Anoche, mientras bebíamos, ese joven de Halicarnaso que escribe me preguntó por qué Atenas no salió al encuentro de Datis por mar. La pregunta es muy buena si se piensa en el tamaño de la flota de Atenas en nuestros tiempos.
La verdad es que en el tiempo de Maratón no existía una flota ateniense. Me doy cuenta de que parece imposible, pero la verdad es que los tiranos y los oligarcas tenían en común un prudente temor a la demos, porque el poderío de la flota no estribaba en sus hoplitas sino en sus remeros, en los thetes que tiraban de los remos. Así pues, los nobles tenían navíos de guerra… ¡por el Tártaro, amigos, yo mismo tenía un navío de guerra en el tiempo de Maratón! Arístides tenía uno; la familia de Sófanes tenía otro, y Milcíades poseía diez cuando estaba en la cúspide de su poder. Aquélla era la flota ateniense, el conjunto de navíos privados de los ricos; bien pensado, se parece bastante al modo en que formaban las falanges. Y en conjunto Atenas habría podido reunir un total de cincuenta navíos. Antes de Lade, cincuenta navíos se habría considerado una flota poderosa. Pero la decisión del Gran Rey de derrotar a Grecia a fuerza de gastar dinero había cambiado el mundo. Sus seiscientos trirremes (cien más, cien menos) le dieron la victoria en Lade, aunque mantenerlas era una carga pesada para su imperio, y dejaban los mares desprovistos de remeros bien preparados.
Pero Atenas no podía presentar nada en contra de sus seiscientos navíos. Todos los nuestros, los que no estaban trasladando refugiados a Salamina o a la costa del Peloponeso, estaban en la playa de El Pireo.
La primera noche acampamos en el recinto de un templo de Heracles que está posado en lo alto del risco que domina la ciudad de Atenea. Mis plateos estaban todavía a cuarenta estadios al norte y yo no veía ningún motivo para hacerlos venir todavía, pues no teníamos noticias del enemigo, y el campamento ateniense ya estaba bastante desordenado de por sí.
Los ejércitos griegos suelen ser tanto mejores cuanto más lejos estén de sus casas, en tiempo y en distancia. La primera noche, cuando el ejército está tan cerca de casa que podría haber dormido allí si hubiera querido, cuando faltan todavía la disciplina y la comunidad de experiencias que se van forjando en un ejército a cada campamento y a cada comida con olor a humo, no son más que una turba de hombres que tienen poco en común, salvo su deber para con su ciudad.
Muchos de ellos no tienen idea de lo que es vivir al aire libre ni saben comer sin tener a sus esposas ni a sus esclavos para que les cocinen. Los aristócratas no tienen estos problemas; la vida del aristócrata, que tiene su finca en el campo y sale de caza, es muy adecuada para formar a los que salen en campaña. Pero los alfareros, los curtidores y los pequeños agricultores, aunque todos son hombres fuertes, es posible que no hayan hecho en toda su vida una comida bajo la rueda de los cielos.
Gelón y yo nos acostamos con los hombres de Milcíades, que no tenían estos problemas y a quienes sus conciudadanos atenienses apenas inspiraban otra cosa que desprecio. Aquéllos eran los hombres que Milcíades había comandado en Lade y en otra docena de combates, y que confiaban en ellos mismos y en su señor.
Los hombres de Arístides eran otra cuestión. Me limitaré a decir que, desde las reformas de Clístenes, que todavía eran relativamente recientes cuando nos pusimos en marcha hacia Maratón, todas las «tribus» de Atenas no eran más que ficciones teóricas. Clístenes había procurado deshacer las bases del poder de los grandes aristócratas (como Milcíades) asegurándose de que cada tribu estuviera compuesta a partes iguales de hombres de la ciudad (de los alfareros y curtidores, por así decirlo), de hombres de las fincas rústicas (hombres del campo, pequeños agricultores y también aristócratas) y de hombres de la mar (pescadores, hombres de la costa y remeros). La ley era genial; otorgaba a todo ateniense una identidad común con hombres de las partes de la Ática que la mayoría no habían visitado nunca siquiera.
Otra cosa que hizo Clístenes, otra cosa genial, fue elevar a la categoría de héroes a los antepasados de todos. En Atenas, la diferencia principal entre el aristócrata y el hombre del pueblo no era el dinero; algunos libertos y mercaderes tenían mucho dinero, pero nadie los consideraba aristócratas, os lo aseguro. No; la diferencia principal estribaba en los antepasados. El aristócrata era el que descendía de un dios o de un héroe. Milcíades descendía de Áyax de Salamina y, a través de éste, podía remontarse al propio Zeus. Arístides descendía de Heracles, como yo.
Mi amigo Agios descendía de padres ciudadanos, pero estos no tenían recuerdo de nada que se remontara más allá de sus propios padres. El padre de Cleón era pescador, pero su madre había sido puta.
Pero cuando Clístenes instauró sus reformas (esto sucedió cuando yo era esclavo en Éfeso), asignó a cada tribu un antepasado heroico y declaró (por ley) que todos los miembros de la tribu podían considerarse descendientes de ese antepasado. He oído decir a algunos hombres (nunca a ningún ateniense, pero sí a otros griegos), que Clístenes trajo la democracia a Atenas. Chorradas. Clístenes era un hombre muchísimo más genial que todo eso. Yo no llegue a conocerlo; pero, como la mayoría de los hombres de clase media, venero su memoria como la del hombre que construyó la Atenas que amábamos.
Lo que hizo fue convertir a todos los hombres en aristócratas. Por un simple decreto, todos los remeros y todos los hijos de las putas tenían tanto motivo para servir a su ciudad como lo tenían Arístides, Milcíades y Cleito. Para vivir bien, con areté, y para morir con honor. No estoy diciendo que aquello funcionara, no más que cualquier otra idea política. Pero a mí me parece que fue una idea gloriosa, que construyó la Atenas que se levantó en contra del Gran Rey.
La consecuencia principal era que aquellos terrenos del templo de Heracles estaban llenos de hombres que no habrían militado de modo alguno en una falange quince años atrás. Cuando mi padre murió en Eubea, luchando del lado de Atenas, en la falange ateniense había unos seis mil hombres, y si bien los de las primeras filas eran excelentes, los de las últimas eran hombres pobres con lanzas, sin escudos, sin armaduras y sin ninguna posibilidad de resistir a un guerrero de verdad ni el tiempo que dura un latido del corazón. Así eran las cosas.
Pero la nueva Atenas tenía una falange con el doble de lanzas, casi doce mil. Y, según veía yo, casi todos llevaban esas espoladas de cuero blanco que daban fama a Atenas. En aquellos tiempos la industria de los curtidos era propiedad de la ciudad, y su cuero blanco se apreciaba desde Naucratis hasta la Tróade. Y parecía que todos tenían cascos también.
Veréis, lo que había hecho Clístenes fue crear una ciudad en la que un hombre que hacía cacharros de barro y que trabajaba un pedazo de tierra como para dar doscientos médimnos de grano al año (que viene a ser la décima parte de lo que daba mi finca en un año bueno) se gastaría el dinero que le sobrara (que sería muy poco, amigos míos) en armas defensivas y ofensivas. Como un aristócrata.
Te ríes de mí, zugater. ¿Me apasiono demasiado? Escucha, cariño… puede que yo sea tirano aquí, pero dentro de mi corazón soy un campesino beocio. No quiero que manden los aristócratas; quiero que cada hombre se defienda por sus medios, que ocupe su lugar en la fila, que cultive su terreno, que coma sus propios higos y su propio queso… que levante la mano en la asamblea, y que maldiga siempre que quiera. Cuando soy sincero, me doy cuenta de que me pasé a las filas de los aristos bastante temprano. Puede ser que, como decía mi madre, nuestra familia estuviera con ellos desde siempre. Pero yo no quise nunca tener poder sobre otros hombres, salvo en la guerra.
Ahora os reís todos de mí. Creo que debo dejar mi relato para otro día. Quizá deba meterme en mi tienda y quedarme allí enfurruñado. Quizá me lleve a esta muchacha que se sonroja para que me haga compañía.
¡Ah! Más vino. La interrupción ha valido la pena. ¡Qué color tiene!
Y bien, ¿por dónde iba?
A la mañana siguiente, me subí a mi caballo, y Gelón a mi mula, y cabalgamos hacia el norte en busca de mi cuñado y de los plateos. Cuando los atenienses dejaron atrás el gran risco, doblaron al este y se dirigieron hacia el mar.
Alcancé a mis hombres antes del mediodía y vi que estaban bien dormidos y bien comidos, y dispuestos a ponerse en marcha.
Antígono se encogió de hombros.
—Me estaba gustando hacer de polemarca —me dijo—. Vuélvete con los atenienses. Ya sigo yo.
Sonrió y me dio una palmada en la espalda; pero, cuando hubimos puesto en movimiento al ejército, se acercó a mí entre el polvo.
—No me vuelvas a hacer esto —dijo en voz baja—. Anoche, al verse que no volvías, todo era pánico y terror. Que si los persas te habían atrapado, que si los jodidos atenienses te habían detenido… ¿Qué podía hacer yo?
—Lo que hiciste —le dije, y le devolví la palmada en la espalda.
Yo me había traído un par de guías proporcionados por Milcíades, que eran ambos hombres de la región que militaban en la falange ateniense y que conocían todos los caminos y sendas que conducían al este a partir de nuestra posición. Gracias a ello avanzábamos aprisa, aunque el camino no era nunca recto, y en un momento dado llegamos a atravesar el trigal de algún campesino pobre; dos mil hombres y otros tantos animales aplastando el cultivo que era tan valioso para él. Pero era la única vía entre dos sendas. En aquellos tiempos, en la Ática se encontraban algunas de las carreteras peores del mundo.
Yo me adelanté a caballo con Gelón, con Licón y con el tracio Filipo. Estos dos servían en calidad de voluntarios, ya que sus ciudades no participaban en esta guerra. Encontramos un lugar donde acampar; eran tres prados, todos en barbecho o recién segados, rodeados por entero de muros de piedra, en un risco bajo con un río por debajo. Era una de las mejores posiciones que he visto en mi vida, y en otra ocasión volví a ella. Dormimos seguros. Yo ya ponía centinelas todas las noches; era una lección que había aprendido en mis primeras campañas.
Nos levantamos al alba (aquellas partidas de caza en el Citerón habían surtido buen efecto), comimos pan duro y bebimos un poco de vino, y nos pusimos en marcha. Antes del mediodía habíamos alcanzado a la retaguardia de las fuerzas atenienses, que descendían a través de los olivares que coronaban los riscos que rodeaban la finca y la torre de Aleito. Yo conocía las sendas de por allí, también gracias a la caza, y mis guías ya habían dejado atrás el terreno que conocían ellos. De modo que dirigí a los nuestros un poco hacia el norte, por encima del mismo risco donde el grupo de Aleito había matado dos ciervos, y los hice bajar por los pomares abandonados donde el mío había matado seis.
Arístides iba el primero aquel día (las tribus siguen un sistema estricto de rotación para todo, desde el orden de marcha hasta el lugar en la línea de batalla), y él era el estratego jefe, pues los atenienses también rotaban el mando. Cuando lo alcancé con mi pequeño grupo de jinetes, estaba eligiendo el lugar para acampar.
Sonrió al verme. Yo no sonreí; se me borró del corazón toda la alegría cuando vi que lo acompañaba Cleito.
—Alto —dijo Arístides, levantando una mano.
Yo había empuñado mi lanza de caza.
—Estamos aquí para luchar contra los medos, no entre nosotros —dijo Arístides.
—¡Mira! ¡Has encontrado un caballo! —dije yo en son de burla—. Tenía entendido que les había pasado algo a tus caballos.
Cleito tenía la espada en la mano.
—¿Cómo sigue tu madre? —preguntó.
Arístides le dio un fuerte puñetazo en la sien. Arístides era buen atleta y hábil boxeador, y Cleito se cayó del caballo.
Pero cuando me acerqué a él con mi caballo, Arístides me asió la mano de la lanza con puño de hierro.
—En este ejército hay otros hombres que se odian unos a otros —dijo—. Rivales políticos, enemigos personales, hombres que tienen pleitos entre sí. Hay tribus rivales y hombres con intereses encontrados en cuestiones de dinero… hombres que se han fugado con las esposas o hijas de otros, hombres que han cometido delitos. Y lo peor de todo, como sabéis los dos, es que tenemos entre nosotros a hombres que han aceptado dinero del Gran Rey y que emplearán su poder para desunirnos como desunieron a los griegos orientales en Lade, por medio de la deserción y de la traición.
Cleito se puso de pie y se llevó una mano a la cabeza.
—Tienes la mano dura, señor.
Arístides asintió con la cabeza.
—Estamos en el recinto del templo de Heracles, que es antepasado común de nosotros tres. Los dos vais a venir conmigo al altar y vais a jurar a los dioses que haréis las paces y lucharéis juntos como hermanos. Sois jefes. Si lucháis uno contra otro, estaremos acabados.
—Mató a mi madre —dije yo—. Y sus actos favorecieron al Gran Rey. Está aceptando el dinero del Gran Rey. Pensaba matarme para que los plateos no interviniesen en esto.
Cleito me miró con un desprecio como no lo había visto en los ojos de ningún hombre desde que yo era esclavo.
—Vives engañado, campesino. Yo no haría nada jamás al servicio del Gran Rey. Soy ateniense. Te aplastaré como el insecto que eres, por tu hibris. Por haber tratado a mi familia como si estuviésemos a tu nivel. ¿Que maté a tu madre? —se rio—. Debí haberte matado a ti, y si una puta beocia arrastrada se puso en medio, no es asunto mío.
Se volvió hacia Arístides.
—He jurado matarle, a él y a toda su familia. Me ha insultado, a mí y a los míos.
Arístides se cruzó de brazos.
—Cleito, la mayoría de los hombres de este ejército consideran que los de tu familia sois unos traidores. —Cleito se revolvió vivamente con indignación; pero Arístides lo hizo callar levantando una mano—. Si te niegas a hacer el juramento que te pido, Cleito, te despediré del ejército y dejaré de defenderte ante la demos. —Siguió hablando con más calma—. Esto no es el ágora, ni la palestra. ¿Que insultó a tu familia? ¿Que tú insultaste a la suya? ¡Por todos los dioses, nos estamos jugando la existencia de nuestra ciudad! ¿Qué eres tú, un matón del campo de juegos, o un hombre de honor?
Yo había bajado la punta de mi lanza. Arístides siempre ejercía este efecto sobre mí. Me sacaba casi tanta ventaja moral como el propio Heráclito. Vivía lo que decía. Pero yo seguía furioso.
—Arístides, yo te respeto más que a la mayoría de los hombres —dije— pero este mató a mis amigos y a mis paisanos… y a mi madre. Los mató por vanidad. ¿Su supuesta venganza? El mismo se lo había buscado, por haber querido tratarme a mí como trata a la demos, como a hombres inferiores.
—Tú mataste a sus caballos; cincuenta caballos. Lo que valen diez fincas. Los mataste —repitió Arístides, plantado delante de mí, imperturbable—. Los mataste para humillar a los alcmeónidas. No para salvar a Milcíades, sino por tu sentido de tu propio honor. Niégalo si puedes.
—¡Asesinó a mi gente! —dijo Cleito—. ¡Criados de mi familia!
—Asesinos a sueldo —dije yo—. Arístides, esto es una tontería. Tú sabes mejor que nadie por qué hice lo que hice.
—Lo sé —dijo Arístides—. Hiciste lo que hiciste para hacer justicia tal como tú la concebías. Lo mismo que hizo Cleito.
—¡Mató a mi madre! —grité.
—Mi familia está exiliada —dijo Cleito—. Mi tío murió, murió, lejos de nuestra ciudad. Gracias a ti, los perros de esta ciudad aúllan pidiendo nuestra sangre, y los hombrecillos (artesanos, hombres nietos de esclavos) nos tratan con desprecio. Por todo esto quiero matarte a ti, y a todos los hombres y mujeres que lleven en sus venas una gota de tu sangre.
—Así que, los dos podéis revolearos en el egoísmo, en el orgullo, en el autoengaño… mientras los medos incendian Atenas —dijo Arístides, y enarcó una ceja—. Venid conmigo los dos.
Su autoridad era tanta, que le seguimos. Nos condujo hasta el borde de la cima de la colina en la que se levantaba el recinto del santuario de Heracles. De pronto, bajo el resplandor del sol de finales del verano, pudimos contemplar desde lo alto la llanura, los campos y los olivares de una de las zonas más ricas de la Ática, hasta la playa de Maratón.
Y desde la curva de la playa hasta donde alcanzaba la vista por el norte, había barcos. Centenares de barcos; una nube de barcos tan espesa en el mar como las hormigas que bullen alrededor de un hormiguero cuando lo destroza el arado. Muchos estaban ya atracados de popa en la playa, cerca de las marismas del extremo norte de la bahía. Estaban descargando hombres y tiendas, o eso me figuré.
Más cerca de nosotros, en el terreno despejado al pie de la colina, había una docena de jinetes sakas. Miraban colina arriba, hacia nosotros. Llevaban oro en los brazos, en los gorros, en las sillas de montar, y cada uno de ellos tenía un arco pesado a la cintura y un par de lanzas largas en la mano.
—Allí están. Los persas, los medos, los sakas… el brazo armado del Gran Rey, que ha venido a castigar a Atenas por sus pecados. Ahora, elegid. Plantaos aquí, a vista del enemigo, y luchad a muerte entre vosotros; y que caiga en vuestras cabezas el futuro que echáis a perder. O bien, los dos podéis hacer el juramento que os pido. Luchad juntos. Demostrad al ejército (y todos sus hombres conocen vuestra historia y vuestro odio, os lo puedo asegurar) que la guerra con Persia pesa más que la familia, más que la venganza. Y cuando se hayan marchado los persas, por mí podéis mataros entre vosotros.
Silencio, y el suspiro del viento sobre los trigales dorados próximos al mar.
Asentí con la cabeza.
—Juraré —dije.
¿Qué podía decir si no? Arístides era el Justo. Lo que pedía era justo.
Y Cleito, aunque todavía ardo de odio contra él, no fue menos hombre que yo.
—Juraré —dijo—. Porque tienes razón. E iré más lejos, porque soy mejor hombre que este cerdo beocio. Pagué a hombres para que lucharan contra ti, plateo. Pero lamento que muriera tu madre. Te pido disculpas por eso, y solo por eso.
Puede que yo murmurara una disculpa por la muerte de su tío; aunque así fuera, su gesto fue más noble; pero también es verdad que su delito era mayor.
Así suele suceder con los hombres en tantas ocasiones. Lo que recordamos es el gesto; la disculpa franca, la muerte noble. ¿Acaso la muerte noble de mi madre limpiaba una vida entera de dolor? ¿Y Cleón? ¿Vale tanto una gran disculpa como un gran delito?
No lo sé, y Heráclito ya no vivía para poder decírmelo.
Nos pusimos a ambos lados del altar de Heracles, de poca altura, nos asimos de los brazos como camaradas y juramos que estaríamos juntos contra los persas, que nos apoyaríamos mutuamente y que seríamos hermanos y camaradas.
Repetimos el juramento de Arístides palabra por palabra, hasta que hubo terminado.
—Hasta que queden vencidos los persas —añadió Cleito.
—Hasta que queden vencidos los persas —repetí yo, mirándole a los ojos.
—Sois unos idiotas los dos.
Me gustaría decir que el ejército se inundó de una oleada de cooperación una vez que hube jurado no matar a Cleito, pero no estoy seguro de que se fijara nadie. Esto es lo malo que tienen los actos de valor moral y de pureza ética. Si lo hubiera abatido con mi lanza de caza, no me cabe duda de que se habrían producido consecuencias; pero, al contener la mano, no había ningún cambio observable. Tanto Heráclito como Arístides me habían dicho que el único premio de un acto correcto es el conocimiento de haber obrado bien; de acuerdo, pero me parece que hay que ser un Arístides o un Heráclito para sentir que saber eso es premio suficiente al sacrificio de haber renunciado a algo tan profundamente satisfactorio como es la venganza.
En todo caso, acampamos en el recinto de Heracles. Desde la cumbre veíamos a los persas descargar sus naves.
Me llevé a los plateos al norte de los atenienses, al extremo izquierdo de nuestra línea de acampada, que era el punto más cercano al enemigo. Ocupamos la estribación rocosa del recinto del templo, casi como si fuera una pequeña acrópolis.
No es que fuera mucho terreno, pero sería fácil de defender, y en el centro había un bosquecillo de cipreses que daban buena sombra. Mientras lo estaba observando, vi que un hombre se apartaba para hacer sus necesidades en el bosque, y lo detuve.
—Ningún hombre hace sus necesidades dentro del campamento —le dije.
A pesar de las partidas de caza, no habían salido nunca en campaña. La mayoría de mis hombres no tenían idea de la rapidez con que se puede propagar una enfermedad en un campamento. Hice que los guerreros se reunieran formando un gran círculo y me subí a un montón de escudos para que todos me oyeran.
—Todos los hombres dormirán aquí, en la roca —dije—. Los cipreses nos darán sombra y algo de abrigo; pero ningún hombre cortará ninguno ni hará fuego bajo ellos, para no ofender al dios. Tampoco hará nadie sus necesidades dentro del recinto. Marcaré más abajo una zona para esas cosas. Tampoco irá nadie al arroyo a lavarse, ni a lavar a su animal ni su ropa, salvo en la zona que marque yo, para que el arroyo no se sienta impuro. Y para que no baje la mierda de nadie hasta nuestras ollas de guisar —añadí, y se rieron, y quedó claro lo que les quería decir.
Los estrategos plateos eligieron su terreno, y después bajamos por la antigua rampa y elegimos un terreno bajo que podía servir de letrinas para los hombres, y mandamos a los esclavos que cavaran zanjas y pusieran troncos a través. Y elegimos un lugar donde los esclavos podían coger agua y lavar la ropa.
—El agua va a ser un problema —dijo Antígono.
—No entiendo por qué tenemos que tener todas estas reglas —dijo Epístocles, sacudiendo la cabeza—. Si me dan ganas de hacer algo de noche, ¿crees de verdad que voy a andar todo este trecho?
—Sí —dije yo.
—Pues ya puedes dejar de creerlo —dijo él, soltando una risita estúpida.
—Epístocles, tú eres oficial, y los hombres te imitarán. Si los hombres empiezan a mear en nuestro campamento, no tardará en volverse inhabitable. Éste es el terreno más defendible en diez estadios a la redonda. No lo mees.
Le sonreí, pero solo con esa sonrisa que pongo cuando estoy dispuesto a servirme de los puños para hacer que un hombre entre en razón; y él cedió.
—Al parecer, te crees autorizado para dar órdenes como un rey —dijo.
—Esto es la guerra —dije yo—. A algunos hombres los hace reyes, y a otros esclavos.
—¿Cómo dices? —dijo él.
—No tiene importancia —dije; y nos pusimos a buscar sitio para que durmieran dos mil hombres.
Pasamos dos días preparando el campamento y observando cómo preparaban el suyo los persas. Tenían que desembarcar a todos sus hombres, y algunos nos preguntábamos por qué no caíamos sobre ellos cuando tuvieran en tierra a cerca de una tercera parte de los suyos. Se debatió, pero no hicimos nada.
La verdad era que el tamaño de las fuerzas persas y de su flota tenía algo que imponía. Tenían también casi un millar de jinetes; mortíferos arqueros de a caballo persas y sakas, que habían estado más al norte, bajando de Eretria a la caza de las últimas fuerzas que quedaban allí en el campo, un ejército de colonos atenienses y de eubeos que se habían retirado con buen orden tras las primeras derrotas, pero que habían ido cayendo paulatinamente bajo las flechas de los sakas. No teníamos idea de que seguían existiendo hasta que, en la tercera mañana, llegó un corredor, un hombre que tenía una flecha clavada en el bíceps y que se derrumbó en cuanto llegó al Ágora del ejército.
Cuando Atenas derrotó a Eubea, en tiempos de mi padre, los atenienses quisieron conservarla bajo su dominio, y enviaron a cuatro mil colonos, atenienses de las clases bajas, para que se establecieran allí, ocupando las mejores fincas. No es que los colonos y los del país se quisieran mucho, pero cuando vinieron los persas formaron una buena fuerza. Libraron tres combates pequeños contra los persas, intentando romper el cerco, y por último lograron cruzar el estrecho en barcas de pesca bajo las mismas narices del enemigo; pero entonces había caído sobre ellos la caballería. Aquellos hombres llevaban dos semanas combatiendo… y huyendo.
Aquel día le tocaba el mando a Milcíades, y en cuanto hubo escuchado al mensajero, nos convocó a todos.
—A un día de marcha al norte están dos mil hombres, hombres buenos, que están cayendo bajo las flechas de los sakas. —Nos miró sucesivamente a todos—. Propongo que tomemos a nuestros arqueros y a nuestros hombres escogidos y vayamos a rescatarlos.
Calímaco sacudió la cabeza.
—No puedes dividir el ejército —dijo—. Y no puedes derrotar a su caballería. Por eso hemos acampado aquí, ¿no lo recuerdas, valentón? Para que sus flechas no nos alcanzaran fácilmente.
Milcíades negó con la cabeza.
—Con hombres escogidos, si nos movemos con rapidez y si también nosotros llevamos arqueros, podemos vencerlos. O, al menos, dispersarlos, como hacen los perros para apartar a los leones de sus presas.
Arístides asintió.
—Tenemos que intentarlo. Si dejamos morir a esos hombres… nadie volvería a hablar bien de nosotros nunca más.
Milcíades echó una mirada a su alrededor.
—¿Y bien? —preguntó.
—Yo tengo a cien plateos capaces de correr toda esa distancia —dije—. Y veinte arqueros que pueden correr con ellos.
Milcíades sonrió. Pero antes de que hubiera tenido tiempo de hablar, el polemarca sacudió la cabeza.
—Si tenemos que hacer esto, deberán ir todos… entre la oscuridad. Podemos ir a tientas con guías, y habremos cruzado el risco antes de que los medas se enteren de que nos hemos marchado. Atraparemos a su caballería dormida.
Nos miró, soportando la pesada carga de aquella responsabilidad. Creo que habría preferido que los eubeos hubieran muerto en su tierra.
Pero tenía razón. Milcíades quería dar un golpe de mano heroico; pero si íbamos todos juntos y si nos movíamos con rapidez, cumpliríamos la misión con mucho menor peligro.
Todos optamos por el método de Calímaco con preferencia al de Milcíades.
Nos levantamos a oscuras, horas antes de que saliera el lucero del alba, y nos escabullimos por detrás de la colina de nuestro recinto del templo, dejando tras de nosotros a tres mil hombres escogidos para que defendieran el campamento. Cuando hubo salido el sol, nuestros hombres de cabeza (mis plateos) estaban a menos de diez estadios de la cumbre de la colina donde se defendían nuestros eubeo-atenienses.
Yo hubiera querido correr por la carretera con mis epilektoi, pero sabía que aquello solo se podría hacer con grandes masas de lanzas impenetrables. No había luchado contra las fuerzas de caballería desde el combate en la llanura junto a Éfeso, pero lo que había aprendido allí parecía oportuno: mantenerse juntos, y esperar a que los jinetes titubeen.
A media mañana ya veíamos exploradores sakas, y Teucro abatió a uno con una flecha bien apuntada. Cuando volvimos a ver que se juntaba un grupo de ellos, Teucro tenía reunidos a una docena de sus soldados de infantería ligera, y les arrojaron flechas en trayectoria muy curva con un poco de viento a favor. Los sakas se alejaron con sus caballos de aquella pequeña lluvia de flechas, pero sus tiros de respuesta cayeron muy cortos; y, desde entonces, fue como una partida mortal de tiro al blanco. Nuestros arqueros tenían más alcance que los de ellos, lo que significaba que no podían atacarnos a nosotros, y los del pequeño grupo de Teucro derribaron en dos ocasiones a un saka de su caballo, o mataron al caballo, y ellos nos evitaban.
Los atenienses tenían un cuerpo ciudadano de arqueros, que vestían a la manera escita. En su mayoría eran hombres pobres, pero eran muy orgullosos y disparaban bastante bien. Eran doscientos, y venían todos juntos detrás de mis plateos, de modo que la única vez que un medo atrevido rodeó mi flanco entre unos setos, se encontró bajo una verdadera granizada de flechas y tuvo que salir huyendo y se dejó a dos de sus hombres en un trigal.
No parece que tengan importancia este tipo de bajas, de uno en uno y de dos en dos, cuando estoy contando una historia tan grande como la de Maratón. Pero en las escaramuzas, en los hostigamientos, una docena de muertos pueden tener tanta importancia como una batalla perdida. Nuestras flechas les acertaban, y las suyas no nos alcanzaban.
De modo que, poco antes del medio día, su capitán, fuera quien fuera, decidió que ya era suficiente y envió a sus mejores hombres a detenerme.
Quisiera poder decir que lo vi venir; pero si no nos pillaron con el culo al aire fue más por suerte que por otra cosa.
Tengo que hacer otra de mis digresiones habituales. Los hoplitas, guerreros de infantería pesada, no andan por el campo ataviados de pies a cabeza para la guerra. En Grecia hace calor, y el aspis es pesado, y también pesan la coraza, el casco y la lanza. En cuanto un hombre lleva el aspis al hombro y una lanza en la mano, pierde velocidad para la marcha.
O puede ser simplemente que los griegos seamos perezosos. Yo mismo he pasado todo un día marchando con un aspis al hombro. Pero en aquellos tiempos rara vez lo hacíamos. En vez de ello, llevábamos nuestras armas, y nuestros criados (que eran unas veces hipaspistas libres, y otras veces esclavos) nos llevaban los cascos y los escudos.
Cuando la caballería intentó ganarnos la retaguardia, detuve la columna y mandé a los plateos que se armaran. Aquello llegó a volverme más vulnerable durante un rato. Imaginaos a dos mil hombres en una carretera, solo de dos o tres en fondo, sin orden determinado. Después, imaginaos que uno de cada dos hombres se afana en buscar a su escudero y en echarse el aspis al brazo y ponerse el casco en la cabeza. Algunos hombres llevaban puestas las piezas de la armadura y otros no. Algunos tenían piezas adicionales, escarcelas y guardabrazos como los que yo llevaba. Todo ello lo llevaban los criados.
En mi caso, yo llevaba puesta todo el día mi coraza de escamas, pero el resto de mi equipo iba en una cesta de mimbre que llevaba a cuestas Gelón. Hasta pensé cambiarme de zapatos; llevaba puestos unos zapatos de los llamados espartanos, y en vista de los campos difíciles que había a ambos lados de la carretera pensé ponerme unas botas.
Algunos hombres se sentaron en el camino a cambiarse las sandalias. Otros se desnudaban para ponerse un quitón más pesado para llevarlo debajo de la armadura.
¿Os figuráis el cuadro? Me repele pensar el tiempo que pasamos en aquella carretera sin tener una sola lanza apuntada hacia el enemigo. Aquello casi me hizo encanecer.
En el mar es diferente. En el mar, no entras en combate hasta que no estás preparado. Pero por tierra, sobre todo ante caballería o ante infantería ligera, pueden atacarte siempre que quieran. Yo era el jefe, y la había jodido. Lo sentía. Y ahora que era demasiado tarde, intentaba subsanar mi error. Aquello fue una lección, si queréis. En cuanto tuve un grupo de hombres armados, cubrí con ellos el camino, sin atender a su lugar teórico en la falange. Y en cuanto estuvieron armados el grueso de mis hombres, empecé a enviarlos desde el camino hacia la izquierda, donde veía brillar entre las rocas de la ladera los escudos de nuestros refugiados eubeos.
Nuestro guía, el corredor herido, hacía señas y gesticulaba, y yo lo estaba mirando cuando se nos echó encima la caballería persa. Habíamos formado a cerca de la tercera parte de nuestros hombres cuando aparecieron al galope rodeando un extremo del campo, desde detrás de un olivar. Ya tenían las flechas puestas en los arcos. Su jefe iba en cabeza, en un caballo bayo grande, y cuando rodeó el ángulo del olivar soltó un grito, se inclinó hacia delante y disparó.
Su flecha se me clavó en el escudo, y un dedo de la punta asomó por mi lado, justo por encima de mi muñeca, donde mi mano entraba en el antilabe.
—¡Formación cerrada! —grité; y sentí miedo…
Estaba atontado del susto. Tuve la presencia de ánimo justa para echarme sobre la cara el casco, que tenía levantado sobre la coronilla. Todos los hombres se agolparon en el centro de la primera fila, mientras los escudos se solapaban.
¿De dónde habían salido?
Maldije mi error al no haber mandado formar antes; me pregunté cómo le iría al resto de la columna, y estuve a punto de cagarme de miedo. Aquéllos no eran lidios con lanzas. Eran nobles persas, bien comandados, con disciplina y con arcos de puntería mortal, y mis hombres no estaban preparados.
La primera granizada de flechas nos dio en los escudos. Un hombre gritó al clavársele una flecha en la rodilla, por encima de la greba; su grito podría haber sido el mío.
Nos pasaron por delante, tan cerca que podíamos ver las marcas de sus caballos y los bordados de sus pantalones bárbaros, y sentir cómo temblaba la tierra azotada por cuatrocientos cascos.
La tormenta de flechas siguiente rompió sobre nosotros como una gran ola que rompe sobre una playa. Sentí que el escudo se me levantaba, se movía, se bamboleaba como si me hubiera estado cayendo encima una granizada, y algo me rozó el casco con un chirrido y yo parpadeé para aguantar el dolor. Yo solo veía a través de las aberturas de mi casco corintio, y el sudor me caía a raudales por el cuerpo. Pero vi entonces lo sucedido: el comandante persa nos había tendido una emboscada desde detrás del olivar, y yo tenía suerte de haberme detenido a formar a mis hombres; de lo contrario, todos estaríamos muertos ya. Suerte. Tique. Y él había cometido dos errores. Se había lanzado al ataque un poco pronto, antes de que mi flanco izquierdo hubiera salido al campo, lejos de la pared rocosa que sus caballos no querían cruzar. Y nos atacó a nosotros, a los hombres en formación, cuando podía haber caído como un martillo de fragua sobre mis hombres que estaban sin formar en el camino.
De este modo, habíamos quedado atrapados contra el borde del prado, con un montón de escombros de un granero viejo por un flanco y con el camino lleno de esclavos y de atenienses por el otro; pero nos habíamos mantenido firmes. Así dicho, parece fácil. Probad a hacedlo vosotros.
Descubrió su tercer error mientras sus primeras flechas seguían tableteando contra nosotros y mis hombres caían; aunque yo me sorprendí tanto como debió de sorprenderse él.
Nosotros teníamos arqueros entre nuestras filas.
Mientras los persas pasaban velozmente ante nosotros. Teucro y sus arqueros surgieron de entre nuestras filas, o se arrodillaron por debajo de los bordes de nuestros escudos, y dispararon. De hecho, Teucro estaba apoyando su peso contra mis caderas mientras disparaba flecha tras flecha. Él no tenía caballo entre las piernas ni tenía que sujetar unas riendas, y llevaba el carcaj colgado cómodamente bajo el brazo izquierdo, donde yo llevo la espada en combate, y tendía el arco y disparaba, tendía y disparaba, tres flechas por cada una que disparaba cada persa, y las suyas iban guiadas por la mano de Apolo.
Cuando un hombre de la falange recibe un flechazo, grita y cae, y al caer su armadura produce un estrépito metálico lúgubre; pero sus compañeros ocupan su lugar, esté vivo o esté muerto. Para cubrir el hueco es solo cuestión de dar un paso al frente.
Cuando el flechazo lo recibe un jinete, o, mejor todavía, cuando el flechazo lo recibe un caballo, puede ser un desastre para una docena más de hombres. Un caballo puede caer sobre otro; y unas pocas bajas, por mala suerte o por la voluntad del dios de la guerra, pueden detener toda una carga, o pueden hacer que los animales fluyan alrededor del objetivo como cuando los niños desvían el curso de un arroyo un día de verano.
Nosotros teníamos formados menos de trescientos hombres, pero todos los arqueros de Teucro, unos treinta hombres, estaban en nuestras filas, además de algunas jabalinas, y abatieron al menos a un persa por cada uno de los nuestros que cayó. Sospecho que, hombre por hombre, los persas eran mejores arqueros; pero el mejor arquero, a caballo, tirando contra hombres con armadura y protegidos por escudos grandes, perderá contra el arquero peor que tiene los pies bien plantados en el suelo y que apunta al blanco enorme de un hombre a caballo.
Y Teucro era el mejor arquero que he conocido nunca. Estaba a salvo bajo el borde de mi escudo, y sus flechas no fallaban. Sembró la confusión entre sus filas, que se disgregaron y huyeron, y su oficial de barba roja quedó tendido, teñido de más rojo, con una de las flechas de Teucro, de plumas negras, clavada en la garganta.
Nosotros, los infantes armados de lanzas, no hicimos más papel que quedarnos firmes sin huir y servir de muralla viviente de madera y bronce para los arqueros de Teucro. Aquel día no ensangrentamos nuestras lanzas. Fueron los arqueros los que nos ganaron aquel encuentro, y con ello adquirieron más reputación entre nosotros.
El comandante persa había visto cómo su mejor caballería se disgregaba a nuestro alrededor, dejando a una docena de sus nobles tendidos boca abajo en el prado, y reunió al resto de su caballería y se marchó, considerando sin duda, como profesional que era, que el terreno no le era favorable y que no tenía por qué correr riesgos.
Se equivocaba. Las batallas son algo más que calcular las posibilidades y las ventajas y que observar el alcance de las armas enemigas.
Los atenienses y los plateos eran griegos, hombres de la falange, donde los combates no se deciden por la lucha con las lanzas sino por la voluntad de las masas. A todos los plateos, y también a todos los atenienses que llegaron tarde al combate, les pareció que nosotros éramos los mejores y que los persas habían tenido miedo. No es cierto, claro está; pero son tonterías como estas las que ganan la victoria.
Vimos alejarse su nube de polvo, y algunos necios gritaron que los siguiésemos; pero los persas querían que saliésemos a campo abierto, y nosotros estábamos bien entre los olivares y los riscos bajos, donde no podían rodearnos los flancos fácilmente a caballo. Los dejamos marchar.
Media hora más tarde, Milcíades pasó a través de mi posición. Yo opté por quedarme formado y vigilar a los persas, temiendo que cayeran sobre el resto de la columna; o, al menos, eso fue lo que decidí en el momento. Milcíades subió la colina y sacó a los eubeos. Seré sincero: yo estaba alterado. Pensaba que Teucro y sus arqueros acababan de salvarme tras una serie de errores estúpidos por mi parte. El mando es distinto. No es lo mismo que militar en la primera fila. Yo había estado atendiendo a lo que no debía, cuando no debía, y sabía lo cerca que había estado todo mi contingente, todos los plateos, de morir a manos de un centenar de persas.
Los eubeos rescatados estaban bastante mal. No tenían arqueros; en aquellos tiempos pocos griegos los tenían, salvo en las ciudades más chapadas a la antigua como era Platea, y aun nosotros no habríamos tenido ni la mitad si no hubiera sido por los milesios; y la caballería persa había podido acercárseles todos los días, siempre que querían. Algunos eubeos tuvieron ánimo para maltratar los cadáveres de los persas muertos cuando bajaron (uno de ellos me dijo que era lo más que se había aproximado a herir a un persa desde el primer día), pero los demás se limitaron a bajar por las rocas empinadas de su colina, tambaleándose, y a pedirnos agua con voz como el croar de las ranas, pues estaban muertos de sed y cansados y habían perdido ya la esperanza.
Después, todos dimos media vuelta y nos dirigimos de nuevo hacia nuestro campamento. Y la caballería persa se alejó. Yo había tenido tres muertos, todos ellos epilektoi jóvenes de la primera fila. Licón había recibido un flechazo en la greba; no la había atravesado, pero el dolor lo dejó incapaz de andar durante un día. Mis heridos habían sufrido principalmente brechas en la cabeza y en el cuello; a veces, las flechas caían en lo más hondo de la falange e iban rebotando de cabeza en cabeza entre los hombres que no tenían casco. Había que transportar a dos hombres que tenían flechas clavadas en los muslos, un trabajo agobiante e ingrato.
En cuanto nuestros exploradores nos comunicaron que la caballería persa se había marchado, la mayoría de los hombres se quitaron de encima la armadura y se la entregaron a los esclavos para que se la llevaran; pero yo no consentí a mis epilektoi que anduvieran sin la suyas; me había alterado mucho la velocidad con que había aparecido la caballería persa de detrás del olivar. En esta ocasión no refunfuñó nadie. Pero el camino de vuelta al campamento se nos hizo largo, volviendo la vista a nuestras espaldas constantemente y agradeciendo todas las colinas, todos los arroyos, todos los campos pedregosos que nos cubrían.
Grecia es un país traicionero para los caballos. Demos gracias a los dioses.
Puede que el rescate de los eubeos tuviera mucha areté, y puede que agradara a los dioses, pero nos resultó muy costoso en varios sentidos, y sus consecuencias fueron desastrosas.
En primer lugar, los eubeos estaban agotados. De los casi dos mil hombres que bajaron de aquella colina, menos de doscientos se quedaron con el ejército. Los demás se volvieron a sus casas. Éste es otro aspecto del carácter griego que debo explicar. Hasta los eubeo-atenienses tenían la impresión de que ya habían cumplido su deber con creces. Habían sobrevivido tras enfrentarse a semanas enteras de peligro, y se volvieron a Atenas o a sus fincas sin pedir permiso a nadie y sin que nadie les dijera otra cosa. Los eubeos propiamente dichos, que eran un centenar, se quedaron, principalmente porque su ciudad había caído y sus mujeres habían sido reducidas a la esclavitud y ellos no tenían más motivos para vivir. Eran un grupo muy callado.
En segundo lugar, los eubeos consideraban que los persas eran invencibles. No era culpa suya; cuando unos hombres han pasado varias semanas perseguidos y acosados, golpeados una y otra vez, magnifican el peligro y el poderío del enemigo para preservar el sentido de su propia valía. Yo, que soy un veterano en las guerras, lo he visto muchas veces. Cuando, sentados en nuestro campamento, contaban su historia a un público numeroso de atenienses (muchos de los cuales habían estado en contra de esta guerra desde el primer momento), esparcían un miedo que se hacía tangible. No era su intención, pero lo hacían. Al día siguiente de haberlos rescatado, nuestro ejército estaba al borde de la desintegración.
En tercer lugar, se había enviado a la caballería persa a acosar a los eubeos. Datis, como habría hecho todo buen comandante, había enviado a sus mejores tropas para evitar que los eubeos conectasen con nosotros. Ahora que los habíamos «recuperado», la caballería persa (a decir verdad, eran sakas en su mayoría) ya no tenía esa distracción.
La mañana siguiente al día en que «rescatamos» a los eubeos, me peiné sentado en una roca en la cumbre del recinto de Heracles. Cuando me hube peinado el pelo, Gelón me hizo rápidamente dos gruesas trenzas que me enroscó después sobre la coronilla para que me amortiguaran el casco. Lo hizo mejor que me lo había hecho nunca ningún otro criado ni hipaspista, más apretado y más rápido que ninguno. Recuerdo que acabábamos de ver un cuervo en la parte izquierda del cielo, mal augurio, y que nos preguntábamos en voz alta por qué los dioses se molestaban siquiera en enviarnos un mal augurio.
Al pie de la colina, un grupo numeroso de atenienses (principalmente de hombres pobres sin armadura) estaban cortando matas para hacerse camas. Estaban en un campo alargado, al final del cual había un rodal de brozas y helechos, y unos veinte hombres estaban cortando las brozas y recogiendo sacos de helechos. Cantaban mientras trabajaban, y recuerdo que yo los oía con satisfacción, incluso con alegría.
Los sakas cayeron sobre ellos como cae del cielo el Águila de Zeus sobre un conejo. Venían a caballo, y saltaron los muros de piedra que había a ambos extremos del campo, cortando a los hombres la retirada hacia el campamento con tanta facilidad como si hubieran sido niños a los que hubieran pillado robando manzanas en un huerto. Uno más valiente intentó huir, y tres enemigos lo persiguieron y lo alcanzaron entre risas. Los teníamos tan cerca que los veíamos reír. El jefe descolgó una cuerda de su carcaj, la hizo girar sobre su cabeza como si fuera un malabarista y la arrojó limpiamente sobre el corredor. Después, hizo volver su caballo y arrastró por el suelo pedregoso al hombre, que gritaba.
Teucro, que estaba a mi lado, empuñó el arco. Era un tiro largo, hasta para mi maestro arquero, pero tensó el arco hasta que las plumas de la flecha le llegaron a la boca y lo soltó, y pareció como si la flecha se hubiera quedado en el aire durante una eternidad, volando y cayendo. El saka corría en paralelo a nuestra colina, y no vio la flecha y fue a darse con ella como si la hubiera guiado Apolo. Cayó de su caballo y soltó un grito.
Tuve la esperanza de que el hombre sujeto por la cuerda se levantara y echara a correr. Pero no se movió. Creo que ya estaba muerto.
Los otros sakas soltaron un grito agudo, y se volvieron como un solo hombre hacia los griegos que habían apresado y los pasaron a cuchillo. Los mataron a todos; veinte hombres perdidos en el tiempo de unos pocos latidos del corazón. Arrancaron piel de la cabeza y de la espalda de sus víctimas, como se hace cuando se desuella un conejo, y pasaron galopando ante nosotros, blandiendo sus horrendos trofeos y lanzando sus gritos de guerra agudos. Después, se alejaron.
Un día más tarde, a nuestros criados les daba miedo hasta bajar al arroyo por agua.
Las reuniones de los estrategos también eran desmoralizadoras. Nos reuníamos todas las mañanas y todas las noches, y algunos días más veces. Si se ponían a hablar dos estrategos y un tercero los veía, se sumaba a la conversación, y en cuestión de nada ya estábamos juntos los once.
Al parecer, les encantaba hablar, y debatían las cuestiones más triviales con la misma seriedad con que debatían (interminablemente) las opciones estratégicas de la campaña. ¿La leña? Merecía debatirse una hora. ¿Un cuerpo común de centinelas? Merecía debatirse una hora. ¿Un nuevo tipo de sandalia para luchar? Una hora.
Al cuarto día yo estaba al borde de los gritos. Porque lo que teníamos que debatir era la guerra. Los persas. El enemigo. Pero, como el proverbial cadáver en el simposio, parecía que nunca debatíamos plenamente las posibilidades. Yo había llegado a la conclusión de que al polemarca le gustaba toda esa charla porque cada día de charla le servía para sentirse útil, al tiempo que retrasaba un día más el momento de la decisión.
Arístides estalló al cuarto día.
—¡Si se pudiera destruir a los medos a base de hablar, venceríamos sin duda alguna! —gritó de improviso, y su voz de orador se extendió por la cumbre del campamento, y todos los estrategos quedaron en silencio. Por los dioses, quedó en silencio la mitad del campamento.
El polemarca le miró con enfado.
—No te toca hablar a ti —le dijo.
Arístides, el Justo, se mantuvo firme.
—Todo esto no es más que cháchara —dijo—. Si nadie más está dispuesto a decirlo, lo diré yo. Los persas están disgregando nuestro ejército. Hay disensiones y hay miedo. Estamos igualados en cuanto a número, o puede que ellos tengan unos pocos hombres más. Debemos atacarlos y derrotarlos antes de que nuestros hombres se vuelvan a sus casas como hicieron los eubeos.
Cleito, el aliado más inesperado, estuvo de acuerdo.
—Debemos hacer algo con su caballería —dijo—. Nuestros hombres temen a sus caballos más que a nada.
—¿Por qué no nos volvemos a Atenas sin más y les mostramos lo fuertes que son nuestros muros? —preguntó Leonto. Era el estratego que se oponía a la guerra más abiertamente; un hombre apuesto que tenía fama de estar al servicio de los alcmeónidas—. Os oigo hablar tanto de que debemos librar batalla, y de cómo. ¿Es que estáis tontos? —Sonrió—. Datis tiene algunos miles de hombres más que nosotros, y una caballería que nosotros no podemos soñar con igualar. Si recogemos nuestras cosas y nos marchamos por la noche, él quemará unos cuantos olivares y se volverá a su casa. No tiene tiempo de asediar Atenas.
Recorrió con la vista a los reunidos. Muchos estrategos estaban de acuerdo con él. Debo reconocer que no le faltaba algo de razón… y que yo lo aborrecía políticamente.
—Milcíades nos ha hecho venir aquí para salvar a los eubeos —siguió diciendo—. Y ¡mirad lo que hemos salvado! A unos cuantos hombres derrotados. La asamblea nunca pretendió que luchásemos contra Persia. Vamos a reunir al ejército y someterlo a voto. Yo apuesto oro contra plata a que votan que nos volvamos a casa y defendamos las murallas. Y ¿quién podría culparles?
Pero los hombres arrogantes suelen cometer el error de ir demasiado lejos. Lo sé porque yo mismo lo he cometido algunas veces. Debió haberse callado al llegar a este punto, pero siguió hablando.
—¿Creéis que tenéis un ejército? No tenemos nada. Aquí no hay caballeros suficientes para luchar contra uno solo de los regimientos enemigos, y el resto de estos hombres son morralla, bocas inútiles. Los plateos desaparecerán a las primeras hostilidades… patanes, una jugada política de Milcíades para que el resto de vosotros, tontos crédulos, os llevaseis la impresión de que contamos con aliados. Los hombres mejores de Eubea no fueron capaces de detener a los medos durante diez días. Y sus propias clases más bajas vendieron la ciudad al enemigo.
Leonto podría haberse salido con la suya si se hubiera callado antes de ofender a todos y a cada uno de los presentes.
Arístides me dirigió una levísima sonrisa y me hizo un gesto con la cabeza. Me estaba animando a que hablara. De hecho, me estaba azuzando.
—¿Es que estás comprado y pagado? —le pregunté.
Leonto se volvió bruscamente hacia mí con la cara enrojecida.
—Mientes —añadí. Aunque no estaba enfadado, puse una buena cara de enfado. Sabía lo que convenía hacer políticamente. Si humillaba a Leonto, inmediatamente y en público, sus propuestas se marchitarían y morirían sin llegar a madurar—. Mis hombres se mantuvieron firmes ante la caballería persa. Cuando dices que huiremos, mientes. Pero, como estás comprado por los persas, te pagan para que digas cosas como ésa.
Caminé hacia él… el mortífero Arímnestos, el matador de hombres.
En realidad, Leonto no era cobarde.
—Esto es una locura —dijo—. No digo más que lo que…
—¿Cuánto oro te han pagado los medos? —rugí yo.
Vaciló. Solo había vacilado ante mi rugido, pero los hombres reunidos en el corro consideraron que parecía culpable, y corrió un murmullo.
—¡Nos van a masacrar! —gritó; y se retiró de la asamblea haciendo ondear su manto.
Aquello fue bueno para la moral, os lo puedo asegurar.
Al día siguiente, que fue el quinto desde el desembarco de los persas, por la mañana, mandé a mis criados que bajaran al arroyo a coger agua, mientras todos los hombres de Teucro estaban ocultos en el terreno irregular al pie de la colina.
Pero no en vano los sakas habían sido los ojos y los oídos del Imperio persa. Llegaron una docena de jinetes, vieron a los criados plateos en el arroyo y se marcharon. Aquello les olía mal.
La guerra es así.
En el otro extremo de la línea, Milcíades probó una jugada semejante, enviando a un grupo de forrajeros a los campos más alejados, próximos a la playa, para que recogieran heno y segaran las mieses en los campos, tendiendo al mismo tiempo una emboscada con sus soldados veteranos; pero la caballería meda vio aquello y se alejó.
En el centro, envalentonados por nuestro éxito, los hombres de ciudad de dos tribus bajaron por la colina provistos de hoces para recoger trigo. La mayoría de los hombres se habían comido ya todos los víveres que habían traído, y no nos llegaban provisiones por miedo a la caballería persa.
Los sakas cayeron sobre ellos a la vista de todo el ejército, mataron o hirieron a cincuenta y se llevaron a otros veinte para hacerlos esclavos. Cincuenta hombres representaban una pérdida considerable para una tribu ateniense de mil.
En la reunión siguiente, Milcíades habló por fin. Muchos hombres no lo apreciaban y temían sus pretensiones; él apenas disimulaba sus intenciones de erigirse en tirano. En general, prestaba el mejor servicio a la causa de la guerra diciendo poca cosa. Pero aquella noche ya estaba harto.
—La guerra no es un juego de niños —dijo con acidez. Con aquello se atrajo la atención de los oyentes, desde luego—. Demóstocles, tus hombres bajaron de la colina como necios.
—¡Nosotros no hicimos más que lo que habíais hecho vosotros! —gritó Demóstocles.
Arístides sacudió la cabeza.
—Se ve que no tienes idea, ¿no es así? No lo entiendes, porque no has hecho la guerra nunca. —Se cruzó de brazos—. Ésta no es una batalla de un día contra Egina. Ésta no es una guerra de griegos contra griegos. Los plateos, y los hombres de Milcíades, habían tendido emboscadas y tenían refuerzos a mano. A esto lo llamamos «cubrir» a nuestros forrajeros. Y los sakas, y los medos, y los persas… ellos también han hecho la guerra. Vieron pequeños detalles (un arbusto quebrado, una hilera de huellas entre la hierba alta) y comprendieron que los hombres estaban cubiertos. Y por eso los dejaron. Pero vosotros, en el centro, no tomasteis precauciones…
—¡Leonto tiene razón! —dijo Demóstocles—. Son mejores que nosotros, y nos matarán a todos. ¡A mí no me da miedo tu matón plateo, Milcíades! ¡A mí nadie puede acusarme de haber aceptado oro persa! Ellos dominan mejor que nosotros esta manera rastrera de hacer la guerra. Exijo que se someta a votación, ahora mismo, la moción de volvernos a la ciudad.
Arístides habló con voz tranquila y fuerte.
—Tienes miedo. Y, como un escolar al que han pillado en una mentira, no quieres reconocer que has cometido un error. Así que, ¿es mejor que abandonemos la campaña y que nos retiremos a la ciudad, en vez de hacer frente a los medos, eh? ¿O es que prefieres abandonar la campaña a reconocer que tienes que pedirnos a los demás que te enseñemos a hacer la guerra?
—A votar —exigió Demóstocles—. Y a ti, que te jodan, mojigato grandilocuente. Yo mataba hombres con mi lanza cuando tú todavía te cagabas en los pañales.
—Lástima —dije yo—. Si hubieras aprendido algo de la guerra, serías mejor estratego. —Alcé la mano para hacerle callar—. Escucha; no pretendo despreciarte. Cuando fuimos a rescatar a los eubeos, yo mismo estuve a punto de perder a toda mi falange. ¿Por qué? Porque no tenía idea de la rapidez con que se me podía echar encima la caballería. Todavía nos llevaban los escudos los sirvientes… por Ares, aquello podría haber sido un desastre. —Me encogí de hombros—. Y llevo haciendo la guerra desde los diecisiete años. Combatir a los persas es algo distinto de cualquier otro tipo de guerra. Tenemos que encajar los golpes y aprender de los errores, como hace un buen luchador de pankration cuando combate contra un hombre más grande. ¿No?
Siempre resultaba satisfactorio decir una cosa razonable y que los hombres como Arístides me miraran de esa manera, de esa manera que daba a entender que en términos generales me consideraban un bruto irresponsable.
Demóstenes parecía atónito de ver que yo había reconocido un fracaso. Aquello lo dejó sin aliento y sin habla. Las confesiones y las disculpas pueden surtir estos efectos.
—Tenemos que establecer una estrategia concertada para forrajear —dije—. No puede ir cada taxis por su cuenta. Y creo que debemos disputarles la llanura, aunque nos cueste. Tenemos que bajar allí y mostrarles, de hombre a hombre, quién es el amo de esos campos. Si dejamos que su caballería cabalgue por donde les venga en gana, acabarán por derrotarnos. O eso me parece a mí.
El polemarca se me quedó mirando largo rato, como si me hubiera tenido por tonto hasta ese momento. Puede que fuera así. Al fin y al cabo, yo era Arímnestos el matador de hombres, no era Arímnestos el táctico.
Milcíades se adelantó de nuevo.
—Tengo un plan —dijo—. Creo que debemos atacar a su caballería y dejarla fuera de combate para el resto de la guerra.
Se alzaron entonces muchas voces, y no todas eran de estrategos. El problema que tenemos los griegos es que a todos nos gusta hablar, y a las reuniones de estrategos acudían todos los hombres más conocidos, fueran estrategos o no, tuvieran mando o no. Temístocles era estratego, pero Sófanes, que no lo era, asistía igual. Cimón, el hijo mayor de Milcíades, no tenía mando, pero siempre estaba allí, y parecía que hablaba con más libertad que su propio padre. Así que, en vez de once hombres, éramos casi un centenar.
Aquellas voces obligaron a Milcíades a callar. Leonto empezó a pedir que se sometiera a voto la moción de regresar a Atenas. La gran mayoría del centenar de hombres que estábamos allí, junto al altar, estaban de parte de Leonto. Lo que yo no podía saber era cuántos de los estrategos estarían también con Leonto y con Demóstocles.
Pero las voces más ruidosas eran las que pedían la votación.
Calímaco se adelantó e hizo sonar el cuerno que llevaba colgado de la cintura, y los atenienses bajaron la voz.
—Votaremos la moción de volver a la ciudad —dijo.
Alboroto general.
—Votaremos mañana por la mañana —dijo—. Se levanta la reunión.
Cuando Calímaco se dirigía a su tienda, Milcíades le siguió. Otra docena de hombres pretendieron seguirles también, y Arístides y yo procuramos detenerlos forzándolos a que nos hicieran frente para debatir con nosotros toda la cuestión. Los entretuvimos así varios minutos, y Milcíades se marchó.
En un momento dado mis ojos se cruzaron con los de Arístides. Me hizo un leve gesto con la cabeza.
Él creía que estábamos perdidos.
Yo también.
Me volví directamente a mi campamento, busqué a mi cuñado y a Idomeneo y me los llevé a nuestro bosquecillo de cipreses.
—Si el ejército se disgrega, deberemos trazar un plan para nuestra propia retirada —dije.
—¡Por la polla de Ares! —dijo Idomeneo—. Debes de estar de broma, señor. ¿O va a pasar de nuevo lo de Lade?
Sacudí la cabeza.
—Arístides cree que mañana por la mañana votarán volverse a Atenas y que se producirán deserciones inmediatas. Lo pinta muy negro, muchachos —dije, y me encogí de hombros—. Estamos lejos de casa. Y si hay un traidor…
Idomeneo sacudió la cabeza.
—Estamos bien —dijo—. Proteger a los arqueros, dirigirse a las colinas y hacer todo el viaje de vuelta a casa por terreno alto. Podríamos tardar un tiempo, pero sobreviviremos.
—¿Y qué comeremos y beberemos? —pregunté yo. Su estrategia era la que me gustaba a mí también; pero estaba erizada de peligros.
—Robaremos lo que podamos… cazaremos cuando podamos —dijo Idomeneo, sacudiendo la cabeza—. Será malo, señor, no cabe duda. Pero los muchachos lo conseguirán.
Antígono miró la bema de los oradores en el centro del campamento.
—Si lo que dices es cierto, mañana por la mañana nos habremos marchado —dijo.
—Entonces, la gente dirá que desertamos —dije yo.
Antígono se encogió de hombros.
—¿Y nos importará? Si estos desgraciados corren hacia Atenas, los persas se los comerán, y alguien venderá a la ciudad, como vendieron a Eubea. Y a los jonios.
—Y no será un thetes —añadió Idomeneo—. Oí a ese canalla en vuestra pequeña reunión, señor. Fue un aristócrata quien traicionó a Calcis.
—Yo también lo he oído decir —asentí yo—. Pero eso no importa. ¿Qué es lo que quieres decir, Antígono?
Antígono frunció el ceño y bajó la vista.
—No se trata de una idea muy gloriosa —confesó—; pero, si va a caer Atenas, a nosotros nos importará una mierda lo que piensen de nosotros. Nuestro deber es llevar a nuestra gente a casa con vida.
Aquello tenía sentido. Mi cuñado era un buen hombre.
—Si nos largamos y huimos antes de que se retiren los atenienses —dijo Idomeneo, con su sentido práctico terrible y duro—, su caballería pasará un día o dos dedicada a matar atenienses, y nosotros ni los veremos. Así se podrían salvar muchos hombres, señor. Pero parece un derroche terrible —añadió, volviendo a guardar las apariencias. Y sonrió.
—¿Un derroche? —pregunté yo.
—Ésta debería ser la batalla más gloriosa de nuestros tiempos —dijo Idomeneo—. Si estos gilipollas derrochan la oportunidad, yo me paso del lado de los persas. No se lo perdonaría nunca.
—Haz que los muchachos estén preparados para marchar… sin prepararlos para marchar. Diles que mañana podemos probar un golpe de mano contra los forrajeros enemigos, y que pasarán un día en el campo.
Yo procuraba mantener abiertas todas mis posibilidades.
Fui a pasearme por el campamento; lo recorrí entero.
Era como los campamentos de los griegos orientales antes de la batalla de Lade.
Era peor, en cierto modo, porque en cada hoguera había hombres que instaban a los demás a volverse a sus casas. A abandonar y a huir. Yo pensé que eran unos cobardes, hasta que me di cuenta de que, en realidad, yo habría hecho lo mismo.
¿Por qué no son capaces de llevarse bien los griegos? ¿Por qué no pueden aspirar a una meta común?
Perdimos la batalla de Lade cuando los samios se retiraron y nos abandonaron… por la codicia de unos pocos hombres.
Yo veía que las cosas iban por el mismo camino en Maratón, y me daban ganas de llorar.
Era casi de noche cuando Paramanos me encontró.
—Te mueves demasiado aprisa —dijo—. Milcíades quiere verte.
Era como en los viejos tiempos. Yo ya sabía lo que querría. Querría que los plateos se sumaran a sus hombres, a los profesionales, para cubrir la retirada del ejército. Yo ya lo había pensado. Me disponía a decir a mi propio señor, a un hombre a quien tanto debía, que se fuera a la mierda. No estaba dispuesto a perder a ningún plateo para salvar a Atenas.
Así de mal estaban las cosas aquella noche.
Milcíades tenía una tienda de campaña. En aquellos tiempos, pocos hombres las tenían. El clima de Grecia es benigno para los soldados, y no suele llover. Pero Milcíades había hecho la guerra en todas partes, y disponía de una tienda magnífica; era un motivo más para que lo odiasen los hombres. Si es que les hacía falta algún motivo, claro está.
Entré, y un esclavo me dio una copa grande de vino.
Milcíades vestía un quitón oscuro sencillo, y llevaba puestas unas botas.
—Te necesito, con veinte de tus mejores hombres —me dijo.
Aquello me tomó por sorpresa.
—¿Para qué? —pregunté.
—Vamos a dar un golpe de mano en el campamento persa —dijo—. Es nuestra única esperanza. He convencido a Calímaco para que aplazara la votación hasta mañana por la noche. Él teme las traiciones en la ciudad tanto como yo. No es tonto. Solo es cauto.
Milcíades bebió algo de vino.
—Escucha —siguió diciendo—. El heraldo, Filípides, acaba de llegar de las montañas. Los espartanos todavía no se han puesto en marcha. No podemos esperar su llegada hasta dentro de cinco días, como mínimo. Pero vienen.
Arístides entró por la puerta con cortina de cuentas. Llevaba una armadura sencilla de cuero.
—Quieren que muramos —dijo.
Milcíades se encogió de hombros.
—Nuestros amigos lacedemonios son hombres piadosos. Están celebrando un festival. —Se encogió de hombros—. A decir verdad, yo tampoco correría para ir a salvar a Esparta de los medos. Pero cuando se difunda la noticia que ha traído Filípides, el ejército perderá el poco ánimo que le queda. Cinco días es un plazo demasiado largo. Tenemos que dar un golpe.
—Estoy preparado —dijo Arístides.
—Arímnestos no ha oído el plan —dijo Milcíades, y volvió la vista hacia mí—. ¿Estás preparado para hacerlo?
—¿Para hacer qué? —pregunté.
—Necesitamos hacer una demostración ante los persas, por parte de hombres capaces de luchar o de huir a oscuras. —Se encogió de hombros—. Puedo darte a todos los arqueros atenienses para que te acompañen. A ti no te sacrificaría —añadió, como si me hubiera leído la mente.
—¿Dónde estarás tú? —pregunté; pero ya me sonreía; porque, ¡por los dioses! Ya veía todo el plan, tan claro como si lo tuviera delante cosido sobre cuero—. ¡Los caballos!
—Ya te dije que era más listo de lo que parecía —dijo Milcíades.
—Si esto nos sale bien, el ejército se quedará —dijo Arístides.
—Y si la jodemos, estaremos muertos —dijo Milcíades. Se encogió de hombros—. No soporto más reuniones de oficiales.
—Brindo por eso —dijo—. Puedo reunir a cien hombres.
—Pues llévate a cien —dijo Milcíades—. Cuantos más te lleves, más ruido harás. Pero ¿qué puedes hacer?
Recuerdo que hice una mueca. Recuerdo que me reí.
—¿No os habéis fijado en que, mientras nosotros estamos aquí sentados sin hacer nada, los persas están allí sentados sin hacer nada? —dije.
Ambos asintieron.
Alcé mi copa y vertí una libación.
—Ares… el hijo menos favorecido de Zeus. Si nos temen en lo más mínimo, y nos deben temer, entonces tendrán que temer un ataque nocturno. —Sonreí—. De modo que, vamos a dárselo. Iré hacia sus barcos.
¿Habéis salido alguna vez a pasear de noche?
¿Habéis salido alguna vez a pasear fuera de la ciudad?
Aunque nos preparábamos alegremente para lanzar nuestro golpe de mano, la verdad era que ninguno de nosotros había participado nunca en un ataque nocturno. Si los hombres no hacen ataques nocturnos por tierra, es por un motivo.
En el mar es distinto. En el mar hay siempre un poco de luz, y aunque pilotes mal, no hay muchos obstáculos con los que puedas chocar. Pero en tierra…
Desperté a mis epilektoi en cuanto volví; pero tardé demasiado tiempo solo en prepararlos para ponerse en marcha. Cuando los hube llevado a la base de la colina y salimos al campo, la luna ya estaba alta y era tarde.
Habíamos quedado en que los arqueros atenienses se reunirían con nosotros ante su campamento; pero resultó que esta indicación era demasiado imprecisa para una noche oscura. Los estuve buscando hasta que mi corazón no aguantó más. Milcíades se había marchado hacía mucho tiempo, subiendo por las colinas para rodear las marismas y el campamento persa, y yo tenía que hacer ruido para que el enemigo siguiera dedicándome su atención. Me estaba retrasando demasiado. Todo se estaba retrasando demasiado.
Renuncié a encontrar a los arqueros atenienses cuando vi cuánto había ascendido la luna por el cielo.
—¿Dónde coño están? —musité con rabia a Teucro cuando volví a reunirme con mis hombres. El arquero hizo un gesto de ignorancia.
De modo que nos pusimos en marcha a través de los campos, en la guardia media de la noche, con una hora de retraso respecto de nuestro plan y moviéndonos demasiado deprisa. Hacíamos muchísimo ruido.
Los setos, que de día parecían rectos, recordaban de noche al laberinto del Minotauro. Yo seguía uno durante un trecho, y me daba cuenta de que me había acercado al mar, en vez de al enemigo; y el tiempo transcurría. Casi oía cómo cortaban las tijeras de Cloto el hilo de la vida de Milcíades.
Cuando las Pléyades estaban altas en el cielo, me orienté como marino, encontré la estrella polar y me di cuenta de que, una vez más, estaba alejando de nuestro campamento a la larga columna de mis hombres y llevándolos hacia al mar, sin acercarlos al campamento enemigo.
Volví con firmeza el hombro derecho hacia el rumor del mar, que ya estaba cerca, y busqué una abertura en el muro siguiente que encontré. Lo crucé, seguido por el resto de los hombres, que me seguían a trompicones y metían ruido como todo un ejército, lo que supongo que era lo que nos proponíamos, y me encontré caminando a plena luz de la luna a través de un prado… hacia el mar.
Claro está, la playa traza curvas, y en algunas partes son bruscas; y, simplemente, yo me había orientado mal… una vez más.
El corazón me palpitaba con fuerza, mi angustia había alcanzado una ansiedad mortal, el casco me ardía en la cabeza y el sudor me atravesaba la armadura; y, a pesar de todo, todavía no estábamos a tiro de flecha largo del enemigo.
Idomeneo se puso a mi lado.
—¿Estás pensando que deberíamos ir por la playa? —me preguntó.
—No —dije. Porque en la playa no había donde ocultarse. Nos verían a dos estadios de distancia, incluso de noche.
Claro que, cuando pensé eso, se me ocurrió también que podía ser buena cosa que nos vieran a dos estadios.
—O, mejor dicho, sí —dije—. Vamos por la playa.
Idomeneo se rio.
—Bien. Me temía que te hubieras perdido.
Solté una media risa… recuerdo lo falsa que fue aquella risa, cómo se me atragantó. Cuando eres el jefe sin miedo, es importante que des la impresión de no tener miedo… y de que sabes lo que haces. Pensé en todas las estupideces que había visto hacer a otros jefes. Entonces entendí por qué las hacían. De alguna manera, el mando en tierra era distinto del mando por mar; puede que la diferencia consistiera en que existían muchas opciones posibles. O puede que sea simplemente que si tus hombres pierden la confianza en ti, se pueden marchar a pie sin más.
Bajamos hacia la playa.
En cuanto llegamos a la playa, pude ver el campamento enemigo; los barcos, apiñados como las pulgas en un perro, y los fuegos tierra adentro, desde la playa hasta las colinas, más allá de la marisma. Parecía que estábamos increíblemente cerca, aunque en realidad estábamos a cinco estadios largos de los barcos; pero, por la curva que trazaba la playa, estábamos viendo los barcos por encima del agua, y sí que estaban cerca.
En cuanto hubimos bajado la duna, cuchicheé la orden de formar por columnas al frente. Estábamos dispersos, pero los muchachos se dieron prisa, y seguramente tenían tanta prisa por formar, por sentir la seguridad del escudo del vecino, como yo por hacer que formaran.
Seguían sin dar la alarma. Así que, avanzamos. Mis sandalias se llenaban de arena, y me tuve que recordar a mí mismo que, a pesar de la marcha trabajosa, la playa era un terreno más fácil para mí y para los muchachos que si hubiésemos intentado atravesar por las fincas de la llanura de Maratón.
Después de dos estadios, parecía que estábamos a la altura de los primeros barcos persas, y en el campamento seguían sin dar la alarma. Intenté tranquilizarme recordándome que, si Milcíades estuviera atacando, yo lo oiría de alguna manera; las colinas resultaban visibles como una masa oscura que se cernía sobre la oscuridad más pálida del cielo al noroeste.
Un estadio más, y los barcos estaban tan cerca que nos parecía que podríamos alcanzarlos a nado. Estábamos a solo dos estadios, o creo que menos, de los barcos que estaban varados en la playa, cuando un hombre, un griego, nos gritó desde uno de los barcos anclados y nos preguntó quiénes éramos.
—¡Hombres! —respondí, pero en persa.
—¿Qué? —preguntó él; el agua devolvía el eco de su voz.
—¡Hombres! —volví a gritar, esta vez en griego.
Y él se quedó conforme con aquello.
Los imperios cuelgan de hilos como éste.
Ahora corríamos, o más bien avanzábamos a trompicones, entre la oscuridad. Se me había ocurrido prender fuego a algunos de sus barcos. Ya lo había hecho antes, en Lade, y había servido; y cerca de los barcos había bastantes hogueras.
Menos de un estadio. No había alarma.
Cómo debían de estarse riendo los dioses.
Llegamos a las primeras hogueras, una hilera de fuegos reducidos a brasas hacía mucho rato, y mis hombres, sin que yo les diera ninguna orden, rompieron filas y se pusieron a matar a los remeros que rodeaban las hogueras. En aquellos momentos se me escapó de las manos toda la situación; en un momento dado dirigía una columna de guerreros que corrían por la oscuridad, y al cabo de otro momento sonaban gritos y todos mis hombres se habían marchado.
O eso me parecía a mí.
Yo consideraba que matar a los remeros era una pérdida absoluta de tiempo; pero, como distracción, sirvió bastante bien. El problema era que nosotros éramos cerca de un centenar, y había casi sesenta mil remeros. Mis hombres no podían hacerles mella ni con la mejor buena voluntad del mundo. Y entonces los otros empezaron a defenderse.
La playa era un caos, y un tártaro también. Caían flechas del cielo, pues los medos que estaban acampados un poco al norte tiraban al bulto, y los miles de remeros, que no podían creerse que nosotros fuésemos tan pocos, se enzarzaron unos contra otros: los fenicios contra los cilicios, los griegos contra los egipcios.
Saqué a Idomeneo de la lucha, tirando de él como se tira de un perro para apartarlo de otro cuando se están peleando.
Recuerdo que le grité: «¡Toca a formar!». Él llevaba un cuerno, yo no.
Me miró con ojos sin brillo, llenos de pasión.
—Estaba luchando —me dijo en son de reproche.
—¡Toca a formar! —le dije otra vez.
Levantó el cuerno y tocó tres notas largas.
Los hombres lo oyeron a lo largo de toda la playa. Algunos lo entendieron, y otros estaban sumidos en la niebla del combate.
Clavé mi lanza en las tripas de un hombre que no llevaba escudo (entre la oscuridad, tenía que suponer que todo hombre que no llevase escudo era de los otros), y retrocedí corriendo unos pasos.
—¡Platea! ¡A mí! —rugí una y otra vez.
Los hombres acudieron a mí en grupos pequeños, algunos solos y otros trayéndose consigo su pequeño remolino del combate.
Aquello tardó una eternidad. En la oscuridad, todo tarda una eternidad. Idomeneo hizo sonar el cuerno otra vez, y una vez más, más tarde, y a mí me seguía faltando más de la mitad de mis hombres; de mis hombres escogidos y mejor armados. No podía permitirme dejarlos en la playa.
El problema (y era culpa mía) era que yo no había designado un punto de reunión, ni les había explicado qué quería hacer después de que atacásemos al enemigo. Tuve que confiar en que reconocerían la señal aprendida en las cacerías.
Al final, la mayoría la reconocieron, pero algunos murieron porque yo no había tenido el conocimiento necesario para acordar la señal de retirada al planificar el ataque. Una lección más que aprendí en la sangrienta Maratón.
Cada vez que tocábamos a formar, nos retirábamos corriendo por la playa, alejándonos un poco más de las naves. Cuando ya tenía a ochenta hombres, o quizá unos pocos más, estábamos a un estadio del enemigo. Deberíamos estar fuera de peligro.
No lo estábamos. Habíamos tardado demasiado tiempo, mucho. Y empezaba a salir el sol por oriente; todavía no era más que una línea de gris rosáceo sobre el mar, hacia Eubea, pero iba a levantarse como la mano del destino. No éramos más que ochenta hombres, sorprendidos muy lejos de nuestro campamento.
Solté una maldición y maté a un hombre. Por entonces, ya estábamos luchando contra medos, soldados de verdad. No es que nos cayeran encima en gran número, pero los más valientes empezaba a acercársenos, mientras otros nos tiraban desde lejos. Todavía había poca luz, tenían húmedas las cuerdas de los arcos, y Teucro y sus muchachos les tiraban a su vez, de modo que estábamos relativamente indemnes; pero a cada minuto que pasaba yo veía mejor, lo que quería decir que también ellos debían de ver mejor.
Yo estaba en el centro de mi propia línea. No había nada que hacer… necesitábamos un milagro.
—¡Preparados para atacar! —grité.
Sonó ese ruido tranquilizador que se produce cuando los hombres cierran filas y los escudos entrechocan. Quizá lo hayáis oído en los entrenamientos militares; es un traqueteo que siempre te da ánimo. Significa que tus amigos siguen juntos, que todavía están en buen orden, que todavía tienen ánimo para luchar.
Respiré hondo. Estábamos luchando contra medos; podía hablar sin que me entendieran.
—Cuando diga «al ataque» —vociferé con todas las fuerzas de mi garganta y de mis pulmones—, avanzáis cincuenta pasos, dais media vuelta y echáis a correr como si el Cancerbero os estuviera pisando los talones. ¡Oídme, Plateos!
Sonó un grito, parecido en parte a un grito de guerra y en parte a un suspiro.
—¡Al ataque! —grité; y avanzamos contra ellos.
Los medos no estaban preparados para aquello. Se dispersaron en cuanto nos vieron venir, y solo los más valientes y rápidos de los nuestros llegaron a alcanzar a algunos de ellos. Yo, por mi parte, no pude, desde luego; el medo al que había echado el ojo desapareció entre la oscuridad casi total de la maleza de la parte alta de la playa.
Idomeneo, bendito sea, tocó una sola nota cuando yo estaba dando mi paso cuarenta y siete, y dimos media vuelta al unísono, como si fuera una figura de la danza pírrica (y lo es) y echamos a correr. Huimos por aquella playa como niños asustados a los que persigue un padre enfadado, y todos comprendíamos que, o nos separábamos de ellos allí mismo, o moriríamos al salir el sol.
Pero los persas también tienen buenos soldados. Entre la maleza había en alguna parte un oficial que sabía lo que se hacía, y a los pocos segundos de que echásemos a correr ya nos estaban persiguiendo y empezaron a caer flechas. Entonces fue un sálvese quien pueda. Algunos de mis muchachos se dirigieron tierra adentro, campo a través. Unos pocos tiraron los escudos. La mayoría los conservaron; cuando te están disparando unos arqueros, lo último que te interesa perder es tu escudo.
Yo seguí por la playa, y la mayoría de los medos me siguieron. Mala suerte. Si hubieran esperado un poco más, si hubieran huido un poco más de nuestra falsa carga, podríamos habernos retirado limpiamente; pero no tuvimos esa suerte.
Al cabo de unos minutos de correr, volví la vista, y nos iban alcanzando. Al fin y al cabo, ellos usaban armadura ligera, y la mayoría no la llevaban puesta en todo caso, pues nuestro ataque los había encontrado durmiendo. No llevaban cascos ni grebas.
Aunque eran cautos, nos iban tomando la medida.
Me dio una flecha en el centro de la parte trasera del armazón de mi armadura. Gracias a la mano de Ares, acertó en las dos capas de bronce, pero la fuerza del golpe me derribó. Cuando me levanté, me dio otra flecha en el mismo sitio, y otra más me rebotó en el escudo; eran flechas pesadas, y una más me golpeó en el casco con ruido metálico, y yo pensé… Joder, esto se acabó.
Me planté a pie firme y me volví.
Uno de los medos cayó en la playa; la vida se le escapaba entre los dedos, con los que asía el astil de la flecha que tenía hundida en las tripas.
Teucro estaba justo a mi lado, tirando con calma. Uno, dos… y los hombres caían.
—Vuélvete un poco a la izquierda —me dijo.
Así lo hice, y me dieron dos flechas en el frontal del escudo, y él tiró a su vez… zip, pausa, zip.
A cada tiro caía un medo.
Otra flecha me dio en el escudo, pero los medos ya corrían para ponerse a cubierto. Teucro abatió allí mismo a cuatro, a los que dejó tendidos en la arena, tosiendo, con los pulmones perforados.
—Corre —dije.
Le dejé tres pasos de ventaja mientras yo me quedaba firme (una flecha más me rozó la parte superior del casco), y entonces me volví y eché a correr yo también.
Resollaba como un caballo después de una galopada; sorbía el aire como un borracho sorbe el vino, y las piernas me ardían como si hubiera corrido diez estadios. Tenía una curiosa insensibilidad donde la herida que me había hecho Arquílogos cuando la caída de Mileto, que contrastaba con el dolor del resto de mis músculos, y el sudor me rodaba por la frente y se me metía en los ojos.
La luz iba en aumento. Yo iba corriendo por una playa que ya estaba lo bastante iluminada como para practicar el tiro al blanco, y cada vez corría más despacio.
Ares, cuando lo recuerdo me dan ganas de escupir arena: huyendo como un cobarde, y sabiendo, sabiendo, que a los pocos momentos estaría muerto, en cualquier caso. Cuando llegas al final, cuando todo está perdido, ya no importa si se trata de una exhibición, de un engaño o de una última defensa, amigos. Nadie que valga una mierda quiere morir dando la espalda al enemigo.
Así que me volví.
Una flecha que me habían apuntado a la espalda rebotó chirriando en el frontal de mi escudo.
Yo quería haberme llevado por delante a uno por lo menos, pero ya se me había agotado todo, el daimón no tenía más que aportarme, y yo, el gran luchador de los plateos, me hundí detrás de mi escudo. Me fui acurrucando cada vez más, mientras las flechas lo golpeaban.
Pero así podía respirar, y respiré. Jadeaba como un perro, y no se me ocurría nada, y las flechas me caían en el escudo como el granizo sobre una buena mies; en dos ocasiones, las puntas de las flechas me atravesaron limpiamente el frontal del aspis.
Ay, niños, esa sí que fue una hora negra. Cuando hube recobrado el aliento, comprendí que no se trataba más que de elegir mi manera de morir. Podía prolongar aquello, refugiado bajo el borde de mi aspis, hasta que los enemigos enviaran por los matorrales, a mi izquierda, a un hombre que pudiera clavarme una flecha en la cadera o en el culo. No es cosa de risa. Podía intentar volverme de nuevo, pero ¡Hades! Ya no tenía piernas. Me parecía que el mejor partido sería atacarles. Sería la manera más rápida de terminar con aquello, y, si había alguien mirándome, si después de aquel desastre quedaba en toda Grecia un bardo capaz de cantar, al menos los hombres dirían que Arímnestos murió dando la cara al enemigo.
Respiré una docena de veces más, racionando las respiraciones, absorbiendo el aire profundamente. Después me concedí cinco respiraciones más, el margen entre la vida y la muerte. Cinco respiraciones.
Seguían chocando las flechas contra el frontal de mi escudo.
Al filo de la quinta respiración, me puse de pie. Eché una rápida ojeada por la playa, a mi espalda, y el corazón me dio un salto de alegría. Estaba despejada. Mis hombres habían podido retirarse.
En algunas situaciones, nada habría sido más triste que morir solo; pero en aquella me llenaba de fuerza. El estar solo me hacía sentirme menos fracasado y más héroe.
Me incliné hacia delante, hacia la tormenta de flechas, acopié en las piernas una fuerza que no sabía que tenía, y ataqué.
¿Estáis dormidos alguno?
¡Ja! Te has estremecido, zugater. A lo mejor te habías creído que me morí allí, ¿eh?
Sírveme un poco más de vino, muchacho.
Sí; ataqué. En cuanto asomé la cara por encima del borde de mi aspis, vi que ellos estaban bien apiñados, a unos cincuenta pasos de distancia; por eso fallaban tan pocas flechas, os lo puedo asegurar.
Recordé cuando corrí con Eualcidas en el combate en el paso de montaña. Allí, como aquí, mis pies hacían crujir la grava. Levantaba el escudo, y las flechas caían sobre él como la nieve sobre una montaña.
Y, de pronto, cesaron.
Se oyeron gritos, gritos de dolor y gritos de terror. Bajé el aspis un dedo y me asomé al frente, entre la semioscuridad del alba, entre el sudor, entre las ranuras de mi casco.
Los medos caían. Una docena ya estaban tendidos en el suelo, y los demás se dispersaban. Cuando llegué hasta ellos (vivo, claro está, so tonta), no quedaba un solo hombre vivo, y tenían clavadas tantas flechas que parecían puercoespines.
Di la espalda a la aurora de rosáceos dedos y al mar pálido. Salían unos hombres de entre los matorrales; cien hombres, armados de arcos.
Los arqueros atenienses me habían encontrado.
Me reí.
O sea, en nombre del Hades, ¿qué puedes hacer en esa situación más que reírte?
Supongo que cuando escribas todo esto dejarás de lado a los hombres pequeños, a los arqueros y a los peltastas. Y cuando digo «pequeños», quiero decir que son pequeños a ojos de los grandes. Pero eran buenos hombres, como veréis. Los psiloi. Los hombres «desnudos» que no llevan armadura. Ésta es la historia de los hombres pequeños; y, si quieres, puedes pasar por alto lo que pasó a continuación. Pero tuvo mayor efecto sobre la batalla de lo que estarían dispuestos a reconocer jamás la mayor parte de los hombres con armamento pesado y de los de clase alta.
Los arqueros estaban eufóricos: habían salvado a un héroe famoso y habían acabado con los medos, y yo sabía que mientras aquellos hombres vivieran en sus casitas y en sus chabolas de las laderas de la Acrópolis, seguirían contando y volviendo a contar aquella historia en sus tabernas, al borde del Ágora, en los puestos de pan.
Algunos, los más arrojados, corrieron playa abajo y arrancaron algún recuerdo del montón de cadáveres. El primero que pasó a mi lado me dirigió una rápida sonrisa.
—¿Estás vivo, jefe? —me preguntó sin dejar de correr.
Yo había caído sobre una rodilla. Le sonreí a mi vez, me puse de pie y lo seguí, vacilante.
Los medos empezaban a agruparse a lo lejos. ¿He dicho ya que eran unos soldados de primera? Aunque acababan de perder a la mitad de los suyos en una emboscada, volvían a la carga. Que no me venga nadie con que los medos y los persas eran unos cobardes.
Los medos que estaban tendidos en la arena llevaban oro y plata; eran soldados profesionales que lucían sus ganancias. Los arqueros atenienses eran pobres, y mi amigo, el primero que había pasado a mi lado, soltó un grito de alborozo cuando llegó a los cadáveres. Pero era hombre solidario, y levantó algo que brilló al sol naciente y gritó «¡oro!», y los demás arqueros salieron en tropel de los matorrales al borde de la playa; algunos saltaban por las dunas y los terraplenes.
Desnudaron aquellos cadáveres dando muestras de que sabían manejar un cadáver. No lo digo con ánimo de criticar, pero cuando los alcancé, ya no quedaba nada más que piel, pelo y hueso.
—Será mejor que no dejéis de lado los arcos, chicos —dije, señalando playa abajo. Me adelanté y detuve con el frontal de mi escudo una flecha que podría haber alcanzado a alguien, y los músculos de mi brazo del escudo protestaron con fuerza.
—Chico, y una mierda —dijo un hombre mayor; pero sonrió. Tenía los brazos gruesos y los hombros musculosos; supuse que sería un remero—. Entonces, tú eres ese plateo famoso, ¿eh?
—Lo soy —dije. Y puse entonces un poco de hierro en la voz—. ¡Arcos! —grité.
Cuando doy una orden, la mayoría de los hombres me obedecen. Los arqueros me obedecieron.
—¿Quién es el maestro arquero, entonces? —pregunté.
Cuando la mayoría de los hombres hubieron tirado un par de flechas (sin más efecto que hacer retirarse a los medos playa arriba), el hombre mayor se volvió hacia mí de nuevo.
—Está con la otra mitad de los muchachos… fueron hacia el centro del campamento. No te encontrábamos. Y yo no hacía más que perderme… de manera que busqué la playa. —Esbozó una sonrisa torcida—. Soy marinero… o lo fui. Me entiendo mejor en las playas.
No pude menos que reírme.
—Tenemos que marcharnos de aquí —dije.
—Eso también lo entiendo. Ya hemos dado a los persas lo suyo. —Miró a su alrededor—. Y ya tenemos todo lo que traían. —Gritó a los hombres que estaban junto a los cadáveres—. ¿Tenéis todos los arcos? ¿Todos sus carcajes? ¿Las flechas?
—Todo su equipo es mejor que el nuestro; los arcos son mucho mejores —me dijo a mí.
—Ya lo sé —dije.
—Prefiero un arco persa a ningún otro —dijo, exhibiendo el suyo.
—Éstos no son persas —dije. Señalé los gorros bajos y las botas de fieltro—. Son medos, un pueblo súbdito de los persas; son parecidos, pero no son los mismos. Llevan menos armaduras. También los sakas son diferentes: barbas más grandes, más cuero, y arcos mejores.
—Menudo sofista estás hecho. Soy Leonestes de El Pireo —dijo el antiguo marinero, tendiéndome el brazo. Empezaron a caer flechas a nuestro alrededor.
—Corramos —dije.
Y corrimos. Al cabo de unos centenares de pasos, tuvieron que llevarme a cuestas. Yo me sentí avergonzado, como mínimo. Un jovencito me tomó el aspis y el otro me quitó el casco.
Dejamos la playa cuando empezó a apartarse del camino más recto hacia nuestro campamento, y corrimos tierra adentro. Resultaba más fácil de día; yo veía la línea de las colinas y de las montañas al final de la llanura, y el terreno elevado donde se encontraba el templo y el santuario de Heracles.
En cuanto salimos de la playa, dejamos atrás a los medos. Creo que a estos se les había acabado por fin el entusiasmo. Mis plateos debían de haber abatido a veinte, o quizá hasta cincuenta. Cuando unos hombres con armadura luchan contra otros que no la llevan, el resultado nunca es bueno para estos últimos. Y la emboscada de los arqueros debió de acabar con otros treinta, como mínimo. Cincuenta muertos ya se parece más a una batalla perdida que a un par de escaramuzas antes de desayunar.
Los medos se retiraron para cuidarse las heridas. Nosotros seguimos por los prados, por los trigales y por los barbechos, saltando los muros de piedra y evitando los setos vivos. Cuando habíamos recorrido la mitad del camino hasta el santuario de Heracles, sentí que la tierra se movía. Tenía que detenerme; los pulmones me ardían de dolor. Otros hombres debían de sentir lo mismo; en cuanto se detuvo mi grupo, todos los demás hicieron otro tanto.
La sensación de que la tierra temblaba iba en aumento. Miré a mi alrededor… y vi el polvo.
—¡Caballería! —dije, jadeante—. ¡A los matorrales!
A nuestra derecha había un barbecho rodeado de muros de piedra bajos y con rodales de jazmín y de otros arbustos bajos. Además, estaba lleno de piedras.
Nos amontonamos allí sin seguir ningún orden determinado.
—Al muro. ¡A éste! Tú… ¡de pie allí! ¡Arcos arriba!
Ése era yo; las órdenes me salían como si estuviera retransmitiendo la fuerza de Ares.
Leonestes me ayudó.
—Poneos en fila… ¡mueve el culo hasta esa pared, muchacho! Arcos arriba, ¡ya lo habéis oído! Pon una flecha en la cuerda, hijo de puta.
Teníamos casi encima a la caballería. Pero, como sucede en tantas ocasiones en los campos de batalla reales, no nos habían visto. Su presa era otra.
—Esto se ganará o se perderá con la primera salva —dije.
Tenía la voz tranquila. Recuerdo que todo el miedo del golpe de mano nocturno había dejado paso a mi confianza firme habitual. ¿Por qué? Porque, a oscuras, no tenía idea de lo que hacía, ¿no es verdad? Allí donde estaba, no era más que un combate naval librado en tierra.
Los hombres que iban en los flancos de la caballería al galope nos vieron, por supuesto, pero demasiado tarde como para hacer cambiar de dirección a toda la masa. Pero recuerdo que pensé para mis adentros que, si Milcíades había lanzado un ataque a los caballos del enemigo, no había tenido gran efecto.
Eché una mirada a Leonestes, porque tardaba tanto tiempo en dar la orden que me pregunté si estaría esperando que la diera yo.
Me hizo un guiño. Volvió la cabeza hacia el enemigo… levantó el arco.
—¡Tirad! —rugió—. ¡Todo lo deprisa que podáis, muchachos!
La segunda salva de flechas salió cuando las primeras iban todavía por el aire. Se alzaron, cayeron, y salió una tercera salva mucho más irregular que las dos primeras. Algunos de los arqueros atenienses eran poco más que pillos de la calle con arcos, mientras que otros tenían buenas armas y estaban bastante entrenados; lo más probable es que fueran arqueros navales.
De modo que, entre un centenar de arqueros, había quizá veinte verdaderos matadores, otros cincuenta arqueros medianos, y treinta chicos y demás sujetos que estaban para hacer bulto.
Lo mismo que en la falange, en realidad.
Las flechas cayeron sobre la caballería, y los jinetes se evaporaron. Recuerdo que, cuando era niño, una vez nevó en la finca, y cambió el tiempo y salió el sol, bien caliente, y la nieve subió al cielo directamente, sin fundirse. La caballería pasó de esa manera: un intervalo breve de terror ecuestre estrepitoso, todo cascos y sangre, y algunas flechas devueltas (un hombre recibió una y murió, tan cerca de mí que podía tocarlo con la mi mano), y en seguida desaparecieron, estuvieron fuera de nuestro alcance y se reagruparon.
Así de rápido.
Se dejaron caer de sus caballos, se ajustaron los carcajes… y vinieron hacia nosotros. Un par de docenas de ellos se dirigieron a caballo hacia nuestro flanco derecho, el más próximo al mar. Lo hicieron con tal rapidez, que creo que lo debían de tener ensayado. Comprendí por primera vez el miedo que tenían los hombres de Eubea a los persas. Aquéllos eran persas de verdad, con gorros altos, con cotas de escamas, con hermosos arcos esmaltados.
Corrí campo a través hasta los hombres que acabábamos de matar; los caballos seguían relinchando. Seis. Nuestra pequeña y brillante emboscada improvisada solo había derribado a seis hombres.
Tomé dos arcos, retiré los grandes carcajes persas de sus caballos mientras las flechas decoraban el suelo a mi alrededor, y volví a correr hacia la fila delgada de atenienses.
Me había hecho con un buen arco, de una madera tan marrón que parecía morada, o quizá fuera un tinte, con cuerno en la cara interior del arco y nervios entre la madera y el cuerno. El carcaj del hombre tenía adornos de oro, y en las muescas del arco había una línea de oro.
—El que no tenga un arco persa, que se retire —gritó Leonestes—. Bien lejos, muchachos, joder. A cien pasos.
Los persas que venían a pie por delante de nosotros (unos cincuenta) avanzaban con confianza. Mientras los estaba mirando, se detuvieron. La mayoría de ellos clavaron flechas en el suelo para tenerlas bien a mano al tirar.
A la caballería que venía por nuestra derecha le estaba costando trabajo llegar; se habían encontrado con el laberinto de muros y de setos vivos. Algunos de los atenienses más jóvenes empezaron a tirarles flechas en tiro curvo, como si fuera un juego. He visto que siempre resulta más fácil ser héroe cuando el enemigo no puede devolverte el tiro.
Los persas que estaban delante de nosotros no tenían ninguna prisa. La caballería renunció a tomarnos el flanco derecho; fue una decisión desacertada y precipitada, pero esas son precisamente las cosas que pasan en la guerra. Se inclinaron sobre los cuellos de sus caballos y pasaron por delante de nosotros, y uno de nuestros arqueros que tenían arco persa hirió a un jinete cuando nos atravesaron por delante, dirigiéndose a nuestro flanco derecho, que estaba más próximo a las colinas y al campamento.
En la guerra, la gente comete errores, igual que en la paz. Pocos minutos antes, aquellos mismos persas nos habían pasado por el flanco derecho persiguiendo a alguien. Nosotros los habíamos interrumpido; y, con los azares del combate, nuestros adversarios persas se habían olvidado de aquellos primeros enemigos.
La caballería galopaba velozmente para rodearnos por la izquierda; y, de pronto, huían, y había caballos sin jinete; y tras ellos había hombres que les arrojaban lanzas, y otros con armadura que corrían hacia ellos.
Aquello transformó nuestra lucha; en un momento dado, los persas estaban intercambiando tiros con nuestros mejores arqueros, despacio y apuntando bien, y al cabo de otro momento corrían hacia sus monturas antes de que nuestros amigos que venían por la izquierda se apoderaran de los unos y de las otras. La cosa estuvo reñida, pero los persas ganaron la carrera y se alejaron a caballo.
Cabalgaron cerca de un estadio, se detuvieron, y les cayó encima una mano invisible que derribó a un par de ellos de sus monturas y que hizo relinchar a todos los caballos. Honderos. Supe después que solo eran una docena, pero aquello fue la gota que colmó el vaso para los persas, que se dirigieron velozmente a su campamento.
Aquélla fue la parte del combate que vi yo. Pasé una hora o más allí, con los arqueros, y pasaron por delante de nuestros hombres, hombres pequeños, como he dicho, a docenas, armados de jabalinas, de arcos y de hondas, y algunos que no llevaban más que una bolsa de piedras.
Los hechos de aquella mañana no llegarán a explicarse nunca. Supongo que corrió la voz de que Milcíades estaba en un aprieto. O bien, Temístocles les pidió que fueran a apoyar a los arqueros. ¿Quién sabe? Lo que sí sé es que aquello no formaba parte de ningún plan general. Fuera como fuese, el caso fue que un par de miles de libertos griegos y de hombres de armamento ligero, hombres que eran demasiado pobres para tener una panoplia y luchar en la falange, pero ciudadanos cuyo orgullo les impedía desamparar a Grecia, llenaron los campos, los setos y los muros de piedra. Calculo que, sumándoles a los arqueros atenienses, pudieron matar a trescientos enemigos. Nada, como quien dice.
Tampoco alcanzaban ninguna gloria. Cuando vas desnudo y no tienes más arma que una bolsa de piedras, no sales a campo abierto. No; gateas a lo largo de los setos y compartes los muros de piedra con los zorros y con las tortugas.
Pero los persas y sus aliados carecían por completo de una horda de hombres de armamento ligero para mantener a raya a los nuestros, y no se podían permitir el goteo de bajas que les habría costado despejar el campo. Y nuestros hombres pequeños hacían de aquellos campos una pesadilla.
Al ir avanzando la mañana, nuestros soldados ligeros empezaron a sufrir bajas. Cuando sus grupos reducidos se aventuraban demasiado, el enemigo los rodeaba y los mataba. Yo apostaría a que, en conjunto, si los dioses nos dieran la cuenta de las víctimas, los bárbaros llegaron a matar más griegos aquel día que bárbaros matamos nosotros.
Pero, por otra parte (como suelo repetir), la guerra no es una cuestión de números. La guerra es una cuestión de sentimientos, emociones, fatiga, alegría, terror.
Subí por la colina hasta nuestro campamento, y me rodeó una multitud de hombres que querían darme la mano o una palmada en la espalda.
—¡Te perdimos! —Idomeneo lloraba—. Ay, señor, qué vergüenza.
Yo sacudí la cabeza. ¿A quién no le habría encantado una manifestación de lealtad como aquélla?
Teucro era el que peor lo llevaba.
—Yo estaba justo a tu lado, señor —dijo, claramente descontento—. Y de pronto me encontré con que estaba junto a otra cota de escamas… y era la de Idomeneo. Te había perdido entre la oscuridad.
—No hay mancha que no se lave —dije yo—. ¿A cuántos perdimos?
—A demasiados, señor —dijo Idomeneo, sacudiendo la cabeza—. Casi veinte. Y tu cuñado, y Áyax, y Epístocles, y Peneleos.
Por Ares, aquello me dolió. No lo de Epístocles; Platea ganaba con haberlo perdido. Pero los demás… Pen me mataría por haber perdido a su marido, y Peneleos…
—Quizá vuelvan —dijo Teucro—. Como has vuelto tú.
Me acosté, bajo de ánimos. Esto pasa siempre después de un combate, pero aquella vez era peor. Yo no había hecho nada, salvo perder a mis hombres; apenas había ensangrentado mi lanza. Pero había perdido a veinte de mis hombres mejores, insustituibles, con armadura pesada y con entrenamiento militar. Áyax era, o había sido, tan buen lancero como yo.
Estaba acostado a la sombra, sintiéndome mal, cuando llegó Milcíades.
—Así que estás vivo —dijo—. Alabados sean los dioses.
Aquello me hizo sonreír, porque Milcíades no solía invocar a los dioses casi nunca, al menos no con aquella voz.
—Estoy vivo —dije—. E ileso. Pero he perdido a muchos hombres.
Milcíades llevaba todavía el escudo al hombro; se puede llegar a un punto de agotamiento tal, que simplemente te olvidas de quitarte de encima el equipo. Yo mismo estaba acostado con mi coselete de escamas. Me puse de pie trabajosamente para abrazarle. Él miraba por encima de mí, hacia mi campamento.
—No llegué a acercarme siquiera a sus caballos —dijo con disgusto—. Esperamos a vuestra maniobra de distracción, y cuando se produjo, atacamos lo que teníamos más cerca. —Me dirigió una sonrisa amarga—. No fui capaz de encontrar sus líneas de caballos en la oscuridad, y aparecimos entre los sakas. Supongo que matamos a unos cuantos.
Yo no había visto nunca a Milcíades tan abatido.
—¿Y Arístides? —le pregunté. Me invadió de pronto el miedo. ¿Y si Arístides había muerto?
—Llegó a las líneas de los caballos —dijo Milcíades con amargura—. Pero no consiguió nada, y perdió a veinte hoplitas al retirarse. Puede que matara a veinte caballos.
—Pero ¿está vivo?
Milcíades asintió con la cabeza con gesto pesado.
—Está vivo —dijo, y se encogió de hombros—. Ese campo es un caos. Antes de que termine este descalabro, la mitad de los hoplitas habrán perdido a sus escuderos. Sería mejor que hubiésemos librado una batalla campal. ¿Cómo ha podido salir tan mal? —se preguntó, bajando la vista.
Yo tenía a mano mi cantimplora, y le serví una taza de agua, y él dejó caer el escudo y se sentó pesadamente. Tenía un corte profundo en la pierna; no llevaba grebas. Le lavé la pierna yo mismo, y cuando llegó Gelón, le envié a que trajera un quitón viejo para rasgarlo y usarlo para envolverle la pierna.
No quería que viera que Milcíades estaba llorando.
Ahora, desde la perspectiva que dan los cuarenta años transcurridos, se advierte que no todo estaba perdido; pero puedes creerme, zugater, si te digo que cuando Milcíades rompió a llorar sentado en su aspis, yo tuve ganas de hacer lo mismo. Habíamos perdido a muchos hombres buenos, y según nuestra manera de pensar, formada en la guerra de las falanges, no habíamos conseguido nada.
No habíamos despojado a los persas de su caballería, ni tampoco habíamos llenado de ánimo a la falange con una victoria sin derramamiento de sangre.
Pero mientras Milcíades lloraba, los soldados con armamento ligero empezaban a volver del campo, y los bárbaros no hacían nada por detenerlos. De hecho, si me hubiera acercado al borde del campo, habría visto lo que vieron otros cinco mil griegos, un acto estúpido de bravuconería que lo cambió todo.
Uno de los grupos de psiloi se había arrastrado hasta llegar bastante cerca del campamento persa sin encontrarse con quien luchar, y se aburrieron. Antes de emprender el camino de vuelta a rastras, un muchacho se subió de un salto a un muro de piedra, a plena vista de ambos ejércitos, y enseñó el trasero a los persas, que estaban junto a su campamento, montados en sus caballos. Hizo gestos obscenos, les saludaba con la mano y se abanicaba las nalgas.
La caballería persa se quedó donde estaba.
Todo el mundo vio este incidente; todo el mundo menos Milcíades y yo, claro. Y en aquellos momentos nuestros soldados ligeros sintieron su poder. Los bárbaros también sintieron su poder. A cada piedra que arrojaban nuestros muchachos, se volvían más atrevidos, y por cada caballo que quedaba sin jinete los persas sentían más temor.
Antes de que yo me volviera penosamente al campamento, con mi aspis al hombro y mi casco sobre la nuca, ya éramos dueños de los campos de Maratón, desde las montañas hasta el mar, aunque yo no lo sabía todavía. Y aquello no se debía a nuestros nobles ni a nuestros hoplitas.
Tiene gracia, ¿verdad? Fuimos a rescatar a los eubeos; y, al conseguirlo, estuvimos a punto de hundir nuestro ejército. Y después, para enmendar aquel error, montamos el golpe de mano contra el campamento persa. Nos perdimos todos en la oscuridad y no conseguimos nada; pero, a consecuencia de nuestra intención, los hombres «pequeños» acudieron a rescatarnos, e inundaron la llanura de piedras y de flechas, y los bárbaros se sintieron derrotados.
Lo mejor de todo fue que los hombres pequeños, eufóricos, volvieron al campamento sobre la colina y se jactaron ante sus amos, los hoplitas, de sus victorias a base de tirar piedras.
La vergüenza estimula mucho a los griegos. La competitividad y la emulación también. Y a ningún caballero le sienta bien pensar que su criado puede ser mejor que él, ¿verdad?
Aquél fue el día de los hombres pequeños. Antes de que amaneciera, estábamos al borde de la derrota. Al anochecer, contábamos con los votos suficientes para mantenernos sobre el terreno. Y aquel fue el margen decisivo en muchos casos.
Escuchadme, pues. Esto es lo que queríais oír. La Batalla de Maratón. Pero recordad que si nos mantuvimos sobre el terreno fue solo porque los hombres pequeños nos lo ganaron.
Vino para todos, muchachos.
El primer síntoma de cambio se produjo mientras Milcíades se secaba los ojos y recuperaba la compostura. Yo le había vendado la pierna, y él se lavaba la cara con un jirón de mi quitón viejo.
Mi cuñado se presentó como si su aparición no tuviera nada de extraordinario. Yo lo envolví con un abrazo que apostaré a que todavía lo recuerda.
Parecía compungido.
—Nos perdimos —dijo.
Aquello me hizo reír. Y la risa también es útil.
Creo que aquel fue el momento en que empezaron a cambiar las cosas. Antígono llegó con siete de nuestros hombres desaparecidos, todos ilesos. Se habían escondido al abrir el día, pero a medida que nuestros psiloi iban expulsando gradualmente a los bárbaros de los campos, su pequeño grupo se había vuelto más audaz, y consiguieron ir pasando de campo en campo. Hasta habían conservado los escudos.
Áyax llegó sin su aspis y con una herida grave en el muslo, transportado por un trío de libertos atenienses que reclamaron un pago.
—¿Verdá o no, señor? Nos hemos quedao sin saquear pa llevar a tu amigo, ¿eh?
Yo apenas entendía a aquel hombre, pero le di una lechuza de plata a él y otra a cada uno de sus compañeros, y después pedí a Milcíades que enviara a su médico. Áyax tenía aún alojada muy dentro del muslo la punta de la flecha. El médico sacó un juego de lo que parecían ser moldes de puntas de flecha; eran unas varillas largas y huecas en cuya punta había un hueco donde encajaba una punta de flecha. Se abrían en dos. El médico las empleaba con una eficiencia implacable. Metía el instrumento a presión en la herida; rodeaba con el pequeño molde la punta de la flecha, de modo que la punta de arpón de la flecha quedara bien cubierta de metal liso y seguro, y tiraba de la varilla para sacar la flecha. Había mucha sangre, pero Áyax dejó de gritar en cuanto hubo salido la flecha, y consiguió esbozar una sonrisa diluida.
—Por la polla de Ares —gruñó—, creo que estoy jodido.
Puso los ojos en blanco y jadeó, temblando con ese agotamiento que solo puede ser fruto del terror o del dolor.
—No seas quejica —bromeó el médico, sacudiendo la cabeza—. No intentes correr el estadio durante unos días —añadió, y sonrió.
Después, vertió directamente sobre la herida miel cruda, en cantidad, y se la vendó con tanta fuerza que vi cómo se le hinchaban los brazos con el esfuerzo.
Milcíades lo observaba fascinado; siempre lo fascinaba todo lo que fuera construir cosas y las técnicas. Por entonces ya llegaban por la cuesta de la colina cada vez más psiloi, y el campo empezaba a animarse.
Oí risas, y el sonido inconfundible de la voz de un hombre que fanfarronea. Y después más risas.
Miré a Milcíades.
—No parecen derrotados —dije.
Puede que se debiera al descanso y al vino, pero el caso fue que Milcíades, que tenía quince años más que yo, se puso de pie de un salto. Parecía vivo.
Salió del bosquecillo, y cuando volví a verlo estaba de pie en el centro de un grupo de arqueros atenienses, con Temístocles, y se reían. Leonestes me vio y me llamó con un gesto, y yo me acerqué.
—Estaba contando lo nuestro —dijo Leonestes—. Cómo te rescatamos. Cómo atacaste a los persas…
—Medos.
—A los bárbaros, tú solo. Como un chalado —dijo, y sonrió.
Milcíades enarcó una ceja. Después, se subió al muro de piedra seca del santuario y oteó la llanura hacia el campamento persa.
—No se mueven —dijo—. Veo una fila de jinetes muy cerca de su campamento. Nada más.
Creo que fue entonces cuando todos empezamos a entenderlo.
—Creo que tienen miedo —dije.
—Están muy lejos de sus casas —añadió Antígono, indicando sus barcos con un gesto de la cabeza.
Milcíades estuvo de acuerdo.
—Resulta difícil ponerse en el lugar del enemigo, ¿no es así? —dijo.
Temístocles se pasó los dedos por la barba.
—¿Crees que hemos vencido? —preguntó.
—¿Vencido? —repitió Milcíades—. No seas bobo. Pero los hemos expulsado del terreno, y a nosotros nos llegan los abastecimientos. Y quizá les hayamos hecho sentir lo que sentimos. Pero, vencido… —Miró hacia la caballería, al otro lado de la llanura—. No habremos vencido mientras no hayamos clavado una lanza a cada uno, Temístocles. Son persas.
Temístocles estaba contemplando su flota.
—No deberíamos haberles dejado desembarcar —dijo—. Pero eso ya lo debatiremos otro día. ¿Cuál es el plan ahora?
Milcíades se rio. Parecía diez años más joven que pocos minutos antes.
—Primero, ganar la votación —dijo—. Después, luchar.
A media tarde, la votación ya estaba decidida. Los hoplitas se sentían puestos en evidencia por sus propios sirvientes. Es la única manera de contarlo. Todos los caballeros tenían la necesidad de mojar la lanza, ni más ni menos.
Según mis cálculos, aquel día nos reunimos más de tres mil hombres alrededor del altar para asistir a la votación de los estrategos. Los presentes pedían la votación a voces y exigían que el ejército se mantuviera en su puesto.
Leonto hizo lo que pudo. En primer lugar, exigió que se me excluyera de la votación, ya que yo era extranjero. El polemarca se avino a ello. Pensé que Milcíades iba a estallar; pero entonces la multitud de hoplitas reunidos, y bastantes de sus sirvientes, se pusieron a cantar:
¡Luchar! ¡Luchar! ¡Luchar!
Milcíades se tranquilizó.
Pero cuando llegó la votación, el resultado fue inesperado. Cinco estrategos a favor de luchar, y cinco a favor de volverse a Atenas.
La multitud de hoplitas empezó a cantar de nuevo: ¡Luchar! ¡Luchar! ¡Luchar!
Alguien tiró una piedra que acertó a Leonto. Los atenienses pueden ser unos canallas. Otros hombres arrojaron también higos y huevos podridos.
Calímaco alzó los brazos, y hasta los hoplitas más ruidosos se callaron.
—No seáis críos —dijo con su voz potente. Si lo habían hecho polemarca era por algo. Los hombres hechos y derechos, los que luchaban con la lanza, vacilaban ante una amonestación de su voz—. Lo que estamos debatiendo aquí es la vida de Atenas. Éstos son los hombres que nombrasteis estrategos. Comportaos como ciudadanos.
Y así lo hicieron. Y yo temí que Calímaco, tan tranquilo y tan dueño de la situación, se nos fuera a llevar directamente de vuelta a la ciudad.
Calímaco mandó que los estrategos volvieran a votar, pero el resultado fue un nuevo empate. En la guerra y en la política se dan alianzas extrañas. Cleito, de los alcmeónidas, votó con Arístides el Justo, y con Temístocles el demócrata, y con Milcíades, el aspirante a tirano. El quinto que votó a favor de librar batalla fue Sosígenes, orador conocido.
Los disidentes eran igualmente heterogéneos, y aquella división contradecía la idea de que los hombres estuvieran vendidos al oro de los bárbaros, a pesar de todo lo que se murmuró después de la batalla. Los hombres votaban en virtud de sus ideas, y es en estos casos cuando la política se vuelve más enconada y más peligrosa.
Yo estaba casualmente junto a Calímaco después de la segunda votación.
—Por Zeus, señor de los jueces —me dijo—. No debí haber consentido que ese canalla zalamero te excluyera, plateo.
—No —dije yo—. Yo habría decidido esto.
Me dirigió una sonrisa dura; y entonces Milcíades cruzó el corro de los estrategos y se subió a su aspis.
—El polemarca también es estratego, por supuesto —dijo—. Su voto debe ser el decisivo.
El comentario de Milcíades produjo un nuevo silencio.
Calímaco murmuró una palabra. Yo se la oí. Había dicho «canalla» con mucha claridad.
Calímaco recorrió con la vista a los reunidos en el corro; el silencio del ejército era tan denso que se podía palpar.
—¿Debo pedir otra votación?
Todos negaron con la cabeza.
Milcíades abrió la boca para hablar, pero Calímaco lo redujo al silencio con una mirada feroz.
Calímaco tenía un guijarro en la mano. Lo estuvo tirando de un lado al otro durante el tiempo que tarda un hombre en comerse una rebanada de pan.
—No estamos aquí solo por Atenas —dijo, mirando a su alrededor, y los hombres de las primeras filas repetían lo que decía. Hablaba despacio, como buen orador que era—. Ni tampoco estamos solo por Atenas ni por Platea —añadió, haciendo un gesto con la cabeza hacia mí—. Lo que digamos aquí, lo que hagamos aquí, venzamos o perdamos, será para todos los helenos. Si nos volvemos a Atenas y entregamos al Gran Rey la tierra y el agua…
Miró a su alrededor. Cuando terminaron de retransmitirse sus palabras, el silencio fue absoluto.
Arrojó el guijarro a los pies de Milcíades.
—Luchar —dijo.
Los hoplitas rompieron en aclamaciones como el público que presencia una carrera en los juegos. Las aclamaciones se oían desde todas partes, incluso desde el campamento de los bárbaros.
Inmediatamente después de la votación, los disidentes se reunieron alrededor de Milcíades, y Leonto le dio la mano.
—Estaremos allí, en la línea de combate —dijo—. Queremos vencer.
—No lo hubiéramos querido de este modo —dijo otro, Eufones de Oinoe—. Pero nos mantendremos en nuestros puestos.
Y los disidentes se marcharon. Creo que estaban equivocados, pero, por los dioses, el día de la batalla hicieron lo suyo, y así es como debe funcionar una votación. Esto es lo que hizo grande a Atenas: no solo lucharon los que habían votado por luchar, sino también los que habían votado en contra.
Después, se reunieron alrededor de Milcíades todos los hombres que le habían apoyado, y cualquiera se habría pensado que acababan de votar celebrar un festival nuevo; estaban radiantes de felicidad, y centenares de hombres salían de la oscuridad para darles la mano y darles palmadas en las espaldas.
—Y bien —dijo Arístides cuando se hubo retirado por fin a descansar la masa de admiradores—. ¿Lucharemos mañana?
—Hoy han luchado demasiados de primera fila —dijo Milcíades.
—O han corrido —dije yo con un guiño, y los demás estrategos se rieron.
Milcíades asintió.
—Hemos hecho ejercicio, en todo caso —bromeó. A mí me parecía como si hubiera crecido tres palmos—. Mañana, Temístocles, quiero que los hombres pequeños vuelvan a salir a los campos a hostigar a los bárbaros. Pero mañana haré formar a quinientos atenienses al pie de la colina; cincuenta hombres de cada tribu, en formación cerrada. Para que cubran a los psiloi si estos tienen que huir.
—Más bien, para demostrar que todavía somos guerreros —añadí yo. Aquello me valió unas miradas.
Arístides asintió.
—Mañana me toca a mí el mando. ¿Tienes un plan? Entonces, debes tener tú el mando.
Temístocles estuvo de acuerdo.
—A mí me toca al día siguiente —dijo.
—Y a mí el siguiente —añadió el polemarca—. También yo te cedo mi día.
Milcíades gruñó.
—Andaos con cuidado —dijo—. Si me dais demasiados días de mando, puedo volverme adicto, como el borracho al vino o como el lotófago. —Tendió la vista sobre la llanura, sobre la que iba cayendo la oscuridad—. Pero daré batalla el día en que me toca a mí el mando, para que los hombres no digan que me dejé llevar por el hibris. Que los bárbaros sufran hasta entonces.
—Pueden ponerse en marcha —dije.
Se encogió de hombros.
—Si se ponen en marcha, lucharemos, sea el día que sea —dijo—. Pero cuanto más miro esto (ahora que se me han abierto los ojos), mejor aspecto le veo para nosotros. Mirad: ellos tienen un buen campamento y están bien protegidos del viento y de los elementos. Pero ¿dónde pueden ir desde Maratón? Todos los caminos pasan por nosotros. Si nuestros hombres pequeños los acosan todos los días… y seré sincero, caballeros, ¿qué nos importa que perdamos a psiloi? Pero todo medo muerto será uno menos para el día de la batalla.
Nadie estuvo en desacuerdo. Era cierto.
Al día siguiente, los psiloi bajaron la colina como una oleada. Estaban mejor organizados que el primer día, y Temístocles tuvo algo que ver con ello. Y sacó a los hoplitas a la llanura; eran más de quinientos, o eso me pareció a mí.
Los bárbaros respondieron convirtiendo apresuradamente, a su vez, a sus remeros en infantes ligeros; pero era una mala decisión, pues por cada hombre que moría, sus barcos perdían su parte correspondiente de fuerza motriz.
El día siguiente, nuestros infantes ligeros estaban cansados. Solo salieron unos pocos, y la caballería enemiga mató a unos cuantos. Se restablecía el equilibrio, y los hombres pedían a gritos a Milcíades que nos llevara a la batalla.
Se empezaba a murmurar que, ahora que el ejército había votado librar batalla, Milcíades vacilaba.
—Los hombres son unos necios infantiles —murmuraba Milcíades mientras veíamos a los psiloi vencidos subir penosamente la colina—. ¿Es que no se dan cuenta? ¡Hemos vencido! ¡Lo único que tenemos que hacer es quedarnos aquí y llenar la llanura de psiloi! Y verlos comer a ellos… de aquí a un día no les quedará forraje para los caballos.
Pero los hoplitas no se daban cuenta, y la presión por entrar en combate iba en aumento.
Al tercer día, los infantes ligeros salieron juntos, y los bárbaros se quedaron en su campamento. Por entonces ya debían de estar sintiendo la misma fatiga que nuestros hombres. Pero en nuestro campamento los hoplitas terminaron por estallar. Encabezó su protesta Sófanes, amigo de Arístides y mío. Se presentó ante Milcíades, seguido por cincuenta lanceros, y exigió que Milcíades nos condujera a la llanura inmediatamente.
—¿Es que somos tan cobardes que vamos a dejar que nuestros sirvientes luchen por nosotros? —preguntó Sófanes—. ¿Qué ciudad será la nuestra, si mi escudero puede decirme que él, y no yo, expulsó a los medos de la sagrada Ática?
No le faltaba razón, como veréis todos. Para ser sinceros, la verdad es que si nuestras ciudades nos otorgan el derecho de ciudadanía, es porque luchamos. ¿Verdad que sí? De manera que, si nosotros, los hombres con armadura, los héroes, estábamos en el campamento, y los hombres pequeños luchaban, ¿quién era entonces el verdadero ciudadano?
Pero, por otra parte, Milcíades sabía que tenía una estrategia ganadora. Los hombres como Arístides se preocupaban por las consecuencias, pero Milcíades era militar. Y, en vista de que le habíamos cedido el mando, lo único que le importaba era vencer.
Se llevó a Sófanes aparte, habló con él como se habla con un hijo, y lo envió de nuevo con sus amigos. Había convencido a los jóvenes para que le dieran un día o dos más.
Tampoco es que importara. Los bárbaros ya tenían suficiente.
Al caer la tarde del tercer día, los bárbaros salieron de su campamento, y su ejército tenía un tamaño increíble. La operación estaba planificada con cuidado, y salieron del campamento con la fluidez con que sale el agua de un cacharro; y cada contingente tenía su lugar asignado. Y después, cuando hubieron ocupado la llanura en toda su anchura, avanzaron a paso ligero.
Los psiloi huyeron despavoridos. ¿Qué otra cosa podían hacer? No pocos murieron, alcanzados por la caballería de los flancos o por las flechas de los sakas, de los medos y de los persas en el centro.
Arístides había sacado aquel día a los hoplitas a la llanura, y se mantuvo en su puesto hasta que hubieron llegado corriendo los últimos hombres pequeños, y después sus hoplitas subieron en buen orden la colina hasta nosotros. Pero los bárbaros no los persiguieron. Dieron media vuelta y se volvieron atrás, hasta cubrir de nuevo andando por la llanura los quince estadios de vuelta a su campamento. Todo el ataque había tardado menos de lo que tardaba un orador en presentar su alegación en un pleito.
Por entonces, yo ya me estaba poniendo el coselete, temiendo que nos fueran a atacar hasta la misma colina, y tenía los ojos clavados en las maniobras del enemigo. Milcíades llegó a mi lado, se subió al muro y los observó mientras se retiraba. Recuerdo que lo acompañaba Frínico, y que Frínico llevaba un estilo y unas tablillas de cera.
—Persas a la derecha; caballería, y después infantería; los mejores que tienen. Igual que nosotros. Sakas montados a la izquierda; después, griegos orientales. Parece que son los infantes de marina de todos los barcos; allí hay algunos fenicios. Y, después, los sakas de a pie. Persas otra vez en el centro, de a pie. Puede que medos. Más medos a la derecha. —Los observaba con cuidado—. Llenan la llanura, Arímnestos.
Frínico escribía con cuidado el orden de batalla de los persas. Yo me fijaba en el dato de que las mejores tropas persas estarían en su flanco derecho. El que quedaba frente a nuestro flanco izquierdo. Allí estarían los plateos. Igual que el día que mi padre se enfrentó a los espartanos en Oinoe, nosotros tendríamos que hacer frente a los hombres mejores del enemigo.
Claro que tenía miedo, jovencito. Nosotros no éramos los hoplitas invencibles de Grecia. Éramos unos hombres que habíamos perdido todas las batallas que habíamos intentado librar contra los condenados persas. Pero yo me tragué el miedo, como debe hacer un hombre. Asentí con la cabeza y hablé con voz apenas turbada.
—Unos doce mil, poco más o menos. Su formación de combate no es tan profunda como la nuestra.
—Pero es bastante profunda, no obstante —dijo Milcíades, con una media sonrisa—. Nosotros también tenemos que llenar toda la llanura.
—¡Ja! —exclamé.
Lo entendí: si nuestros hoplitas cubrían todo el terreno entre las colinas y el mar, la caballería no podría rodearnos; y ningún hoplita temía a un jinete teniéndolo delante.
En realidad, esto es una bravata. Todo soldado de a pie teme a la caballería; pero una masa de hombres con lanzas que mantengan la sangre fía no corren ningún riesgo serio, por muy fuerte que suene el retumbar de los cascos.
—Plateos a la izquierda; después, las tribus por orden de procedencia —dijo Milcíades—. Así, tus hombres quedan en el flanco izquierdo y los míos en el flanco derecho. ¿Estás preparado para recibir a quinientos nuevos ciudadanos?
—¿Cómo, esta noche? —bromeé.
Pero dentro de mí tenía miedo. Mis plateos, contra los persas. No era una mera cuestión de si podíamos vencer. Era que iba a llevar a mis amigos, a mi cuñado… por los dioses, iba a llevar a toda mi ciudad a medirse contra el enemigo más temido en todo el cuenco de la tierra.
—Me dispongo a liberar a todos los esclavos del campamento —dijo Milcíades; y le brillaban los ojos—. Después, te los enviaré a ti. A los libertos y a los psiloi. Los armaré, y llenaré con ellos la retaguardia de mis tribus.
—La mitad no tendrán lanzas —observé.
—Harán bulto —dijo—. Podrán pasar al terreno irregular de tu flanco si tienes que abrirte; o pueden servirte para espesar tu carga, en caso necesario. Y si la caballería os rodea… bueno, os servirán para ganar tiempo mientras mueren —dijo, encogiéndose de hombros.
Asentí.
—¿Atacaremos a los bárbaros a la carrera? ¿O avanzaremos al paso?
Milcíades se mordió el bigote.
—Había pensado que podíamos destacar a los hombres escogidos para que vayan corriendo, a partir de la distancia de un tiro de flecha largo. Como lo hizo Eualcidas.
Yo me encogí de hombros.
—¿Por qué no corremos todos hacia ellos? —dije—. No digo que nadie se vaya a echar atrás; pero si todos avanzamos a paso de carga, a cualquiera le resultaría muy difícil retroceder.
—Acabaríamos teniendo huecos en el muro de escudos —dijo él.
—Los haríamos cagarse de miedo —repuse yo.
Él suspiró.
—En una situación tan arriesgada, tú propones hacer una cosa nueva —dijo. Asintió con la cabeza—. Me lo pensaré. Voy a liberar a los esclavos.
—Organizaré un banquete —dije, y sonreí.
Todavía estaba el sol alto cuando apareció en nuestro campamento una multitud de hombres pobres, esclavos recién liberados. Iba a su cabeza Temístocles.
—¡Plateos! —dijo Temístocles—. Atenas ha liberado a estos hombres, y os solicita colaboración para que les otorguéis derechos.
Yo tenía a mi lado a Mirón. Ya le había prevenido, y él estuvo a la altura de la situación como… bueno, como arconte de Platea que era.
—¡Libertos! —dijo, y ellos guardaron silencio; seguramente seguían encantados de haberse enterado de que quedaban libres—. Muchos de vosotros sois, dentro de vuestro corazón, hombres de Atenas. Quizá os sintáis siempre así. Pero Platea se siente muy orgullosa de recibiros; y, si vosotros nos lo permitís, haremos que os sintáis orgullosos de ser plateos. ¡Bienvenidos! Venid a nuestras lumbres, y permitidnos que os sirvamos vuestra primera comida como hombres libres y ciudadanos.
Teníamos preparado pan, aceitunas, carne de cerdo y vino, y servimos a los pobres desgraciados un banquete. Nuestros propios hombres se sumaron. Me acerqué a Gelón y le di un golpecito en el hombro.
—Tú también eres libre —le dije.
Sonrió.
—Eres buen hombre —dijo; y fue a ponerse con los libertos.
Comieron como hombres famélicos, y bebieron como bebedores insaciables. Nuestros ciudadanos fueron con ellos y se movían entre ellos; hablaban a uno, preguntaban a otro cómo se llamaba. Y les servían, como si fueran esclavos suyos.
Lloro al recordarlo… perdona, abejita mía. Dejadme un momento.
Cuando hubieron terminado de hacer libaciones y de recibir las bendiciones de nuestros sacerdotes, y de comer, me puse de pie sobre mi aspis.
—Yo he sido esclavo —dije.
Esto les hizo guardar silencio.
—He sido esclavo, y la guerra me hizo libre. Ahora soy polemarca de Platea. Sé lo bien que pelea un esclavo liberado. De manera que no voy a soltaros un discurso largo. —Señalé hacia los bárbaros, más allá de la luz de las hogueras—. Ahora mismo, ninguno de vosotros tiene bienes por valor de un médimnos de grano. Pero allí, en ese campamento, allí están vuestras fincas, y vuestros arados, y vuestros bueyes; vuestra casa y vuestros graneros; y, para algunos de vosotros, vuestras esposas. Todos los sakas llevan encima lo que vale una finca en Platea; algunos persas llevan por valor de tres o cuatro. —Señalé a los hombres que habían venido hasta aquí conmigo—. Mañana por la noche, haremos un montón común de todo lo que ganemos; de todos los artículos que ganemos con nuestras lanzas, y los hombres que luchen recibirán cada uno una parte. Todos tendrán su parte. Ahora —añadí, bajándome de un salto de mi aspis para pasearme entre ellos—, ¿quién tiene una lanza? Poneos allí. ¿Un casco? ¿Alguien lo tiene?
Aquello tardó una eternidad; el sol se puso bajo el borde occidental y yo seguía intentando construir mi falange. Mis plateos fueron generosos; los hombres que habían recogido un casco nuevo ofrecían el suyo viejo a los hombres nuevos, y los que tenían un sombrero de cuero de sobra lo pasaban, y así sucesivamente. La cosa siguió así largo rato. Los que tenían dos lanzas compartían una. Otros daban a los esclavos un par de sandalias, una clámide. Cualquier cosa que pudiera ayudar a los pobres desgraciados a vivir un minuto más.
Recibí cuatrocientos ciudadanos nuevos, pocos más o menos, y conseguimos armar a casi doscientos de ellos como lanceros, ya que no como hoplitas. La mayoría tenían que servirse de un manto enrollado a modo de escudo. Muchos no tenían casco ni sombrero, y tras ellos iban hombres con una bolsa de piedras, o con un par de jabalinas, o con una honda.
Pero cuando hube designado a todos el lugar que les correspondía, y cuando los hube armado lo mejor que pude, los envié a acostarse.
—Dormid bien —les dije—. Soñad con una finca próspera en Platea.
Esperaba que lo soñaran, porque sabía que para la mayoría la cosa quedaría en un sueño.