastó para darme cuenta de que se estaba viniendo abajo. Se agachó detrás de su escudo y me tiró una lanzada baja, apuntada a las espinillas; pero por allí no me iba a pillar. Yo había recobrado el aliento, y estaba todo lo fresco que puede estar un hombre en un combate de falange. Me impulsé hacia delante sobre el pie de la lanza, y llegó a mi lado Gelón, que lanzó una serie de golpes por alto al escudo y al casco del noble persa.
Éste cedió terreno.
—¡Plateos! —rugí—. ¡A ellos!
Aquél es el momento que mejor recuerdo, niños. Porque era como la danza, y fue glorioso; era, quizá, probar a qué sabe el ser dioses. Me oyeron bastantes hombres, bastantes hombres de todas las filas oyeron la llamada.
Yo era Arímnestos, el matador de hombres. Pero en un combate como aquél, no era más que un hombre.
Pero yo era un plateo, y todos juntos éramos aquello. Clavé en tierra el pie derecho, y todos los plateos a mi alrededor hicieron otro tanto; y, aunque no teníamos flautas que marcaran el ritmo, todos los hombres se agazaparon, soltaron el grito de guerra y se adelantaron.
¡Cuervos de Apolo!
El oficial persa había desaparecido; habría caído a tierra o habría intercambiado su posición con el de su segunda fila. Lo perdí de vista en los momentos en que nos adelantábamos, y mi nuevo adversario tenía los ojos desencajados de terror. Eché mi escudo hacia delante, atrapé el borde de su escudo ovalado y se lo aparté a un lado, y la lanza de Gelón quitó la vida al hombre con la misma facilidad que si hubiera sido un muñeco de paja.
Después, avanzamos. Yo llevaba a Estiges al lado izquierdo, e Idomeneo me seguía de cerca a la derecha. Tenía a mi espalda a Gelón, y Teucro tiraba y seguía tirando desde detrás de mi oreja izquierda. Avanzamos diez pasos, y después otros diez; el enemigo se apartaba de nosotros, vacilante. No huyeron, pero de pronto teníamos menos presión en el frente.
Leonto y sus atenienses seguían nuestro paso, y los medos retrocedían casi al mismo ritmo con que avanzábamos nosotros; pero todavía no eran hombres derrotados. La verdad es que aquel era el combate más reñido que había visto yo en mi vida. Por entonces ya llevábamos lanza contra lanza el tiempo que tarda un hombre en dar un discurso en el Ágora, o más; lo suficiente para que el sol estuviera, de pronto, en lo alto del cielo. Yo estaba cubierto de sudor. La cara me ardía por la presión del casco y por la sangre y la sal contra el cuero de la almohadilla de mi casco. Tenía lacerado el hombro por las escamas estropeadas de mi coraza, y me dolían las piernas.
Los persas volvieron a retroceder, y su frente se hizo fuerte. Se gritaban unos a otros que se mantuvieran firmes, y los medos a la derecha hicieron llegar a su primera fila a sus lanceros y unieron los escudos, y nosotros nos detuvimos a solo uno o dos pasos de su línea.
Miré a mi alrededor. Los habíamos hecho retroceder un estadio o más. Y en su retroceso habían girado sobre su centro, de modo que nosotros ahora dábamos frente a sus barcos, que estaban a lo lejos, junto a su campamento.
A lo largo de toda la línea los hombres se tomaban un respiro y se erguían, se cambiaban la lanza de mano o soltaban un arma rota. Muchos hacían el cambio, cediendo su lugar a hombres más frescos.
—¡Estás vivo! —dijo Estiges.
Me levantó el brazo del escudo (haciéndome daño en el hombro) para que se alzara sobre el campo de batalla el cuervo negro pintado en mi escudo rojo.
Los hombres aclamaron. Ésa es una sensación maravillosa, hija, que vale por todo el dolor del mundo. Cuando los hombres te aclaman, estás con los dioses.
Frente a nosotros, un oficial quiso hacer que los persas aclamaran también, y no les arrancó más que un rumor sordo.
—¡Plateos! —grité; y Heracles, o Hermes, me dieron fuerza en la garganta—. Hijos de la Daidala, ¡este es el momento!
La lanza volvió a subir, y nuestra aclamación tuvo la fuerza de un trueno, y avanzamos a paso de carga; no mucho, dos pasos, pero los persas aflojaron antes de que llegásemos hasta ellos; sus escudos se movieron, de modo que todos los veteranos de nuestra línea supieron que los habíamos vencido; y con un crujido largo como el que hacen dos barcos al chocar, el enemigo cedió.
El hombre de primera fila que estaba frente a mí era valiente, o necio, y se mantuvo firme. Lo tiré de espaldas. Arrojé mi lanza prestada al hombre siguiente, y se le quedó clavada en el escudo, obligándole a bajarlo. Gelón le clavó la punta de una lanza en lo alto del muslo, y yo le apoyé el pie en el pecho y empujé hacia delante, llevándome la mano a una espada que no tenía (un momento de miedo), y llegué a la tercera fila.
Recuerdo esta parte como si fuera ayer, zugater. Yo no llevaba arma, y el hombre siguiente debió haberme matado; pero se encogió de miedo, y el brazo derecho se me adelantó como si tuviera vida propia en combate, le asió el borde ondulado del escudo y se lo hizo girar hacia la izquierda. Se le rompió el brazo izquierdo. Cayó. Gritó; y aquel grito marcó el momento en que cundió el pánico entre los persas.
Y los demás echaron a correr.
El hombre que gritaba con el brazo roto tenía una lanza en perfecto estado, y los dioses me la regalaron; cuando él la soltó, pareció como si me hubiera saltado a la mano sola.
Miré a la izquierda. Hermógenes se dirigía hacia el flanco de los medos. Yo no tenía idea de dónde se había metido la caballería persa derrotada, pero los persas estaban deshechos, con hombres por delante y por el flanco, y huían, y los medos empezaron a huir con ellos.
Todo ello, en el tiempo en que se tarda en contarlo. Al cabo de una hora de empujar sin cesar, estábamos venciendo.
A mi derecha, los medos retrocedían aprisa, pero no estaban vencidos, y sus últimas filas seguían tirando flechas en tiro muy curvo para que cayeran sobre nuestra falange, y les daba resultado. Mis hombres seguían muriendo. Pero los sakas no tenían escudos, y nuestras flechas les estaban haciendo daño.
Yo ya no estaba al mando. Ya no éramos una falange. Los plateos y los atenienses estaban entremezclados en un frente de dos estadios, y los hombres se arrojaban contra el frente de los sakas, en grupos o individualmente.
Recuerdo que me agaché a recoger un hacha saka y me la puse en la mano del escudo. Pensé que valía más eso que no llevar arma alguna, si se me rompía la lanza persa corta.
Oí que un medo mandaba a sus hombres que se reagruparan, y lo hicieron. Los persas intentaron formar con ellos; habían perdido a muchos hombres. Y la caballería persa se adelantó con un grito y una granizada de flechas.
Los hombres de Hermógenes seguían arremolinados sin ningún orden concreto; pero recordad que él tenía tras de sí a doce filas de hombres. La caballería cayó sobre sus primeras filas, y se enzarzaron, espada y aspis contra caballo, espada y arco. Nuestra línea retrocedió un paso, y los hombres a mi izquierda corrieron hacia los flancos de los caballos y empezaron a derribar a los persas de sus monturas.
Los medos se adelantaron como leones para aprovechar nuestra confusión; o quizá simplemente para salvar a los persas, no tengo idea.
—¡A mí! —rugí—. ¡A la carga!
Cuando los persas vieron que volvíamos a correr hacia ellos, se impresionaron. Algunos se quedaron paralizados, otros siguieron avanzando, y entre ellos no había más orden que entre nosotros.
Fue entonces cuando se produjo la lucha peor y más encarnizada. Su breve retirada los había avergonzado, y querían tener nuestras cabezas, al tiempo que nosotros ya nos teníamos por mejores que ellos y queríamos apoderarnos de las suyas. Ambos bandos perdieron cohesión, y los hombres morían rápidamente. Salían golpes de todas partes y de la nada, y la única posibilidad era llevar armadura completa, como la llevaba yo. Debí de llevarme en los protectores de los brazos y de los hombros, en la cota de escamas, en el casco, diez golpes que deberían haber sido heridas. Algunos me los debieron de dar mis propios hombres entre la confusión.
Entonces, de alguna manera, me encontré entre la caballería persa, en vez de entre los medos, aunque no recuerdo haber corrido hacia ellos, y así me resultaba más sencillo luchar: cualquiera que fuera a caballo era un objetivo. Los jinetes rara vez llevan escudo. Yo era como Némesis.
Idomeneo debía de haber decidido seguir a mi lado, y Gelón venía a mi espalda; y los matamos. Ay, niños, cómo recuerdo Maratón. Aquel día, yo era un dios de la guerra. Mi armadura brillaba y relucía, y caían hombres a cada golpe de mi lanza. Derribaba a los hombres de sus caballos. Los jinetes tienen que luchar hacia delante; no pueden volverse hacia los flancos ni hacia atrás. Ni tampoco contra dos golpes rápidos, en todo caso.
Pero Idomeneo y Gelón no estaban mucho peor que yo, y al volverse más suelta la pelea y al disolverse las filas, no nos volvimos menos peligrosos, sino más. Yo tenía un objetivo sencillo, que suele ser el que tengo en todas las refriegas: salir por la espalda de la formación enemiga. De modo que maté, y herí, y derribé a hombres de sus monturas y los pisé, y seguí avanzando, y mi pequeño grupo me siguió.
En un combate grande es posible perderse, como se puede perder un hombre en el bosque. Limitado por las ranuras de tu casco, es posible llevarte una herida o morir, sencillamente porque algún cabrón te ha hecho volverte. Es fundamental llevar a tu espalda a hombres de confianza, que te dirijan de nuevo en el buen sentido, o que maten al adversario que te está rondando por fuera del campo visual de tu casco. Pero si cuentas con hombres así, es posible cualquier cosa, y es increíble cómo puede llegar a moverse un hombre dentro de una refriega si tiene determinación y compañeros.
Me dirigí hacia un jinete que llevaba un rico manto púrpura, y él se volvió atrás y metió los talones al caballo; y cuando lo seguí, salimos de la refriega y nos encontramos corriendo por un prado, y habíamos dejado atrás la batalla. El hombre que huía recibió un flechazo y cayó hacia atrás, tendido sobre la grupa de su caballo, y se alejó cabalgando en esa postura, recuerdo que durante una distancia sorprendente. Después, Teucro, que iba a mi lado, soltó con un gruñido otra flecha, apuntando alto, y la flecha acertó al hombre, que cayó a tierra. Intentó levantarse, y lo remató una tercera flecha.
Teucro salió de su refugio tras el escudo de Idomeneo, poniendo una flecha en la cuerda, y la caballería persa se replegó y huyó (de nuevo), y en esta ocasión se dejaron muertos en tierra a la mitad o más de sus hombres, porque nosotros habíamos irrumpido a través de ellos. Después, los medos se dispersaron y huyeron, tirando flechas por el camino. Había caballos caídos entre los matorrales, y hombres que gritaban, y caballos que bramaban. Por Ares, aquello era lúgubre; había en el suelo tanta sangre, que te salpicaba las sandalias cuando el hombre que estaba a tu lado mataba a otro o moría él mismo. Con tanta sangre, que el olor a cobre y bronce te llena las narices todavía más que la peste a sudor, que el olor que despiden los hombres cuando tienen miedo, que el olor a tripas de hombres como ciervos recién desollados. Solo te fijas en él, en la peste de Ares, cuando te detienes; y entonces te produce náuseas, sobre todo si tienes a tus pies a un muchacho sin armadura al que han matado a cuchillo, que ya tiene los labios blancos azulados, desangrados, y con los ojos hinchados por el horror y el dolor.
Es la guerra.
Pero, como iba diciendo, los medos huían, la caballería persa huía o había muerto, y los sakas, a pesar de las voces de mando de su jefe, no se habían animado a entablar un segundo combate, y toda su masa retrocedió. Esta vez retrocedieron hacia el este, bajando hacia la playa; creo que intentaban refugiarse entre los sakas del centro.
Teucro empezó a tirar hacia ellos, y entonces se le acabaron las flechas. Parece raro cuando lo cuento, pero las únicas flechas que recuerdo por entonces son las suyas; aunque, según me han contado, los sakas siguieron tirando hasta el final.
Tenía otras cosas de qué ocuparme. Los atenienses empujaban a los sakas, y los sakas, ya fuera intencionadamente o por azar, solo retrocedían en nuestro extremo de la línea de batalla; de manera que giraban como una puerta, unidos todavía a su centro, que estaba a dos estadios de distancia. En nuestro extremo, habíamos vencido. Los persas, tanto de caballería como de infantería, estaban muertos o dispersos, huyendo y arrojando los escudos. Cuando un hombre arroja el escudo, está acabado. Los medos huían, y los sakas que estaban más próximos a nosotros… bueno, en su mayoría habían muerto.
Idomeneo estaba a mi lado.
—¡Toca a formar! —jadeé.
Lo veía, por Ares y Afrodita; es lo que recuerdo mejor de aquella jornada gloriosa. Veía lo que tenía que hacer, como si tuviera a mi lado a Atenea, o quizá a Heracles, y me lo estuviera susurrando al oído.
Giré el cuerpo para dar frente a la playa, y desplegué los brazos.
—¡A formar aquí! —grité—. ¡A mí!
Idomeneo fue a ocupar su lugar, y Gelón y Teucro hicieron lo mismo. Al cabo de unos segundos, estaban en posición otros cincuenta hombres, y más tarde cien. Al cabo de un minuto, una flecha mató a uno de mis plateos casi junto a la punta de mi lanza; pero ya estaba formando toda la masa de ellos, quince mil hombres.
Hasta los antiguos esclavos. Hasta cuando los plateos veteranos tenían que indicarles su lugar en la formación.
Los sakas no eran tontos. Nos tiraban flechas con toda la rapidez que podían.
Al final de la línea estaban Hermógenes y Antígono. Yo corrí ante la primera fila, contando veinte columnas a partir del extremo izquierdo, y saqué a Antígono de entre las filas.
—Llévatelos; vira a la izquierda, y persigue a los vencidos. Lo bastante cerca de ellos para que no dejen de correr, y lo bastante lejos como para que no se vuelvan y os maten. Si llegáis a su campamento, ¡alto!
Antígono asintió con la cabeza.
—Perseguirles —dijo. Me dirigió una sonrisa cansada—. ¿Hemos vencido?
—¡Eso es! —le di una palmada en el escudo—. ¡Ve!
Si os habéis pensado que yo era un buen estratego, que era un hombre justo… no soy ningún Arístides. Envié a mi cuñado y a mi mejor amigo a una persecución agradable y segura. Ya habían cumplido, y Pen no quedaría viuda aquel día. No pensaba que los enemigos que quedaban tuvieran muchas ganas de seguir peleando… y no me equivocaba.
Volví a atender a los míos, que ya estaban formados ante el espacio vacío que quedaba libre junto al nuevo flanco de los sakas.
—Despacio y con firmeza. Manteneos juntos.
Estas cosas las dije a gritos. Quería que los sakas nos vieran venir.
—¡Cantad el peán! —vociferé; y los hombres se pusieron a cantar a lo largo de toda la línea.
Antes de nuestra primera carga no habíamos tenido tiempo de cantar el peán ni de proferir gritos de guerra dignos de mención. Ahora… ahora teníamos todo el tiempo del mundo.
Cantábamos, y nuestras filas se fortalecían, se doblaban, se enderezaban… resulta difícil mantener la fila en línea sobre terreno irregular, y las llanuras de Maratón, a principios de otoño, son como todos los terrenos de labranza del mundo entero. Teníamos que rodear grupos de árboles, arbustos, rocas; aquello no se parecía a la pintura que hay en la estoa, niños. En Maratón no había líneas rectas.
Pero los sakas nos vieron y nos dejaron más terreno. Intentaron retirarse y reagruparse para hacernos frente, pero los atenienses no dejaron de acosarlos, y murieron. Aquellos sakas era valerosos, e intentaron una y otra vez plantarse y defender sus posiciones.
Cuando dejamos atrás el borde de su formación, vimos el motivo.
Nuestro propio centro estaba destrozado como si le hubiera pasado por encima una manada de toros. Donde había estado Arístides, solo había persas victoriosos, la guardia personal de Datis, y griegos muertos.
Solté una maldición para mis adentros mientras intentaba ver. ¿Habíamos perdido? Flaqueé; y mi voz gritó «¡Adelante!» sin que yo lo quisiera; algún dios se apoderó de mi garganta, os lo juro. Avancé.
Después, cuando rodeamos los flancos de los sakas, ellos claudicaron con la misma rapidez con que un hombre puede perder un combate de boxeo. En un momento dado estaban en inferioridad pero dando pelea, retrocediendo pero todavía luchando con ánimo, y al cabo de otro momento estuvieron acabados y huían en un sálvese quien pueda. Echaron a correr abiertamente porque estábamos por detrás de ellos. En cualquier caso, yo no quería luchar contra los sakas. Quería vérmelas con Datis. La batalla no estaba ni perdida ni ganada, y mis hombres no iban a perder el tiempo luchando contra otros que huían mientras todo estaba en el aire.
—¡El peán! ¡Otra vez! —rugí; y me obedecieron; aunque en todo el tiempo que he sido soldado no he oído nunca cantar el peán dos veces en una misma acción.
Yo ya veía el centro griego, muy retrasado, casi donde habíamos comenzado nuestra carga, y solo había grupos de hombres. Veía penachos de crin, y gorros persas de fieltro. Y hombres que miraban hacia nosotros.
Todo sucedió en cuestión de momentos, de latidos del corazón, en un tiempo demasiado breve como para que yo diera una orden o para que cambiara la orientación de nuestro frente. El centro de los persas estaba matando a los de Antíoco… pero, de pronto, huyeron a la carrera, hacia su campamento, por el prado segado. Con todo lo mal formada que estaba en realidad nuestra falange, el vernos a sus espaldas los había aterrorizado como no los había aterrorizado, al parecer, nuestra carga.
Los sakas habían defendido los flancos para que Datis y sus hombres selectos hundieran el centro ateniense, y había muertos por todas partes, o aquello era lo que parecía. Pero, por los dioses, cuando nos vieron venir por detrás, amenazándoles con cortarles la retirada hacia sus barcos, vi que algunos hombres tomaban en vilo al sátrapa (claramente visible, vestido de escarlata y de oro) y lo llevaban hasta ponerlo en un caballo. Sus matadores escogidos corrían tras él como los perros en una cacería.
Estaban demasiado lejos para que los alcanzaran mis hombres formados. Corrieron a través del hueco de nuestras líneas y bajaron hacia la playa. Algunos de sus hombres, siguiendo a un oficial, huyeron hacia el oeste, alejándose de la playa. Otros más (aunque yo no lo vi) huyeron hacia el noroeste, rodeando nuestras líneas por detrás.
El ala derecha (la nuestra, los hombres de Milcíades) había luchado con el mismo denuedo que nosotros, y había quedado igualmente victoriosa, y mientras nosotros nos acercábamos a los persas, los hombres de Milcíades empezaron a formar una nueva falange frente a nosotros. Es uno de los espectáculos más extraños que he visto en mi vida en un campo de batalla: dos falanges victoriosas del mismo bando, una frente a la otra a tres estadios de distancia, con una riada de persas que huían entre una y otra.
Ya no pude contener a mis hombres. La cosa empezó por los de mis últimas filas, por los libertos. Veían pasar corriendo ante ellos sus fortunas, centenares y centenares de persas cubiertos de oro que huían hacia su campamento, y dejaron sus filas y emprendieron la persecución. Les grité que se detuvieran, pero más hombres se sumaron a ellos.
Todos mis hombres los siguieron en tropel. Yo me detuve, me eché el casco sobre la nuca, tomé un trago de agua y la escupí, y me vendé la rodilla. A mi lado, Idomeneo jadeaba, doblado sobre sí mismo, mirando fijamente los rastrojos, y Teucro, tarareando, buscaba flechas usadas por entre la hierba.
Cuando levanté la cabeza, vi todo lo que se extendía entre nosotros y los barcos. A lo lejos había bruma, pero vi que los bárbaros habían vuelto a formar en el campo, mucho más abajo, y que allí se libraban combates, y también se combatía en el olivar al oeste de la marisma.
Me rodeaba la mayor parte de mi oikía, de mis propios hombres. Estiges tenía un corte en el brazo de la espada; Gelón parecía tan sano como una estatua, y una docena de mis nuevos libertos habían optado por ponerse a despojar los cadáveres que había en la zona. De modo que yo contaba con unos veinte hombres, y había reductos de lucha por todo el campo de batalla. También había hombres que se retiraban del campo, grupos sueltos de griegos, heridos o simplemente demasiado cansados para continuar. No todos frecuentaban la palestra ni el gimnasio. Y tampoco había una verdadera disciplina; el hombre al que le parecía que ya había cumplido podía volverse atrás y retirarse sin más.
Pero yo era el polemarca de Platea, y todavía había lucha. Los griegos decían a mi alrededor «Nike, Nike[6]».
Quizá. Pero el ruido que se oía al norte me parecía mala señal. Daba a entender que la batalla no había terminado todavía.
Probé a usar mi pierna herida, y estaba bastante sólida. El dolor es el dolor. La fatiga es la fatiga.
—Zeus Soter —dijo uno de los hombres nuevos. Tenía en la mano una herida que manaba sangre, a pesar del trapo con que se la había vendado—. ¡Estoy hecho una mierda! —dijo—. Tengo que sentarme.
Lo así del hombro.
—¿Que te sientes mal? —le pregunté—. ¡Pues figúrate cómo se sienten ellos! —dije, señalándole los sakas muertos, que ya estaban desnudos, con los cuerpos blancos tendidos en hilera, donde los habían desnudado los de nuestras últimas filas.
Idomeneo soltó su risa seca de las batallas.
—Más lucha —dijo.
Todos apuramos nuestras cantimploras, y entonces llegaron griegos procedentes del hundimiento del centro ateniense; algunos venían avergonzados, y otros orgullosos. Muchos habían huido, y otros habían seguido peleando hasta que los persas se habían visto forzados a retirarse; y ya podéis figuraros a cuál de estos dos grupos pertenecía Arístides.
—¡Por los dioses, plateo, creo que hemos vencido! —gritó al llegar corriendo. Se había recogido hacia atrás las carrilleras del casco para ver mejor. Le caía sangre por la pierna, e Idomeneo y yo nos empeñamos en que se la vendara antes de que siguiera adelante. Arístides traía consigo a cien hombres; estaban cansados, pero querían participar en el combate en que se remataría al enemigo.
Bajamos hacia la playa. Parecía que la lucha era más enconada junto a los barcos, y veíamos que se botaban cascos negros a lo largo de toda la bahía. Parecía demasiado bonito para ser verdad; pero el caso era que los barcos, uno tras otro, bajaban las popas de la arena y sacaban los remos. Algunos se quedaban cerca de la orilla, rescatando a los hombres del agua.
Otros huían sin más.
Fue entonces cuando supimos que habíamos vencido.
Los bárbaros habían formado una línea de defensa ante los barcos, ya fuera ordenadamente o a la desesperada, y los hombres de Milcíades estaban luchando allí. La mayoría de mis hombres, y muchos de los de Milcíades, subieron al campamento y se pusieron a saquearlo.
El combate ante los barcos fue mortífero. Allí cayeron el hermano de Esquilo y Calímaco, el polemarca de Atenas. Cimón, el hijo mayor de Milcíades, recibió una herida allí también, y Agios cayó herido cuando saltó a un barco enemigo y se dispuso a despejarlo.
Íbamos andando (mal puedo calificarlo de marcha) a lo largo de la playa, pasando ante los restos de los persas, cadáveres de hombres y de caballos, tan espesos como las algas después de una tormenta, medos muertos abatidos por los hombres de Milcíades. Y oí gritar a Agios, con tanta claridad como se oye a un actor en el escenario del Ágora. Después, lo vi en la popa de un barco enemigo, a medio estadio de distancia.
Yo no estaba dispuesto a dejarlo morir mientras me quedara aliento en el cuerpo. Eché a correr.
Toda mi oikía me siguió a mi espalda.
Arístides y Milcíades también le habían oído.
Y las mejores lanzas del ejército convergieron sobre la popa de aquel barco como una inundación. No estábamos lejos, a solo cien pasos.
¿Cuánto tiempo tarda uno en abrirse camino a tajos a través de cien pasos de medos aterrorizados y de persas desesperados?
Demasiado.
Atravesé los restos de los medos acompañado de mis hombres de confianza; pero después llegamos a los persas, y allí nos retrasamos. Había una docena; gracias a los dioses, no eran hombres a los que yo conociera, pero eran hombres de la misma especie que Ciro y sus amigos, y luchaban como demonios, y perdimos tiempo.
Agios debió de morir entonces, mientras yo estaba cara a cara con un persa con armadura. El persa luchaba bien. Debimos de intercambiar cuatro o cinco golpes antes de que mi lanza le abriera el antebrazo, y mi lanzada siguiente envió su sombra al Hades. Cuando lo dejé atrás, los persas retrocedieron, asiendo entre ellos a un hombre de barba teñida con alheña. Su casco era de oro con incrustaciones de lapislázuli, y yo lo había visto antes.
Datis.
Le tiré una lanzada y vi que la punta se le metía bajo los faldones de la armadura, y entonces lo rodearon todos sus hombres. Yo tenía al alcance de la mano el barco donde Agios yacía moribundo, con cincuenta heridas, erizado de flechas y gritando todavía el grito de batalla de Atenas de tal modo que todo el ejército le oía y los hombres seguían avanzando, poseídos por la ira de Ares. Los bárbaros podrían haberse reagrupado; desde luego que no deberían haber perdido un barco. Pero nosotros los segamos como la hoz siega las malas hierbas al borde de un huerto.
Los gritos de Agios se debilitaban, y yo hería al enemigo con más prisa, y acorralé a un medo contra la popa del barco y le asesté una lanzada tan fuerte que la punta de la lanza se me quedó clavada en la madera revestida de pez. Después, dejé caer el escudo y salté. Cuando pasé la pierna por encima de la amura, un arquero saka me tiró un tajo. Su cuchillo corto se enganchó en mi clámide y se volvió contra mi armadura de escamas. Le lancé un golpe con el hacha que llevaba en la mano derecha, y él cayó, y yo planté los pies en la cubierta.
Vi los rostros de los remeros aterrorizados… y a Agios, derrumbado sobre el timón. Un lancero que acababa de herirlo estaba de pie ante él, y mi hacha saltó hacia delante y le cortó la corva de modo que le falló la pierna y cayó manando sangre; pero yo le golpeé otra vez, y otra, y otra, hasta que llegó a hundírsele el lado del casco.
Ya me estaban cayendo sobre la armadura los golpes de cinco hombres, y yo no llevaba escudo. Recibí una herida en el muslo, que no era más que un pinchazo pero que bastó para hacerme salir del arrebato de ira sangrienta. De pronto, tuve a mi lado a Arístides, que manejaba la lanza a dos manos, y después entró por la otra banda Milcíades, y llegaron después Estiges, Gelón, Sófanes, Belerofonte, Teucro, Esquilo, y habíamos tomado al asalto aquel barco, la ira viviente de Atenea.
Se tomaron y se despejaron de enemigos seis barcos más antes de que pudieran hacerse a la mar. Los atenienses y los plateos ya no eran un ejército, ni tampoco lo eran los bárbaros. Éstos eran una turba que huía, y nosotros estábamos sumidos en la ira roja de Nike y de Ares, en la que mueren los hombres porque ya no quieren otra cosa que no sea más sangre. Nuestro fuego rugía, y muchos llegaron a consumirse. De hecho, he oído decir que murieron más atenienses ante los barcos que cuando se rompió el centro; pero he oído decir a los atenienses muchas cosas acerca de la batalla, y algunas son verdad, pero la mayoría son patrañas. Nosotros perdimos a muchos hombres, y Atenas también, aunque Cimón os dirá lo contrario.
Ardíamos como una hoguera con buen viento; y, por fin, su último barco se hizo a la mar, y nosotros quedamos reducidos a cenizas. Estábamos consumidos.
Nos detuvimos y se hizo el silencio sobre el campo de batalla. Supongo que se oían gritos de los heridos, y chirridos de las gaviotas, y relinchos de dolor de los caballos; pero yo no recuerdo nada de aquello. Lo que recuerdo es el silencio, como si los dioses hubieran decidido que todos nos merecíamos un descanso.
Me apoyé en el mango de mi hacha tomada al enemigo y respiré. No sé cuánto tiempo estuve ensimismado; pero podéis preguntárselo a cualquier hombre que haya estado en la niebla de la batalla, y os dirá que cuando has terminado, no sueltas aclamaciones. Te detienes, sin más. Cuando volví en mí, estaba sentado en las tablas del castillo de infantería de marina, empapadas de sangre. Se me había abierto la herida del muslo y me volvía a sangrar, y Milcíades estaba a mi lado. Nos habíamos abierto camino desde la popa, junto al cadáver de Agios, hasta la proa. Yo estaba cubierto de sangre, de sangre pegajosa y maloliente.
—Creo que hemos vencido —dijo Milcíades. No lo dijo con tono de orgullo, ni de arrogancia, ni de ser de ninguna manera el héroe del momento. Parecía impresionado.
Todos lo estábamos, niños. No creo que hubiésemos creído de verdad que pudiésemos vencer; o puede que la cosa hubiera estado tan dudosa, que no éramos capaces de separar lo que temíamos de lo que esperábamos.
Pero mientras veíamos a los últimos jirones de la caballería persa adentrarse en el agua a nado con sus caballos, y a los barcos que se agrupaban a su alrededor para salvarlos, sabíamos que aquellos persas no iban a volver. Sobre todo, cuando abandonaron a sus caballos en el agua.
Recuerdo aquellos momentos en que vi pasar sus barcos lentamente ante nosotros, desde el norte. Muchos habían perdido remeros además de hoplitas, y no avanzaban mucho. A mi espalda, los atenienses victoriosos se habían puesto a cantar; entonaban un himno a Atenea que yo no conocía.
Mar adentro, a un largo de barco de distancia o menos, vi el escudo del escorpión montado en la popa de un trirreme ligero. El barco enemigo pasaba ante nosotros con toda la desfachatez del mundo, recogiendo a hombres del agua.
Teucro tenía una flecha y la tendió en el arco hasta la barbilla; pero yo puse la cabeza del hacha ante la punta de la flecha cuando se disponía a tirar, y él soltó una maldición.
Arquílogos lo había visto todo. Formó una O con la boca, y me siguió con la cabeza del mismo modo que yo debía de estarlo siguiendo con la vista. Levantó el escudo.
—¡Da recuerdos de mi parte a Briseida! —grité a través del agua.
Sus hombres se lo llevaron a remo, y él no respondió.
Saltar de aquel navío resultó más difícil de lo que había sido subir a bordo; se me estaban agarrotando los músculos, y recuerdo que tropecé y que Esquilo me sujetó. Él y yo teníamos aproximadamente la misma edad. Era un buen hombre, a pesar de los celos que sentía del éxito de Frínico.
Idomeneo llevaba mi escudo.
—¿Estás vivo, jefe? —me preguntó—. Tienes un corte.
De modo que volvimos a vendar mi muslo, y después nos ocupamos de la docena de cortes que tenía él; llevaba uno tan profundo en el bíceps, que no sé cómo era capaz de manejar el brazo de la espada. Esquilo nos ayudaba. Por entonces no me daba cuenta de que estaba a pocos pasos del cadáver de su hermano. Milcíades vino a buscarme.
—Necesito a los mejores —dijo con voz tranquila—. No hemos terminado.
Al norte de la llanura había un olivar extenso cercado de un muro de piedra. Los persas que habían huido al noroeste cuando había cedido su línea habían rodeado corriendo todo nuestro ejército, pero la caída de su campamento les había impedido llegar a la playa. Como buenos persas que eran, se habían negado a rendirse. Se habían refugiado en el olivar cercado, dispuestos a morir como hombres.
Cuando Milcíades llegó a enterarse de lo que pasaba, la mitad de nuestro ejército debía de haber emprendido ya la vuelta a nuestro campamento a través de los campos, y habían muerto hombres buenos (algunos de ellos, plateos) intentando tomar al asalto el olivar. Corrió el rumor de que allí estaba Datis con el estado mayor persa.
Reuní a mi oikía, y Milcíades a la suya, y Arístides a sus hombres mejores de entre los restos del centro, y caminamos al norte a lo largo de la playa y después a través del campamento persa. Vimos hermosas alfombras, y urnas de bronce, y vi seda y lana tejida fina; pero no teníamos tiempo para saquear. Sí me detuve a recoger una espada tachonada de plata; esa de allí, abejita. Mira qué acero. Es demasiado ligera para mí, pero está tan bien construida (que Hefesto bendiga la mano que hizo la hoja) que yo la usaría antes que otra más equilibrada de peso.
En el borde del campamento me encontré a Hermógenes, con Antígono, que tenía una herida en el pie. Allí estaban Peneleos y Diocles, aunque faltaban otros hombres que deberían haber estado con ellos, como Epícteto.
—Esos cabrones son duros —dijo Hermógenes. Llevaba cuatro flechas en el escudo. Parecía compungido—. Los atenienses intentaron tomarlos al asalto y lo pasaron mal; nosotros solo entramos para ayudarles a salir. —Parecía que estaba a punto de llorar—. Perdí a muchos de los muchachos —dijo en voz baja.
—Nos vencieron —dijo Antígono.
Milcíades respiró hondo.
—Son hombres desesperados —dijo.
—Rodead el olivar, y ya los sacaréis mañana —propuso Temístocles. Lo acompañaban una docena de hoplitas, que parecían tan cansados como el resto de nosotros—. O incendiadlo.
—Huirían aprovechando la oscuridad —dijo Esquilo. Tenía la voz pastosa. Ya se había enterado de la muerte de su hermano, y quería vengarse—. Huirían, y cada casa de campo que quemaran, cada pequeño campesino al que mataran, caería sobre nuestras cabezas.
Era verdad. Los hombres cansados no tienen disciplina, y los atenienses estaban cansados. De hecho, cada hombre aparentaba haberse echado veinte años encima. Arístides parecía… bueno, un viejo, y Hermógenes parecía un cadáver. ¿Habéis estado agotados alguna vez, niños? No… sois blandos. Nosotros éramos duros como robles viejos, pero nos quedaba poca llama. Recuerdo cómo andaba, forzándome a cada paso, porque me dolía y porque me temblaban levemente las rodillas. La muñeca de la mano de la espada me ardía.
Milcíades miró a su alrededor. El sol empezaba a declinar (¿qué había sido del día?), y teníamos a unos doscientos hombres de todo el ejército allí de pie en el borde norte del campamento enemigo. Otros se dedicaban al saqueo. Pero la mayoría estaban sentados en tierra, o sobre sus aspis, unos cantaban, otros se cuidaban las heridas, pero la mayoría estaban inmóviles con la vista clavada en tierra. Así era, así es siempre. Cuando has terminado, has terminado.
Milcíades observó los barcos que estaban detrás de nosotros.
—¿Dónde van? —preguntó de pronto.
La flota bárbara formaba a lo lejos, en la bahía. Y no ponía rumbo al este, hacia Naxos, ni hacia Lemnos, ni hacia alguna otra isla segura que estuviera en poder del Gran Rey, sino hacia el sur… hacia Atenas.
—Van a atacar la ciudad —dijo Cleito en voz baja.
Yo no lo había visto desde que había comenzado la batalla, y allí estaba, cubierto de polvo como si se hubiera revolcado por el campo. Puede que lo hubiera hecho. A mí me había pasado también. Tenía el brazo derecho cubierto hasta el codo de sangre seca; le goteaba sangre de la punta de la lanza, y alrededor de la cabeza le zumbaba una nube de moscas.
Milcíades respiró hondo. Era el de más edad de nosotros, de hecho ya había cumplido los cuarenta, y bajo las carrilleras de su casco ático tenía el rostro gris de fatiga, y debajo de los ojos tenía ojeras negras y bolsas que parecían la faltriquera de un rico. Pero, como ya he dicho, ninguno de los demás teníamos mucho mejor aspecto que él, aparte de Sófanes, que parecía tan fresco como un atleta en una carrera matutina, y de Belcrofonte, que sonreía.
—Tenemos que despejar el olivar tan deprisa como podamos —dijo Milcíades—. No podemos dejarlos atrás; tenemos que marchar hacia Atenas.
Sonó un gruñido general. Creo que todos gruñimos al pensar en caminar cien estadios hasta Atenas.
Milcíades se irguió más.
—No hemos terminado —dijo—. Si los viejos y los niños que hemos dejado atrás rinden la ciudad a su flota (y en la ciudad hay personas capaces de hacerlo), todo esto no habrá servido para nada —concluyó con un suspiro.
Entonces se adelantó entre los demás Filípides, el heraldo ateniense.
—Señor, dame permiso, e iré corriendo a Atenas y les llevaré la noticia de la batalla.
Milcíades asintió con la cabeza, con el rostro lleno de respeto.
—¡Ve! Y que los dioses corran contigo.
Filípides no era hombre rico, y solo tenía su coraza de cuero, un casco y su aspis. Dejó caer en tierra su aspis y su casco, y manos amigas le ayudaron a quitarse la coraza. Se despojó del quitón y se echó el tahalí de la espada al hombro desnudo.
Alguien le dio una clámide, y él nos dedicó una sonrisa.
—¡Es mejor que la que tengo en el campamento! —dijo—. Llegaré antes de que se ponga el sol, amigos.
Aunque había pasado todo el día luchando, echó a correr por el campo, hacia el sur, moviendo las piernas con fuerza; no a toda velocidad, pero sí a un ritmo constante que se tragaría los estadios.
Milcíades se dirigió a mí, o quizás a Arístides.
—Tengo que disponer al ejército para ponernos en marcha —dijo—. Necesito que uno de vosotros dirija el asalto al olivar.
Debo reconocer, en honor de Milcíades, que daba muestras de lamentar aquello sinceramente.
—Lo haré yo —dije.
—Entonces, lo haremos juntos —dijo Arístides. Miró a sus hombres, los de primera fila de su tribu—. Tenemos que hacer esto —dijo en voz baja—. Retrocedimos. Debemos recuperar nuestro honor en el olivar.
Milcíades asintió con la cabeza brevemente.
—Id, y que los dioses os acompañen. Hacedlo, y seguidme después.
Empezó a andar a través de los campos, acompañado de sus hyperetes. El chico que iba a su lado tocó la trompeta, y los atenienses y los plateos dispersos por el campo de batalla, levantaron la vista entre su agotamiento, convocados de nuevo a la falange.
Estaban allí muchos de mis plateos, un centenar de hombres quizá. Eran una mezcla de los de primera fila y los de las últimas, de los mejores con los peores, y los atenienses se encontraban en el mismo estado, aunque eran más, y tenían más armaduras y mejores armas.
Aunque, eso sí, los plateos procuraban con todas sus fuerzas remediarlo, despojando a los persas que yacían a nuestros pies.
—No les pueden quedar muchas flechas —dije.
—¿Por qué no? —preguntó Cleito.
—Nos estarían disparando —respondió.
Arístides sonrió con cierta timidez. Después, frunció el ceño.
—¿Tienes un plan, plateo?
Me encogí de hombros, y el peso de mi coselete de escamas me pareció como el peso del mundo. Hasta Cleito, el ensangrentado Cleito, a quien yo odiaba, me estaba mirando, esperando.
La verdad era que ya no me quedaba energía para odiar a Cleito. Era una lanza más, y una lanza fuerte. Así que levanté los ojos y miré el olivar. El muro que lo rodeaba tenía la mitad de la altura de un hombre, aproximadamente; era de piedras sueltas, pero estaba bien construido, y detrás del muro el olivar se levantaba sobre una colina baja, que quedaba rodeada por completo por el muro, claro está. Era una posición prácticamente inexpugnable.
—A mí me parece que están tan cansados como nosotros, y su bando ha perdido. Ya no les quedan más perspectivas que la muerte o la esclavitud.
Hablaba para ganar tiempo, esperando a que Atenea o Heracles me pusieran en la cabeza algo más que la desesperación negra que te sobreviene después de un combate largo.
Recuerdo que me aparté un poco del grupo; en realidad no para pensar, sino porque lo que esperaban de mí me pesaba más que la coraza de escamas y el aspis juntos; y quería quitarme ese peso de encima duraste unos momentos.
Y sí que fue como si hubiera venido una diosa y me hubiera susurrado al oído; solo que yo sigo imaginándome que fue Afrodita, cuyo himno había tenido en los labios al quedarme dormido. Porque volví la cabeza, y lo vi.
Volví a ponerme el casco en la cabeza y a echarme el escudo al brazo. Estaba a pocos pasos de los demás.
—Veo una manera de distraerlos para ahorrarnos algo de lucha. Creo que vosotros, los atenienses, debéis atacarlos, pasando por encima del muro en la parte baja, junto a la puerta. Los demás, ¿veis esa pequeña depresión del terreno, allí? —pregunté, indicándola con la cabeza—. No la señaléis. Si vamos cincuenta, subiendo por esa pequeña vaguada, dudo que nos vean llegar. Los demás, formad con veinte escudos de frente y diez de fondo. Cuando lleguemos al olivar; bueno, vosotros entráis por la puerta, y entonces cada uno que se las arregle como pueda.
Arístides asintió con la cabeza.
—Si os ven venir, os harán trizas a flechazos —dijo.
—Entonces, será mejor que confiemos en que estén cortos de flechas —dije—. No tenemos tiempo de inventar nada más complicado.
—¿No podemos prender fuego al olivar? —gritó alguien.
—No hay tiempo —dije. La verdad es que era la mejor solución.
Déjame que te diga una cosa, joven. Yo creo en los dioses. Uno de ellos acababa de enseñarme la vaguada. Y aquel olivar estaba consagrado a Artemisa. Y los dioses habían estado a mi lado todo el día. Aquello era una prueba para mí. En todas las batallas hay una prueba. ¿Cómo eres de bueno cuando estás herido y cansado? Es entonces cuando se descubre quién es héroe de verdad, niños. Con el estómago lleno y con los músculos sanos, cualquiera puede mantenerse firme en su puesto. Pero ¿y al final de la jornada, cuando el borde del sol está tocando las colinas, y llevas horas sin beber agua, y las moscas te están poniendo huevos en las heridas?
Pensadlo. Porque a centenares de hombres se nos estaba midiendo; y, por Heracles, fuimos dignos de nuestros padres.
—¿Eres lo bastante hombre para esto, plateo? —me preguntó Cleito; pero solo en son de broma, casi con tono amistoso.
—Que te jodan —dije yo, también en son amistoso.
—Vamos a ello —dijo Esquilo. Interpuso el borde de su aspis entre Cleito y yo—. Esto no va contigo, Cleito.
Recuerdo que sonreí.
—Cleito —dije con suavidad, y él me miró a los ojos—. Hoy es por los medos —le dije, y le tendí la mano.
Él me la tomó y la apretó con fuerza.
Esquilo asintió con la cabeza.
—Solicito el honor de entrar el primero en el olivar —dijo—. Por mi hermano.
Esos atenienses, y esos aristócratas… No tienen el menor sentido común.
Así pues, los atenienses formaron en bloque profundo, con una formación tan ancha como el muro bajo. Ocultos tras ellos, me llevé a mis plateos (empezando por los de mi casa) en un par de columnas largas y corrí con ellos hacia el sur, rodeando el borde de la colina baja. Me forcé las piernas para que cumplieran con su deber. Creo que el trotecillo irregular que fuimos capaces de hacer mal podría llamarse «correr»; pero así lo hicimos.
Rodeamos corriendo el borde de la colina, y allí estaba la entrada de la vaguada, tal como me había figurado. La vaguada no era tan profunda como la altura de un hombre; pero tenía una forma extraña, con una revuelta pequeña inmediatamente por delante del muro oeste del olivar; y yo confié en mi suposición y conduje a mis hombres hacia delante, todavía en fila.
Los persas habían formado en línea (hay que reconocer que no era una línea muy profunda) haciendo frente a la pequeña falange de Arístides. Los veíamos; y, de milagro, ellos no nos habían visto aún. Era… bueno, milagroso. Pero en el campo de batalla los hombres mueren porque ven lo que esperan ver.
Entonces, Arístides y Esquilo hicieron avanzar a sus hombres. Estaban tan cansados que no soltaron aclamaciones ni cantaron el peán, sino que se limitaron a trotar hacia delante, y todos los persas se pusieron a dispararles.
El tableteo de las flechas sobre sus escudos y el ruido de los impactos más sólidos enmascaraba el sonido de nuestro movimiento.
—¡Formad el frente! —dije en voz baja; pero mis hombres no necesitaban ninguna orden.
Los hombres que estaban tras de mí echaron a correr hacia delante. Yo no reduje el paso. El orden de nuestra línea no tenía importancia. Y, por los dioses, allí estaba Afrodita, o alguna otra diosa, alzándonos a un combate más, elevándonos por encima de nosotros mismos. Es una cosa que he sentido dos o tres veces en mi vida, y es… algo más que humano. Y todos los que estuvimos en el olivar de Maratón lo sentimos.
Yo estaba al borde de la vaguada, que ascendía en fuerte pendiente hasta la base del muro de piedra, con una profundidad como la altura de la cabeza. Los persas habían supuesto que aquella parte era demasiado abrupta como para que lanzásemos por allí un asalto.
Yo fui el primero. Superé corriendo el borde de la vaguada, y al llegar arriba, un persa me disparó.
La flecha, disparada de cerca, me golpeó de lleno el aspis, y entonces dejé atrás al persa, salvé el muro de un solo salto, y me siguió una marea de plateos. No tengo idea de quién mató a aquel hombre, ni, para ser sincero, de cómo había salvado aquel muro; pero habíamos entrado, habíamos pasado el muro y estábamos entre los árboles.
Caí sobre el extremo de la línea persa; la mayoría no nos vieron venir siquiera, tan concentrados estaban en Arístides y en sus hombres que tenían al frente.
Murieron de mala manera.
Los abatimos en el sitio; y cuando huían (algunos de terror, otros más para buscar un sitio mejor donde morir) los perseguíamos, de árbol en árbol. Los que tenían flechas nos disparaban, y los que no las tenían protegían a los arqueros. Algunos llevaban lanzas; unos pocos llevaban aspis que habían tomado a nuestros muertos, y muchos llevaban hachas, y lucharon como héroes.
Ningún hombre de los que sobrevivieron al combate en el olivar lo olvidó jamás.
Los hombres desesperados y acorralados ya no son seres humanos. Son animales, y son capaces de aferrarse a la espada que les has clavado en el vientre y sujetarla para que un compañero suyo pueda matarte con más facilidad.
La lucha terminó por llenar todo el olivar, y algunos debieron de subirse a los árboles; la flecha que mató a Teucro vino de arriba, desde luego, y le acertó en vertical, en lo alto del hombro, junto al cuello. Y Alceo de Mileto, que había venido hasta allí para morir por Atenas, cayó luchando, defendiéndose con su aspis de dos hombres con hachas, y yo estaba demasiado lejos para salvarle.
Un persa me rompió la lanza, al morir con ella clavada, y otro se adelantó sobre el cuerpo del muerto y su espada corta me resonó en las escamas; pero no las atravesó; de lo contrario, yo hubiera muerto allí mismo. Lo rodeé con los brazos y lo arrojé en el suelo, rodé sobre él para aplastarlo, le llevé las manos al cuello y lo estrangulé hasta matarlo. Éste fue el último momento que recuerdo de la batalla; debí de ponerme de pie de nuevo, pero no recuerdo cómo; y por fin me encontré espalda con espalda con Idomeneo; pero el combate había terminado.
El combate había terminado.
Todos los persas habían muerto.
Idomeneo se dejó caer al suelo.
—No puedo más —dijo. Jamás le había oído decir esas palabras, y no se las oí decir nunca más.
Así fue Maratón.
Para ser sincero, tampoco recuerdo nada de la marcha a Atenas a través de las montañas, a oscuras; solo que se levantaba una tormenta en el mar y que la brisa de la tormenta nos abanicaba como la caricia de la mano fresca de una mujer cuando estás enfermo.
Debí de dar algunas órdenes, porque cuando bajamos de las colinas que dominan Atenas al santuario de Heracles, había casi ochocientos plateos. Y cuando llegaba cada contingente, Milcíades los recibía en persona. Esa parte sí que la recuerdo. Todavía iba de armadura completa, y estaba radiante; puede que aquella noche fuera divino. Lo que es seguro es que fue su fuerza de voluntad la que nos hizo atravesar a salvo las montañas y llegar de nuevo a las llanuras de la Ática. Los plateos fuimos los últimos que salimos de Maratón, aparte de la tribu de Arístides, que se quedó para custodiar el botín, y los últimos que llegamos al santuario de Heracles; y cuando entramos (no marchando, sino arrastrando los pies en estado de agotamiento) el sol empezaba a alzarse sobre el mar, y sus primeros rayos iluminaron los templos de la Acrópolis, a lo lejos.
—Lo conseguimos, amigos —decía Milcíades a cada contingente.
Los hombres arrojaban sus cosas al suelo; los escudos caían como las aceitunas al viento de otoño, como si nuestro ejército viniera derrotado en vez de victorioso. Mis hombres hicieron lo mismo. Se dejaban caer al suelo sin decir palabras. Hermógenes me dijo más tarde que se había quedado dormido sin llegar a quitarse el aspis del brazo.
Yo no. Al igual que Milcíades, estaba demasiado cansado para dormir, y me quedé de pie con él mientas subía el sol, que dejaba al descubierto la flota persa, todavía muy lejos, al este.
—Aunque llegaran ahora, Filípides lo ha conseguido —dijo—. ¿Ves la almenara de la Acrópolis?
Vi una mancha de humo a la luz del amanecer.
—Por Atenea —dijo Milcíades. A pesar de su fatiga, estaba más recto que una lanza. Se rio, y volvió la vista hacia el amanecer—. Hemos vencido.
—Debes descansar —dije.
Milcíades volvió a reír. Me dio una palmada en la espalda, sonrió de oreja a oreja, y por un momento no pareció viejo ni agotado; era el Rey Pirata que yo había conocido de muchacho.
—No quiero desperdiciar este momento en los brazos del sueño, Arímnestos —dijo. Me abrazó.
Recuerdo que sonreí; porque en esta vida ha habido pocas cosas que estimara tanto como el amor de Milcíades, a pesar de la afición que tenía el muy canalla al dinero, al poder y a la fama.
—Dormir no sería una pérdida de tiempo —dije.
Él sacudió la cabeza.
—Arímnestos… ahora mismo, en este momento, estoy con los dioses.
Lo dijo con sencillez, sin retórica. Y no estaba perorando ante un millar de hombres, gozando de su adulación. Yo creo sinceramente que en aquellos momentos todos los hombres de nuestro ejército dormían, salvo él y yo.
No; decía la pura verdad a un solo hombre, y ese hombre era yo.
Recuerdo que no lo entendí. Ahora sí lo entiendo. Pero yo era demasiado joven; y, a pesar de todas mis cicatrices y de la sangre que tenía en el brazo de la espada, era demasiado inexperto.
Volvió a reírse, con una risa violenta.
—He vencido a los persas a las puertas de mi ciudad. He ganado una victoria… una victoria como… —se encogió de hombros—. Desde Troya… —dijo, y rompió a llorar.
Nos quedamos de pie juntos. Yo también lloré, zugater. Lloré, y el sol se alzó sobre la flota persa, que se alejaba, derrotada. Habían muerto muchos hombres, y morirían muchos más. Pero habíamos vencido al ejército del Gran Rey, y el mundo ya no sería el mismo. En verdad, en aquella hora estábamos con los dioses.