Primavera en Boecia. La fiesta de Perséfone, las danzas de las doncellas, la paridera de las ovejas y de las cabras, el barro, los primeros brotes verdes, y, después, la irrupción de las flores que surgen del suelo como si la tierra deseara con impaciencia nueva vida; y, en efecto, la desea. Y poco más tarde la cosecha de la cebada, que fue tan rica y fecunda como lo había sido la de trigo en otoño.
Euforia se quedó embarazada. Su presencia llenaba nuestra vieja casa, y en cuanto floreció el jazmín, pusimos ramos en todas las habitaciones. Había guirnaldas de flores en todas las puertas, y había una docena de mujeres nuevas, las mujeres de ella, que me había regalado a mí su padre, junto con otros tantos perros cazadores de jabalíes; y tejían, charlaban, guisaban, reían y ladraban.
Mater también estaba floreciente. La oí cantar con Euforia el día después de la llegada de esta a mi casa, y sacudí la cabeza, esperando el momento en que mi nueva esposa descubriría lo horrible que era mi madre en realidad. Pero mater no me falló.
¿Sería por Cleón? ¿Se estaría viendo a sí misma en el espejo de Cleón? ¿O sería el tener una nuera de su propia clase lo que la animó a bajar de su cuarto y a participar en nuestras vidas?
Yo gruñía. No voy a mentir. No apreciaba gran cosa a mater, y cuando se sentaba a mi mesa noche tras noche, era como si hubiera caído una plaga sobre mis cosechas.
Euforia no me tenía miedo. Nunca me tuvo miedo, cosa rara en aquellos tiempos en que los hombres temían mi ira. Ah… tú todavía la temes, ¿verdad, joven? Haces muy bien. Mi mano no es todavía una rama de sauce. Pero en aquellos tiempos…
No obstante, cuando yo trataba a mi madre con grosería, Euforia me miraba desde el otro lado de la habitación y me preguntaba: «¿Puedo decirte una cosa en privado, querido?». Y cuando teníamos una puerta entre nosotros y el resto del mundo, me decía: «Soy la señora de esta casa, y exijo que mi marido se comporte como un caballero. ¡Grosero con tu madre! ¡Hay que ser patán!».
Lo recuerdo bien, cariño. Tenía la lengua tan afilada como mi espada, y rara vez dejaba de tener razón. Y yo estaba tan embriagado con ella que rara vez la molestaba replicándole. La verdad es que me sentía el hombre más afortunado del mundo porque una criatura tal hubiera accedido a ser mi esposa. A veces me preguntaba a mí mismo si yo sería como alguno de esos monstruos de nuestros mitos que guardan a una doncella hasta que los mata un héroe. ¿Quién era yo, el héroe o el Minotauro?
Y reñíamos. Os parecerá raro, teniendo en cuenta su origen social y el mío, pero a mí me resultaba ofensiva su tacañería. No le gustaba gastar nuestras reservas para el invierno en invitados, en Cleón, en Idomeneo. Guardaba las gachas de cebada del día anterior en una cazuela junto a la lumbre para servírselas a los hombres de la comarca que aparecían entre el barro de la primavera para hablar de política; y probó todo el vino de mi bodega y dividió las ánforas en dos grupos, unas para los invitados y otras para la casa.
Recuerdo que yo le gritaba:
—¡No somos pobres!
Y ella me gritaba a su vez:
—¡Y yo me encargaré de que no lleguemos a serlo!
Otra noche, cuando Idomeneo hizo un comentario sobre la edad del cordero que se estaba comiendo, yo puse mala cara y hubo gritos. Recuerdo que le pregunté:
—¿Eres acaso hija de un pastor? No: los pastores de la Ática son generosos. ¿De un esclavo, quizá?
—¿Esclava yo? —rugió, volviéndose hacia mí—. ¿Y esto me lo dice un hombre que tiene los brazos negros hasta los codos?
Y bien, esto me hirió, pues yo me lavaba a conciencia todas las noches antes de entrar en la casa, porque no quería parecer un herrero tiznado ante mi esposa gloriosa y aristocrática.
Levanté la mano para pegarle. La mayoría de los hombres pegan a sus mujeres, con mayor o menor razón; algunos, porque son unos necios débiles que necesitan sentirse más fuertes que alguien, y otros porque sus mujeres les han pegado primero. Pero seamos sinceros: los hombres, por lo general, somos más grandes que las mujeres y mucho más fuertes que ellas, y mi pater me enseñó que cualquier hombre que recurre a la fuerza contra una mujer, ya sea para llevársela a la cama o simplemente para que esta le dé la razón en una disputa, es despreciable.
Ya me habéis oído. Si creéis lo contrario, decidlo.
A pesar de lo cual, al cabo de un mes de casado, me encontré con una mano en el aire. Y no había pensado darle un sopapo… me disponía a saltarle todos los dientes de un puñetazo. Creedme, sé lo que me disponía a hacer. La rabia me consumía. Conque las manos negras, eh.
Creo que, para enfadarte tanto, tienes que amar mucho a una persona.
Ella no se amilanó.
Me largué bruscamente de la casa con tal de no pegarle. Me subí a un caballo y me fui a ver a Peneleos, y me tomé una copa de vino con él, con su hermana y con su mujer. Me dijeron, en suma, que yo había hecho una tontería y que lo que tenía que hacer era volver y disculparme (excelente consejo), de manera que volví y me encontré la puerta de Euforia cerrada y atrancada, y tuve que oírla llorar. La llamé en voz alta, y ella me gritó algo.
Peneleos me dijo que no me preocupara si no nos habíamos reconciliado antes de acostarnos. Pero yo no podía dormir, y la noche se me hizo larguísima. Me faltaba el valor para volver a su puerta, y cuando me levanté por la noche para ir a la despensa a tomarme una copa de cerveza, las dos esclavas de la cocina (que eran ambas de ella) se aplastaron contra la pared, aterrorizadas de mí.
Cuando salió el sol, bajé al patio y canté un himno a Helios, con la esperanza de que ella bajara; y después me fui a la fragua y encendí el fuego. Entró Tireo, mordisqueando un mendrugo de pan duro. No tenía idea de que hubiera habido una riña.
—Pareces mierda de cabra —me dijo cuando llevábamos una hora trabajando.
—Mala noche —dije yo.
—Bah… ¡recién casados! —dijo él—. Está preñada… ya podéis dejar de joder.
Sus palabras no resultaron ofensivas gracias a la sonrisa con que las dijo.
—No —dije yo—. Hemos reñido.
Él se encogió de hombros.
—No he estado casado nunca —dijo—. Pero me parece que la mayoría de las personas riñen. Tú y yo, por ejemplo.
Era bien cierto, y en cierto modo Tireo y yo estábamos más unidos que cualquier otros dos hombres que yo conociera, salvo quizá Hermógenes y yo. Cuando teníamos un proyecto en común, éramos inseparables. El oficio nos unía más que a hermanos. Y, a pesar de todo, podíamos estar en desacuerdo sobre todo y sobre cualquier cosa; y cuando un casco o una copa estaban en esa fase peligrosa, a punto de completarse, bullía entre nosotros la ira, el desencanto y los sentimientos de ofensa. Estábamos tan acostumbrados, que cuando recortábamos los rebordes de un casco, nos dábamos la mano y nos decíamos «ya reñiremos mañana». Y nos reíamos; pero, al día siguiente, cuando trazábamos las últimas líneas del capacete, empezaba la pelea.
Y todo esto lo digo para dar a entender que Tireo tenía razón, como siempre.
—¿Qué hizo ella, entonces? —preguntó.
—Sirvió a Idomeneo un guisado hecho hace tres días.
Dicho de este modo, no parecía tan malo.
—Ya veo. Se merece pena de muerte, estoy de acuerdo. Y ¿qué dijiste tú?
Tireo iba recalcando sus comentarios con los golpes que daba en el cuenco que estaba desabollando.
—Yo… la llamé esclava. Prácticamente —dije. Me estremecí al recordarlo.
—Ah. —Tireo tomó su cuenco, miró fijamente la parte que estaba desabollando y sacudió la cabeza—. Bueno, eso no parece tan malo —me miró—, tú me llamas hijo de puta constantemente.
Su sonrisa me decía lo contrario, y yo le entendí por partida doble: que opinaba que me había comportado mal, y que no le gustaban los epítetos que le dirigía cuando me enfadaba.
Y mientras yo estaba asimilando todo aquello, se abrió la puerta y allí estaba Euforia, que llevaba en las manos una copa de vino caliente con especias.
—¿Marido? —dijo desde la puerta. No había entrado nunca en la fragua hasta entonces.
—¿Mujer? —dije a mi vez; y así el asa de la taza y tiré de ella con suavidad para hacerla entrar—. Bienvenida a la fragua.
—A Empédocles le daría un ataque —dijo Tireo. Se levantó de su taburete y pasó por delante de mí—. Voy a salir a mear, ¿eh?
Levanté una mano para detenerlo.
—Mujer, me he comportado mal, y he dicho una cosa que ninguna persona libre debe decir a otra.
Quería disculparme delante de mi compañero maestro herrero.
—Y comprendo que soy culpable de hacer lo mismo con él cuando me enfado.
—Sí que tienes tu genio —dijo Tireo.
Euforia me miró un momento. En sus ojos se leían preguntas, unas preguntas que, en ciertos sentidos, eran más dolorosas que las discusiones a gritos y las puertas cerradas.
—Disculpa aceptada —dijo—. Te he traído tu vino, y hay un desayuno servido para vosotros dos en el andrón.
El desayuno era también, a su modo, una disculpa: huevos con buen pan, y vino con especias, para mí y para Tireo, y también para Hermógenes cuando volviera de las viñas. Y aquel día descubrí lo mejor que tenía Euforia, lo que me convertía en el más afortunado de los hombres. Una vez que ella hubo aceptado mis disculpas, la discusión quedó zanjada. He conocido a mujeres (debo reconocer que Briseida es una de ellas) que se guardan un rencor para siempre. Pero Euforia, por muy enfadada que hubiera estado, dejó su enfado como una bruma mañanera que se disipa con el sol, de modo que, una vez pasado el enfado, ya no tenía que volver a recordarse nunca más.
Los pechos hermosos, un talle encantador y una cara como de estatua están muy bien; pero un carácter equilibrado y un sentido de la justicia perduran más tiempo. Preguntádselo a cualquier hombre casado. O a cualquier mujer casada, ya puestos.
Aquélla fue la primavera de la satisfacción. Reñimos (creo que dos veces en total, y ahora os contaré la historia de la segunda vez), pero también comíamos, bailábamos y hacíamos el amor e íbamos a Platea los días de mercado, todo ello juntos. Y como Euforia era una muchacha tan encantadora y agradable, todo el mundo quería conocerla, y de pronto fui un hombre con amigos, con conocidos, que recibía invitaciones.
Penélope nos visitó dos veces; de su casa a la mía solo había treinta estadios, y cuando los caminos estuvieron secos podía venir en cuanto le apeteciera. Cuando los días se hicieron más largos y más calurosos y empezaba a rondar el cambio de estación, también ella se quedó embarazada, y se alegró mucho de estarlo, y me dijo entre risitas que le parecía que la hoguera de Pan había ejercido un efecto benéfico, y su marido alzó los ojos al cielo.
Observé que les servían de nuestra mejor comida y bebida. Y no le di importancia, pues hay cosas por las que no vale la pena reñir.
Antes del solsticio de verano invitamos a Mirón a cenar. No había comido en mi casa desde que vivía mi padre. Su mujer lo acordó con Euforia, aunque ninguna de las dos estuvo presente en la cena. Antes bien, la mayoría de los hombres que asistieron eran mayores. Estaba Peneleos, que era de mi edad, y también su hermano mayor, Epícteto; y tampoco faltó Bion, que era mi mano derecha y era bienvenido en cualquier ocasión. Pero los demás hombres eran mayores; Draco parecía más viejo que el mundo, y Diocles era solo un poco más joven que mater, e Hilarión, que en tiempos había sido el alma de la fiesta y un agricultor pobre, era ahora un hombre alegre y acomodado.
Éstos eran mis vecinos. Invitamos también a Idomeneo, que se vino del Citerón, y a Alceo de Mileto, que tenía categoría en Platea por el hecho de ser señor, al menos teórico, de cincuenta buenos lanceros que ya eran ciudadanos.
Hicimos un buen sacrificio en lo alto de la colina. Recuerdo que pasé un día entero observando el cielo y rezando por el buen tiempo, y recuerdo que todavía tuvimos que atravesar chapoteando por el mejor campo de cebada, porque había llovido; pero nuestro pequeño altar, en lo alto de la colina, estaba seco. Mirón hizo el sacrificio, y en la oración citó a mi padre. Y después dimos al dios la grasa y los huesos y volvimos chapoteando a la casa, seguidos por los esclavos que llevaban a cuestas la piel y toda la carne, e hicimos una buena cena, una oveja entera. Los esclavos también recibieron su parte. Por entonces yo tenía bastantes esclavos; contando los de mi mujer, tenía veinte. Eran demasiados, y empezaban a reproducirse entre ellos.
También tuvimos un simposio como es debido, con buenas conversaciones sobre los deberes cívicos y sobre las diferencias entre las leyes de los hombres y las leyes de los dioses. Todo fue muy agradable; y después nos pusimos a hablar de Persia.
Mirón alzó la mano, y todos dejamos de hablar.
—Quiero debatir una cuestión de administración —dijo.
Por entonces, Mirón ya tenía bastante presencia. Yo lo recordaba de cuando era un joven agricultor, pero ya se había convertido en orador y en hombre de dignidad inmensa.
—Arímnestos, después de la primera fiesta de Heracles quiero someter a voto que se te nombre polemarca de la ciudad. Polemarca y estratego, las dos cosas.
—¿Qué es un estratego? —preguntó Hilarión.
La pregunta era oportuna. En aquellos tiempos, muchas ciudades tenían su polemarca, pero solo Atenas y Esparta tenían estrategos. Los estrategos eran oficiales, oficiales de verdad, como los que teníamos cuando servíamos con Milcíades. Cuando se formaba la falange, cada estratego era responsable de un cuerpo de hombres, y así la falange resultaba más flexible en el combate. Los antiguos polemarcas solían ser políticos; a veces eran militares, pero formaban la falange; es decir, sabían dónde debía situarse cada hombre en la formación. Y luchaban en el puesto de honor, en el extremo derecho de la primera fila. Solían morir en ese puesto. Pero normalmente no daban órdenes, más que las necesarias para llevar a todos los hombres al campo de batalla y para que cada uno ocupara su lugar en la formación.
Aquella noche Platea tenía del orden de dos mil hoplitas, guerreros con armadura. En los diez últimos años habíamos medrado, los milesios nos habían aportado nuevos soldados, y éramos más ricos. Era el caso de Bion y de Hermógenes, por ejemplo: ambos habían sido esclavos, pero ahora eran agricultores prósperos y poseían armaduras completas. En aquellos tiempos, la riqueza de los particulares, se traducía directamente en capacidad militar. En tiempos de mi padre, habíamos sacado al campo mil quinientos hoplitas con solo liberar esclavos y ponerlos en las últimas filas, casi desarmados. Así pues, nuestro poderío militar era mayor. Y Mirón proponía formalizar el que yo lo controlara oficialmente. Asentí.
—Por supuesto —dije.
—No es un cargo honorífico sin contenido —dijo Mirón—. Hay una flota persa en el mar. Me han llegado noticias de que los medas se proponen saquear Naxos, y después vendrán a la Ática. Atenas esperará que nos pongamos a su lado.
Todavía hacía frío por las tardes. En el centro de la sala había un brasero, pero los hombres seguían rebozados en sus himationes, y recuerdo que me veía el vapor del aliento al hablar.
—¿Esta primavera? —preguntó Bion.
—Este verano, a más tardar —respondió Mirón—. ¿Estamos preparados, Arímnestos?
Me bajé de mi diván, maldiciendo el frío del suelo.
—Estamos todo lo preparada que puede estar una ciudad en tiempo de paz —respondí—. Bailamos la pírrica al menos el doble de veces que antes. Me llevo a los jóvenes al monte siempre que puedo, y lo haré con más frecuencia esta primavera. Después de la guerra misma, la caza y la danza son los mejores métodos de entrenamiento con los que contamos.
Hilarión se encogió de hombros y se ciñó el manto a los pies.
—¿Por qué tenemos que luchar contra los persas? —preguntó—. Ya sé que todos me tenéis por corto de entendederas, pero ¿qué mal me ha hecho a mí el Gran Rey?
—Ninguno en absoluto —respondí yo—. Es un buen gobernante y un gran hombre, o eso he oído decir. Pero, Hilarión, ¿cuándo fue la última vez que luchaste tú en la falange?
—Lo sabes tan bien como yo: en el combate del puente, cuando ayudamos a Atenas contra los de Eubea —sonrió—. Y tampoco luché de verdad. Empujé un poco desde la quinta fila, creo.
—Hemos tenido quince años de paz porque Atenas se ha interpuesto entre Tebas y nosotros.
Hice una pausa para escupir, y todos los hombres presentes siguieron mi ejemplo.
Diocles asintió con la cabeza.
—Muy cierto —dijo.
—Ahora vamos a pagar esos años de paz —dijo Mirón.
—El precio será elevado. Y si el resto de Beocia se somete al Gran Rey, nosotros nos quedaremos solos. Cuando nos pongamos en marcha, nuestra ciudad quedará desprotegida.
Las palabras de Mirón abrieron los ojos a todos los presentes ante la realidad.
—¡Por Ares! —exclamó Peneleos—. ¿Tan mal está la cosa? ¿Estáis seguros?
Mirón se volvió hacia mí, ya que yo era su fuente de información principal.
—Peneleos, cuando se ven nubarrones oscuros hacia el norte, ¿esperas lluvia? —le pregunté.
Él asintió con la cabeza y enarcó una ceja.
—La espero, pero no siempre llega. Algunas veces, la lluvia se va para Tespias o para Hisias.
—Exactamente —asentí—. Puede que el Gran Rey no llegue a apoderarse de Naxos. Puede olvidarse de Atenas, o puede que los hombres de Atenas acuerden la paz con él. Puede levantarse una tormenta que hunda su flota… ya ha sucedido alguna vez. Pero los nubarrones oscuros están allí, amigos, y sería una necedad por nuestra parte no prepararnos.
—Pienso pedir a la asamblea dinero para reparar las murallas y para levantar dos baluartes nuevos, todo de piedra, para cubrir la puerta —dijo Mirón—. Pediré que cada hombre libre envíe a un esclavo a las obras, para que las reparaciones se lleven a cabo inmediatamente, en cuanto estén terminadas las labores de siembra. Y pediré a los más ricos que contribuyan para la construcción de las torres. Yo mismo pagaré una de las dos entera —añadió, y miró a su alrededor.
Bion me hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza.
—Yo pagaré la tercera parte de la segunda torre, con la ayuda de Bion y de Alceo —dije yo.
Idomeneo nos sorprendió.
—Pagaré yo otro tercio —dijo—. De mi propio bolsillo —añadió.
Diocles, Hilarión y Draco murmuraron entre ellos, y Epícteto y Peneleos, que compartían diván, se sumaron al grupo, y al final los cinco accedieron a compartir el coste de una tercera parte de la torre.
Cuando los hombres estaban formando grupos para volverse a pie a sus casas, me reuní con Peneleos y con Epícteto.
—A mí me cuesta trabajo verme a mí mismo como hombre destacado —dijo Peneleos—. Soy hijo segundón. No soy tan mayor.
Yo me reí.
—Tienes más edad que yo —dije—. Y yo voy a ser polemarca.
Bion sacudió la cabeza.
—Platea perdió una generación entera en las tres batallas —dijo—. Y en los combates contra Tebas anteriores. Acordaos de vuestros padres y hermanos… todos muertos.
Aquello daba mucho que pensar, pero era verdad. Mirón había sido amigo de mi padre. Mi padre debería haber estado allí para ser polemarca, y también debería haber estado entre nosotros el padre de Diocles, y el padre de Epícteto, y mi hermano, y el hermano mayor de Hilarión, y tantos otros.
—Somos una ciudad de hombres jóvenes —bromeó Hilarión.
—Si tenemos que pelear contra los medos, seremos una ciudad de viudas —le replicó Bion.
La asamblea fue bastante aburrida y yo no recuerdo nada de ella, ni siquiera mi designación formal como polemarca y estratego tras la fiesta de Heracles, treinta días después del solsticio de verano. Como polemarca que era, tenía derecho a elegir yo mismo a los otros dos estrategos. Habíamos decidido tener tres, uno por cada una de las poblaciones que componían Platea antes de que la alianza con Atenas nos convirtiera en una ciudad de verdad.
Mi nuevo rango me obligó a complicarme en la política desde el primer momento. Yo quería de oficiales a Idomeneo y a Alceo, o al menos a Lisio. Quería que los estrategos fueran hombres que se hubieran visto ya bajo la mano de Ares, que conocieran el ruido de las espadas y de los escudos. Pero todos nosotros, hasta Lisio y Áyax, vivíamos en un mismo distrito, en la parte de Hisias. Por ello, tuve que perder jornadas enteras de trabajo para asistir a reuniones y hablar con los hombres de los otros dos distritos. Yo los conocía a todos; por entonces solo había tres mil ciudadanos y todos nos conocíamos bastante bien. No perdía la esperanza de encontrar a algún mercenario retirado, a algún hombre que hubiera servido con Milcíades, o incluso con los medas.
Ahora que lo pienso, en aquellos distritos más cercanos al río tenían casi todas las tierras de labranza mejores, y yo sospecho que a los hijos de estas familias no les hacía falta hacerse a la mar para ganarse unas cuantas monedas de plata. A los de nuestro distrito, junto a la montaña, sí les hacía falta.
En aquellos distritos había hombres jóvenes muy buenos. Belerofonte, hijo de Epístocles, que vivía todo lo cerca de Tebas que se podía vivir sin ser tebano, era un buen joven que tenía armadura completa y que había asistido a todas las cacerías de ciervos desde la primera, había recibido lecciones de combate con lanza de Lisio, y pasaba además todo su tiempo libre con Idomeneo.
Era del distrito del Asopo. Pero tenía diecisiete años, y ningún hombre con barba estaría dispuesto a dejarse mandar por él.
Cuando pedí consejo a Mirón, este me dijo:
—Prueba con su pater. Es hombre rico y buena persona. Si el hijo es tan buen guerrero, el padre no se quedará atrás.
Hum. Bueno, ya os contaré lo que salió de aquello.
El distrito del norte fue el más difícil. Los hombres de allí eran casi tespios, y tenían costumbres propias, y algunos protestaron diciendo que, en caso de conflicto, se pondrían de parte de Tespia y no de Platea. Antes de que llegaran las grandes guerras, los hombres tenían un concepto más libre de su ciudadanía.
Pero esa libertad misma fue lo que me salvó al final. Mi cuñado, Antígono, poseía fincas en Platea. Sus libertos quedaban sujetos al servicio militar en calidad de psiloi o de peltastas, y se me ocurrió que, si Mirón aceptaba el cargo, sería un estratego de primera categoría.
Así pues, se le concedió la ciudadanía. De hecho, Mirón descubrió que su familia había dispuesto desde siempre del derecho a la ciudadanía (debo deciros que fue un descubrimiento muy oportuno), y yo lo nombré estratego. Esta decisión resultó ser afortunada. Antígono nos trajo cincuenta hoplitas suyos más (todos eran hombres de Tespias, pero, como he dicho, esas cosas no importaban tanto por entonces), y disponía de riquezas que empleó para mejorar los armamentos de su distrito; y, naturalmente, encargó la mayor parte de esos armamentos a mi fragua.
Mi fragua creció aquella primavera. Tireo y yo compartíamos el mismo cobertizo, claro está, y desde tiempos de mi padre Bion tenía sus yunques y su fuego propio un poco más arriba por la colina, junto a su casa. Pero aquella primavera, cuando llegó el dinero del otro lado de la montaña (me refiero al dinero que pagaban en Atenas por el bronce labrado que les habíamos enviado en otoño), y cuando Antígono hizo un pedido enorme de armaduras y cascos, Tireo quiso construir su propio cobertizo.
—Necesito un par de esclavos —me dijo—. Y tú también. Hacemos nosotros mismos la mayor parte del trabajo basto. Y necesitamos unos chicos, chicos libres que quieran llegar a herreros. Podríamos triplicar la producción.
Yo ya tenía a Estiges, que se había ido convirtiendo poco a poco en mi aprendiz. Pero me busqué a dos más, y Hermógenes buscó a otros dos para su padre; y, de pronto, mi fragua estuvo abarrotada.
Levantamos un cobertizo para Tireo, y en cuanto estuvo preparado vino Empédocles de Tebas y le bendijo el fuego. Hicimos un sacrificio, y Empédocles inició a todos nuestros muchachos nuevos, tanto a los esclavos como a los libres, porque al dios no le importan nada esas cosas.
—Ya sabes que vienen los medos, ¿eh? —me preguntó. Resultaba fácil olvidarse de que era tebano, pero a veces se acordaba uno.
—La noticia ha llegado hasta a la pequeña Platea —respondí.
—No te piques. Esos atenienses impíos están perdidos. Tebas está a salvo… no somos tontos.
Se recostó en su asiento y bebió vino.
—Nosotros sí.
Le entregué un plato para el altar que había hecho como sacrificio al dios. Cleón y yo habíamos grabado en su superficie una escena que representaba el regreso al Olimpo del dios herrero después de haber sido expulsado, conducido por Dioniso.
—¿Cuándo has aprendido a hacer obras de esta calidad? —me preguntó.
—¿Recuerdas al hombre de más edad que has ascendido al primer grado? Es grabador —le dije.
Empédocles soltó un silbido.
—Tienes aquí mucha actividad —dijo—. ¿Por qué no lo metes todo en un solo edificio, como hacen los alfareros de Corinto? Tienes agua, carbón, tres maestros herreros y un grabador. Y una fama que llega hasta Tebas, como mínimo. Puede que escupan cuando digan tu nombre, pero todos se apresuran a comprar tu bronce.
—No he enviado nunca ningún cargamento de mi bronce a Tebas —dije yo.
—Lo venden desde Atenas —dijo—. Eres bastante conocido en Tebas, muchacho. Simón, hijo de Simón, hace sonar tu nombre en los oídos de muchos hombres… aunque no a tu favor. Y… —hizo una pausa, bebió de su copa y levantó los ojos hacia mí—. Y en Tebas hay hombres que quieren matarte.
Me encogí de hombros.
—Que vengan, entonces.
—No seas necio, muchacho. Alguien… alguien que tiene mucho dinero, ha reclutado a toda una cuadrilla de matones —dijo, estremeciéndose.
—Si vienen de Tebas aquí, significaría la guerra —dije—. No creo que Tebas quiera la guerra contra Atenas.
Empédocles sacudió la cabeza.
—Simón proclama a los cuatro vientos que a Atenas no le importaría que te mataran a ti —dijo.
Me tocó a mí entonces sacudir la cabeza.
—No es ninguna novedad, sacerdote. Soy el polemarca de Platea, y mi muerte quemaría a Tebas como una fragua ardiente quema el carbón.
—¿Te han nombrado polemarca? —dijo el sacerdote—. Has llegado lejos, muchacho.
—Así es —asentí—. Si ves a Simón, dile que se vaya y no vuelva más; y que yo, por mi parte, no lo buscaré para matarlo. Que termine la mala sangre. Pero di a tu arconte (de mi parte y de la de mi arconte) que si vienen aquí hombres de Tebas, o aunque sean mercenarios que hayan salido de Tebas, entonces lucharemos, y Atenas se pondrá de nuestra parte.
—Eso no podrá ser si Atenas ha sido destruida —dijo el viejo sacerdote—. Lo siento, muchacho, pero lo que piensan hacer es venir a por ti este verano, cuando Atenas no pueda hacer nada por ayudarte. Ahora mismo los atenienses están debatiendo en su asamblea; debaten si desterrar a Milcíades y a Arístides y someterse. Puede que tú debieras acompañarlos al exilio, aunque solo fuera por un tiempo.
Conté a Mirón todo lo que me había dicho Empédocles, y él le quitó importancia a todo ello con un gesto de la mano.
—Estoy seguro de que a Simón le gustaría matarte —dijo—. Pero Tebas se encuentra ahora mismo en una situación delicada, y lo que menos falta les hace es una guerra contra Atenas.
—Pero a Empédocles no le falta razón —reconocí—. Cuando los persas se hayan hecho a la mar (y, según todas las noticias, eso ha pasado ya), Atenas mal podrá enviar a sus hoplitas por los pasos de montaña para que vengan a Beocia para ayudarnos.
—Los tebanos estarían locos si optasen por una ventaja a corto plazo a cambio del castigo que les impondría Atenas más tarde —dijo Mirón.
—No si pueden contar con que los medos derroten a Atenas —dije yo—. Mirad, tienen una estrategia practicable, o a mí me lo parece. Y veo que aquí intervienen otras manos, Mirón. Mientras nosotros estemos aquí comprometidos, no podremos enviar hoplitas para que ayuden a Atenas.
—Me parece que tienes delirios de grandeza, joven —dijo Mirón—. Estoy de acuerdo en que la amenaza parece ahora mayor que cuando tuve las primeras noticias; pero las ciudades no se comportan así. No somos niños en el Ágora. Enviaré un mensajero a Atenas y otro a Tebas. Pero la cosa no pasará de ahí.
Pensé que quizá tuviera razón. Yo no conocía más que a piratas y a orientales. Allí, en la sobria y firme Beocia, era probable que hasta los tebanos fueran mejor gente.
—Quizá debería movilizar a todos nuestros hombres y hacer un alarde, aunque solo sea para que los tebanos vean lo preparados que estamos.
A mí me daba reparo solicitarlo, pues una movilización general costaba algo de dinero a nuestra ciudad, y por entonces apenas empezaban a echarse los cimientos de las torres nuevas. Pero ya se habían sembrado las cosechas y la mayoría de los agricultores tenían tiempo libre; al menos, todo el tiempo libre que puede sacar un hombre entre arar sus barbechos, apuntalar las vides y ver cómo las plagas se le comen las olivas.
—Es buena idea —dijo Mirón—. De aquí a una semana. Los heraldos tebanos ya estarán aquí por entonces.
De aquella semana no recuerdo nada en absoluto, salvo el brillo de la fragua y la prisa por terminar todas las piezas de arneses y de armadura que pudiera. Tenía por casa treinta piezas pendientes de reparar: cascos, petos, puntas de lanza. Trabajé noche y día, y Tireo y Bion hicieron lo mismo. Bion trabajó tanto que se agotó, y los hombres agotados cometen errores. Se le cayó un martillo en el pie, y andaba cojeando. Y al otro lado del río, en la ciudad, mi compatriota el herrero Herón trabajaba el hierro y el acero con la misma rapidez con que yo trabajaba el bronce.
Pero el alarde fue glorioso. Yo recordaba el aspecto que tenían nuestros hombres cuando fuimos a Oinoe en ayuda de Atenas: mantos pardos, sin espada, hombres sin escudo ocultándose en las últimas filas, y solo una docena de hombres con equipo de bronce completo.
Ahora teníamos una primera fila de casi ciento veinticinco hombres, y todos ellos tenían su panoplia de bronce: peto y espaldar o coraza de escamas, o al menos una spolas de cuero, además de un aspis (unos cuantos viejos llevaban escudos beocios), y todos los hombres llevaban grebas y buenos cascos, la mayoría de los cuales eran cascos corintios con penacho. Me daba gusto pasar la vista por la primera fila y ver cuántos de aquellos cascos los había fabricado yo mismo: casi veinte. Y detrás de ellos había más filas de hombres armados de buenos escudos y buenos cascos, aunque la mayoría fueran «gorras de perro» de bronce. Todos los hombres de la primera fila tenían una buena lanza y espada, y la mayoría de los de la segunda fila y algunos de la tercera y la cuarta las tenían también.
Los mejor equipados eran los milesios, que llevaban todos armadura hasta la quinta fila. Los segundos mejores eran los hombres de mi cuñado, e irían mejorando durante todo el otoño, a medida que yo iba labrándoles el bronce. Mis vecinos tenían casi el mismo buen aspecto; Bion, que se había presentado a pesar de su tobillo hinchado, iba armado como el propio Ares, y lo mismo puede decirse de Hermógenes, Tireo, Idomeneo y Estiges; todos llevábamos la panoplia completa, con escarcelas y guardabrazos también.
Al cabo de quince años de paz, una ciudad puede perder el nivel más elevado de entrenamiento bélico, pero por otra parte gana la riqueza suficiente para adquirir armas.
Había pedido a cada hombre que encargara a su mujer que le hiciera un manto rojo. No esperaba que los tiñesen de rojo tirio, como hacen los espartanos, aunque algunos ricos sí los tiñeron así. La mayoría eran de color rojo ladrillo, teñido con rubia, y con franjas blancas o negras según la costumbre platea. Pero la mayoría de los hombres los tenían, hasta los que carecían de armadura, y con las capas y con nuestras «gorras de perro» de bronce nuevas en todas las filas, teníamos muy buen aspecto en el ágora, y muchas mujeres se detenían a mirarnos, y los hombres mayores nos aplaudían.
Mirón llevaba puesta su armadura, pero estaba de espectador. Yo pensaba ponerlo en la cuarta fila, en el centro mismo de la falange, porque era demasiado importante como para hacerle correr peligro, a pesar de que era bastante buen luchador y hombre valiente, y de que tenía buena armadura. Se quedó fuera de la formación, intercambiando bromas con los hombres, y por último vino a verme y me dio una palmada en la espalda recubierta de escamas.
—Muy bien, Arímnestos.
Señaló a los tres heraldos tebanos, que estaban en silencio a un lado, contemplando a nuestros hombres que reían, bromeaban y brillaban.
Después, hice salir a los epilektoi. La mayoría, aunque no todos ni mucho menos, eran mozos de dieciocho o diecinueve años Y mientras la falange cantaba el peán de Apolo, nosotros bailamos nuestra pírrica.
Una cosa es bailar para el dios de la guerra mientras tocan los músicos y cantan los hombres. Pero otra cosa es bailar a plena luz del día, mientras mil hombres marcan el ritmo con la contera de las lanzas y cantan desde dentro de sus cascos y el canto resuena en el bronce y se eleva como una ofrenda pura al dios de la guerra y al Señor del Arco de Plata.
Por entonces, Idomeneo y yo ya habíamos modificado muchas veces nuestra danza. Al principio había sido una danza sencilla con la que los hombres podían aprender el lugar que ocupaban en la formación, y poco más. En nuestra danza nueva había intercambios de filas, se enseñaban golpes de lanza y paradas, y los hombres tenían que hacer cuerpo a tierra o saltar al aire para evitar una lanzada, e incluso luchar de espaldas. Mis jóvenes danzaban con armas sin protección, y más de una vez una lanza aguda dejó un surco en un escudo recién pintado; pero el ritmo no se detenía, y mientras cantábamos a las ninfas de pechos turgentes que servían a Apolo, pisábamos fuerte con el pie izquierdo y girábamos juntos, nos agazapábamos, entrechocábamos las lanzas y cambiábamos de fila de nuevo.
Cuando concluyó el himno, nos quedamos firmes en silencio durante algunos latidos del corazón; y, después, todas las mujeres, los viejos y los niños elevaron al cielo un aullido de alegría.
Mirón se acercó a los heraldos y les entregó un rollo.
—Decid a vuestros amos que no buscamos conflictos con la poderosa Tebas —les dijo—. Pero si Tebas quiere conflictos con nosotros…
No hizo ningún gesto ampuloso ni dramático; se limitó a recorrer brevemente con la mirada nuestras filas y las torres nuevas, una a medio construir y la otra con los cimientos completados. Volvió a mirar a los heraldos.
—Si Tebas busca conflictos, puede que le resultemos un sarmiento más duro que cortar de lo que se podría haber figurado.
A mi mujer le encantaba que yo fuera polemarca, y cuando me puse la armadura para el alarde me abrazó a pesar de las escamas agudas. Ya se había hecho a la idea de tener un marido herrero; pero su marido polemarca era quizá la figura que había esperado en sus sueños de doncella.
Me tejió con sus propias manos un manto nuevo, un buen manto teñido de rojo escarlata con algún tinte exótico de oriente, y también con sus propias manos me tiñó un penacho nuevo para mi casco nuevo, de manera que solo unos días después de que hube terminado el casco, aparecieron sobre mi mesa de trabajo, en mi fragua, el penacho de crin y el manto. Aquella clámide era gruesa como un vellón y cálida como el abrazo de una madre. Está colgada allí mismo y la han picado las polillas, pero cualquier mujer de entre vosotros verá lo bien tejida que está.
El día que la encontré, me la puse y la llevé para darle gusto a ella, y después me la llevé en brazos a su habitación e hicimos el amor encima. La lucí con orgullo cuando hice formar la falange delante de los heraldos de Tebas, y la llevé durante muchos años siempre que me ponía la armadura.
Después del alarde me volví directamente a la finca, seguido de todos los epilektoi. Besé a Euforia, le di unas palmaditas en el vientre, que ya estaba levemente hinchado de una manera encantadora, y llamé a un par de mis muchachos del taller para que llevaran mi equipo. Después, con toda la armadura, mis hombres escogidos y yo subimos hasta lo alto de la montaña, unos ratos corriendo y otros andando, hasta el santuario del héroe. Allí, Idomeneo y Áyax pronunciaron las palabras, y sacrificamos un par de bueyes grandes y comimos como reyes, y después nos acostamos sobre nuestros mantos como verdaderos soldados y nos despertamos con las primeras luces para ir corriendo por la ladera del Citerón hasta Eleutera.
El segundo día, a mediodía, ya habían sudado todo el engreimiento del alarde y los tenía bien cansados y serios; y el cuarto día de cacería hasta los milesios empezaban a flaquear, y mis veteranos los observaban con una cierta satisfacción cínica.
Yo también estaba cansado… ¡probad vosotros a aguantar cinco días seguidos con la armadura puesta! Te aplasta las costillas, te roza las caderas, te carga los hombros. El casco se convierte en un anillo de fuego que te rodea la cabeza, y las grebas… las grebas dejan de ser aliadas tuyas y se convierten en enemigas. Pero la única manera de acostumbrarse a la armadura es llevándola. No hay otra. Yo obligaba a mis hombres escogidos a que corrieran con ella, a que cortaran leña con ella, a que recogieran maleza con ella, a que desollasen los ciervos con ella.
Tomaban mi nombre en vano… muchas veces.
—Maldecidme ahora —les decía yo—. Cuando estéis luchando contra los medos, me alabaréis.
El sexto día los dejé descansar. Sus protestas aumentaron entonces. Así son los hombres, esclavos o libres, soldados o sacerdotes. Para quejarse a fondo hace falta tener tiempo y aliento.
El séptimo día debía ser el último, y celebramos juegos. O, más bien, habíamos pensado celebrar juegos. El sol estaba en lo alto del cielo, habíamos hecho los sacrificios e Idomeneo estaba mirando fijamente las entrañas de un conejo que había sacrificado. Ponía una cara rarísima.
—No había visto nunca un hígado como este —dijo.
Lo miré, aunque yo no entiendo nada de hígados, y vi detrás de Idomeneo dos cosas que me intranquilizaron.
Vi hacia Eleutera un par de hombres a caballo que iban a todo galope por el camino de la colina.
se habían podido endurecer a lo largo de los años, y los suyos estaban todavía blandos.
Hacia la hora en que formaban las primeras filas, se levantó al cielo otra columna de humo.
—¡Es nuestra almenara!
Era verdad. La hoguera estaba encendida en el punto indicado, y soltó una columna espesa de humo que se interrumpió y volvió a surgir después. Vi dos repeticiones.
Fue voluntad de los dioses que ya estuviésemos reunidos y con las armaduras puestas, y que estuviésemos tan altos que pudimos interpretar la señal con claridad, así como verla en el momento mismo en que había empezado a arder.
Pero el miedo me oprimió la garganta con sus dedos helados. Si se trataba de Simón, había atacado mi casa cuando yo no estaba.
Pero sí estaba Euforia. La encantadora y embarazada Euforia.
No grité. Yo era buen soldado, y ya me había encontrado en unos cuantos combates; pero me tomé una copa de vino para calmarme y me dije a mí mismo la verdad: que si a ella la habían matado, violado o raptado, yo estaba a cuarenta estadios de distancia y no podía hacer nada por ella.
Esto es lo que significa ser veterano, abejita. Ves las cosas con demasiada claridad. La di por muerta o por maltratada y seguí adelante con mis cosas. Porque la guerra es una cosa seria, y yo era el jefe, y todavía no había llegado el momento de dar rienda suelta a mi ira.
De modo que apuré el vino, me comí una manzana y no me inquieté mientras formaban las últimas filas. No di señales exteriores de inquietud. En mis entrañas, perdí un año de mi vida.
Cuando subieron por la colina los jinetes, nosotros ya habíamos empezado a bajar por el camino de Eleutera. Sabían dónde encontrarnos; eran mis libertos tracios.
—Señor —dijo el jinete que iba delante—. Vinieron hombres, un centenar o más. Tu mater nos ha mandado a decirte que la finca está cerrada para ellos y a salvo. Pero vinieron de Tebas, y se volverán por el mismo camino, por la carretera vieja.
—¿Dónde está mi mujer? —pregunté.
El de más edad de los dos se encogió de hombros.
—Tu mater nos ha enviado —dijo—. No sé más.
Mientras estábamos hablando, otra almenara envió al cielo su ahumada.
—Mater tiene razón —dije—. Se vuelven aprisa a Tebas por la carretera vieja —me volví hacia mis muchachos, y les grité—. ¡Ares nos ha enviado un desafío serio! ¿Estáis preparados?
Ellos gritaron a su vez, con un rugido que retumbó en los riscos de la montaña. Más tarde, los hombres decían que lo habían oído desde las fincas y habían creído que el Citerón había cobrado vida.
Me puse en cabeza de la primera columna.
—Vamos corriendo —dije, y nos pusimos en camino.
Envié por delante a los dos tracios; tenían caballos y eran buenos jinetes. Me esforcé por estimar mentalmente lo que podría pasar. Los tebanos (si es que eran tebanos) nos llevaban treinta estadios de ventaja. Por otra parte, debían de haber estado marchando toda la noche. Estarían cansados.
Mis muchachos acababan de pasar un día de descanso.
La mayoría de mis muchachos no habían visto nunca dar una lanzada en serio.
Durante la larga carrera bajando la montaña tuve tiempo para pensarlo, y mis ideas eran negras. Quería correr en primer lugar a mi casa. Quería saber. Quería saber por qué había sido mater, y no mi mujer, quien había enviado a aquellos hombres.
Pero mi finca estaba entonces en una dirección que no nos convenía. Desde Eleutera, dirigiría a mis hombres al nordeste, y la finca estaba al oeste.
Pasamos por Eleutera como una tormenta de verano. Eleutera está en la Ática, al menos en teoría. Dije al basileus que enviara aviso a Atenas; pero, si nos llegaba ayuda de aquella parte, tardaría diez días.
Salí con mis muchachos de Eleutera, bajando la montaña y el paso y por la carretera pedregosa que va a Tebas.
Cuando entramos en nuestro propio territorio, nos encontramos a Lisio, con una docena de sus vecinos, todos armados y a Teucro, que venía campo a través con algunos hombres con armas ligeras; y en cuanto se reunieron conmigo y con mis exploradores montados, echaron a correr por delante de nosotros. Teucro me hizo retorcerme de miedo y de impotencia; había visto el incendio en mi finca, y la almenara, pero no había subido la colina para investigar. No sabía nada.
Lisio y sus hombres se sumaron a nuestra formación; ya se habían encontrado con los tracios por el camino. Y una docena de estadios más tarde nos reunimos con otro grupo de pequeños agricultores y de colonos milesios encabezados por Alceo, de modo que ya me seguían casi doscientos hombres cuando cruzamos el Asopo a la carrera a media mañana. Les di un descanso a todos. Aunque tenía que darme prisa, aquellos hombres habían corrido casi cuarenta estadios, y la mayoría iban con armadura. Si íbamos a luchar, nos hacía falta un descanso.
Los dos tracios se portaban de maravilla; cubrían el terreno por delante de nosotros y ponían en pie de guerra a los campesinos, y yo hubiera querido tener caballería como la que tenían los lidios y los medos. Pero no la tenía. Di a los hombres una hora de descanso y nos pusimos en marcha de nuevo, atravesando por los campos del barrio oriental para intentar ganar unos estadios respecto de los que perseguíamos.
Era mediodía cuando encontramos el primer cadáver, un hombre con «gorra de perro» que tenía un par de lanzadas en el cuerpo. Se llamaba Milos y era un agricultor que vivía a orillas del Asopo.
Apartamos su cuerpo de la carretera y seguimos corriendo. Al cabo de otro estadio nos encontramos tres cadáveres juntos, todos de agricultores del Asopo.
—Los hombres del distrito del Asopo han debido de defenderse aquí —dijo Jenófanes, jadeante. Era un hombre mayor, veterano de las tres batallas de mi juventud—. Escucha, muchacho, yo estoy agotado. No puedo correr ni un paso más. Me quedaré a enterrar a estos hombres, y te enviaré a los que puedan seguirte.
Jenófanes no era el único que estaba agotado. Elegí a diez hombres, para no deshonrar a ninguno, y les encargué que custodiaran los cadáveres. Los demás seguimos adelante a un trote lento.
Mis tracios encontraron los cadáveres siguientes, todos de extranjeros. Dos tenían clavadas flechas, flechas de Teucro. Y en la encrucijada donde se cruzaban la carretera vieja de Tebas y la nueva, había una docena más de extranjeros, algunos heridos y otros muertos, y dos hombres nuestros que nos dijeron que nuestros plateos iban hostigando a la columna enemiga en su retirada, y que los enemigos eran más de cien, quizá doscientos.
Estábamos cerca. Pero sabía que no íbamos a alcanzarlos. Estábamos a solo diez estadios del territorio tebano.
Todos los hombres de la columna lo sabían también.
Pero pronunciamos nuestras oraciones a Ares y seguimos corriendo. Mis esclavos ya se habían quedado atrás por entonces, y yo llevaba mi escudo en el brazo y el casco encima de la cabeza, y me dolía casi todo el cuerpo como si ya hubiera luchado. Me ardían las piernas, y sentía el brazo izquierdo como si fuera una barra de hierro que me colgara del hombro; y hasta la correa del escudo era una carga insoportable. Si yo me sentía así, ¿cómo se sentirían mis muchachos?
Pero estábamos cerca.
Al culminar la colina siguiente, yo trotaba tan despacio que quizá hubiera sido más rápido andar. Pero cuando llegué a lo alto de la colina, los vi: una docena de rezagados con armadura que, cubiertos por un denso muro de escudos, intentaban refugiarse de una lluvia constante de flechas.
Estábamos cerca. Me salieron alas en los talones, y seguí corriendo.
A mi espalda, mis muchachos empezaron a gritar. Volví la vista atrás, y vi que se quitaban las grebas y las tiraban para correr más. Algunos se detenían a vomitar; otros se quitaron los petos… y siguieron corriendo.
Los doce rezagados rompieron filas y huyeron cuando nos vieron venir, y los dos más veloces consiguieron escapar, pero los demás murieron bajo una lluvia de flechas y de jabalinas, y entonces me encontré acompañado de Teucro y de otros hombres que yo conocía, unos veinte, todos ellos hombres con armas ligeras a los que había reunido Teucro. Me dieron ganas de abrazarle, pero no tuve tiempo.
Bajamos corriendo la última colina y vi la masa oscura de enemigos que atravesaban el río que señalaba la frontera entre mi ciudad y Tebas. Eran bastantes. Y la mayoría estaban ya en territorio tebano.
Supe inmediatamente lo que tenía que hacer, lo que diría Mirón si estuviera allí. Mandé a los muchachos que hicieran alto.
—A formar —grité—. A vuestras filas. A formar, formad en orden normal.
El terreno que descendía hasta el río era un prado, y al otro lado había otro prado igual. No en balde los extranjeros llaman a Beocia «la pista de baile de Ares». Terreno llano, perfecto para la guerra.
Venían hombres y muchachos por la carretera. Estaban extendidos a lo largo de varios estadios, y allí donde había formado mi pequeña falange, los enemigos subían corriendo la orilla del río para ponerse a salvo en territorio tebano. Para mis adentros, quería bajar corriendo yo también y matarlos a todos, personalmente si hacía falta.
Pero había más cosas en juego. Incluso más que mi propia venganza, a pesar de que la imagen de la muerte de Euforia (violada, atormentada, horrorizada) se me ponía delante cada vez que me detenía o que pensaba en cualquier cosa que no fuera la tarea que tenía entre manos.
Mi hijo. Ella llevaba en su vientre a mi hijo. Si aquel golpe de mano era obra de Simón, ¡cómo habría disfrutado matando a mi hijo no nacido!
La mente es un lugar oscuro, amigos míos.
Pero me mantuve firme mentalmente. Reuní a mis hombres, los hice formar por filas, y entonces, y solo entonces, los llevé colina abajo.
Los enemigos ya estaban formados en filas ordenadas, al otro lado del río. Ni siquiera intentaban ganar más terreno.
Eran buenos luchadores; yo lo advertía al ver lo callados que estaban, el poco movimiento que se apreciaba entre sus filas. Estaban cansados, como es natural, y habían perdido hombres, sin poder recuperar sus cadáveres, lo cual siempre es una humillación para un soldado.
Cuando estuvimos a medio estadio, empezaron a insultarnos a gritos.
Nos detuvimos. Yo me adelanté con Teucro, al que ya había dado instrucciones.
Allí estaba. Simón, hijo de Simón. Llevaba armadura sencilla y un penacho grande, y salió de entre las filas para saludarme como a un hermano al que no se ve desde hace mucho tiempo.
—Mirad quién está aquí —dijo en son de burla—. El polemarca de Platea. Será mejor que te quedes de tu lado del río, primito, o los tebanos malos se comerán tu ciudaducha como un león se come a un potro.
—Bien dicho —le grité yo a mi vez—. Tú mismo te calificas de hijo de puta de Tebas, traidor —le espeté—. Es verdad que eres hijo de tu padre.
—Ríete mientras puedas, Plateo —grito él—. He dejado a tu mujer muerta en tu patio y he quemado tu casa jodida, y no puedes hacer nada más que llorar como un niño. Y la próxima vez iré a por ti, y por todos los que se interponen entre mí y lo que es mío.
En aquellos momentos, mi destino pendía de un hilo, como también la batalla que estábamos a punto de librar, y quizá también la suerte de Atenas. Creo que cuando oí las palabras «muerta en tu patio» me abandonó mi sentido de la razón. Y eso que yo ya me lo había esperado desde que los sacrificios salieron funestos y vimos a los jinetes y la columna de humo.
No te había prometido una historia feliz, zugater.
Simón siguió provocándome; dijo algo de lo que había hecho con su cuerpo y de lo fea que era. Me adelanté hacia él. Si hubiera llegado hasta él, me habría abatido con ayuda de sus doscientos amigos; y ¿qué habría sucedido entonces?
Teucro no vaciló ni me pidió permiso. Disparó a mi primo allí mismo, a sangre fría. Su flecha dio en el blanco, y Simón murió con expresión de incredulidad absoluta en su rostro de odio y con una flecha asomada por lo alto del pecho, justo por encima del peto. Y aquello lo cambió todo. Los mercenarios comprendieron entonces que su patrón había muerto… y que yo estaba vivo.
Mis muchachos atacaron sin que yo les dijera palabra. Ni habíamos cantado el peán ni estábamos en formación de ningún tipo, pero cruzamos aquel río y subimos la orilla para hacer frente a hombres entrenados.
No recuerdo nada de aquello. Ah, miento… recuerdo subir por la orilla, estar casi a punto de perder pie, el golpe de una lanza contra mi aspis y otra que hizo resonar mi hermoso casco nuevo. Y entonces caí entre ellos, matando.
Al cabo de un rato los apartamos de la orilla, y fue entonces cuando debieron de comprender que estaban perdidos. Recuerdo que tenía a mi espalda a Teucro, que disparaba flechas en la cara o en el pie a los enemigos que me acosaban. Apolo le dirigía la mano, y era como la muerte misma.
Eran mercenarios, y su patrón ya había muerto.
Al cabo de un rato, huyeron. Supongo que yo había matado a unos cuantos; pero cuando huyeron, todavía quedaban muchos más vivos que muertos. Así suele pasar. Cuando más mueren los hombres es cuando dan la espalda para huir.
Nuestros soldados con armamento ligero no estaban cansados; la mayoría no habían entrado en combate, o como mucho habían arrojado unas cuantas jabalinas contra los flancos no protegidos por los escudos. Se contagiaron de mi rabia, y siguieron a los mercenarios.
A un hombre que da la espalda lo puede matar cualquiera.
Yo los seguí, impulsado por alas de rabia y de venganza, de modo que, cuando me amainó la inundación de sangre, me encontré lejos de allí, en la carretera que conduce a Tebas. No llevaba lanza, solo una espada; había dejado mi escudo. Tenía a mi lado a Idomeneo y a mi espalda a Teucro, y nos rodeaban treinta libertos y esclavos que se afanaban en despojar a los cadáveres.
Nos habíamos adentrado diez estadios en territorio tebano. Mi cuerpo apenas me respondía. No habría sido capaz de levantar el brazo de la espada, ni aunque hubiera sido para defender a mi pobre Euforia.
Volví la vista hacia la carretera de Tebas, y estaba desierta.
Idomeneo soltó una carcajada.
—¡Los hemos matado a todos, joder! —dijo.
Más tarde me enteré de que habían sobrevivido más de dos docenas, de manera que en realidad no los matamos a todos.
Pero anduvimos bastante cerca.
No recuerdo gran cosa de lo que pasó después; solo que volví al río, y que los hombres intentaban hablarme y yo no les hacía caso. Me despojé de la armadura y la dejé en el suelo, con mi casco y mis armas, y eché a correr, desnudo, por el camino de vuelta. Estaba agotado, pero corría.
No recuerdo nada; solo que hice todo el camino corriendo. O puede que fuera andando. O puede que me tendiera y durmiera. Pero lo dudo.
La columna de humo que surgía del granero incendiado ascendía sobre toda Platea, mezclándose a mucha altura con el humo de tres almenaras. Corrí a través de los campos, rasgándome las piernas con las zarzas y los pies con las semillas pequeñas, duras y erizadas de pinchos de las que están llenas nuestros campos en pleno verano. Tampoco es que me diera cuenta.
Corrí hasta que se me nubló la vista, hasta que mi aliento era como el fuego que entra en un fuelle, y el sudor me salía despedido. Había corrido treinta estadios con armadura, había combatido, y ahora estaba corriendo otros treinta estadios. Mi brazo derecho estaba cubierto de sangre parda y pegajosa hasta el codo, y tenía heridas en los muslos y en los tobillos y un corte profundo en el bíceps izquierdo (no tenía idea de cómo me lo había hecho); pero seguía corriendo.
¿Acaso creía que podría salvarla si corría lo suficiente?
Quizá no pretendía más que reventarme el corazón.
Recuerdo que advertí que había llegado en mi carrera hasta la encrucijada al pie de la colina; y lo que recuerdo mejor fue la extraña tentación que sentí de seguir corriendo, de cruzar el río y subir a la tumba del héroe. Y quizá de seguir por la montaña hasta la Ática, y a través del mar hasta Egipto. De seguir adelante y no volver nunca a mi casa, y no saberlo nunca.
Había perdido el juicio, quizá.
Pero volví los pies, alargué el paso y subí corriendo por el sendero polvoriento, sintiendo la grava aguda bajo mis pies endurecidos.
A la mitad de la cuesta, el camino hace una pequeña revuelta y se ve hasta el portón del muro que rodea mi casa.
La casa misma estaba ardiendo. Aunque era de piedra y de argamasa y estaba construida con solidez, habían prendido fuego a las tablas de los suelos y a las vigas del tejado, y las piedras se agrietaban y caían, y toda la construcción se había convertido en una chimenea que se llevaba mis riquezas a los cielos en un sacrificio intencionado.
No le dediqué más que una mirada.
Mi gran portón de madera, cuyos goznes y herrajes había forjado mi padre, y cuyo roble había cortado él mismo, estaba rota y retorcida. En el suelo se veía una viga pesada de uno de los cobertizos (resultó ser del cobertizo de Tireo). La habían empleado a modo de ariete para romper el portón.
Alrededor de la entrada había mujeres que se lamentaban. Soltaban alaridos agudos, como los gritos de las Furias de manos ensangrentadas que se alzaban a los cielos exigiendo venganza. Y bien, ya habían tenido su venganza; pero, como suele suceder, esta no había devuelto la vida a ningún nacido de mujer.
Me abrí paso entre ellas. La entrada estaba atestada de cadáveres, algunos de ellos ennegrecidos por el fuego.
Mi finca no se había rendido fácilmente, y los míos habían vendido caras sus vidas.
Bion estaba tendido a través del umbral, con su lanza rota en las manos; su cuerpo estaba destrozado.
A su lado yacía Cleón, con la garganta abierta, con diez grandes heridas en el cuerpo y aferrando todavía en las manos un hacha rota.
Estaban tendidos sobre la mujer a la que habían defendido hasta la muerte, y hasta ella misma tenía en la mano una espada, y el filo de la hoja estaba ensangrentado. No había caído fácilmente. No la habían violado. Había muerto antes de que se le pudieran ocurrir cosas así a ningún hombre, por malvado que fuera.
No estaba embarazada, y entonces me di cuenta de que no tenía los cabellos rubios.
No era Euforia. Era mater. Mater había muerto en la puerta, espada en mano.
Mi mente no podía aceptarlo; no era capaz de asimilar de una sola vez la muerte de los tres. La verdad era que había tenido concentrado todo mi ser en Euforia, y me había olvidado de cuántas personas que me eran queridas estaban en aquella finca.
Mater.
Levanté a Bion de sobre las piernas de mater y lo tendí con dignidad, a pesar de que le colgaban los intestinos mientras yo lo arrastraba a través del patio.
Después levanté también a Cleón, y lloré, pues había muerto como un gran hombre y estaba rodeado de enemigos muertos a sus pies.
Y a mater… cuánto la había odiado durante tantos años. Pero allí estaba ella, espada en mano, como cualquier héroe que se os ocurra. Por Ares, murió bien. Y serena.
Hice girar su cadáver para dejarlo tendido de espaldas, y vi que tenía en el rostro esa sonrisa que le asomaba cuando yo era capaz de repetir los versos de Teognis, o cuando traje a Euforia a casa, o cuando conoció a Milcíades.
Juzgué que solo una persona muy grande era capaz de tener esa expresión con una lanza clavada en las tripas.
Pero cuando me dispuse a levantarla, aparecieron otras dos manos que la asieron de debajo de los hombros; unas manos ensangrentadas, pero más pequeñas.
Euforia tenía los cabellos revueltos, el quitón desabrochado en un hombro, de modo que le asomaba un pecho por la derecha, y tenía sangre en los pies. Asió los hombros de mater y los levantó, y la dejamos tendida junto a los otros héroes que habían caído defendiendo el portón.
—Ella me encerró en el sótano —dijo Euforia. No lloraba—. Dijo que mi deber era vivir.
Tireo y Estiges habían defendido la puerta de la fragua. Los mercenarios habían desistido después de perder a dos hombres, habían prendido fuego a la casa y habían huido. Y Estiges había sacado a mi mujer del sótano antes de que le cayera encima la casa.
Y, más aún, mater había salvado muchas cosas, colgaduras de las paredes, oro y plata, que había arrojado ella al edificio de la fragua mientras Bion y Cleón defendían el portón. Después, se había unido a ellos, y habían muerto todos juntos. O así lo contaba Estiges, que había defendido la puerta de la fragua.
Euforia me abrazaba, canturreándome suavemente. Ella era fuerte, y yo estaba hundido de pronto. Era todo junto; la muerte de Bion, la de Cleón, la de mater… y que Euforia vivía. Y el cansancio, supongo.
Estiges me preguntó si habíamos luchado. Debí de decirles algo, porque las mujeres dejaron de pedir venganza a gritos.
Y entonces Euforia me trajo vino, sin mezclar con agua, y me bebí una copa, y perdí el sentido como un borracho.
Cuando volví en mí, era de noche y apenas podía moverme. Me dolían tanto los muslos que me costó trabajo volverme sobre mí mismo. Estaba tendido sobre grava, en el patio de mi fragua, cubierto con una manta tejida por mi mujer, y ella estaba acurrucada a mi lado y apoyaba la cabeza en mi hombro.
—Creí que habías muerto —dije.
Ella negó con la cabeza, y su brazo me rodeó y me dio un abrazo largo y fuerte.
Por la mañana me seguían doliendo las piernas como si fuera un viejo. No tenía mucho mejor los hombros ni los brazos, y uno de los cortes que tenía en el muslo era más profundo de lo que había pensado y manaba pus.
Los cabrones habían violado a todas las esclavas que habían atrapado y habían matado a tres de mis esclavos. De modo que en mi patio reinaba el ambiente de duelo de una derrota, además del temor atroz de mis esclavas a haberse quedado preñadas. Fui al río y me lavé, dirigiendo una oración al río mismo para disculparme de la suciedad que le estaba soltando, y después subí la cuesta de nuevo llevando agua, y Euforia se puso a lavar a las mujeres, que es la única muestra de amabilidad que puedes dar a una mujer violada.
Hice que Estiges y Tireo, que solo tenían heridas leves, me vendasen a mí; les ayudé después con sus heridas, y por fin empezamos a hacer balance.
No habíamos perdido un solo animal; los establos estaban en lo alto de la colina, y los canallas no habían llegado a pasar del patio. Habían quemado el único granero al que habían llegado, que estaba lleno de cebada y de heno. Era una pérdida, pero no contenía más que las provisiones para el gasto de la casa y de los animales. Pero la casa estaba perdida. Una casa que había construido mi bisabuelo con piedra y argamasa; la casa mejor del sur de Platea. La casa solariega de todos los corvaxos, grandes y pequeños.
Simón la había incendiado, destruyendo la obra de su propia familia, y había matado en el patio a su propia madrastra. Que las Furias le desgarren el hígado eternamente. Que todas las sombras del Hades lo desprecien como merece un matricida y un traidor.
Yo estaba de pie en el patio, contemplando las ruinas de la casa (escombros y poco más), cuando entraron unos hombres por la puerta. Teucro y Hermógenes. Idomeneo y Alceo, y todos los epilektoi.
Me acerqué a Hermógenes y lo rodeé con los brazos.
—Bion murió en el patio —le dije.
Lo llevé de la mano hasta donde estaba expuesto su padre. Las mujeres ya habían bañado el cadáver con el agua que les había llevado yo, y lo habían ungido con aceite y le habían puesto monedas en los ojos. Hermógenes cayó de rodillas, lloró y se arrojó arena sobre la cabeza.
Otros asentamientos menores también habían sufrido ataques. De vuelta a Atenas, los mercenarios habían perdido la disciplina (si es que la habían tenido en algún momento) y habían matado y violado todo lo que les había venido a las manos. Así pues, yo no era el único que estaba de luto.
Pero Teucro me llevó aparte.
—¿Estás ciego de ira? —me preguntó.
Yo negué con la cabeza.
—Euforia vive, y el niño que espera también —dije—. Hoy tengo la cabeza en su sitio.
Teucro me llevó hasta el exterior del viejo muro de la casa.
—Este hombre venía con ellos —me dijo—. Lo he tomado vivo. Ahora es mi esclavo.
Muy justo. Un mercenario no era de nadie, no es ciudadano de ninguna parte. Caer prisionero equivalía a caer en la esclavitud. Yo había jugado con aquellas reglas y conocía el juego.
—No lo mataré —dije.
El hombre me miró a los ojos un momento mientras me acercaba a él. Después, bajó la vista.
—¿Luchaste a favor de mi primo Simón? —le pregunté.
—¿De Simón? —dijo el hombre, y escupió—. Nos pagaba Cleito. Simón, ese cabrón incompetente, se apuntó de balde.
¿Creéis que debería haber medido sus palabras, amigos? Pero ¿por qué? Era esclavo nuestro, y sabía lo que tenía que hacer si quería vivir. No queríamos amenazas. Yo tampoco habría hecho otra cosa si me hubiera encontrado en su pellejo.
Asentí con la cabeza, y miré a Teucro.
—Pregúntale por qué vinieron —me apuntó Teucro.
—Bien, como quieras. ¿Por qué vinisteis? —le pregunté.
—Porque nos pagaron para matarte, macho —dijo el hombre, encogiéndose de hombros—. No es nada personal.
Teucro le dio una patada tan fuerte que el hombre cayó al suelo.
—«Señor»; a Arímnestos se le llama «señor».
El hombre se levantó.
—Nos pagaron para matarte, señor —consiguió decir—. Podrías habérmelo dicho sin más.
—¿Me lo vendes? —pregunté a Teucro.
—¿Lo matarás? —me preguntó él.
Me encogí de hombros.
—Quizá.
—Entonces, sería mejor que me compraras un buen trabajador. Éste será un jodido holgazán —dijo Teucro, y puso en mi mano la soga con que estaba atado el hombre—. Es todo tuyo. Ahora, pregúntale cuál fue la señal que les hizo ponerse en marcha.
Miré al cautivo. Estaba en cuclillas entre el polvo, pero en sus ojos había todavía un brillo… de orgullo, o de resentimiento, o de simple terquedad. Aquello me hizo apreciarlo un poco. Estaba vencido, pero no derrotado.
Asintió con la cabeza.
—Nos dijeron que esperásemos hasta que viésemos incendios en Calcis —dijo—. Llegó un corredor ayer por la mañana.
—¿Te das cuenta? —dijo Teucro, asintiendo.
Me daba cuenta. Si se alzaba humo sobre Calcis, era que los persas ya debían de estar en Eubea.
Si los persas estaban en Eubea, entonces el ataque a la Ática estaba próximo; faltarían dos o tres semanas, como mucho.
Si los persas estaban a punto de atacar la Ática, Atenas quedaría paralizada, y Simón podría atacar Platea a salvo.
Secretos dentro de secretos, como las cajas que se guardan dentro de otras cajas, cada vez más pequeñas, hasta que después de abrir siete u ocho te encuentras una nuececita o una campanilla de plata. Alguien había tramado aquello con mucho cuidado, tal como había sospechado yo.
—¿Quieres ser libre? —le pregunté.
—Ya lo creo —dijo.
—Hum. Ya veremos. Ese cadáver es el de mi madre. Ése es un hombre que me salvó la vida en combate. Aquél es el mejor amigo de mi padre. ¿Ves a esas mujeres? Son mis esclavas.
Lo miré, y palideció.
—Yo… —balbució.
—Haz lo que te manden —le dije—. Sé que eres hoplita. Probablemente eres también caballero en alguna parte —miré a mi alrededor—. Ahora mismo eres esclavo, y, si la jodes, alguien te matará. Ahora, quiero la verdad. ¿Violaste?
Sacudió la cabeza.
—No —dijo. Y, como he dicho, saltaba a la vista que había sido caballero. Le creí.
—Bien. Pues ve y empieza a ayudar.
Envié a Estiges y a uno de mis mozos de la fragua a que fueran corriendo a llamar a Mirón y a pedirle que mandara de mi parte movilizar a toda la falange.
Mirón llegó en una mula, y no había mandado la movilización.
—¿Por qué? —me preguntó antes de haber terminado de echar pie a tierra—. Has matado a tebanos en su propia tierra. Ahora sí que nos espera una buena.
Sacudí la cabeza.
—Hay que plantar cara, arconte. No creo que hayamos hecho mal; pregúntaselo a cualquier hombre de los que tienen a su mujer degollada. Ésa que está allí es mi madre.
—Jodidos tebanos —dijo, y escupió—. Muy bien. ¿Qué propones, polemarca?
Yo tenía la ventaja de que todos los epilektoi estaban reunidos, de manera que mis oficiales (mis verdaderos oficiales, esto es) estaban allí para asesorarme.
Habíamos tenido dos horas para trazar un plan, y lo habíamos pulido mientras esperábamos a Mirón y retirábamos los escombros de la casa. Cien hombres, aunque sean cien hombres cansados, pueden hacer mucho en poco tiempo. Mi granero quemado ya no era más que una mancha oscura en el suelo, y mi casa en ruinas era un montón de piedras ennegrecidas por el fuego, fuera del muro de la casa. Las vigas quemadas estaban amontonadas, y se habían construido tres piras en la cumbre de la colina con los restos de madera de todas las fincas circundantes. Todo aquello se había hecho en unas pocas horas.
Yo ya estaba mucho más tranquilo por entonces. Había tenido tiempo de respirar, y nadie me permitía hacer ningún trabajo, como tampoco trabajaba Idomeneo, que ya era señor y sacerdote. Lo mismo era Alceo, y los tres observábamos cómo levantaban piedras los demás hombres mientras debatíamos la campaña.
Y cuando Mirón nos preguntó, ya estábamos dispuestos.
—¿Cómo van las torres? —pregunté yo.
—La torre del oeste está terminada, y la del este estará completa mañana o pasado, si sigue soplando viento seco. Estarán terminadas antes de que Tebas pueda ponerse en marcha —dijo, encogiéndose de hombros.
Aquello confirmaba nuestras esperanzas.
—Entonces, he aquí nuestro plan —dije—. En primer lugar, liberamos a todos los esclavos que construyeron las torres.
—¡Por Zeus Soter! —exclamó el arconte—. Me cuesta los beneficios de todo el año.
Yo asentí con la cabeza.
—No solo a ti, señor. Pero, escucha. Ayer perdimos diez hombres; en el mes entrante perderemos diez veces diez, y eso si vencemos. Necesitamos a esos hombres como ciudadanos. ¿De acuerdo?
Hizo un gesto de duda.
—Más adelante, quizá…
Yo no estaba de acuerdo.
—Los necesitamos ahora mismo. Porque queremos ponerles las armaduras de los mercenarios muertos, ponerles a Lisio de oficial y dejarlos con otros cincuenta hombres escogidos para que custodien las murallas. La verdad es que no nos interesa que estén dentro de las murallas. Queremos que marchen hasta el vado y el campamento, mientras hombres de armamento ligero rondan por las cercanías. Si te atrevieras —añadí, mirando a un lado y a otro—, enviaría a Teucro para que fuera esta noche a quemar algunos graneros en Tebas.
Mirón sacudió la cabeza.
—Me estás hablando de agitar un avispero —dijo.
Idomeneo levantó una ceja larga y fruncida.
—¿No has hecho retirarse nunca a un toro en un prado plantándole cara, arconte? —le preguntó.
Mirón asintió con la cabeza despacio.
—Sí que lo he hecho. Lo que crees es que, mientras parezcamos duros, ellos retrocederán.
Alceo se rio.
—No tanto, señor. La verdad es que ellos tienen doce mil hoplitas, y nosotros no. Pero una exhibición de agresividad, sobre todo después de la tunda que dimos a esos mercenarios, podría retrasarlos una semana o dos —se encogió de hombros—. Lisio siempre estará a tiempo de retraerse dentro de las murallas, más tarde, cuando vea acercarse la nube de polvo.
Mirón esbozó una sonrisa amarga.
—Todos estos planes dan a entender que tú no estarás aquí con la falange.
—Así es —dije—. Según los prisioneros que hemos tomado, Eubea estaba incendiada ayer. Calcis se está entregando a los persas. Cuando nos pongamos en marcha, Eubea ya habrá caído.
Alceo asintió con la cabeza.
—Y Datis ya ha dejado atrás la mayor parte de la temporada de navegación —dijo—. Avanzará directamente hacia Atenas.
—¿Y Atenas caerá sin mi falange? —preguntó Mirón en voz baja.
Yo me reí.
—¿Mil hoplitas? —dije, haciendo una mueca—. Atenas puede reunir a doce mil, a quince mil quizá. No necesitan el peso de nuestras lanzas —yo sospechaba para mis adentros que sí necesitaban el peso de nuestras lanzas—. Pero en Atenas hay facciones, Mirón; unas facciones que no te puedes ni figurar. Si nos presentamos, para ser fieles a nuestros compromisos y sin que nos lo pidan, reforzaremos el partido de Milcíades. Muchísimo.
Nos miramos el uno al otro.
—Arconte, por favor —dije yo—. Si Atenas cae, o si se pasa a los medos, Platea estará condenada. Tebas se nos tragará como una gaviota se traga un caracol. Nuestra única esperanza de conservación es actuar a favor de Atenas, de manera agresiva.
Mirón tendió la vista desde nuestra cumbre. Todavía había hombres que llevaban leña seca para las piras funerarias, y más abajo, otros hombres, mis vecinos, rompían los escombros más grandes con herramientas de hierro.
—Cuando yo era mucho más joven —dijo al cabo de un rato—, en el patio de tu fragua, con tu padre y algunos hombres más, acordamos establecer una alianza con Atenas para proteger nuestra ciudad del yugo de Tebas —se volvió hacia mí y clavó los ojos en los míos—. Creo que aquel día quedó tomada la decisión de lo que debemos hacer hoy. He hecho mal en retrasar la movilización de la falange. Me encargaré de ello; y tú llevarás a mis ciudadanos al otro lado de la montaña y harás lo que puedas. —Se irguió muy recto, como si se le hubieran caído diez años de encima—. Que Zeus, y Ares, y Atenea de ojos grises, estén contigo; pues si pierdes la falange, aunque sea en una victoria, nuestra ciudad caerá.
Cuando Alceo llegó de nuevo a su mula, me miró.
—Platea tiene suerte de contar con tantos grandes hombres en una ciudad tan pequeña. Ojalá hubiera tenido otros tales Mileto.
—Todavía podemos fracasar —dije yo.
—Sí —dijo, encogiéndose de hombros—. Pero por nosotros no habrá quedado.
—Vamos a matar a unos cuantos medos —dijo Idomeneo, y sonrió.
Aquella tarde incineramos a mater, a Bion y a Cleón en la cumbre de la colina, con vino, con sacrificios y con una sacerdotisa de Hera venida del templo. Y cuando fueron cenizas, y las llamas eran grandes columnas de humo no muy distintas de las que habían dejado tras de sí los asaltantes, la sacerdotisa vino a hablar conmigo y me propuso que costease una estatua de mater para ponerla en el templo.
—Fue una gran mujer —dijo la sacerdotisa, que era una matrona con cabellos grises como el hierro en las sienes y dotada de gran dignidad—. Las mujeres jóvenes necesitan ejemplos que les enseñen a vivir… y a morir.
Estuve a punto de escupirle.
—Se emborrachó todos los días de su vida desde que se casó —dije.
La sacerdotisa dio un paso atrás.
—¡No hables mal de los muertos! —me ordenó—. ¿Es que vas a hablar de ella de esta manera, y no como de la heroína que murió defendiendo tu casa?
Le di el dinero. Ahora hay una estatua nueva que no se parece a ella; los persas rompieron la que había hecho un escultor local y la redujeron a grava con mazos. Pero en el nuevo templo de Platea se honra a mater como avatar de Hera. Entendedlo como queráis.
Mientras yo hacía las honras fúnebres, se iba movilizando la falange.
Puede que mil hombres no parezcan muchos; pero cada hombre necesita un asno o una mula y un esclavo para que le lleve el equipo, para que le cocine y para que lo mantenga preparado para el combate. Y un millar de mulas con dos millares de hombres es una columna muy larga para trasladarla a lo largo de caminos de montaña. Los hombres necesitan tiempo para dejar arregladas las cosas en sus casas, y tiempo para reunir comida suficiente para treinta días, y tiempo para que el esclavo dé un beso a su propia esposa. Tiempo para asegurarte de que llevas el manto de repuesto además del manto de guerra; tiempo para asegurarte de que te han puesto en el equipaje algunas salchichas con ajo y algunas cebollas frescas del huerto.
Yo ya había preparado mi equipo. Mi mula seguía atada a su estaca en terreno alto por encima de Eleutera, y mis amigos habían recogido mi equipo donde lo había dejado yo, a orillas del Asopo. Lisio vestía mi buena cota de malla persa, y llevaba en la cabeza mi viejo casco con cimera en forma de cuervo, para desconcertar a los tebanos; y no lo deshonró.
Euforia se multiplicaba, buscándome aceite con lavanda y recuperando (como de milagro) del sótano hundido de la casa el pesado bastón de camino de mi padre, un poco chamuscado pero todavía fuerte como el hierro. Y cuando vio que ya tenía todo lo necesario, me cogió de la mano y me llevó a nuestro manantial de la parte alta, junto a la viña, y se bañó conmigo en la poza profunda que está junto al manantial. En la colina había hombres por todas partes, pero no se acercó ninguno, y el olivar nos ocultaba. Cuando te bañas en una poza de piedra abierta no hay pudor, y sin que nos importara el embarazo, hicimos el amor. Y después volvimos a lavarnos, y ella se puso la túnica que había guardado mater, una hermosa prenda de rojo púrpura con bordados de oro. Y yo le ayudé a recogerse el pelo en una red de lino.
En la puerta, donde había caído mater, Euforia vertió las libaciones sobre mi escudo y lo secó con una toalla nueva de lino; e hizo después lo mismo con mi espada y mi lanza; y, por último, a pesar de que no era lo convencional, con mi casco.
Yo quería estrecharla en un abrazo, pero no lo hice. Éramos griegos, no bárbaros. Nuestras mujeres nos envían a la guerra con los ojos secos, y nosotros nos marchamos como si fuésemos a trabajar al campo, y no a afrontar la muerte.
Cuando nos pusimos en marcha, todavía subía al cielo el humo de las piras funerarias. Mientras ascendíamos por las colinas, hacia el Citerón, se unió a nosotros el contingente principal, procedente del Ágora de la ciudad misma. A lo lejos, mientras subíamos, veíamos subir el humo sobre el territorio tebano, y seguíamos adelante entre sonrisas lobunas. Iban en cabeza los epilektoi que subían por la misma carretera por la que habían desfilado solo diez días antes, camino de la cacería de final del verano.
Ya no eran muchachos. Cuando se arrojaron contra los mercenarios, habían sufrido bajas; diez muertos allí mismo, y otra docena que habían muerto más tarde de sus heridas. En una comunidad pequeña como la nuestra, la pérdida de veinte jóvenes era como una puñalada en el vientre. Todo el mundo era amigo, amante, esposa, hermana o hermano de alguno de los muertos.
Pero habían matado, y habían vencido, y aquello era lo que más los había hecho cambiar. Cuando ascendíamos por los senderos hacia la tumba del héroe, todos los hombres de mi primera fila sabían que eran dignos de la sangre de sus padres. Sabían que habían sido probados a fuego y que, como el bronce, se habían endurecido con los golpes.
Podría ponerme a exponer la teoría de que los mercenarios nos habían hecho un favor con atacarnos; pero no serían más que estupideces. No existen «guerras buenas».
Nos detuvimos en el santuario, como llevan haciendo los plateos desde tiempos de la guerra de Troya, y vertimos libaciones. Algunos hombres me gritaron que sacrificara en la tumba a mi nuevo esclavo. Se llamaba Gelón y era un griego de Sicilia. Él les oyó pedir su sangre y se quedó allí plantado, mirándome, con mi escudo al hombro.
Yo miré a Idomeneo. En realidad, la cuestión dependía de él. Negó con la cabeza.
—No —dijo—. Ya hemos vertido bastante sangre, y el héroe no pide más.
Sacrificó un carnero que habíamos traído con ese fin, le inspeccionó las entrañas y sacudió la cabeza.
—Esto no va a ser bueno —dijo.
Escupí.
—Eso ya lo sabía yo sin que me lo dijeran las entrañas —dije.
Dormimos envueltos en nuestros mantos, y a la mañana siguiente, cuando Teucro y sus hombres de armamento ligero se hubieron reunido con nosotros tras su incursión en Tebas, nos pusimos en camino de nuevo por las montañas.