14

Acordamos la boda para finales del invierno, y me volví a caballo con mis compañeros a través de las montañas. Celebramos la fiesta de Artemisa en Platea, y ellos regresaron después a sus casas.

Una de las muestras más tristes de la condición humana, cariño, es que con la guerra y la muerte se puede contar largos relatos, pero un invierno de felicidad y satisfacción se puede resumir en un suspiro. Teníamos llenos los graneros, teníamos llenos los establos, y pasamos todo el invierno cazando en el Citerón, bailando la pírrica y debatiendo estrategias contra Persia. Las mujeres hacían comentarios mientras tejían en sus telares. Almacenamos alimentos, trabajamos el cuero. Mi fragua rugía todos los días, y yo hacía cascos; unos pocos buenos, y más del estilo moderno de capacetes de cara abierta, los que llaman ahora «beocios». Nosotros los llamábamos «gorras de perro». Aquel invierno habría sido perfecto, y habría pasado sin nada que recordar, si no hubiera sido por Cleón.

Yo me pasaba el tiempo libre aprendiendo a grabar. Tireo entendía un poco de aquello, y tenía un juego de buriles entre las herramientas que había traído de cuando era hojalatero. Yo compré más herramientas de buen acero de Corinto.

Pero pocas semanas antes de la fecha en que yo tenía que volverme a la Ática, me encontré a Cleón, que dormía borracho, tendido bajo la lluvia helada. Al principio lo tomé por muerto. Me lo llevé a casa, lo limpié y le hice serenarse, y él se echó a llorar.

Al día siguiente volvió a emborracharse. Esperé a que se le pasara.

Tireo estaba en el taller.

—Pierdes el tiempo —dijo—. Es un borracho. Déjalo marchar.

—Me salvó la vida una vez —dije, y volví a seguir intentando trazar marcas con precisión sobre el bronce liso.

Por entonces yo ya era mejor grabador que Tireo, y empecé a adornar todo lo que hacía con orlas de hojas de acanto, hojas de olivo, laureles, olas, lo que se me ocurría. Pensaba preparar un buen juego de mesa para mi nueva esposa.

En vez de ello, tenía que dedicarme a serenar a Cleón. Perdí por él un día de arar, pues tuve que encomendar a otros hombres el trabajo de labrar la tierra fría y húmeda para poder quedarme en casa sentado a su lado. Pero cuando aquello se repitió un día más, y después de pedir las debidas disculpas a Hermógenes, a Tireo y a Estiges, que en la práctica vivían conmigo, envié todo el vino a mi almacén de la ciudad. Todo. En la colina no nos quedó para beber nada más que agua.

Pero Cleón seguía arreglándoselas para encontrar vino. Al día siguiente volvió a estar borracho, borracho y desesperado por el arrepentimiento, hasta el punto de que me seguía por toda la finca suplicándome que le perdonara y que lo matara. Lamento decir que le di un puñetazo y lo dejé allí donde cayó.

El quinto día que estuvo en mi casa intentó suicidarse con una de mis espadas. Encajó la espada entre las grietas de las tablas de un suelo; pero estaba borracho y lo hizo mal, de manera que cuando se arrojó sobre la espada, su peso la desvió casi por completo. Se abrió las carnes por encima de las costillas, y todos los esclavos tuvieron que ayudar a trasladarlo y a limpiarlo.

Aquella noche, mater bajó al piso inferior. Vino al andrón, donde yo estaba sentado junto a él. Yo no tenía ningún pensamiento en la cabeza; me limitaba a salvar las apariencias de la amistad, porque en solo cinco días había terminado por odiarlo a él y su debilidad.

Pero mater bajó y se sentó a su lado.

—Déjamelo a mí —dijo.

Yo lo hice así.

No tengo idea de lo que le dijo… de borracha a borracho.

Pero a la semana siguiente, pocos días antes de mi partida para la Ática, Cleón salió a la fragua, sereno y vestido con un quitón limpio. Pasó un rato sentado junto a la lumbre, observándome. Yo intentaba grabar un dibujo de animales; quería poner mi ciervo en el cuenco que estaba terminando, y lo había hecho tan mal, que estaba puliendo las líneas, disgustado, para volver a borrarlas.

—¿Me permites que te enseñe a dibujar un ciervo? —me preguntó Cleón. Estaba tan amedrentado que a ti te habría partido el corazón, cariño.

Yo, por mi parte, no lo traté con gran ternura.

—Prueba —le dije—. Adelante.

No sé qué esperaba yo; los borrachos aseguran ser capaces de todo tipo de cosas, y yo todavía no sabía si le había dado al odre aquel día o no, aunque parecía estar bastante pálido.

Llevó el metal a la ventana de piel sin curtir para tener más luz, y tomó mi cera negra y se puso a dibujar.

A las tres líneas yo ya veía el ciervo. Antes de haber empezado con la cornamenta, lo borró todo del bronce y empezó de nuevo, pero esta vez con mano más firme, y las líneas salían como si las estuviera copiando de algo que veía… y quizá pudiera verlo dentro de su cabeza.

Me quedé encantado. Estaba encantado de muchas maneras distintas; como artesano, como amigo, como hombre que intentaba sacar del Hades a un borracho.

Y cuando empuñé el buril, él me lo arrebató.

—Me dedico sobre todo a la arcilla, pero sé grabar el metal —dijo.

—Yo también —dije, mostrándole una de mis orlas.

Él frunció el ceño.

—Estás arañando el metal —dijo—. Tienes que grabarlo.

Tomó el más pesado de mis buriles y empezó a empujarlo por la superficie de mi cuenco.

—Así. Con golpes cuidadosos. Más profundos donde quieras que la línea sea más gruesa.

Al principio, movía las manos despacio y con inseguridad y dejaba leves errores en las líneas; aunque eran más profundas y estaban mejor grabadas que las mías, resultaban vacilantes. Pero después bebió algo de leche templada y se le afirmó el pulso, y antes de que hubiera terminado la tarde Tireo ya le había dado una palmada en la espalda, y los tres pulimos juntos el cuenco terminado y lo pusimos al brillo del fuego para admirar nuestra obra común.

—¿Serás capaz de mantenerte sereno? —le pregunté.

Me miró.

—Lo dudo —dijo—. ¿Cuánto más trabajo de grabado tienes para mí?

Tireo se rio. Pero yo sabía que decía la verdad.

Recuerdo el viaje a caballo a través de las montañas. Ya habíamos empezado la primera labor de arado, y, como dice Hesíodo, «el que no tiene huesos se mordisquea el pie».

Era esa época fea en que los días se van haciendo más largos pero con la única consecuencia de que llueve más, pero no brota nada de la tierra, y los hombres piensan que el invierno puede no terminar nunca. En la montaña había nieve por todas partes; pero nuestros caballos hicieron el viaje en poco tiempo y descendimos a las llanuras de la Ática sin haber perdido un solo dedo del pie por congelación.

El primero que llegó fue Arístides, acompañado de Yocasta, que ejerció de aliada inesperada en este asunto del matrimonio y se hizo amiga de Pen al momento. Milcíades acudió con su mujer, una princesa tracia insustancial que yo ya conocía bien de otras ocasiones. Hasta los alcmeónidas habían enviado un representante, Quineas, anciano, miembro del Areópago y hombre poderoso. Era digno y de modales agradables. Fue una boda muy concurrida, y el pequeño templo de Afrodita donde nos unimos estaba abarrotado de invitados hasta la hilera exterior de columnas.

Recuerdo poca cosa de la ceremonia, aparte de mi propio sentimiento de importancia, del que ahora me río al recordarlo. Me encantaba que hubieran asistido tantos hombres célebres; pero también tuve el sentido de la camaradería suficiente para alegrarme igualmente de ver a Paramanos, a Agios y a Harpago, cuyo barco estaba en El Pireo, cargado, y que habían retrasado la partida para asistir a la boda y besar a mi novia. Los acompañaban una docena de remeros y de infantes de marina que habían tenido los medios suficientes para hacer el viaje a las colinas más allá de Maratón para ver cómo me casaba.

Euforia estaba tan hermosa el día de su boda que, la verdad, yo apenas estaba para pensar en otra cosa. Recuerdo la expresión de sus ojos cuando le levanté el velo, y recuerdo cómo apoyó su cadera contra la mía en el carro cuando íbamos de la casa de su padre a la casa que habíamos tomado prestada para que hiciera el papel de mía. Sus mujeres la bañaron (he de deciros que el invierno es mala época para las bodas), y los hombres cantaban canciones sobre el tamaño de mi miembro y sobre la profundidad del coño de ella… ay, te sonrojas, querida. ¿Es que no has oído nunca canciones nupciales?

Y cuando la desvestí, ella me devoró. ¿Quién hubiera adivinado que, detrás de su humor, de sus dedos ágiles y de su cabeza igualmente ágil acechaba una mujer de carne y hueso? Hicimos el amor… bueno, toda la noche. Su cuerpo era como un banquete, y lo único que podía hacer yo era comer.

Pero me reservaré el resto de esos recuerdos. Me limitaré a jactarme, como hacen otros novios que he conocido, de que le di calor, y ella deseó mi calor con una frecuencia que habría bastado para sonrojar a mi hermana. Como a ti, muchacha que te sonrojas, aunque no tanto ni tantas veces. ¡Mirad, amigos! ¡Ya está otra vez! ¡Con su calor se podría caldear una habitación entera!

Volvimos a caballo a Beocia por los pasos de montaña y emprendimos nuestras nuevas vidas.

Y de lo demás no recuerdo gran cosa. Solo que éramos felices y teníamos salud y amor.

Aquello no duró. Las cosas dignas de tenerse nunca duran. Pero fue la época más feliz de mi juventud.