13

Aquello tenía que pasar. Puede que yo hubiera sido tan tonto como para imaginar que Darío se olvidaría de Atenas, o que no tenía los brazos tan largos como para castigar al único estado griego que tenía el poderío suficiente para desafiarle; pero me equivocaba. Darío no se olvidó nunca de Atenas, y mientras los muertos de Lade se pudrían en el fondo del mar y mientras las olas llevaban a la orilla las tablas de los barcos destrozados para que sirvieran de leña, mientras pasaba un año y el siguiente, y Artafernes se esforzaba por sanar las heridas que había provocado Datis y regresar a su satrapía para gozar de paz y prosperidad, mientras tanto, Datis, siempre ansioso de poder y de las felicitaciones de su tío, reunía barcos y soldados para emprender una nueva expedición. Su propósito era hacer a Atenas lo que a él le parecía que había hecho Atenas a Sardes: saquear su Acrópolis e incendiar sus templos.

Por el motivo que fuera, Datis se jactaba de sus intenciones. Así pues, cuando los barcos pasaban por los puertos de Éfeso y de Tiro y por el muelle ennegrecido donde los hombres reconstruían Mileto, veían los indicios de que se estaba reuniendo una flota poderosa, y oían decir que un regimiento de sakas, los arqueros pesados, revestidos de bronce, procedentes de las estepas de la Cólquida, así como dos regimientos de medos, hacían el largo viaje desde Persépolis para apoyar a los lidios y a los carios del ejército de Datis.

Haré aquí una digresión para decir que siempre he creído que Datis tenía pensado apoderarse de Sardes para él mismo, para derrocar después a Darío de su trono y hacerse Rey de Reyes. Las cosas siempre han funcionado así entre los persas: la guerra entre los fuertes deja más fuerte todavía al vencedor. Bien pensado, tampoco se distingue tanto de cómo funcionan las cosas entre los griegos. Yo diría que se parece mucho a la competencia por ser el hombre fuerte de Atenas.

Milcíades me contó lo de los sakas y los medos cuando estaba echado a mi lado, comiendo higos.

—Esta noticia me la trajo Paramanos —me dijo—, de un mensajero que vino cruzando los pasos montañosos, enviado por nuestro amigo el judío de Sardes.

Reconozco que aun estando donde estaba, a salvo en la Ática, lejos de Sardes, sentí un escalofrío de miedo.

—¿De modo que Datis viene de verdad? —pregunté. Y pensé en Artafernes… y en Briseida.

Como si mis pensamientos se pudieran traducir a la realidad concreta, Milcíades me puso en la mano un pequeño tubo de marfil.

—Otro amigo me envió esto —dijo—. Datis viene de verdad.

Abrí el tubo y extraje un rollo, y el corazón me palpitó con fuerza en el pecho. Por primera vez desde hacía días me olvidé de Euforia, de su padre, de mi finca y de mi fragua. Tenía en la mano un pedazo de papel escrito con la letra de Briseida.

Datis se hace a la mar después de la gran fiesta de Artemisa. 660 barcos, 12.000 hombres.

Di a Doru que estoy viva y mi hermano también.

Dile que nuestro Heráclito se quitó la vida después de Lade.

Me faltaba el aliento.

—Yo también había dado por muerto a su hermano —dijo Milcíades—. Ahora manda barcos en la flota del Gran Rey. Se está convirtiendo en un gran hombre entre los griegos que están al servicio de Persia.

Apenas pensé en él.

—Heráclito ha muerto —dije, y lloré.

Pero dentro de mí me alegraba, porque Briseida no había muerto y me había escrito.

—Así es —dijo Milcíades.

Se recostó, bebió vino del cáliz que circulaba y arrojó los posos hacia el fondo de la sala, donde resonaron contra el borde de una de mis urnas de bronce para agua. No le importaba gran cosa Heráclito, ni la filosofía de ninguna clase.

—Si vienen, ¿puede contar Atenas con Platea? —me preguntó con prudencia.

De pronto empecé a ver con más claridad por qué se había sumado a mi partida de caza. Pero al menos había esperado dos días para preguntármelo.

Se hizo el silencio entre los que estaban a mi alrededor en la fiesta, y vi que Arístides, que estaba tendido con Sófanes, se inclinaba hacia mí para escuchar mejor.

Yo solté una risa forzada.

—A diferencia de Atenas, Platea es una democracia —dije—. Tendríamos que someter a voto si nos ponemos a vuestro lado o no contra los medos. —Después, viendo las caras que ponían, sacudí la cabeza—. Sabéis que estaremos a vuestro lado. Si existe Platea, es porque Atenas está dispuesta a hacer la guerra a Tebas. No somos unos ingratos.

Arístides se bajó de su diván y me dio una palmada en el hombro.

—Ya te dije que era hombre de honor —dijo.

Puede que no fuera el cumplido más oportuno que se le podía haber ocurrido.

Milcíades parecía serio.

—Esto no será una cuestión de honor —dijo—. Será una cuestión de supervivencia —me miró con seriedad—. Olvídate de Briseida, muchacho. No es para ti. Cásate con esta chica, ten hijos fuertes y ayúdame a salvar a Grecia. Ése es tu destino.

Lo odié por un momento. Después vi a Euforia, que estaba ante su telar. Estaba charlando con Licón, pero me envió una sonrisa.

Hablándoos de política, corro el peligro de olvidarme de Euforia, lo cual sería una injusticia con ella. Ornó algunas cenas con su presencia, y nos tocaba la cítara, y Pen, Leda y ella nos cantaban. Todavía las recuerdo a las tres, con las cabezas juntas, cantando el peán de Apolo de una manera que me hechizaba, con sus voces agudas como las de las propias Musas, dicho sea sin ánimo de hibris, y con un leve roce mutuo de las voces en el corazón de la música.

Y hubo una pequeña fiesta; creo que fue una fiesta popular local de los campesinos en honor de Pan, que es un dios campestre de tiempos antiguos, casi desconocido aquí. Creo que en tiempos normales la casa no se habría podido permitir hacer una fiesta; pero con tantos invitados importantes… y se presentaron más, ¡entre ellos el mismísimo Temístocles!

Temístocles me dio la mano y me abrazó.

—Bien hallado, plateo —dijo.

Estuve tentado de espetarle una respuesta cortante; pero la dignidad de mis mayores me contuvo una vez más. De manera que le devolví el abrazo, y nos reconciliamos.

Aleito reunió a su gente y nos llevó a todos de romería, llevando comida fría, al santuario de Pan que estaba en las colinas a quince estadios de distancia.

El festival no era muy importante, y no se habían visto en él nunca a tantos hombres ricos y famosos. Pero Milcíades se negó a consentir que los «hombres grandes» lo estropearan. Tenía un toque de oro para estas cosas. Se animó a bailar y a beber vino tinto nuevo y áspero con los pastores y con los agricultores, y Arístides y Temístocles no tuvieron más remedio que imitarle. Creo que aquello les sentó bien.

Sacrificamos a Pan un toro; era el sacrificio más rico que nadie recordaba que se hubiera hecho allí; y sumamos un centenar de voces a los himnos. Cuando oscureció, acopiamos leña para hacer una hoguera que creo que fue la más grande que había visto yo en mi vida; porque al cabo de una semana de agón, de competiciones varoniles, todos queríamos destacar de los demás hasta a la hora de recoger leña. Los agricultores y campesinos se reían al ver que Euforia, Penélope, Leda y otra docena de damas nobles les servían.

Cuando empezaron las danzas, quedó claro que sobre aquella colina las mujeres bailaban con los hombres, y Aleito lo permitió, de modo que nuestras doncellas y nuestras matronas se unieron al círculo de las mujeres y las vimos bailar, espectáculo raro en aquellos tiempos y más raro todavía en los nuestros. Recuerdo cómo hice girar a Euforia en el centro del círculo cuando me tocó a mí, y cómo me sonreía ella. Y cuando los hombres y las mujeres se perdieron entre la oscuridad, yo los envidié. Intenté besarla al borde de la lumbre, y ella se rio, se escabulló por debajo de mi brazo y desapareció. A los pocos momentos la vi con Pen y con Leda, y se reía. Pen me hizo una seña con la mano, y yo no pude darme por ofendido. Las hijas de los aristócratas no pierden la virginidad sobre la hierba fría.

Pero Briseida sí la habría perdido así.

Mientras yo estaba pensando en Euforia y en Briseida, en sus semejanzas y en sus diferencias, se acercó a mí Milcíades y me puso una mano en el hombro.

—Cásate con ella en seguida, antes de que se dé cuenta de lo viejo y lo feo que eres —me dijo.

Intenté sonreír, pero no pude. Euforia estaba hablando con Licón, que era, me temo, más joven y más guapo que yo. Pero cuando empezaba a calentárseme el corazón, Licón me señaló entre la lumbre; y cuando nuestras miradas se cruzaron, sonrió.

Le devolví la sonrisa. Es difícil tener celos de un muchacho que es tan franco que habla en tu favor. Y todavía creo que es lo que debía de estar haciendo en esos momentos.

—Cleito se ha exiliado —dijo Milcíades.

—Me parece bien —dije yo. Estaba pensando en otras cosas.

—No es bueno para ti, plateo. Juró en el templo de Atenea que tendría tu cabeza. Tengo testigos. Se ha exiliado voluntariamente para poder organizar con mayor libertad su venganza y mi caída. Está reclutando mercenarios por toda Grecia, hombres sin amo y guerreros errantes.

Me reí. El problema de Cleito podría resolverlo mucho más fácilmente que el de Euforia. La luz de la lumbre le jugaba en los cabellos dorados y se los volvía anaranjados; y ahora estaba bailando con Pen y con Leda una danza femenina en la que se movían las caderas y los hombros. Euforia bamboleaba las caderas de una manera que daba a entender que tenía fuego dentro, y tuve que apartar la vista. Mi mirada se cruzó con la de Milcíades.

Él sacudió la cabeza con gesto humorístico de incredulidad.

—Te ha dado fuerte, Doru.

Yo me encogí de hombros. Me pareció inútil negarlo, tanto más cuanto que mis ojos habían vuelto a clavarse en ella.

También Licón la miraba.

—Cleito quiere matarte —dijo Milcíades.

Yo volví a encogerme de hombros.

—Que lo intente, si quiere.

—Tu arrogancia raya con el hibris, muchacho —dijo Milcíades, y me pasó un brazo por el hombro—. Creo que uno de los motivos por los que siempre te he querido es porque me recuerdas tanto a mí mismo —comentó, con un cierto matiz de estarse riendo de sí mismo. Me ofreció una bota de vino resinado, y tomé un largo trago—. No va a presentarse ante ti para desafiarse a un combate de uno contra uno. Vendrá con cien hombres.

En aquellos momentos, viendo cómo Licón devoraba a Euforia con los ojos, y viendo cómo esta le devolvía tímidamente sus atenciones, yo habría combatido de buena gana contra cien hombres simplemente a modo de prueba deportiva de exhibición, como hacían a veces algunos hombres que libraban combates en los Juegos Olímpicos.

—¿A Platea? —pregunté, después de pensármelo—. ¿Cómo, desde Tebas?

—O por mar —respondió Milcíades—. Está a solo cuarenta estadios.

Asentí, más serio. Y mientras pensaba el modo de defenderme de aquel hijo de puta de Cleito, Euforia y las demás muchachas unieron los brazos y, con las manos en alto, empezaron a oscilar. Adelantaron al unísono las caderas como hacen las mujeres casadas en las danzas dionisiacas y se separaron por fin entre risitas; y después sus ojos se cruzaron con los míos desde el otro lado de la hoguera.

No desvió la mirada, y en aquellos momentos me sentí capaz de quedarme mirándola para siempre. Tenía suelto un mechón de sus cabellos de color dorado vivo, que le ondeaba con el aire de la hoguera, y su rostro era el rostro de una diosa. De una diosa de cabellos dorados.

Arístides y Sófanes se abrieron paso entre la multitud para sumarse a Milcíades y a mí.

—¡Vaya fiesta! —gritó Sófanes.

Creo que solo tenía veinte años por entonces, y ya había luchado bien en la campaña de Lade, como sabéis. Estaba recién casado y lleno de alegría de vivir.

—Ojalá estuviera aquí mi esposa —añadió—. Me la llevaría a la oscuridad como un sátiro.

—Y ella te diría que hacía demasiado frío para hacer el amor —dijo Milcíades.

—Mi esposa no diría tal cosa —dijo Sófanes—. Yo la caliento.

Arístides me puso una mano en el brazo y miró a Milcíades.

—¿Le has advertido? —preguntó.

—Sí —respondió el gran hombre—. Y se lo ha tomado a risa. El amor le ha nublado su fino sentido del peligro.

Arístides sacudió la cabeza.

—Si los medos vienen en la primavera, tus plateos y tú seréis muy importantes para nosotros —me dijo—. Esto es algo más que amistad. Ve con cuidado.

Euforia se había perdido de vista entre la oscuridad.

—Si Cleito viene a por mí en Platea, me haré un copa para vino con su cráneo —dije.

Arístides, que estaba bebiendo, se atragantó.

—Así me gusta, muchacho —dijo Milcíades.

Euforia no me hacía arder el corazón como Briseida; pero, de pronto, la tuve metida dentro de él. Así que, el ultimo día, fui a ver a su padre, le hice una reverencia y le pedí su mano.

Venían tras de mí Milcíades y Arístides, Alceo, Antígono, Filipo y Temístocles, además de otra docena de caballeros.

Los recorrió a todos con la mirada antes de mirarme a los ojos a mí.

—Supongo que, si te la niego, sería un suicidio político por mi parte —dijo. Y sonrió; y yo pensé que, a pesar de nuestros primeros roces, podríamos llegar a ser amigos—. Pero cuando la madre de la muchacha se estaba muriendo, yo juré a Artemisa que le dejaría elegir marido a ella misma. ¿La hago venir?

De pronto, me sentí nervioso… yo, que había despejado de enemigos la cubierta de un trirreme fenicio. El corazón me palpitaba como me suele palpitar antes de entrar en combate, y me daban ganas de marcharme de allí.

Euforia bajó al patio rodeada de las demás muchachas. Pen bajó los escalones a su lado, y Leda la seguía de cerca. Pero ya no jugaban ni soltaban risitas. Su porte era solemne, y Pen no me miraba a los ojos.

Me di cuenta de que lo que lo había echado todo a perder eran las manos sucias. Ella no quería a un herrero de baja cuna, que le mancharía los tejidos. Quería un hombre como Arístides, capaz de combatir en primera fila cuando hacía falta, pero que tenía las manos limpias el resto del tiempo.

Aquello se parecía bastante a una batalla perdida. Cuando comprendí lo mal que andaba mi pleito, recuperé la calma y tomé la determinación de llevar su negativa con elegancia, porque la apreciaba mucho.

Vino hasta mí con los ojos bajos, con los cabellos rubios amontonados sin orden sobre la cabeza y el cuello. El quitón sencillo de lana que llevaba debía de estar tejido con la lana de sus propias ovejas, y le marcaba la figura, el talle delgado, ligeramente redondeado, las caderas anchas y la espalda recta. Pocas mujeres tienen dignidad a los catorce años. Euforia la tenía. Llegó a mi lado, y solo entonces me di cuenta de que era mucho más baja que yo; le sacaba la cabeza o más. Aquella impresión de altura la daba con su porte y con su dignidad.

Esperé que echara una mirada a Licón, pero no lo hizo. Mantuvo los ojos clavados firmemente en el suelo, ante sus pies.

—Encantadora doncella —dije, y conseguí sonreír—. Me harías el más feliz de los hombres si consintieras en ser mi esposa. Pero yo vivo en la lejana Beocia —añadí, para suavizar el golpe—, en una finca, y trabajo el bronce para ganarme el pan; y si prefieres quedarte más cerca de tu hogar y de tu casa, lo entenderé mejor que nadie.

Entonces, ella levantó los ojos, que eran de color azul claro como el buen acero. Y sonrió con una especie de media sonrisa como si estuviera a punto de reírse… de sí misma.

—Supongo que mi telar estará tan cómodo en tu fragua como en cualquier casa de la Ática —dijo.

Pen sonreía.

No entendí; y, en mi confusión, me puse a pensar alguna respuesta noble o ingeniosa para disimular con ella mi desilusión. Mis amigos me han contado veinte veces que nunca había tenido tal aspecto de tonto en toda mi vida, y que lo único que dije fue:

—¿Eh?

Ella se rio con fuerza, una verdadera carcajada de las que suelen evitar las doncellas, hasta el punto de que movió el vientre y los pechos le oscilaron arriba y abajo entre las ligaduras de su quitón.

—¡Sí! —me dijo Pen, clavándome un dedo en el costado—. ¡Ha dicho que sí!

¿Que había dicho que sí?

Tardé mucho tiempo en entenderlo. Solo cuando hube asimilado su aceptación entendí lo importante que se había vuelto para mí que me dijera que sí. Por el capricho de una doncella, en el tiempo que tarda Zeus en arrojar un rayo sobre la tierra, mi vida había cambiado.