No tenía el pelo negro. Era rubia como el sol, y su cabellera era como una bandera que atraía la atención de los hombres. Los hombres se agolpaban alrededor de Euforia como los buitres en un campo de batalla, como los cuervos en un campo recién sembrado de cereal, como las gaviotas alrededor de una barca de pesca bien cargada; y puede que a ella le agradara merecer estas atenciones, pero aparentaba ser inmune a las flechas de Apolo, como lo son algunos hombres. Desde que supo andar la inundaban a regalos, y algunos hombres la llamaban Elena. Su padre era Aleito, cazador famoso, y su madre, Atlanta, había ganado todas las carreras pedestres femeninas de Grecia, y era ese personaje tan poco común, una mujer atleta. Euforia, a los catorce años, ya tenía cuerpo de mujer madura, con los pechos desarrollados y las caderas anchas… y tenía los cabellos de oro. ¿Lo había dicho ya?
Mi hermana me fue contando estos detalles, sentados ante la gran mesa campestre de la cocina principal de nuestra casa, al filo del invierno. La lumbre echaba humo, y el humo ascendía entre las vigas surcado por rayos de luz del sol que parecían los brazos de los dioses que se inclinan para tocar la tierra. Pero, con todo eso, el humo te hace toser igual.
Pen levantó la mano y pidió que le sirvieran más cerveza floja doblando un dedo. La vida de esposa de un aristócrata le sentaba bien. Su marido, Antígono, era un buen hombre. La adoraba, y a pesar de ello él y yo nos llevábamos bien, y varios amigos suyos que dormían en el andrón estaban dispuestos a acompañarnos hasta el otro lado de las montañas. Pen me dijo que me hacía falta contar con unos cuantos amigos aristócratas. Pero sólo de pensar con emparentarme por matrimonio con la aristocracia de Atenas se me revolvía el estómago; y la idea de casarme con una belleza célebre me quitaba el apetito.
—Tú eres un hombre famoso —me dijo mi hermana—. Debes casarte bien.
—Yo soy el broncista de Platea —dijo—. ¿Qué diría su padre si me presento con Tireo y con Hermógenes?
Pen me sacó la lengua.
—Si es tan bien educado como dice la gente, les dará la bienvenida, a ellos y a ti. Pero ¿por qué ibas a poner a prueba su paciencia? ¿Y por qué no tienes ningún amigo presentable? —dijo, elevando los ojos al cielo en gesto dirigido a la hermana de su marido, Leda, que sonrió con complicidad, y que hacía ojitos a todos los huéspedes masculinos sin distinción, a pesar de que estaba casada con un señorzuelo de Tebas.
—¿Milcíades? ¿Arístides? —propuse, riendo—. ¿Idomeneo, quizá? ¿Conoces a Cleón?
Mater hizo una de sus apariciones poco frecuentes. Se dejó caer en un taburete, junto a Leda, y soltó su risa seca.
—Idomeneo está muy bien educado para ser un lobo —dijo. Nos miró sucesivamente a todos—. Si te llevas a Idomeneo, asegúrate de que no mata a nadie. Penélope, la maternidad te sienta mejor que me sentó nunca a mí —nos dedicó una sonrisa inspirada en parte por el vino y en parte por el afecto—. Estoy encantada de ver que mis dos hijos volvéis a la clase que abandonó vuestro padre —se volvió hacia mí—. Cleón no es un lobo, es un perro callejero. Más te valdría abatirlo… si no, acabará mordiéndote la mano.
Me fui directamente a la fragua y me puse a martillar un bloque de bronce. Lo martillé hasta reducirlo a plancha; es un trabajo para un esclavo, pero a mí me permitía dar golpes muy fuertes a algo, una y otra vez, hasta que me calmé y mater hubo vuelto a sus habitaciones y estuvo borracha y callada.
Pero a la mañana siguiente volvió a la carga.
—¿Por qué no pides a Milcíades que se reúna contigo? —me preguntó—. Puede hacerte de mentor. Es hombre acomodado, y tiene bonitos modales, lo recuerdo bien.
—Ha matado a más hombres que Idomeneo —le espeté.
—¿Por qué tienes que comportarte como una bestia, amor mío? —me preguntó mater poniéndome la mano en la cara, de manera que olí su aliento vinoso.
Armándome de valor, no le di más respuesta que volverme a la fragua, donde me puse de nuevo a reducir a chapa un bloque de bronce.
Mis huéspedes aristócratas toleraban de un modo inesperado mi afición a la fragua. Idomeneo se los llevaba de caza, y el tercer día de su visita me fui con ellos y levantamos un jabalí detrás de Eleutera, bajo una lluvia fuerte. Allí estaba Antígono, y Alceo, el hombre más destacado de los antiguos milesios, así como Teucro, que tenía una finca contigua a la mía, comprada de unos terrenos baldíos que había estado reservando Epícteto para sus hijos. Estaba también Idomeneo, claro está, y Áyax, y Estigio. Mis huéspedes eran Licón, hombre muy joven de piel pálida como la de una muchacha y pestañas más largas de lo que parecía adecuado, y Filipo, huésped y amigo de Antígono, procedente de Tracia.
Filipo era un cazador excelente, y de hecho Penélope había contado con él porque su habilidad podría impresionar al futuro suegro. Licón tenía un valor temerario, ese valor que tienes que exhibir cuando pareces una niña bonita y tienes la voz aguda. Aprecié a Licón desde el primer momento; no había rehuido lavar nuestros cuencos de madera ante el fuego de campamento, y ahora, al encontrarse ante un jabalí, se limitó a bajar la punta de la lanza y a dirigirse hacia él.
Licón estaba entre el jabalí y yo. Estábamos en un bosque poco espeso, en las alturas del Citerón. El terreno era irregular y pedregoso; ascendía en fuerte pendiente detrás del jabalí, y estaba cubierto de un manto espeso de hojas de roble que amortiguaban los sonidos y hacía traicioneros los movimientos. Hacía el frío suficiente para dejarte entumecida la mano de la lanza, y llovía.
Los perros se quedaron tan sorprendidos como nosotros. Habíamos estado siguiendo el rastro de un ciervo, de un ciervo al que había herido Filipo y que todos queríamos llevarnos a casa. El jabalí no entraba en nuestros planes de caza, pero ahora el más joven de nosotros se encontraba ante él, y no era un jabalí pequeño.
El animal bajó la cabeza y atacó. Teucro se subió de un salto a un tocón del árbol y disparó (sin apuntar, sin detenerse a pensar), y su pesada flecha de guerra dio al jabalí en el costado y lo desvió. Se detuvo en seco, y Teucro volvió a dispararle, y después Licón intentó clavarle la punta de la lanza; pero, como era inexperto, no sabía que a los jabalíes no se les clava nunca la lanza en la cara. La punta dio en la jeta de la bestia, que está llena de músculo y de cerdas, y le rebotó en los colmillos, y el animal se coló por debajo de la punta de la lanza, le alcanzó las piernas y lo derribó.
Teucro metió al jabalí una tercera flecha mientras el animal intentaba herir a Licón con los colmillos.
Filipo y yo llegamos al mismo tiempo. El jabalí retrocedió un paso, y yo le metí mi lanza hasta lo hondo del pecho por debajo de la barbilla, una lanzada por bajo tan buena como la mejor que hubiera dado yo en una batalla; y Filipo, que los dioses lo bendigan, dio un salto y clavó la lanza en vertical entre las paletillas del animal. Entonces se clavó también una nueva flecha; yo estaba tan cerca, que vi saltar el polvo de la piel de la bestia cuando impactó la flecha, a pesar de la lluvia, y llegaron también Antígono e Idomeneo y añadieron el peso de sus lanzas, y el jabalí murió.
Licón estaba tendido en tierra, inmóvil, y durante unos largos momentos creí que se le había roto su espalda delgada.
Tenía la pierna derecha herida desde la rodilla hasta la ingle; era una herida larga, pero afortunadamente poco profunda, que le había pasado a un dedo de sus partes. Y cuando se había acurrucado para protegerse, la jeta del jabalí le había roto la nariz, y el colmillo le había surcado la cara.
Alzó la vista hacia mí. Su cara era una máscara de sangre y de lágrimas.
—Lo siento —dijo—. La he jodido.
Nos reímos. A partir de entonces, Licón fue un hombre. La cicatriz en la cara era un regalo de los dioses. Sin ella, ningún hombre lo habría tomado en serio. Y, más adelante…
Bueno, ya os lo contaré a su debido tiempo.
Licón era hijo de un hombre importante de Corinto, magistrado y armador, y Pen lo apreciaba mucho, como todos nosotros. De modo que, como griegos que éramos, votamos que esperaríamos a que se le curara la pierna antes de ponernos en camino. Aquello significaba mantener a tres huéspedes aristócratas durante tres semanas, con la carga que ello representaba para mi despensa y para mi personal.
Aunque yo intenté verlo desde ese punto de vista, desde el punto de vista del campesino, la verdad era que eran hombres excelentes y que yo lo pasaba bien. Salimos a cazar algunos días, e Idomeneo y Áyax vinieron y se quedaron (por primera vez, debo añadir), y en el andrón había vino y conversación todas las noches.
En la segunda semana apareció Cleón. Ya había estado antes en la casa, y a Hermógenes le caía bien. De modo que entró en el patio y Estiges le trajo vino.
De pronto, oí voces airadas ante mi fragua. Salí entre las cortinas de piel y me encontré con Cleón, que tenía la cara roja, y con Filipo, que sujetaba a mi cuñado.
—¿Qué haces? —le pregunté.
—¿Para eso me has hecho venir a Platea? —me preguntó a su vez Cleón—. ¿Para que sea tu criado?
Licón, a pesar de su herida, se adelantó de un salto.
—Antígono no pretendía ofenderte —dijo el muchacho—. ¿Cómo íbamos a saber que eres un hombre libre?
La verdad era que Cleón tenía el aspecto de haber dormido con perros. Tenía muy sucio el quitón de lana, con manchas de vino por delante y en los bordes. Llevaba las sandalias sobre los pies desnudos, y no tenía clámide ni himatión. Sí que parecía un esclavo.
Antígono lo había tratado como tal, y Cleón le había dado un puñetazo.
Antígono era un caballero. Pidió disculpas, y reconoció que había cometido hibris.
Pero a Cleón le temblaban los labios, y salió por la puerta de mi casa.
—He venido… —dijo; y escupió—. No importa. No volveré.
Se alejó a buen paso colina abajo. Lo llamé por su nombre al principio, pero después lo dejé marchar. Hay un límite a lo que puedes hacer por un hombre.
Mater estaba sorprendentemente sobria. Yo no soy corto de entendederas y sé por qué. Por una vez, Pen y yo estábamos viviendo como mater había querido, y ella se mantenía lo bastante sobria como para participar de aquella vida, aunque quizá hubiera sido más fiel a las tradiciones desagradables de los borrachos si hubiera conseguido estar borracha perdida para estropearnos aquellos días a todos. Lo más feo de todo esto es lo que tiene el borracho de autoaborrecimiento.
Pero no lo hizo así. Pen y ella cantaban con Leda, y las esclavas mejores se sumaban al canto, y trabajaba con el telar en el andrón mientras los hombres debatíamos.
Hablábamos principalmente de los persas. Antígono, Licón y Filipo se habían quedado impresionados al enterarse de que éramos veteranos de las guerras en el oriente.
Filipo consideraba al Gran Rey una fuerza benéfica, un gran aristócrata que convertiría al mundo en un lugar mejor; pero, por otra parte, le gustaba oír buenos relatos de aventuras en la guerra. La postura de Licón era la opuesta; su padre tenía barcos y no apreciaba a Persia.
Debatíamos si el Gran Rey vendría por Atenas, y cuándo. Idomeneo y yo insistíamos en que podríamos haber vencido en Lade, y Filipo mantenía que no era posible vencer al Gran Rey.
Bebíamos mucho vino. Pen se burlaba de nosotros desde su telar, y mater declaraba que ya iba siendo hora de que yo dejara de vagar por el mundo como Odiseo y me echara una esposa y unos cuantos hijos e hijas. Lo que yo no sabía era que mater había enviado un mensajero al otro lado de las montañas, a Atenas.
Mientras Licón se estuvo recuperando, no podía cazar, y se quedaba en la finca cojeando de un lado a otro, preguntando cientos de cosas; y una tarde que regresé, frío hasta los huesos, con un ciervo en la grupa de mi caballo, me llegó la risa de Filipo flotando cuesta arriba, desde la encrucijada donde estaba bebiendo con Peneleo.
Tin, tin.
Tin, tin.
Entré en la fragua, esperando encontrarme a Tireo, y allí estaba, en efecto. Estaba enseñando a Licón a hacer una taza.
Me eché a reír.
—No estoy seguro de qué le parecería esto a tu padre.
Él se rio también.
—Pater teme que me acueste con hombres mayores —dijo—. No pondría ninguna objeción a un poco de trabajo.
El tiempo que pasó Licón en mi taller impuso a mi labor de herrería el sello de la aprobación aristocrática. Cuando Licón estuvo preparado para hacer el viaje atravesando la montaña, yo ya había enseñado a todos ellos cómo empezar a construir un casco, y tenía hecho en basto el casco corintio de capacete hondo de mi cuñado, de modo que el capacete se alzaba sobre las carrilleras y empezaba a apreciarse la elegancia de la forma.
En todo caso, nos habíamos convertido en grandes amigos cuando emprendimos el camino a caballo, monte arriba, pasando por el santuario. Íbamos por parejas: Antígono con Pen, Idomeneo con Licón, Teucro con Filipo, Alceo conmigo, seguidos de un séquito numeroso de esclavos con asnos que llevaban cestas de provisiones y algunos regalos. Hacía frío, y el aliento nos ascendía al cielo junto con el de los animales como si llevásemos dentro hogueras encendidas.
Al segundo día cayó una nevada y optamos por pasar una noche más en el santuario. Las dos mujeres que vivían allí me preguntaron por Apolonasia, y cuando les dije que era libre y que tenía una dote de cuarenta dracmas, se rieron y se ofrecieron a venirse conmigo por la montaña. Yo no les dije el precio que había tenido que pagar la pobre muchacha por su dote. No suelo jactarme de mis fracasos. Pero aquel sí que me sirvió para acordarme en mis momentos de soberbia de lo que es un fracaso.
Dejé allí a los demás, subí a caballo a la cumbre a pesar de la nieve e hice ahí un sacrificio, rodeado de una extensión blanca inacabable, y con vista despejada de toda la tierra que se descubría desde allí; hasta el mar hacia el sur y toda Beocia hacia el norte, hasta tal punto que veía el humo de los hogares de Tebas como una mancha lejana sobre la pista de baile de Ares.
Y todo lo que veía en los bordes del mundo era guerra.
Y después bajamos a caballo hasta la Ática.
Aleito tenía una torre. Era un edificio hermoso, de piedras talladas con primor a la manera de Lesbos, y me gustó en cuanto la vi, aunque las habitaciones olían constantemente a humo. Yo tenía dinero y pensé que podía construirme yo también una torre. En nuestra casa había habido en tiempos una pequeña. Pero la que tenía el padre de Euforia era otra cosa muy distinta. Era elegante y fuerte.
Nos recibió en su patio, y también me gustó, aunque él a su vez no estaba muy seguro de mí. No era hombre grande, pero era musculoso, de cabellos grises pero con bastante vitalidad todavía en la cara, y estaba rodeado de perros, unos sabuesos grandes para la caza del jabalí que no tenemos en Beocia. Los perros ladraban sin cesar al ver a tantos desconocidos.
La niña-mujer rubia que salió corriendo al patio y dio un largo abrazo a Leda debía de ser mi futura esposa, y advertí que se me había pegado la lengua al paladar.
Era hermosa del mismo modo que lo era Briseida. La miré, y me di cuenta de que Pen se estaba riendo de mí.
Su padre me dio unas palmadas en el hombro.
—Les pasa a todos sus pretendientes —dijo—. No pases demasiado tiempo con ella… te sorberá el seso y te dejará convertido en un idiota babeante. Lo he visto pasar más de una vez.
Se rio como se ríe un hombre fuerte cuando se siente herido.
La joven en cuestión me echó una mirada, sonrió y volvió a atender a su amiga. Mi propia vanidad quedó por los suelos.
No obstante, para eso tenemos las reglas de la hospitalidad y las costumbres: para pasar el rato cuando tenemos velado el cerebro por el sexo. Conseguí bajarme de mi caballo y presentar a mis amigos y a mi hermana; y al poco rato nos encontramos en su salón y mis esclavos exponían una selección de mis regalos.
Una de las muchas cosas que había sacado en limpio de una vida dedicada a la piratería era que disponía de algunos objetos hermosos para regalarlos. Aleito recibió un collar egipcio de oro y coral y una copa de oro que procedía de la vajilla del capitán de algún barco mercante egipcio, con el cuerpo largo y cabeza de cisne. Esto era para Euforia.
Mis piezas de lana teñidas de Tiro pasaron sin comentarios, y un par de cubos para agua de bronce (hechos por mí mismo, debo añadir) casi ni los miraron. Pero había hecho un par de lanzas de cazar jabalíes inspiradas en las que había visto en casa de Arístides, con astiles largos, regatones agudos de bronce y cabezas pesadas, y Aleito pasó por alto algunos regalos mucho más ricos para abalanzarse sobre ellas.
—¡Vaya, esto sí que da gusto verlo, muchacho! —dictaminó.
Hacía bastante tiempo que nadie me llamaba muchacho. Me hizo reír.
Pero nos llevamos bien, y Euforia cantó y nos enseñó sus tejidos, y debo reconocer que eran espléndidos. La verdad es que no había visto nunca obras de tal calidad realizadas por una muchacha de su edad.
—Me encanta tejer —dijo, y fue la primera afirmación seria y de adulto que le había oído decir—. ¿Sabes algo de tejer?
Sopesé varias respuestas; al fin y al cabo, había visto tejer a mi madre y a mi hermana toda la vida.
—No —dije.
—¿Es verdad que eres maestro herrero? —me preguntó.
—Es verdad —dije.
Volvió los ojos de nuevo hacia su telar.
—¿Tienes las manos siempre sucias? —preguntó.
—Con frecuencia —reconocí.
Ella asintió con la cabeza.
—Entonces, si nos casamos, deberás tener cuidado de no tocar mi lana —dijo. Pasó los ojos brevemente sobre los míos—. Me gustaría casarme con un hombre que sabe hacer cosas —añadió—. Pero pater dice que no me haga ilusiones, porque eres de clase baja.
Dijo aquello con una media sonrisa enigmática, y yo era tan tonto que no me daba cuenta que aquella niña-mujer me estaba pulsando las cuerdas como si yo fuera una lira.
«¿Conque de clase baja?» pensé. Pero me borré la rabia del rostro.
El primer día salimos a cazar conejos, y comprendí desde el primer momento que me estaban poniendo a prueba. Era maravilloso. Me sentía como si estuviera viviendo en los poemas épicos, compitiendo por la mano de Atlanta, de Elena o de Penélope.
La herida de la pierna no me molestaba tanto como antes, pero todavía me costaba trabajo seguir a Licón y a Filipo, y apenas era capaz de alcanzar a los conejos. Filipo mató cuatro y Licón dos; pero Licón, sin decirme palabra, empezó a desviarlos hacia mí en las últimas horas, y conseguí matar dos con mi garrote antes de la puesta del sol.
—Yo creía que un hombre de tu fama sería más rápido —dijo Aleito.
No llegaba a ser una burla; de hecho, dentro de las normas de una cacería de conejos, un hombre que mataba una presa tenía derecho a lucir una guirnalda; pero el dardo de Aleito llegó a herirme. La rapidez es uno de los aspectos más importantes del entrenamiento para la guerra; así lo reconoce el poeta cuando llama a Aquiles «el de los pies ligeros».
Me tragué mi rabia y asentí con la cabeza.
—Era más rápido cuando era más joven —dije.
Aleito se rio.
—Todavía no tienes la edad suficiente para saber que una excusa es floja.
Aquel día estuve a punto de tomar mi caballo y largarme. Pero mis amigos me tranquilizaron.
Al segundo día cayó algo de lluvia invernal y nos quedamos en casa, oyendo cantar a las mujeres y contándonos historias. Conté algunas de las historias que os he contado aquí, y a mi anfitrión se le leía claramente en la cara la duda, y algunos de sus amigos, que eran caballeros del lugar, hacían gestos de desdén.
Voy a hacer aquí un inciso para decir algo de ellos. Eran hippeis, o más ricos todavía; propietarios rurales ricos, aristócratas, principalmente de los eupatridae, y la mayoría de ellos rehuían a Atenas como otros hombres rehúyen la impiedad. No entraban nunca en la ciudad, en aquella ciudad que yo había llegado a amar. Tenían sus propios templos rurales, y a veces iban a la asamblea a votar; pero eran el partido «del campo», y aborrecían a los remeros, a los metecos y a los artesanos y comerciantes, y querían que Atenas fuera una Esparta, un país de agricultores aristocráticos. Yo, para ellos, era una combinación de cosas ajenas, un herrero, un extranjero. Pero, en su conjunto, eran buenos hombres.
Por la tarde, cuando escampó, salimos al campo que estaba más abajo de la torre para tirar jabalinas. Yo tengo mis momentos con la jabalina, pero no he practicado tanto como debía, y si bien Apolo y Zeus me han enviado algunos tiros buenos, aquel día no me llegó ninguno. El primero que hice fue tan malo, que los hombres se rieron. Oí comentar a uno de los «caballeros del lugar» que mi reputación de matador de hombres debía de ser una de esas «leyendas provincianas» que no hay que creerse mucho.
Idomeneo sonrió de oreja a oreja y acudió a ponerse a mi lado.
A los dos nos había venido a la cabeza lo mismo, matar a aquel necio. Pero mi cuñado Antígono, al que por entonces yo ya quería como a un hermano, me dio una patada (fuerte) en la espinilla. Me revolví hacia él con sed de sangre. Él se mantuvo firme.
—Quieren provocarte —me dijo en voz baja—. ¿Quieres a la chica, o no?
Antígono era el cuñado que me hacía falta a mí, de eso no cabe duda. Respiré hondo y me alejé. La cosa anduvo cerca… si uno de ellos hubiera vuelto a reírse, habría corrido la sangre.
El tercer día fuimos a cazar ciervos por las colinas al norte de la ciudad. Vinieron más caballeros del lugar, y resultó que estábamos cazando por equipos, compitiendo unos contra otros.
Formaban mi equipo todos mis compañeros de viaje. No conocíamos el terreno, ni las costumbres de los ciervos de por allí; y ni mi futuro suegro ni ninguno de sus amigos tuvieron el menor reparo en dejarnos a solas con nuestra ignorancia. Nos quedamos en un camino de montaña. Veíamos a lo lejos el mar, junto al templo de Heracles, hacia Maratón. El campo estaba hermoso bajo el sol débil de invierno.
Esperé a que se hubieran perdido de vista mis competidores.
—Muy bien —dije—. Filipo, tú eres el mejor cazador. Yo diría que tendríamos que bajar, hacia el agua.
Filipo se puso radiante de orgullo al verse destacado entre tantos guerreros.
—Agua… sí —dijo. Y entonces se encogió de hombros—. Pero huelo manzanas podridas; y no hay cosa que más guste a los ciervos en invierno que un pomar abandonado.
Nos separamos entonces tomando por seis caminos distintos, buscando el pomar como los exploradores de un ejército. Estaba cuesta abajo, a casi diez estadios; Filipo tenía olfato de perro. Pero lo encontramos.
Filipo vino hasta mí. Yo seguía a caballo.
—Hay ciervos acostados en el pomar —dijo—. Seis, por lo menos, quizá más. Idomeneo y tú sois las mejores lanzas, ¿no?
Asentí con la cabeza.
—Y Teucro —dije.
Filipo sonrió; apreciaba al arquero.
—Por supuesto. Los demás os ojearemos los ciervos hacia vosotros, si vosotros os acercáis al rececho.
Me llevó a una roca alta que se alzaba como la columna de un templo y me ayudó a subirme a ella. Veíamos desde lo alto los manzanos, árboles viejos y blanquecinos con todas las hojas caídas; y vi también las manchas castañas y pardas que eran los ciervos tendidos entre la hierba alta y agostada.
Pasó después una hora de angustia mientras Idomeneo, Teucro y yo nos acercábamos al pomar arrastrándonos y situándonos viento abajo de los animales.
Oímos dos veces que las partidas de cazadores locales hacían sonar sus cuernos en señal de triunfo, y en una de estas ocasiones vi que uno de los machos alzaba la cabeza para buscar el origen de aquel ruido.
Filipo y los ojeadores empezaron demasiado pronto; o puede que nosotros tardásemos demasiado en avanzar con las lanzas a través de la hierba fría y húmeda. En cualquier caso, cuando Filipo hizo sonar su cuerno y los ciervos empezaron a ponerse de pie con precipitación, nosotros estábamos todavía a cien pasos de donde queríamos haber estado.
Me levanté de un salto, solté una maldición y empecé a correr.
Teucro no corrió. Se apoyó en una rodilla y empezó a disparar.
Él nos salvó del fracaso. No habríamos alcanzado nunca a aquellos ciervos (el mejor de mis tiros, con mi mejor lanza, se quedó corto); pero Teucro abatió a seis con ocho flechas, un trabajo increíble a aquella distancia, entre árboles dispersos y hierbas altas.
Pero entonces fue cuando entró en juego el trabajo de equipo, porque ninguna de sus flechas era mortal, y echamos a correr tras los animales heridos; yo gritaba órdenes mientras los otros hombres se dispersaban por dos flancos.
Yo corría con fuerza, maldiciendo mi pierna; vi mi lanza fallida clavada en el suelo y conseguí asir el astil sin perder velocidad. El macho mayor se perdía de vista entre unas matas de escaramujo y espinos. Me arrojé tras él, y el animal se volvió; era un ciervo macho grande, tan alto de grupa como un caballo pequeño.
Le arrojé mi lanza buena, y el animal la esquivó y recibió en la paletilla el golpe que iba dirigido a la cabeza; pero cayó, y yo caí sobre él con mi otra lanza. Se la clavé dos veces, y el animal se estremeció, sus ojos se nublaron y se quedó inmóvil.
Sentí más lástima por aquel ciervo que la que siento por muchos de los hombres que mato. Era un animal magnífico que no tenía la más mínima oportunidad; ya habían soltado a los perros, y los teníamos cerca.
De manera que me arrodillé, cerré los ojos al ciervo y elevé una oración a Artemisa; después, extraje la lanza de la paletilla del ciervo y seguí el ruido de los perros.
Cuando hube alcanzado a la jauría, ya habían muerto los seis animales. Formábamos un buen grupo, y cada hombre había seguido el objetivo más próximo sin grandes gritos y haciendo su deber.
Entonces empezó el trabajo. Teníamos seis ciervos muertos, y los colgamos de los árboles del pomar, los abrimos en canal y les sacamos las tripas y empezamos a limpiarlos. No había agua en las proximidades, y, a pesar del frío de la mañana, nos desnudamos para no mancharnos la ropa. Y éramos hombres piadosos, y Licón y Filipo, devotos ambos de Artemisa, nos enseñaron a cantar un himno que no conocíamos, y quemamos las primicias de las piezas (sus hígados y sus corazones) sobre una piedra que sin duda había servido de altar en otras ocasiones. Cuando estuvo lista para trasladarse la última pieza, estábamos cubiertos de sangre y de suciedad, y por el camino parecíamos una fiesta dionisiaca que hubiera degenerado hasta unos niveles repugnantes. Nos bañamos en un arroyo, riéndonos y salpicándonos unos a otros con agua helada.
Pero cuando nos hubimos vestido, me las arreglé para cargar las piezas en asnos, y pagué a un par de chicos campesinos para que las llevaran por la carretera principal, y no por la de las fincas; y después todo mi grupo nos volvimos a la torre, aparentemente con las manos vacías.
Aleito y sus amigos estaban en el patio bebiendo, y se rieron de nuestra situación desairada, e hicieron comentarios groseros sobre lo que habríamos estado haciendo en el bosque diez hombres solos, que veníamos mojados, sin ciervos y tan limpios.
Euforia bajó por los escalones de piedra de la torre hasta el patio con una bandeja de copas de vino, y la conversación se interrumpió. Ella ejercía aquel efecto, con sus ojos rasgados y su nariz recta y aguileña.
—Si no habéis cazado ningún ciervo, ¿por qué tienes sangre bajo las uñas? —me dijo en voz baja mientras me daba una copa.
Sonreí mirándola a los ojos.
—Eres observadora —le dije.
—Juegas a juegos peligrosos —respondió ella.
Y, en efecto, cuando llegaron nuestros ciervos, los hombres del lugar guardaron silencio y sus miradas no eran amistosas. Habíamos matado seis, contra dos de ellos.
Ahora, niños, por si os lo estáis preguntando, os diré que en aquellos tiempos matar dos ciervos era un buen resultado para una partida de diez hombres; y seis eran un resultado extraordinario, casi una afrenta a Artemisa, rayana en el hibris.
Aquellos hombres me importaban bien poco. El que quiere competir debe atenerse a las consecuencias. Yo no voy avasallando a los demás; pero los demás se empeñan en medirse contra mí, y el resultado es siempre el mismo. ¡Y no pretendo jactarme, por los dioses!
Aleito miró la hilera de piezas y se volvió hacia mí con la cara roja.
—¿No temes estar haciendo una afrenta a Artemisa con tantas piezas?
Sacudí la cabeza.
—No, señor. Hice un sacrificio inmediatamente con las primicias de cada animal, y oré en cuanto clavé la lanza al macho; que has de reconocer que es un animal magnífico. —Me aproximé a Aleito—. ¿Me equivoco, señor, o tenías la intención de que compitiésemos en la caza? —le dije; y me reí allí mismo.
Él estaba furioso; pero contuvo su ira, como hombre educado que era, y se limitó a enarcar una ceja.
—Los esclavos comerán bien —dijo—. Si hubiera conocido tus dotes, habría llamado a más invitados.
En el portón de la casa resonó una risa que yo conocía bien.
—¿Es que planteaste un desafío a Arímnestos? —dijo Milcíades.
Se bajó de su caballo. Iba magnífico, con una clámide de paño dorado sobre un quitón púrpura que llevaba ceñido para cabalgar con cinturón doble. Su caballo llevaba arnés dorado, y lo acompañaban cuatro hombres, cada uno armado con una lanza de cazar jabalíes, y montados los cuatro en sendos caballos negros a juego.
Milcíades desafió las convenciones abrazándome a mí antes que al anfitrión. Después, se volvió a Aleito.
—A mí me volvía loco —dijo Milcíades—. En cualquier tarea que se le encomienda, o la hace de maravilla, o rompe las herramientas. Y nuestro plateo es un animal peligroso cuando se le desafía.
El carisma de Milcíades llenaba todo el patio. Yo, por entonces, era hombre famoso; pero Milcíades era de esos hombres que pisaban fuerte por el mundo, y los demás hombres se arremolinaban a su alrededor para verle. Y había venido para formar parte de mi partida de caza.
—Dejadme ver a esa chica de la que tanto he oído hablar —exigió Milcíades—. ¿Dónde está?
Aleito se frotó los ojos.
—¿Señor Milcíades? —dijo.
—Lo siento, Aleito. Me invitaron a entrar en la partida de caza de este joven tarambana, y llego tarde. ¿Soy bienvenido todavía? Creo que tu abuelo y el mío se brindaban hospitalidad mutua. Y debo decir que te he traído unos regalos bastante bonitos.
Se rio a carcajadas.
Aleito tenía una cara como si acabaran de bajar los dioses del Olimpo.
—Señor, es un honor tenerte como huésped. No tenía idea de que nuestros abuelos se brindaran hospitalidad mutua; pero estaría encantado… quiero decir, que me agrada mucho. Ven a tomarte esta copa conmigo.
Aleito apenas empezaba a recuperarse de la impresión, cuando Milcíades me dio una palmada en la espalda y se rio.
—Y ese mojigato de Arístides viene de camino también —añadió.
Creí que mi futuro suegro se iba a desmayar.
Mater los había invitado en mi nombre, y por muy empañado que tuviera el instinto por el vino, había acertado. No cabía duda que una partida de beocios que campaba a sus anchas por aquellos campos, matando ciervos y dejando en ridículo a los locales, habría terminado por acabar mal para unos o para otros. Pero era difícil que perduraran los rencores cuando Milcíades estaba de humor sociable; y Arístides era el dechado mismo de la areté, y entre los dos establecían un ambiente que los demás solo podíamos aspirar a emular. La verdad era que me hacían sentirme joven.
Creo que aquella semana fue mi premio por haber rescatado a Milcíades. Los grandes señores de Atenas no suelen tener una semana libre para perderla practicando la caza. Por otra parte, me imagino lo que le escribiría mater.
Si quieres reafirmar tu alianza con Platea y con mi hijo, ve de caza con él y consíguele su novia ática.
Podréis hablar mal de mater si queréis (y bien mal que hablo de ella yo mismo), pero hay que reconocerle que entendía cómo piensan los aristócratas y cómo funcionan. El matrimonio no es un placer; es una negociación y una alianza, y los grandes hombres se sirven de sus hijas como los campesinos se sirven de una buena yegua. Y eso mismo haré yo, zugater… ya te encontraré a uno guapo. Este tipo de Halicarnaso…
Para ser sincero, cuando llegué había tenido la impresión de que mi solicitud de la mano de la hija sería rechazada en cuanto hubiera transcurrido un plazo prudencial; y cuando la joven dama me dijo que yo era «de clase baja», ya no quise seguir con aquel juego, salvo para humillar a mi anfitrión. Pero la llegada de mis amigos famosos cambió el equilibrio. Lo que la noche anterior había parecido una venganza varonil, ahora parecía mezquino y rastrero, y aquella noche, entre copa y copa, me puse de pie y pedí disculpas a todos los hombres, tanto a los míos como a los de mi anfitrión, por haber gastado una broma tan estúpida.
—Estoy aquejado de orgullo —dije a mi anfitrión—. Es un error mortal por parte de un hombre que no es más que un broncista querer competir siempre en todos los juegos.
Aleito demostró entonces de qué madera estaba hecho. Se puso de pie, tomó mi copa de mis manos y bebió de ella.
—Hablas como un héroe —dijo—. Yo había pretendido humillarte. La gente me había dicho que eras de baja cuna y que solo traías a mi mesa manos sucias. —Echó una mirada a Arístides, que le devolvió una sonrisa dura—. A partir de ahora, me pensaré con más cuidado a quién debo hacer caso.
—Cleito, por supuesto —me dijo Arístides más tarde, aquella misma noche—. Intentará destruir cualquier cosa en la que intervengas tú en la Ática. Ha jurado tu muerte y tu ruina.
Yo me encogí de hombros.
El resto de la semana transcurrió de manera muy agradable. Comimos mucha carne de ciervo, pero no conseguimos encontrar ningún jabalí, con gran disgusto para mi anfitrión; y yo le invité a venir a cazar con nosotros en las laderas del Citerón.
Pero lo que pervive en mi recuerdo son las veladas. La caza se convierte en una mancha confusa; a decir verdad, creo que no recordaría nada de aquellas partidas de caza si no fuera por la vez que matamos los seis ciervos. Matar ciervos no suele ser tan recordable como matar hombres. Los ciervos no se defienden.
En cualquier caso, durante aquella semana me tendí en un diván con Milcíades y con Arístides, bebí buen vino y me enteré de que Datis tenía una flota y estaba levantando un ejército, y de que su objetivo, el objetivo que le había mandado su rey, era Atenas.