10

Ya por entonces, antes de que luchásemos contra los medos, el teatro de Atenas tenía fama y se hablaba mucho de él por todo el mundo griego. En teoría, yo no tenía derecho a asistir a las representaciones, por ser extranjero; pero en la práctica, cuando las representaciones se hacían todavía en el Ágora, todos acudían: esclavos y libres, ciudadanos, e incluso algunas mujeres que se sentían más liberadas, o prostitutas.

Las prostitutas atenienses no son como las pobres chicas tribales de este pueblo, zugater. ¿Te escandalizo, doncella ruborizada? Lo que quiero decir es que en Atenas, los prostitutos y prostitutas, tanto esclavas como libres, están protegidas por la ley en varios sentidos y gozan, de una manera extraña, de una cierta consideración. Algunas hasta son ciudadanas. En aquellos tiempos se paseaban abiertamente por el Ágora; hacían sacrificios (al menos, de bollos de cebada) en los altares públicos, y ejercían sus servicios a la comunidad detrás de la Estoa Real. Tampoco es que lo sepa yo por experiencia propia…

También es importante tener presente que las representaciones teatrales no se hacían por la noche, sino que duraban todo el día, y que las obras se representaban una tras otra sin dejar mucho tiempo entre cada representación, salvo el necesario para elevar oraciones y sacrificios en los altares públicos. No olvidéis que, en aquellos tiempos, el teatro seguía siendo una manifestación religiosa y símbolo de piedad cívica. Los hombres acudían con seriedad, como si fueran al templo. Cuando se introdujeron las obras satíricas, con el fin de celebrar la afición del dios a la diversión, la cosa fue distinta, aunque no dejaba de ser piadosa. El iniciado de Dioniso es piadoso aun vomitando, solíamos decir. Y cosas peores.

La noche anterior me alojé en casa de Arístides. Éste tenía pensado hacer una visita a sus fincas antes de ir al Ágora, de modo que yo madrugué y me puse a andar por las calles vacías, acompañado de Estiges. Los dos íbamos bien armados, y yo llevaba vendados el brazo izquierdo y la pierna derecha, que me había cortado al saltar de azotea en azotea.

Cruzamos el Ágora, pasando por delante del teatro de madera, todavía vacío, y de los altares de los doce dioses, hasta llegar detrás de la Estoa Real. Allí, mientras los chicos y chicas atendían a una clientela animada contra la pared del viejo edificio, a pesar de la hora temprana, me reuní con Agios, con Paramanos y con Cleón.

—¿Preparados? —pregunté.

Todos asintieron. Cleón estaba sereno.

—¿Tienes a Frínico? —me preguntó.

—Lo tengo. Desde ahora, Estiges se pone a vigilarlo. Cerciórate de que no nos llevemos ninguna sorpresa durante la representación.

Nos dimos todos la mano, y ellos se marcharon colina abajo. Me quedé solo, viendo cómo se alejaban, rodeado de los ruidos apremiantes que hacían los hombres que echaban un polvo rápido o a los que les tocaban la flauta el día del festival; muchos creían que traía buena suerte mantener relaciones el día de la fiesta del dios del vino.

Después, ordené mis ideas y volví a casa de Arístides. Llegué a tiempo de comerme un mendrugo de pan en su cocina, con su mujer y dos de sus perros de cazar jabalíes, y después tomé prestado un caballo y le acompañé en su visita a sus fincas, con el dramaturgo Esquilo a mi izquierda y Sófanes a mi derecha. Arístides se burlaba de nosotros porque le hacíamos de niñeras. Yo, por mi parte, había llegado a aficionarme a su compañía como filósofo, y temía que al terminar aquel día hubiésemos dejado de ser amigos. Pero no tenía la menor intención de consentir que le atacaran cuando mi propio plan estaba tan cerca de cumplirse.

Acabábamos de inspeccionar unos graneros (Arístides, con toda la modestia que aparentaba, era hombre rico) y bajábamos a caballo por una carretera con altas lindes de piedra a cada lado, cuando vi que venía por delante, hacia nosotros, un grupo de hombres a pie; era una docena de hombres, y muchos llevaban garrotes.

—Atrás, mi señor —dije, haciendo volverse a mi caballo.

—Tonterías —dijo Arístides—. Ése es Temístocles. No es amigo mío, pero tampoco es un enemigo.

En esto se aprecia lo extranjero que yo era: Temístocles ya era por entonces uno de los mejores oradores de Atenas, pero yo no lo había visto nunca.

Temístocles era un miembro más de la pequeña aristocracia; pero, a base de hablar constantemente en público y de bastante estrategia política, se había convertido en cabeza del partido de la demos, es decir, el partido del pueblo, o de las clases bajas. En aquellos tiempos, todos los demás aristócratas consideraban a un hombre así una amenaza. El camino que conducía a la tiranía solía empezar por el control de las masas. Solo los votantes de clase baja podían formar turbas armadas lo bastante numerosas como para obligar a la clase media a aceptar una tiranía.

Creo que debo decir a estas alturas cómo creo que funcionaba Atenas por entonces. Está claro que nada de lo que voy a decir se parece en lo más mínimo a lo que había querido Solón para Atenas, ni siquiera a lo que querían los tiranos pisistrátidas. Esto no serán más que mis observaciones sobre lo que pasaba de verdad.

Allí estaba Atenas, la ciudad más rica de la Grecia continental. Esparta podía ser más poderosa que ella o podía no serlo, pero lo que estaba claro era que nadie en su sano juicio se compraría una pieza de alfarería espartana, ¿verdad? Esos pobres desgraciados ni siquiera fabrican sus propias armaduras.

Al parecer, todos los atenienses (o, al menos, todos los atenienses ricos y de buena familia) estaban enzarzados en una lucha por el poder. Un ateniense os lo contaría de otra manera y se pondría a hablar de la areté y del servicio al Estado. Hum. Escuchad, niños: la mayoría de ellos habrían vendido a sus madres con tal de hacerse tiranos.

Así pues, los que estaban enzarzados en esa gran competición tenían por delante tres posibles caminos que conducían al poder; aunque cada uno de estos caminos tenía sus revueltas y sus ramificaciones. Un hombre rico podía seguir el camino de la areté, gastando su dinero con prudencia en levantar monumentos en su ciudad y en Olimpia o en Delfos, compitiendo en los juegos y financiando tiros de caballos para las carreras de carros, pagando trirremes para el Estado, patrocinando festivales religiosos; todo ello dentro en un lento proceso de ascenso en la estimación pública. De este modo, y haciendo prosperar a los suyos con cargos públicos, un hombre podía ganarse un partido enorme que le permitiera saltar a la tiranía. Los pisistrátidas lo habían hecho así y habían llegado a tiranos. Y los alcmeónidas iban por el mismo camino; y Cleito, en concreto, era un ejemplo del camino de la areté.

Dicho esto, debo añadir que entre la vieja aristocracia existía una división profunda. Por una parte estaban los eupatridae, los bien nacidos, que descendían de dioses y de héroes, como los pisistrátidas y los filaidas, la familia de Milcíades. Por otra parte, estaban los hombres nuevos, las familias nuevas, que también eran aristócratas, pero cuyo ennoblecimiento en virtud de la riqueza y de la categoría política era «reciente». La primera de estas familias era la de los temidos alcmeónidas, cuyo célebre antepasado Alcmeón había sido enriquecido en Lidia por Creso. Había otras familias de «hombres nuevos»; y si bien los hombres nuevos y las familias viejas actuaban unidos a veces, como aristócratas que eran, para proteger sus riquezas y sus privilegios, otras veces se llevaban a matar.

Por otra parte, un hombre como Temístocles podía seguir otro camino. Había nacido en situación acomodada, y su padre, Neocles, era considerado bastante rico; pero no era lo que se dice bien nacido, ni mucho menos. Sin embargo, a base de erigirse en héroe de las masas, en voz de los oprimidos, en mano de la justicia para las clases bajas, Temístocles manejaba el poder, casi no expresado hasta entonces, de los desposeídos y de los semidesposeídos, haciendo de ellos una fuerza poderosa que en un momento dado podía llegar a derrotar a la clase media y a la clase alta y exigir el poder para el orador elegido por ellos. Aunque los pisistrátidas eran unos aristócratas ricos, siempre habían contado con el amor de la demos, del pueblo. Y recordad que, por raro que parezca, en una tiranía bien llevada, los pobres eran los que gozaban de más poder.

Por último, un hombre como Milcíades podía encontrar un tercer camino. Milcíades y su padre eran miembros de una de las familias eupatridae más antiguas y más ricas; pero habían obtenido poder y riquezas por medio de empresas en otras tierras; más concretamente, de la piratería. Con actividades militares, unas veces en nombre de Atenas y otras veces en su nombre propio, acumulaban riqueza por un proceso semejante al robo, y enriquecían a otros hombres que pasaban a ser seguidores y dependientes suyos, lo que les permitía ganarse adeptos en las tres clases sociales, así como forjar una gran fuerza militar que no se creaba con ninguno de los otros dos sistemas. Si hubiésemos vencido en Lade, Milcíades bien podía haberse convertido en tirano de Atenas. Habría contado con el dinero y con el poderío militar necesarios. Ésta era la verdadera causa por la que Cleito lo odiaba.

Pero dejadme añadir que, a pesar de todo lo cínico que soy ahora y que era entonces sobre la lucha de aquellos hombres por el poder, estoy dispuesto a declarar ante los dioses que Arístides, con todo lo mojigato que era, no aspiró nunca a ningún otro fin que el bien de Atenas. Su partido, si se le puede llamar así, su facción, solo existía con el fin de apoyar el imperio de la ley y de impedir que otros se alzaran con la tiranía. Digamos, pues, que existía una cuarta facción, la de los hombres que seguían el camino de la areté sin más propósito que el bien de su ciudad.

Como es natural, este cuarto partido era el más pequeño de todos.

Así pues, yo había venido a caer dentro de aquella competencia, y me encontré entonces sobre mi caballo, cerrando el camino estrecho, mientras venía hacia nosotros Temístocles con una docena de matones armados con porras.

Chairete! —dijo en voz alta Arístides.

Temístocles era hombre apuesto, alto, bien formado, de hombros anchos, piernas largas y toda la barba, como un pescador. Tenía ese humor popular y campechano que tan buen servicio hacía a los que eran como él. Se adelantó, pero yo lo habría reconocido en cualquier caso, pues sacaba la cabeza en altura a todos sus seguidores y era el hombre más destacado de todos. Daba la impresión de que sabría pelear bien.

—¡Arístides! ¡Es un placer encontrarme con un hombre honrado, aunque vaya a caballo!

Lo del caballo lo decía para recordar a los suyos que él, Temístocles, no iba a caballo sino a pie.

Arístides asintió con la cabeza.

—Estoy visitando mis fincas. ¿Vas a asistir hoy al festival?

Temístocles se apoyó en su bastón.

—El amor a los dioses y el amor al pueblo son inseparables, Arístides —dijo, y enarcó una ceja—. ¡Veo que podríamos hacer causa común, pues todos lucimos algún recuerdo de los alcmeónidas! —comentó, señalando sucesivamente un chichón que tenía en la cabeza y un ojo morado, las lesiones de Arístides y mis vendas. Después se volvió hacia mí y me dijo con urbanidad exagerada:

—Tú debes de ser el extranjero de Platea, señor.

Estaba claro que sabía exactamente quién era yo.

Me apeé de mi montura y le di la mano a la manera ateniense.

—Arímnestos de Platea, para servirte —dije.

Él asintió con la cabeza, echó una mirada a Arístides, volvió a mirarme a mí, y yo empecé a pensar que ya podía irme soltando la mano.

—He oído contar… cosas de ti —miró a uno de sus hombres—. Hace poco.

Sonreí.

—¿Nada que haya podido desazonarte, espero?

Temístocles me observó, y después alzó la vista hacia Arístides. Se daba cuenta de lo mismo que se han dado cuenta los hombres desde que se inventó el ir a caballo: es mucho más fácil mirar a un hombre con altivez desde arriba que desde abajo.

—Tu lacayo extranjero está alterando a mi pueblo —dijo a Arístides.

Arístides se encogió de hombros.

—El plateo no es lacayo de nadie, Temístocles. Y del mismo modo que él no es lacayo mío, tampoco el pueblo es tuyo.

—No me seas mojigato y estirado —dijo Temístocles, perdiendo toda la untuosidad de la voz. Se inclinó más hacia nosotros—. Tu hombre ha intentado comprar a mi plebe. En estos tiempos, deberíamos actuar juntos en vez de esforzarnos por separado. Y la plebe es mía, señor.

Arístides me miró, sin que yo pudiera interpretar lo que pensaba.

—¿Es verdad eso? —me preguntó.

—No —respondí con una sonrisa.

—Mientes —exclamó Temístocles.

Arístides se interpuso entre los dos con su caballo.

—Temístocles, ya te he advertido antes de que con palabras como esas no ganarás amigos.

—Llévate tu dinero de la ciudad, extranjero —me dijo Temístocles en son de amenaza—. Nadie compra a la plebe sin que yo lo permita.

Esto último no iba dirigido a mí, sino a Arístides.

Me acerqué a él, y sus seguidores empezaron a rodearme.

—Soy Arímnestos de Platea —dije en voz alta—. Y si alguno me pone la mano encima, empezaré a mataros.

Los recorrí con la mirada, y ellos desistieron. El que estaba más cerca de mí era un hombre grande; pero cuando lo miré a los ojos, retrocedió y me dedicó una sonrisa.

Yo era Arímnestos, el matador de hombres.

Arístides parecía contento, cosa que yo no entendí.

—No pretendo faltar a nadie al respeto —dije a Temístocles, pues no quería tener ningún problema con el demagogo—. Lo que he pagado no hará más que beneficiarte a ti.

Enarcó una ceja.

—¿De verdad? —preguntó.

Arístides me observaba. Yo me encogí de hombros.

—Esto no se lo contaría a cualquiera que me encontrara en este camino —dije—. Ni tampoco he comprado a una plebe. He comprado información, pagándola bien.

—¿Qué tipo de información? —quiso saber Temístocles.

—Información sobre mi pleito, claro está —dije.

Esto lo tranquilizó al instante.

—¡Ah! —dijo—. Sobre cierta esclava de un burdel, ¿no es así? —dijo, con aire de enterado y, al mismo tiempo, de preocuparse mucho por el asunto.

Su hipocresía solo se apreciaba en la rapidez con que cambiaba de postura.

—¡Exacto! —dije, como si su perspicacia me hubiera dejado atónito.

Dejó de ocuparse de mí, como si ya nos hubiésemos dicho todo lo que teníamos que decirnos; intercambió un par de comentarios intrascendentes con Arístides, y pasamos entre su séquito. Cuando volví la vista, Temístocles me sonreía. No así Arístides.

—¿Qué pretendes? —me preguntó este.

—Nada —dije, y le sonreí—. Nada que pudiera interesarte, señor.

Arístides se acarició la barba.

—Tienes enfadado a Temístocles, y eso nunca es bueno —dijo. Tiró de la rienda a su caballo—. ¿Sabes lo que haces? ¿Estás seguro?

Yo me encogí de hombros, porque no estaba seguro en absoluto de saber lo que estaba haciendo.

—Estoy contraatacando —dije.

—Que los dioses nos asistan —dijo Arístides.

Cuando el sol estuvo más alto, dejamos los caballos en el establo de Arístides y fuimos juntos a pie a la ciudad. Había grupos de hombres en todas partes, y recordé el poder de Atenas al ver de cuántos hombres disponía. Debía de haber doce mil hombres de edad militar reunidos en el Ágora para ver las representaciones, y esa es una cifra respetable de hombres bastante bien preparados, una cifra mayor que la de Tebas y Esparta juntas. El secreto de la fuerza de Atenas es este, su poderío humano.

Cuando los atenienses se reúnen, hablan. Parece como si la conversación fuera la fuerza vital de la ciudad, y los atenienses hablan de todo, desde el poder de los dioses hasta el papel de los hombres, los derechos de los hombres, el reparto de los impuestos, el tiempo, las cosechas, la pesca… y vuelta a hablar de los dioses. Acompañando a Arístides en el Ágora, intentando protegerle, me mareaba con la fuerza de las ideas que se expresaban: piedad e impiedad, ira y lógica, consejos agrícolas, estrategia militar, todo ello en pocos minutos.

Estábamos muy apretados cuando los magistrados se dirigieron al altar público de Zeus próximo a la Estoa Real e hicieron los sacrificios de apertura. Después, los «hombres buenos», los atletas, los vencedores olímpicos, los poetas, los sacerdotes y los altos aristócratas, fueron en procesión a ocupar los asientos de madera que se les habían preparado. ¡No vayas a imaginarte nada elegante ni espléndido, como en la Atenas actual, cariño! ¡Te hablo de una tribuna de madera que crujían cuando subían los escalones demasiados hombres gordos! Pero al cabo de un tiempo la multitud se fue asentando, y los metecos pobres, los extranjeros y los ciudadanos de clase inferior se abrieron paso por los lados y en el espacio entre el tablado y la tribuna.

No tardé en encontrar a Cleito con la vista. Llevaba un himatión bordado magnífico, sobre un quitón largo de labor persa, y no era difícil localizarlo, pues estaba sentado en la primera fila de la tribuna.

Salieron unos sacerdotes y sacerdotisas que purificaron a los espectadores e hicieron sacrificios. Después, todos cantamos juntos un himno a Dionisio, y comenzaron las representaciones.

No recuerdo gran cosa de la primera obra; solo que era la típica pieza respetuosa que trataba del nacimiento y de la crianza del dios. Al menos, según las veía un ateniense. En Beocia tenemos nuestras ideas propias sobre el gran Baco. Pero la segunda obra era la de Frínico.

Lo vi en cuanto salió el coro. Iba detrás de ellos, con un largo quitón blanco como el que lleva el arconte de Platea, y parecía más asustado que cuando los egipcios saltaban al abordaje de nuestro barco en Lade.

Empecé a abrirme camino hacia él entre la multitud. No era fácil; todo el mundo había oído decir que La caída de Mileto era una obra teatral diferente, y la gente quería ver al poeta, observarlo mientras veían su obra. Había conseguido acercarme a él, cuando los coreutas, vestidos de esqueletos con armadura, unieron los brazos y cantaron:

¡Oídme, musas! Lo que cuento

está forjado con horror; pero ¡también aquí anduvieron héroes!

Y por donde andaban antes hermosas doncellas

ha pasado el fuego como una rastra

que rompe los terrones e iguala el terreno.

¡Oídme, furias! ¡Y vosotros, hombres de Atenas!

Morimos en nuestra muralla, en nuestras calles, en la brecha,

donde se alzaba el terraplén del Gran Rey.

De modo que, donde nuestras doncellas habían suspirado por sus galanes,

esos mismos jóvenes se vistieron de bronce;

y allí morimos, por falta de Atenas.

He oído a Esquilo, y he oído al joven Eurípides. Pero, en cuanto a fuerza, me quedo con Frínico. Y él había estado en la batalla de verdad; bueno, también habían estado allí Esquilo y su hermano. Esquilo estaba a mi lado cuando llegué junto a Frínico abriéndome camino entre la multitud sin miramientos. Me asió del hombro.

—Ahora no —me dijo, señalando a Frínico, que vigilaba a su coro ni más ni menos que como vigilaba Agios a sus remeros en un combate naval.

De modo que me detuve y seguí escuchando. Yo había estado allí, por supuesto; pero sus palabras me arrebataban. Echaba a Atenas la culpa de la caída de todo oriente. Ése era el mensaje de su obra: que el saqueo de la Jonia se debía a la codicia de Atenas. Es verdad que presentaba a Milcíades como a un héroe, y eso debió de caer mal a algunos; pero el héroe mayor es Istes, que domina la obra como un Heracles que hubiera vuelto a la tierra.

Daba miedo oír a un hombre pronunciar las mismas palabras que había dicho yo en el consejo. Y el hombre que representaba el papel de Milcíades (no se decía su nombre, pues en aquellos tiempos podría haberse tenido por una impiedad) se adelantó y dijo: «Hoy no somos piratas. Hoy luchamos por la libertad de los griegos, aunque estemos lejos de nuestras tierras y de nuestros hogares».

Y el público lo aclamó. Cleito miró a un lado y otro. Estaba enfadado, creo que por partida doble. Sus hombres ya debían haber empezado a alborotar, ¿no?

¡Ja! Os estoy ocultando mi plan, niños. Así resulta más emocionante mi relato, ¿verdad? Pero no son muchos los hombres que pueden jactarse de haber vencido en ingenio, en un mismo día, a Cleito de los alcmeónidas y a Temístocles de Atenas. Dejadme que os lo cuente a mi manera.

La obra iba solo por la mitad cuando el primer espectador rompió en lágrimas. Y cuando murió Istes (en la obra, pregunta «¿dónde está Atenas?» cuando se despeña), había hombres llorando, algunos se arrojaban polvo sobre las cabezas, y todos los alcmeónidas, sentados en fila, parecían intranquilos tras su fachada de dignidad y de buena educación.

Era una obra muy potente.

Y entonces llegó mi aportación.

Poco después de la muerte de Istes, cuando se iba a comunicar al público que los arqueros persas estaban violando a las doncellas de Mileto, vi que llegaba un hombre a dar un recado a Cleito. Tenía la cara gruesa e hinchada (¿o eran imaginaciones mías?). Y cuando hubo susurrado al oído de su amo, Cleito enrojeció y se puso de pie.

Estábamos a diez largos de caballo uno de otro, pero los dioses habían querido que se enterara. Nuestras miradas se cruzaron. Y sonreí.

Fuera cual fuera la noticia, fue circulando a lo largo de los asientos de la familia de los alcmeónidas. Algunos de ellos me señalaban.

Esquilo los miraba, y Sófanes acudió a ponerse a mi lado.

—¿Qué has hecho? —me preguntó.

—Un acto de piedad y de justicia —dije tranquilamente.

Aunque yo no fui testigo, Cleón lo contó bien más tarde. Lo que pasó fue lo siguiente:

En un burdel de los barrios del sur, propiedad de los alcmeónidas, un grupo de remeros habían pedido vino con modales destemplados, cosa no muy rara durante la fiesta de Dionisio. Pero cuando se les hubo servido el vino, exigieron ver a todas las chicas; y, después de escoger a una, habían matado a puñetazos al propietario y a sus porteros. Murieron cuatro hombres. A la chica se la llevaron.

Ay, niños, es un asunto feo.

Junto a las curtidurías, una pequeña multitud había irrumpido en una taberna que era sabido que pertenecía a una de las bandas de matones que «organizaban» las cosas en la ciudad. Sacaron a cuatro hombres de la taberna y los mataron a puñaladas. Los hicieron trizas, literalmente.

En lo alto de la colina contigua a la Acrópolis, otra pequeña turba había rodeado a otros dos matones y los había matado a garrotazos. Se acusaba de esto a unos marineros.

Pero la transgresión peor, a ojos de los «hombres buenos», era que alguien, o algún grupo de hombres, había invadido una de las fincas mayores de los alcmeónidas. En concreto, era la finca familiar de Cleito. Habían dado grandes palizas a sus trabajadores y habían matado a todos los caballos que había en sus establos, degollándolos con cuchillos. A todos los caballos.

No había salido todo como yo lo había preparado. Había querido recuperar mi caballo, pero los hombres a los que se envió a la granja lo habían entendido mal, y mi hermosa yegua murió con todos los demás. No había querido que murieran tantos hombres (diez es una cifra de cadáveres muy alta para una ciudad pacífica); pero, si quieres hacer sopa, es mejor picar bien las verduras.

Hice lo que tenía que hacer. Quería que los alcmeónidas se quedaran aterrorizados. No quería que se plantearan la posibilidad de contraatacar.

No podía saber con certeza cuáles serían las consecuencias de mi pequeña jugada. Y puede que las consecuencias hubieran sido menores si no hubiera sido por la obra teatral de Frínico.

Cleito había intentado hacer que se cancelara la representación; o, en caso contrario, que se produjera en el Ágora un alboroto que habría obligado a los magistrados a tomar medidas. Aquello era lo que debía haber sucedido; pero, a esas alturas, sus matones eran cadáveres que se estaban quedando fríos y sus sombras ya habían recorrido buena parte del camino al Hades. Yo había pagado a otro grupo de remeros y a sus amigos para que asistieran a la representación. Aunque yo había hecho venir a más gente para que animaran a todos a aplaudir, no habría hecho falta, y lamento haber confiado tan poco en Frínico. No les pagué para que atacaran a los alcmeónidas. Aquello fue espontáneo.

El final de la obra desencadenó una convulsión de lástima y de remordimientos. Las palabras de Frínico dieron a entender al público en general lo que había significado la caída de Mileto y el papel que habían desempeñado o dejado de desempeñar ellos. Frínico no había mencionado ni una sola vez a los alcmeónidas, ni había hablado con dureza del poder del oro persa. Pero cuando los hombres se hubieron secado las lágrimas después del último monólogo, que era de un general persa que exigía que todos los griegos se sometieran, so pena de correr la misma suerte que Mileto, la multitud se revolvió contra los alcmeónidas como perros rabiosos.

Les arrojaron inmundicias y vapulearon a los miembros de su séquito. Al principio, la gente se contenía, tanto por el prestigio de aquellos aristócratas como por miedo a sus guardaespaldas; pero no se veía a ningún guardaespaldas.

Entonces, algunos remeros se envalentonaron y se adelantaron.

Pero los aristócratas no eran cobardes ni mucho menos. Eran los líderes de Atenas, y salieron a relucir las espadas, a pesar de las leyes. Abatieron a algunos hombres del pueblo.

En la zona de detrás de la tribuna reinaba la confusión de un combate informe. Me abrí camino hasta allí, entre hombres que intentaban sumarse a la pelea y otros que intentaban huir de ella. Quería buscar a Cleito; quería verle la cara.

Pero al que vi fue a Temístocles. Sonreía de oreja a oreja, aunque se esforzaba por contener a unos thetes armados de porras que querían rematar a un hombre caído.

Temístocles me miró y sacudió la cabeza.

—¿Te das cuenta de lo que has hecho? —rugió, aunque aquello no le desagradaba.

Me abrí paso tras él buscando a Cleito. Me llevé un golpe en el hombro, y me pregunté si se acabaría con los alcmeónidas allí mismo, en una masacre junto a la Estoa Real; pero la multitud quería algo más y algo menos que sangre, y los aristócratas más ancianos ya se habían apartado de la multitud. Y corrían. Un espectáculo que la demos no olvidó jamás.

Cleito contenía a la multitud con una docena de hombres armados. Los thetes temían a su espada y la habilidad con que la manejaba.

Yo no. Me adelanté entre la primera fila de hombres de clase inferior, y me reí de él.

Como un actor que hace su entrada en el escenario en el momento oportuno, Paramanos apareció entonces llevando de la mano a mi muchacha esclava. Ella abrió mucho los ojos al verme; según supe después, hasta ese momento se había temido lo peor. Si es que puede haber algo peor que trabajar en un burdel de Atenas.

La así de la mano con fuerza, y se vino conmigo.

—He recuperado lo que es mío —grité a Cleito.

—Eres hombre muerto —me rugió él.

Y echó a correr, perseguido por el ruido de mis risas.

Le concedí la libertad, tal como se lo había prometido. Se la daba con un año de retraso o más, y la indemnicé como pude por el año perdido, con plata contante y sonante. No volvió a ser nunca la compañera amistosa y franca de las primeras semanas que habíamos estado juntos. Los dioses se habían servido de ella y la habían descartado después, y yo, que había jurado salvarla, me había olvidado de ella. No es una historia agradable. ¿A cuántos hombres tuvo que entregarse en el Ágora, porque yo había sufrido un desengaño amoroso?

Pero los aristócratas atenienses nos las pagaron. Durante varias semanas, ningún alcmeónida se atrevió a salir a la calle, y yo gané mi pleito por incomparecencia de mi adversario; y la unanimidad del jurado fue un indicio más de la caída del poder de los aristócratas. Milcíades defendió mi pleito con voz profunda y semblante tranquilo, pues sabía que iba a ganar, tanto como proxeno mío como en su propio juicio. Después de la tragedia de Frínico, ningún jurado ateniense condenaría a Milcíades por nada. Y la máquina política de los alcmeónidas se hundió al hundirse los que la manejaban. Me temo que enseñé a los atenienses una lección terrible, y que en estos tiempos todavía temen a la demos.

Pero me sonrío cuando pienso que Frínico y yo salvamos la democracia ateniense de los alcmeónidas para que el hombre que quería ser tirano pudiera salvarla de los medos. Los dioses (¿y quién será tan necio como para no creer en los dioses?) hacen las cosas por los medios más extraños.

Durante la semana siguiente, hasta que se resolvió mi caso, Arístides estuvo distante. No era tonto, y entendía quién había estado detrás de todo aquello, y Temístocles también lo entendía. Volví a alojarme con Frínico, a quien ahora le llovía el dinero y ofertas de más, procedentes de admiradores tan lejanos como Hierón de Siracusa.

Frínico sabía que yo había hecho algo, pero yo no expliqué nunca exactamente qué; no obstante, al invitar a cenar todas las noches a Agios, a Paramanos, a Negro y a Cleón, Frínico se volvió intocable. Teníamos a todas horas a cincuenta remeros rondando por las calles próximas a su casa, pagados con el dinero de Milcíades.

Pero el día en que Milcíades salió absuelto (el jurado se negó a oír la acusación, lo cual tenía precedentes en la ley ateniense y, al parecer, satisfizo a todos), me reuní con él y con Arístides, junto con Temístocles. Nos encontramos como por casualidad en una taberna al borde del Ágora, donde los hombres acomodados solían cerrar sus tratos de negocios.

Temístocles no me miró a los ojos. Milcíades, por su parte, se puso de pie y me abrazó.

—Un dinero bien gastado —dijo—. Perdóname que dudara de ti, amigo mío. Te estaré siempre en deuda. Pero me parece que a estos otros caballeros les habrá dejado mal sabor de boca tu manera de hacer política —añadió, guiñándome un ojo.

Temístocles escupió.

—No quiero vivir en un Estado que funciona a base de sangre —dijo.

—Sin embargo, aspiras a aumentar el poder de la clase más baja —repuso Milcíades—. ¿Qué esperabas?

Temístocles me lanzó una mirada furiosa.

—Espero que aprendan a ser personas de honor, que estén en su lugar y que voten… no que se den de garrotazos unos a otros como ladrones.

Pero el que me sorprendió fue Arístides. Me dio la mano y me abrazó.

—Había empezado a odiarte —dijo—. Consideré la posibilidad de pedir una orden de destierro contra ti.

Temístocles se le quedó mirando como si los dioses le hubieran sorbido el seso.

—¿Pero no la pediste?

Arístides negó con la cabeza y se sentó.

—Bebe vino con nosotros, Arímnestos —dijo—. Invité a Cleito a que se sumara a nosotros, pero rechazó la invitación. Quería que estuvieran presentes todas las facciones —estuvo a punto de esbozar una sonrisa burlona—. Puede que hoy no valga la pena tener en cuenta a su facción.

—Volverán —dije yo.

—Así es —asintió Arístides—. Pero, ahora, ni todo el oro de los persas bastaría para comprar a la plebe.

—¿Y por eso perdonas a este extranjero que ha recurrido a la violencia para sus fines? —preguntó Temístocles.

Arístides se encogió de hombros.

—En los tiempos antiguos, cuando una ciudad llegaba a la stasis, a la guerra civil, sus ciudadanos más destacados invitaban a un extranjero, a un legislador, a que viniera a salvarlos. —Arístides sonrió—. Fue mi esposa quien me dijo que me estaba comportando como un idiota, y que debía ver en el plateo a un hombre que había venido a Atenas a restaurar el orden.

Los miré sucesivamente a todos.

—Vosotros me consideráis un matador de hombres —les dije—. Pero tuve por maestro a Heráclito de Éfeso, y entiendo un poco cómo funcionan las ciudades. En Atenas hay demasiados pobres y demasiados pocos ricos como para que los ricos puedan controlar a los pobres por el miedo y por la plata. Demasiados de los pobres de Atenas son marineros y remeros. No son cobardes, como todos los que estamos sentados a esta mesa sabemos bien. Y no tienen ningún motivo para apreciar a Persia —concluí, encogiéndome de hombros.

—Todo eso ya lo sé —dijo Temístocles—. No tiene que venir a explicármelo ningún extranjero formado en oriente.

—Lo sabes, pero a pesar de todo no hiciste nada —dijo Arístides. Se volvió hacia mí y sonrió—. Yo prefiero el imperio de la ley, plateo.

—Yo también soy hombre acomodado —dije—. No soy tan rico como vosotros, pero tengo una buena finca, una fragua, caballos. Yo también valoro mucho el imperio de la ley. Pero cuando solo un bando controla las leyes, el otro bando debe apelar a otro tribunal.

Arístides asintió con la cabeza.

—Ahora, todos queremos pedirte que te marches de la ciudad.

Sonreí.

—¿Conque vais a echarme de aquí, después de todo?

Arístides asintió.

—Es preciso. Mataste a diez hombres… y la mayoría de los ciudadanos saben cómo. De aquí a poco tiempo volveremos a recibirte con los brazos abiertos.

Me puse de pie.

—Caballeros, he luchado por Atenas, he derramado mi sangre por Atenas, y ahora he intrigado por Atenas. La profundidad de vuestra gratitud nunca deja de asombrarme.

Arístides sacudió la cabeza.

—No te lo tomes así, Arímnestos. Si fueses uno de nosotros, ahora temeríamos todos tu poder. Como eres un aliado, podemos pedirte que te marches, y confiar de nuevo en ti en el futuro.

Dijo esto como si tuviera sentido, y en cierto modo lo tenía. Pero aquello también me dolía. Yo había planificado una campaña brillante, y la única persona que me lo había agradecido era Irene, la esposa de Frínico.

—¿Qué podemos hacer por ti, Arímnestos? —me preguntó Milcíades.

Yo tuve la elegancia de reírme.

—Nada —dije—, salvo aseguraros de que Frínico no se muere de hambre mientras vosotros tramáis el futuro de Atenas. —Y entonces me acordé de una cosa—. Puede que os acepte un favor, después de todo. Llevo encima unos documentos de manumisión a favor de una muchacha esclava. Los ha firmado un magistrado. ¿Qué os parece firmarlos todos vosotros?

Según figuraba en las tablillas, la muchacha se llamaba Apolonasia; un nombre bastante rimbombante para una muchacha esclava de Beocia con un pie torcido; pero desde luego que era hija de Apolo, en efecto. Y aquellos tres, que eran los tres hombres más célebres de su generación, pusieron sus sellos y sus nombres junto a la señal del magistrado, en las tablillas de la muchacha.

Era el mejor regalo que yo podía darle. Fui a buscarla y se la presenté (ella bajaba los ojos con modestia), y los tres juraron que se acordarían de ella.

Salimos a pie de la ciudad, y ella nos acompañó. Me pasé por la colina de la Acrópolis para despedirme de Frínico, y al llegar a El Pireo me pasé a despedirme también de Agios y de Paramanos; y en Eleusis me despedí de Eumenios, a quien apenas había visto, porque en la Ática ochenta estadios se consideran una distancia grande. Cleón me acompañaba. Y en nuestra última noche en la Ática, en Oinoe, donde había muerto mi hermano, ella se metió entre mis mantas y me besó.

—Me marcho mañana por la mañana —me dijo—. Seré la mujer de un granjero en la Ática, y mi vista me dice que volveré a verte. He servido de medio para guiarte, y ahora soy libre.

Murmuré algo, porque estaba duro como una piedra y quería poseerla, y en aquellos momentos no me interesaban sus divagaciones femeninas soñadoras; pero ella me dio un fuerte mordisco en el hombro para hacerme atender.

—Estás en deuda conmigo —me dijo—. Dame un hijo tuyo, o te maldeciré. Otra vez.

Y así lo hice.

A la mañana siguiente ya se había marchado. Volví a tener noticias suyas, y sé con quién se casó y quién fue nuestro hijo, y os lo acabaré contando si seguís acudiendo a sentaros aquí.

Pero he de decir algo a su favor. Tenía tanto de heroína como tenían de héroes Eumeles de Eubea o Arístides. Era un instrumento de los dioses, y se mantuvo firme; y cuando la trataron como a una mierda, ella no se convirtió en una mierda. ¿Eh?

No me puedo quitar de la cabeza la idea de que, si hubiera vuelto por ella, los griegos podrían haber vencido en Lade. Tonterías. Pero sigo cargando con la culpa de haberla dejado en manos del condenado Cleito durante un año.

Y Cleito tampoco la envió a un burdel porque fuera un hombre malo. Eso es lo que se hace con una posesión coja de un pie y con buenas tetas, si no sabe hacer otra cosa. ¿No es así?

Soy viejo y tengo pocas cosas de que arrepentirme; pero ella es una de ellas. Y aquella noche, cuando se acostó conmigo y recibió mi semilla, me sentí mejor. No voy a negarlo. Mucho mejor.

Cuando me desperté con la primera luz del alba, ella se había marchado. Pero sobre mi saco de cuero, donde ella había recostado la cabeza morena hacía pocas horas, estaba posado un gran cuervo negro. Soltó un graznido, y su aleteo me asustó, y ascendió al cielo con un chillido.

Me quedé tendido, inmóvil, con el corazón palpitando con fuerza, y sentía el cuerpo más ligero. De hecho, cuando me levanté de entre mis mantas, me dolían menos la cadera y la pantorrilla. Mucho menos. No he vuelto a correr el estadio desde Lade; pero a partir de aquel momento, recuperé algo. Algo más que simples músculos y tejidos.