Estábamos a finales de otoño, y las lluvias azotaban la finca, y mis esclavos se quedaban junto a la lumbre, haciendo cestos para guardar la cosecha del año siguiente. Yo estaba en la fragua, martillando el revestimiento de un aspis nuevo; necesitaba un escudo.
El mundo se movía. Yo lo notaba. Las últimas ciudades de Lesbos caían en manos de los persas; y, en Atenas, la stasis, el conflicto entre los aristócratas y la demos, se había agudizado tanto que ya se cometían asesinatos en las calles, o eso decían los hombres, y el oro persa corría como agua para comprar a los hombres mejores. Más cerca de nosotros, Tebas había empezado a agitarse pensando en apoderarse de nuestra ciudad, o al menos en reducir nuestras fronteras. Y una voz de su ágora llegaba claramente a la nuestra, la de Simón, hijo de Simón, que condenaba ruidosamente a nuestro arconte, Mirón, y pedía mi sangre. Estas noticias nos las traían los pequeños mercaderes.
Empédocles, el sacerdote, salió de Tebas con la última luz dorada del otoño, cuando la ladera del Citerón era un fulgor de hojas de roble rojas. Cuando hubo otorgado a mi fragua la bendición de Hefesto y hubo encendido de nuevo nuestros fuegos, después de que nosotros barriésemos el taller, ascendió a Tireo a la categoría de maestro, como se merecía. Después, miró mi casco, pasando el pulgar por las cejas y midiendo con unos compases los cuervos de las carrilleras.
—Esto es una obra maestra —dijo. Se lo entregó a Tireo, y Tireo se lo entregó a Bion—. Y, como tú eres el maestro de este taller, es justo que se te ascienda a ti también.
Creo que aquel día se me volvieron a encender los fuegos del corazón. Yo no lo había esperado, aunque volviendo la vista atrás recuerdo mil indicios de que mis amigos habían arreglado las cosas para que me ascendieran a maestro. Tireo sacó otras piezas, cosas que yo había olvidado, como un juego de fíbulas de bronce que había hecho yo para los invitados a la boda de mi hermana; y Empédocles se rio de alegría al verlas, y esa risa me atravesó como un rayo de un día de verano. Ya sabes que yo había sido durante algún tiempo el maestro de guerreros de toda Hellas; pero aquello no me había aportado nunca la alegría que me daba el construir cosas.
Ah, eso es mentira. Matar puede ser una alegría. O un simple trabajo, o algo peor.
Así pues, como habíamos sido ascendido dos, hicimos un sacrificio especial en el templo de Hera, donde mi hermana, que ya era matrona, acababa de ser ungida sacerdotisa. Estaba embarazada de dos meses, se le empezaba a notar, y oficiaba con la dignidad propia de su nueva categoría. Y como a Antígono de Tespias no le parecía mal tener de cuñado a un maestro herrero, acudió a mi sacrificio con un séquito de aristócratas, y Mirón llegó con los hombres mejores de Platea, y vi beberse en pocas horas el vino de toda una vendimia; pero yo lo di por vino bien gastado, porque el corazón volvía a latirme en el pecho.
Al día siguiente llevé diez ánforas más de vino colina arriba, hasta la tumba del héroe, y di un banquete menor en honor de Idomeneo y de sus hombres, así como de muchos de nuestros milesios. Bebimos y bailamos. Idomeneo había preparado una gran hoguera, con la leña de cinco árboles, y pasábamos de tener demasiado calor a demasiado frío, bebíamos el vino y cantábamos.
Ya estaba bien entrada la noche, y la hoguera ardía con altas llamaradas, y los jóvenes y las mujeres preparaban un gran montón con mi paja… para compartir mejor otros calores.
Yo tenía veintisiete años y no me había sentido nunca tan viejo. Pero estaba contento y sentía un cansancio agradable después de haber bailado; era la primera vez que bailaba bien desde que había sufrido la herida de la pierna. Era maestro herrero, y los hombres acudían a mi fragua a hablar de los asuntos de la ciudad. Podría haberme sentido satisfecho.
Idomeneo acudió a mi lado y se inclinó hacia mí en el calor y frío del borde de la hoguera.
—¿Qué fue de aquella muchacha esclava que te llevaste a Atenas? —me preguntó—. ¿La vendiste?
Lo había olvidado.
Los dioses trabajan a veces todos juntos, y al día siguiente, cuando la cabeza me repicaba como mi fragua, por el vino, Hermes me envió un mensajero de Atenas que me traía el pago de un cargamento de bronce labrado. Me trajo también la noticia de que habían detenido a Milcíades por haber querido restaurar la tiranía. Y una carta de Frínico, y una copia de su tragedia, la célebre Caída de Mileto. Cuando la leí, lloré.
En la carta, Frínico me explicaba que había escrito la obra para abrir los ojos de los hombres de Atenas a lo que estaban haciendo los persas. Me decía que la había escrito para que los hombres reconocieran a Milcíades su labor en el intento de salvar a los griegos orientales.
Y me invitaba a asistir al estreno de la obra.
En Atenas tienen un teatro distinto del que tenemos nosotros en Beocia, y creo que debo explicarlo. Antes, supongo que hacia la época de mi abuelo, el arte dramático venía a ser lo mismo en todas partes; muy parecido a cuando un rapsoda canta la Ilíada, solo que el poeta, o un músico profesional, interpretaba obras de alabanza a los dioses, o a veces la historia de un héroe. En Atenas se representaba siempre un conjunto de obras, tres como mínimo, y la mejor de las tres recibía un premio en honor al dios Dioniso. Atenas no era ni mucho menos la única ciudad que elevaba alabanzas al dios del vino ni la única que ofrecía premios a las mejores poesías en su honor; pero en Atenas siempre tienen la tendencia a llevar las cosas más lejos.
El tirano Hipias era muy devoto de Dioniso, y se cuenta que fue él quien inició la costumbre de emplear un coro (un grupo de cantantes) como apoyo del argumento principal de la obra. Así, las obras dramáticas empezaron a ser más bien como un deporte de equipo: el poeta o cantante competía, acompañado de su equipo de coreutas o miembros del coro. Era difícil, tanto física como mentalmente, y aquella competitividad espoleaba a los hombres a hacerlo mejor, más complejo, más vívido. En la época en que yo era esclavo en Éfeso, alguien introdujo la interacción entre el coro y el poeta, de tal modo que se hablaban y se respondían mutuamente como quien mantiene una conversación corriente en el ágora. Esto puede pareceros poca cosa, niños, pero imaginaos lo que significa para un campesino pobre de la Ática el poder ver a Heracles debatir su destino con los dioses. A Agamenón, pidiendo a su hijo que lo vengue. Cosa fuerte. Los sofistas lo censuran, diciendo que acaba con la piedad de los hombres; pero a mí siempre me ha encantado.
Frínico había sido el más destacado durante mucho tiempo y había ganado un premio tras otro. Pero cuando escribió la Caída de Mileto, dio un nuevo rumbo al arte dramático, porque en vez de escribir acerca de los dioses y de los héroes, escribió sobre un hecho que acababa de suceder en el mundo de los hombres. En su obra figuraban muchos actores; no solo un coro, sino una docena más de hombres que representaban un papel cada uno. Aparecía Istes, que combatía en la muralla hasta el final; e Istieo, y Milcíades… y yo.
Por entonces yo no era ciudadano de Atenas y, por tanto, no se me permitía participar en la obra. Además, algunos lo podrían haber considerado un acto de hibris. Pero Frínico me pidió que asistiera a la competición en que iba a presentarse la obra, que fuera su huésped y que fuera a apoyar a Milcíades.
Ya se había recogido la cosecha y mis esclavos eran, en su mayoría, hombres honrados capaces de trabajar un mes entero sin mí. Además, allí estaría Hermógenes, y también Tireo. No me detuve a pensármelo. Tomé un caballo; pedí prestado a Idomeneo un joven, Estiges, para que me hiciera de criado, y me fui a la Ática a caballo cruzando la montaña.
Esta vez fui mucho más cuidadoso al acercarme a la poderosa Atenas, y rodeé toda la ciudad y llegué al portón de la finca de Arístides a la hora en que se estaba poniendo el sol de otoño y los hombres se arrebujaban en sus clámides para protegerse del viento y del frío oscuro.
Salió a recibirme su mujer, avisada por sus criados. Me sorprendió otorgándome el relámpago de su sonrisa y un beso rápido en la mejilla.
—Arímnestos de Platea, siempre serás amigo de esta casa —dijo—. Mi marido se retrasa en volver del Ágora. ¡Haz el favor de pasar!
Siempre he apreciado a esa mujer.
—Despoina, este es Estiges, que me hace de hipaspista. No es esclavo.
Ella le dedicó una inclinación de cabeza.
—Entonces, me encargaré de su cama —dijo—. Tú querrás bañarte.
No era una pregunta.
Acababa de salir de mi baño y me estaba secando con la toalla y arrepintiéndome de haber vertido tanta agua caliente en el suelo de la señora de la casa, cuando Arístides entró apartando la cortina y me abrazó. Todavía llevaba en el manto de lana el frío del exterior.
—¡Arímnestos! —dijo.
La última vez que lo había visto yo había sido cuando su barco pasó velozmente junto al mío, saliendo de la bolsa de la muerte en Lade.
—Saliste vivo —dije con satisfacción.
—Y tú también, mi héroe plateo. Por los dioses, luchaste como el propio Heracles —dijo, y volvió a abrazarme.
Otros hombres habían dicho otro tanto, pero los otros hombres no eran Arístides, aquel mojigato de la justicia de palabras suaves, y yo valoré aquellas palabras… bueno, hasta hoy.
Lo seguí hasta una mesa que estaba puesta junto al telar de su esposa, y los tres comimos juntos. Más adelante surgiría la moda de excluir a las mujeres de muchas cosas; pero no se hacía así por entonces. Había carne de un sacrificio, atún fresco (un plato magnífico), buenas gachas de cebada y rico pan de trigo. En Platea, aquello habría sido un festín. En Atenas, no era más que una cena con un hombre rico.
—¿Cómo está el proceso de Milcíades? —pregunté después de haber comido hasta saciarme.
Entre los griegos, es de mala educación hacer preguntas difíciles durante una comida. A decir verdad, también es de mala educación en Persia, en Egipto, en Sicilia o en Roma.
Arístides se limpió los dedos en un paño (mi hermana le habría dado una patada, pero las costumbres varían de una ciudad a otra) y frunció los labios.
—En vista de las pruebas, el jurado no puede menos que condenarlo —dijo.
Percibí un cierto matiz en su voz, y enarqué una ceja.
—¿Pero…? —pregunté.
Se encogió de hombros.
—A los hombres solo se les condena rara vez en virtud de las pruebas —dijo—. El caso de Milcíades se ha convertido en una medida del alcance del Gran Rey dentro mismo de nuestra ciudad. El pleito lo presentaron los alcmeónidas, con malicia, y tengo motivos para creer que estaban pagados por el Gran Rey.
—Y lo triste es que todos sabemos que Milcíades tenía toda la intención de hacerse el amo de la ciudad —dije yo, riéndome.
Arístides frunció el ceño.
—Quisiera que expresaras las cosas con mayor precisión, plateo. No sabemos nada de eso. Sabemos lo que podría haber hecho si hubiera derrotado a los persas y a los medos en Lade —dijo, y se encogió de hombros.
Reconozco que me reí.
—¡Arístides! —dije, al caer en la cuenta—. ¿Tú eres su abogado? ¿Tú, su enemigo?
Su mujer se echó a reír, y yo di una palmada en la mesa; y el paladín de la justicia y del honor de los atenienses nos miró con despecho, como si fuésemos unos niños traviesos y él fuera nuestro pedagogo.
—¡No tiene gracia! —exclamó.
Probad vosotros a impedir que alguien se ría diciéndole esas palabras.
—Además, tampoco soy su enemigo ni mucho menos —dijo.
—Claro que no —dije yo, y volví a echarme a reír. No pude contenerme, y su mujer se rio conmigo.
—¿Por qué será —preguntó él cuando volvimos a recobrar el aliento— que los que vienen a visitarme siempre se burlan de mí, y tú, despoina, siempre les das pie?
Le puse una mano en el hombro.
—Si quieres ser mejor que los demás hombres, deberás aguantar con paciencia sus burlas —le dije—. Además, si te tomamos el pelo es solo porque te queremos.
—¿Por qué? —preguntó Arístides. Como la mayoría de los hombres rectos, no aguantaba las burlas y ni sabía defenderse de ellas ni tenía idea de por qué se las dirigían. Yo sacudí la cabeza y lo dejé por imposible.
—Perdóname, señor —dije—. Imagínate que no soy más que un pobre extranjero estúpido, y cuéntame cómo puede salir airoso Milcíades de esta acusación.
Arístides, sin atender a mi tono de voz, asintió con la cabeza.
—Muy bien —dijo, tomándome la palabra—. La cuestión que se debería plantear al jurado es si Milcíades quería hacerse tirano o no. Pero en realidad la cuestión que debe resolver el jurado es más sencilla y más compleja a la vez: si Atenas debe ofrecer resistencia a Persia o no. Si hubiésemos vencido en Lade, este juicio no habría tenido lugar.
Opté por no comentar que, si hubiésemos vencido en Lade, Milcíades habría desembarcado aquí con cincuenta trirremes y cinco mil hoplitas y se habría hecho el amo en poco tiempo. Es mejor no decir en voz alta todo lo que nos viene a la cabeza.
—La gente sabe que el Gran Rey se apoderó de Mileto. Gracias a Frínico, la gente sabrá desde mañana lo cerca que estuvimos de derrotar a Datis, y cómo nos traicionaron los aristócratas de Samos. ¿Sabías que los trierarcas de allí fueron apedreados por una turba? ¿Y que se van a erigir estatuas a los once capitanes que siguieron fieles a nosotros?
—Algún día me encontraré con Dionisio de Samos en un callejón oscuro —dije.
—Demasiado tarde —dijo Arístides—. Lo mataron sus guerreros para lavar la deshonra de su defección.
—Hicieron bien —dije. Aquella era, en efecto, la mejor noticia que había oído aquel día—. ¡Su sombra no irá nunca al Elíseo!
Vertimos libaciones a Zeus, que vela por los juramentos, y a las Furias, que vengan a los hombres injuriados.
—Así pues —dijo Arístides cuando el vino hacía charco en el suelo—, en resumen, queremos recordar a todos los miembros del jurado (y, en realidad, a todo el mundo) que combatimos junto a los hombres de Mileto y que habríamos alcanzado la victoria si no hubiera sido por la traición. Y queremos recordarles que, si llega a mandar aquí el Gran Rey, nuestros hijos y nuestras hijas pasarán a servir a sus soldados como los sirvieron las doncellas de Lesbos y de Quíos.
Aquello se parecía mucho a una mentira descarada; al menos, era forzar la verdad. El saqueo de las islas había sido horrible, pero no era representativo de la política corriente del Gran Rey. Por otra parte, era verdad que había sido terrible. Asentí con la cabeza.
—Y si los hombres de esta ciudad ven en Persia una amenaza, y si ven que podemos plantar cara al Gran Rey, entonces harán callar a los alcmeónidas, se mantendrán firmes y declararán inocente a Milcíades.
Arístides se había puesto de pie. Estaba pronunciando un discurso.
Aplaudí. Su esposa hizo lo mismo.
Él se sentó y agachó la cabeza.
—Pero aquí, en mi propia casa, diré que tengo muy pocas esperanzas —dijo—. Hoy han intentado matar a Sófanes.
Yo sonreí. No sabía que Sófanes siguiera vivo.
—He visto en acción a ese muchacho —dije—. Ningún asesino a sueldo podrá nunca con él.
—Ayer dieron una paliza a Temístocles —prosiguió él—. Está convirtiéndose en cabeza de la demos. A mí no me cae bien, pero está de nuestra parte en contra de los alcmeónidas y de los partidarios de estos —se encogió de hombros—. Los hombres no se atreven a hablar abiertamente.
Me froté la barbilla, pensativo.
—¿Cómo va mi pleito contra los alcmeónidas por mi muchacha esclava y por mi caballo? —le pregunté.
Arístides se quedó paralizado como si le hubieran dado un golpe.
—Por Zeus Soter, se me había olvidado —dijo—. Debo pedirte disculpas; Milcíades es tu proxenos, y debería habérmelo recordado.
El proxenos es el hombre (que suele ser un hombre destacado) que representa en su ciudad los asuntos de la tuya. Milcíades era el proxenos de Platea en Atenas.
Tomé un trago de vino.
—Pienso recuperar a esa mujer —dije—. Recurriendo a la violencia en caso necesario. Hice un juramento, y me lo han recordado hace poco. Aunque me rebajo al reconocerlo, yo también me había olvidado de ella.
—Hace más de un año que juramos el pleito —dijo Arístides—. No debes recurrir a la violencia, Arímnestos. Esta ciudad simboliza el imperio de la ley.
—Hum —dije.
Había matones a sueldo que pegaban a mis amigos. Milcíades temía por su vida a manos de su propia gente. Y yo me sentía vivo por primera vez desde hacía meses.
Yocasta, que estaba junto a Arístides, enarcó una ceja y se pasó por la garganta uno de sus largos dedos.
Capté lo que me quería decir con tanta claridad como si me lo hubiera dicho a gritos, y le sonreí.
—¿A qué se debe esa sonrisa? —preguntó Arístides.
Me encogí de hombros.
—Estoy a gusto aquí, contigo —dije con absoluta sinceridad.
A la mañana siguiente fui a visitar a Milcíades, al que tenían en una de las cuevas por encima del Ágora. Los que lo custodiaban eran principalmente amigos suyos.
—Aquí estoy a salvo —dijo con una sonrisa, después de haberme abrazado—. A Arístides lo matarán en el Ágora, a menos que se busque un guardaespaldas. El imperio de la ley ha terminado. El Gran Rey tiene comprados a los ricos, y estos tienen comprados a los matones. Desde ahora, habrá poca justicia.
Podría haberle dicho que si él se hubiera erigido en tirano tampoco habría habido mucha justicia, pero… que el Hades se lleve esa idea.
Milcíades era mi héroe de la infancia, y era amigo mío.
—Pienso tomar medidas —dije, mirando a un lado y a otro.
—¿Medidas legales? —preguntó Milcíades—. Eres extranjero.
—Tú eres mi proxenos —dije—. Y he jurado un pleito contra Cleito, de los alcmeónidas.
—Así es —dijo. Se encogió de hombros y enarcó las cejas—. Pero no entiendo qué importancia puede tener eso.
Miré a un lado y a otro.
—¿Confías en todos estos hombres?
—Por supuesto —dijo Milcíades; pero sus ojos decían lo contrario.
—Baste decir que si muevo mi pleito, tú tendrás que intervenir en mi nombre —dije, inclinándome hacia él. Milcíades no era Arístides, y no conocía la ley tan bien como el Justo—. Y si eso no te reporta ninguna ventaja, señor, al menos yo podría reclamar a la mujer y el caballo.
Milcíades parecía descontento, pero era demasiado buen hombre como para estar abatido.
—Haré todo lo que pueda —me prometió.
—Tendré que ponerme en contacto con algunos testigos —dije yo—. ¿Paramanos? ¿Y Agios?
—¿Qué tienen que ver esos con tu maldito caballo? —preguntó él; pero entonces empezó a caer en la cuenta. Se atragantó un momento; tosió, y llamó a un muchacho que estaba allí cerca, vestido con los colores verde y oro del padre de Milcíades—. Acompaña al señor Arímnestos a El Pireo, y busca a los hombres a los que tiene que ver —dijo.
—Sí, señor —dijo el muchacho, haciendo una reverencia profunda.
Arístides era un buen hombre, era el Justo; pero en las calles se libraba una guerra civil, y al hacer encadenar a Milcíades, el luchador, los alcmeónidas habían silenciado a su oposición.
Yo quería recuperar a mi muchacha esclava. Y, después de andar haciendo gestiones durante unas cuantas horas, me pareció que la manera más rápida de abrirme camino entre el enredo de la política ateniense sería romper unas cuantas cabezas.
Yo tengo un gran respeto a la democracia, amigos míos. Pero a veces la democracia necesita un poco de ayuda.
Fui a ver en primer lugar a Frínico. Fue fácil encontrarlo; vivía en una casa buena, en lo alto de la colina, junto a la Acrópolis. Encontré la casa a base de preguntar, con una mano en la bolsa y vigilando con un ojo la presencia de matones pagados por los alcmeónidas.
Se alegró de verme. Lo más probable era que sus días de militar hubieran terminado; había sufrido dos heridas casi mortales, y me dejó claro que consideraba que los dioses lo habían vuelto a la vida para que restableciera el equilibrio tras la pérdida sufrida en Lade. Como era él quien me había enviado la carta, pasé una noche con él, comí de lo que tenían e intenté ayudarle en lo que pude, pues me di cuenta de que estaba viviendo con austeridad.
Su esposa, Irene, era amable, prudente en el gasto, y estaba tocada de una tristeza que suelen tener los que no pueden tener hijos; o podía ser que fuera la pobreza lo que la estaba agotando. Yo tenía un remedio contra la pobreza, y, mientras su marido se echaba la siesta, me llevé aparte a Irene. Ella se cubrió la cabeza con un velo; no estaba acostumbrada a hablar con hombres sin que estuviera presente una tercera persona.
Dejé en la mesa una bolsa.
—Tu marido no recibió su parte de nuestro último viaje —dije con prudencia—. No me gusta hablar de ello… sé que él participaba por cuestión de principios, y no por el sucio botín.
Ella había bajado los ojos con prudencia; pero entonces los levantó y los clavó en los míos.
—Entiendo —dijo con firmeza—. Está claro que eres más caballero que algunos otros amigos nuestros.
Yo me reí.
—No lo creas, señora. Pero ese dinero es suyo, y ¿me permites que compre algo de vino para la cena?
Ella sacudió la cabeza bajo el velo.
—Yo sería la primera a la que me agradaría un buen vino —reconoció.
Cuando Frínico se despertó, se sentó a mi lado ante la mesa campestre que dominaba la sala principal.
—Irene está más contenta hoy —dijo—. ¿Qué le has dicho?
—Me he tomado la libertad de compraros un buen vino —dije. Le puse la mano en el hombro al ver que se le oscurecía el rostro—. No me vengas con monsergas, hermano. Estás más pobre que una rana sin charca, y necesitas una buena ánfora para sacar adelante la obra.
—Si es que se estrena —dijo él—. Joder, Arímnestos. Cleito y los alcmeónidas ofrecieron dinero para que la suprimieran, y ahora han amenazado con darme una paliza a mí… o a Irene, si se estrena. Dicen que pagarán a alborotadores para que interrumpan la representación, tal como hicieron para que fracasara el festival del regreso de Milcíades.
Yo sacudí la cabeza.
—No cedas ni un dedo —le dije—. Yo me estoy ocupando del problema de los alcmeónidas.
—¿Qué puedes hacer tú? —preguntó—. No pretendo ofenderte, Arímnestos, pero ¡no eres más que un extranjero!
—Y tú necesitas un guardaespaldas —dije yo. Sabía dónde encontrarlo.
Aquella noche comimos buen pescado y bebimos buen vino, e Irene mintió como buena esposa y dijo que se había encontrado una moneda de plata grande entre las tablas del suelo. Y a la mañana siguiente me disculpé y los dejé, sintiéndome culpable. Frínico me necesitaba. Pero lo que necesitaba de verdad era que su obra tuviera éxito.
Mi parada siguiente fue la casa de Cleón. Éste estaba más sereno que la última vez que lo había visto.
—¿Ahora eres thetes? —le pregunté.
Él se encogió de hombros.
—Me bebí el dinero que gané con Arístides —dijo—. Después de que se murieran, quiero decir. Y algo me lo gasté en putas.
Recorrió con la mirada el cuarto principal de su casa. Estaba limpio porque estaba vacío.
—¿Cuál es tu oficio? —le pregunté.
Miró a la calle a través de la puerta.
—Yo era grabador de cerámica —dijo—. En realidad, es difícil de explicar. Grababa las escenas en la superficie de las piezas más caras antes de que las pintara el pintor. Pero ahora se ha impuesto un estilo de pintura completamente nuevo, sin grabado, y no me salen muchos encargos; y lo que me dan… bueno, los esclavos ganan tanto como yo —sacudió la cabeza—. Antes de la muerte de Yani, yo tenía una barca de pesca, la de mi pater. Así íbamos tirando. Pero la vendí.
—¿No tienes tierras? —le pregunté.
—Ya no —reconoció.
—¿Querrías trabajar para mí?
—¿Aquí? ¿En Atenas? —preguntó él.
Lo observé un momento, porque a mí no me hacía falta un borracho, y tenía que cerciorarme de que el hombre que había estado a mi lado en el combate de Éfeso seguía allí. Empezaban a salirle canas en las sienes, tenía el quitón sucio y tenía la piel curtida del hombre que había dormido demasiadas veces a cielo abierto en los callejones.
—No —dije—. Es decir, te necesito aquí durante unos días. Vamos a romper unas cuantas cabezas. Y después tendrás que marcharte, porque los alcmeónidas acabarán por descubrir quién eres, y querrán matarte.
—¿Y entonces, qué? —dijo Cleón con gesto de incomprensión.
—Y entonces te vendrás conmigo a Platea y volverás a empezar —me acerqué a él—. Vende esta casa, vete a Platea y hazte ciudadano. Estarás a mi lado. Serás mi amigo.
—¿En una finca? —me preguntó.
—Si eso es lo que sabes hacer, sí. ¿Tienes aquí algo que te retenga? —le pregunté, recorriendo su casa con la vista.
—Ni una sola cosa jodida —dijo Cleón—. ¿A quién hay que matar?
Paramanos me abrazó como a un hermano perdido. La última vez que lo había visto yo fue cuando huimos de Galípoli, y por entonces se estaba recuperando poco a poco de las muchas heridas que había sufrido en el combate de Lade; y al volver a vernos bebimos más vino de lo que habría sido prudente.
Tiene gracia… Creo que Paramanos y yo podríamos haber sido grandes amigos desde siempre, si no hubiera sido porque en los primeros momentos en que sirvió a mi mando yo recurrí al miedo para imponerme; y creo que mientras estuvo a mi servicio me odiaba. Las relaciones entre hombres pueden ser tan complicadas como las relaciones entre mujeres.
Pero aquello cambió con Lade, como veréis. Después de Lade, los supervivientes… no lo olvidamos nunca.
Negro se sumó a nosotros, así como Herc, mi primer maestro en las cosas de la mar; y Cleón y él se abrazaron, y bebimos demasiado vino barato, como ya he dicho. Aparecieron otros hombres: remeros, marineros, hoplitas.
—Milcíades nos necesita —dije.
Agios, que había sido timonel de Milcíades, asintió, y Cleón se encogió de hombros, pero Paramanos negó con la cabeza.
—Aquí no soy ciudadano —dijo—. Y me han dejado bien claro cuál es mi categoría aquí. Cuando me hayan pagado mi sueldo, me volveré a Cirene con mi dinero.
Negro asintió con la cabeza.
—¿Tú también? —dije, volviéndome hacia él.
—Atenas no es mi lugar —dijo.
—Herc, ¿eres tú ciudadano? —le pregunté a este.
—Ah, desde luego —dijo—. Nací thetes, pero en el último censo me hicieron hippeis —dijo, encogiéndose de hombros—. Por mucho que ahora sea terrateniente, los hombres acomodados me tratan como a una mierda. ¿Crees que en Galípoli vivía como un exiliado? Odio a Atenas. La ciudad de los aristócratas —miró a su alrededor—. ¿Sabes qué? La gente corriente estaba mejor con la tiranía.
Cleón soltó su risa extraña, y me di cuenta de que Herc y él se entendían muy bien.
Debo explicarme. En lo que a mí respecta, mi lealtad a Platea era absoluta. Oír que aquellos tres hablaban mal de Atenas (sobre todo Herc, que según todos los indicios había hecho fortuna a su servicio) me soliviantaba. Lo de Cleón lo podía entender. Su ciudad le había fallado. Pero ¿y Herc?
—Sois un hatajo de desagradecidos —dije—. Milcíades os ha hecho ricos al servicio de Atenas; y, ahora que os necesita, ¿vais a huir a Cirene?
Paramanos se acarició la barba.
—Sí —dijo, desviando la mirada—. He recibido amenazas. Mis hijas han recibido amenazas.
Agios asintió con la cabeza, claramente descontento.
—Caballeros, estamos sentados a esta mesa cinco bandidos cuyos nombres bastan para que los mercaderes sirios se caguen encima… ¿y os dan miedo las amenazas de unos bujarrones de El Pireo? —me puse de pie—. Yo voy a tomar medidas. Pensaré cuidadosamente mis medidas, pero no recurriré a la ley… más que a modo de cebo. Cuando haya terminado, no quedará nadie que pueda amenazar a vuestras hijas. Uníos a mí. Todos se lo debemos a Milcíades.
Paramanos hizo una mueca extraña.
—¿Verdaderamente debemos algo a Milcíades, amigo? —se encogió de hombros, pero me miró a los hombros con firmeza—. Sé sincero… Milcíades se sirve de nosotros; y ahora que ha caído, no puede ayudarnos. ¿Por qué vamos a ayudarle a él? Escucha: si se tratara de ti, o de Herc, o de Negro, o de Cleón, aquí presentes, yo me abriría camino a cuchilladas entre los canallas. Pero esta no es mi ciudad, ni mi lucha.
Negro se encogió de hombros.
—Soy tu timonel —dijo—. Pagaste mi libertad. Haré lo que digas —bebió un trago de vino—. Me he casado —añadió, con un gesto defensivo como si temiera una represalia.
—¿Que te has casado? ¿Cómo es ella? —le pregunté.
—Como cualquier pescadera ateniense, pero más escandalosa todavía —dijo Paramanos—. Ya la conocerás más tarde. Dime por qué debo colaborar yo.
Yo habría sido capaz de presentar argumentos (Heráclito me había enseñado bien); pero sacudí la cabeza.
—No, hermano. La cosa depende de ti. A pesar de sus defectillos, Milcíades ha sido amigo nuestro. Creo que se lo debemos —miré a unos y otros—. Sí… se sirve de nosotros. Y, por los dioses, sabemos que quería ser tirano, y que habría vendido a su propia madre a un burdel con tal de conseguirlo. Pero ¿cuántas veces nos ha conducido a las riquezas? ¿Eh?
Paramanos sacudió la cabeza.
—Sabes que lo haremos… todos lo sabemos —dijo—. Aunque solo sea para enterarnos de cuál es tu plan.
—Necesito a ciudadanos —dije. No me detuve a pensar a qué se debía su cambio repentino de opinión: ya lo había esperado—. ¿Cuántos remeros de tus barcos son ciudadanos? ¿Cuántos infantes de marina lo son?
—Una docena de infantes de marina… muchos de ellos son zeugitai, miembros de la clase de los hoplitas. Y puedo reunir a cincuenta remeros que son thetes. ¿Por qué? —me preguntó, mirándome.
—La fuerza principal ha de ser de ciudadanos —dije—. Y debemos poner a sus familias a salvo; en Salamina, por ejemplo.
Mi plan era sencillo, mucho más sencillo que los de Frínico y Arístides, con sus complicaciones de coros y de discursos de actores. Les expliqué lo que tenía pensado, y después reunimos a los remeros. Estábamos en invierno, y a la mayoría les agradó que les salieran unos días de trabajo. La mayoría eran tan pobres cuando estaban en tierra, que la perspectiva de trasladar a sus familias a Salamina (la isla que está frente a la costa de Atenas, por si no lo sabíais) les parecía una fiesta. Yo les pagué lo suficiente para que, en efecto, fuera una fiesta.
Como ellos mismos eran de clase baja, pudieron decirme dónde podía encontrar a otros, informadores y gente por el estilo. Lo más probable es que este fuera el punto esencial de mi plan, y mi necesidad de información tenía un remedio sencillo.
El dinero.
Subí por dos veces las colinas de Atenas para ver a Milcíades y pedirle más dinero; supuestamente, para sacar adelante mi pleito. Como él era mi proxenos, tenía el deber de ayudarme, y la primera vez lo hizo de buena gana. La segunda vez, no se alegró mucho de prestarme en moneda de plata lo que vale una buena finca. Pero me lo prestó.
—En nombre del Tártaro, ¿para qué necesitas toda esta plata, pirata plateo?
—Para comprar a los del jurado —le dije.
El delito se traga el dinero como los buitres se tragan la carne de un animal muerto. Sobornar al jurado es una tradición antigua y honorable en la democrática Atenas; naturalmente, es una tradición que favorece descaradamente a los ricos. Ja, la democracia.
Todas las formas de gobierno favorecen a los ricos, cariño.
Compré a bastantes hombres. Repartí a los marineros y a los infantes de marina en equipos, y puse uno bajo el mando de Cleón, con el encargo de que vigilaran a Frínico. Aquel sería el equipo más visible para el público, y yo haría desaparecer a Cleón más tarde. Éste tenía, además, otra tarea, la de pagar a informadores para que buscaran a mi chica.
El equipo de exploradores estaba dirigido por Agios. Reconocieron las posesiones de los alcmeónidas.
Lo malo de repartir tanto dinero es que resulta imposible que no se sepa.
Estaba oscureciendo; había una lámpara de aceite en cada ventana, y los propietarios de burdeles con más espíritu cívico también tenían una lámpara grande ante sus establecimientos, colgada de la exhedra. Yo estaba subiendo la colina por las callejas al sur de la Vía Panatenea para ver cómo seguía Frínico, cuando vinieron por mí. Eran cuatro hombres.
Dos de ellos ocupaban todo el ancho de la calle ante mí. Llevaban espadas.
—Es él, el plateo —exclamó uno.
—Nos envía un amigo —dijo el más pequeño de los dos hombres que teníamos delante—. Habíamos pensado razonar contigo quizá —añadió, y se rio.
Oí moverse algo a mis espaldas y supe que eran más. Pero los dos que tenía delante estaban al borde… todavía les faltaba un poco para alcanzar el ánimo suficiente para atacarme. Es un proceso que he visto en bastantes ocasiones; hay hombres que tardan una eternidad en prepararse para la lucha, mientras que otros son capaces de luchar en cualquier momento.
Me llevé una mano a la espada; en Atenas no estaba nada bien visto que los hombres llevaran armas por las calles; pero de noche y con un manto grande nadie te iba a decir nada. El hombre más pequeño volvió a reírse. La diferencia numérica era mala; luchar uno contra cuatro es una locura, a menos que no te quede más opción. La calle en la que estaba yo era, en realidad, un callejón, no más ancha que la estatura de un hombre, y yo estaba en un punto en que alguien había construido sin mucho respeto a las ordenanzas y el callejón se estrechaba todavía más y formaba un recodo.
Uno de los hombres a mi espalda dio un tropezón en una piedra y profirió una maldición. Yo oí la maldición y sentí que el hombre agitaba los brazos para guardar el equilibrio; y entonces me volví sobre la planta del pie y le dirigí la punta de mi espada al costado. No lo hice con toda la habilidad que había querido, y la espada resbaló sobre sus brazos y la punta se enganchó en sus costillas, y el hombre me acertó con el puño en la cara; no con la fuerza suficiente para aturdirme, pero sí para empujarme hacia atrás.
Lo peor de todo fue que el hombre cayó con la punta de mi espada clavada entre las costillas, arrancándome la empuñadura de la mano. Me arranqué el manto de un tirón, haciendo saltar la buena fíbula de plata, que se abrió y cayó a la calle con un ruido metálico; sería un bonito hallazgo para el primer niño que asomara de la puerta de su casa a la mañana siguiente. Los lastres del manto dieron en la cara al más pequeño de los dos hombres que tenía delante (allí intervino tanto la suerte como la preparación), y le hicieron retroceder cuando podía haberme destripado.
En una pelea como aquella no se piensa de manera consciente. No existían huecos, ni presas ni ataques que bastaran para liberarme. Yo no tenía ningún arma. Mientras cambiaba de postura, lancé una patada al hombre mayor de los que tenía delante, y después salté por la ventana abierta que tenía a mi izquierda; mi pie trasero empujó la lámpara de aceite que estaba en el alféizar, que cayó tras de mí y estalló, derramándome aceite en el manto y en el suelo, y llenándome de llamas que me subían por el manto.
Pero había puesto una pared entre mis atacantes y yo. Les arrojé mi manto ardiente y les di la espalda. Me encontré con tres jóvenes que me miraban como si fuera una aparición bajada de los cielos; y quizá lo era, con el fuego que corría por el suelo tras de mí.
El fuego (que no era mucho, debo añadir) contuvo a mis atacantes durante tres o cuatro latidos del corazón, y para entonces yo ya había atravesado la cortina de cuentas de madera que estaba en la puerta de la habitación. Aquello no era un burdel ni una taberna; era una casa privada, y pasé por una habitación en la que había cuatro telares, uno ante cada pared, y atravesé otra puerta mientras oía gritos de hombres a mis espaldas, y salí a un patio. Junto a la puerta del patio estaban de pie dos esclavos, que parecían tan confundidos como suelen parecerlo los hombres en los momentos de emergencia. Los dejé atrás pasando entre ellos sin aflojar el paso, y me encontré en otra calle.
Corrí colina arriba. Veía como punto de referencia el palacio de los pisistrátidas, en la Acrópolis. Recuerdo que dirigí a Heracles una oración de acción de gracias por haberme librado con tanta facilidad de una emboscada en la que deberían haberme matado. La verdad era que, si no hubieran perdido el tiempo en hablar conmigo, ya me estaría pudriendo a estas alturas, ¿eh?
Puede que mis oraciones hicieran venir al dios en mi ayuda, pero en todos los demás sentidos fueron prematuras. En la esquina siguiente me topé de manos a boca con el mayor de los dos hombres que me habían plantado cara en el callejón. Me sobresalté más que él, y él me asestó un golpe casi de lleno con algo que llevaba en la mano izquierda, creo que con un garrote.
Me dio en la parte exterior del bíceps derecho, con fuerza, y me dejó insensible el brazo. Retrocedí, tambaleándome, contra una puerta cerrada, y él recobró el equilibrio, sonrió a la débil luz y se dispuso a terminar conmigo.
Pero se detuvo a gritar a sus camaradas «¡ya lo tengo!» y, mientras tanto, la puerta en que apoyaba la mano insensible se abrió y yo caí a través de ella, agitando frenéticamente las piernas para mantenerme de pie, de tal modo que volví a meter en la habitación al joven que había abierto la puerta y lo dejé tendido en el suelo.
Era bastante pequeño, guapo, y llevaba maquillaje en los ojos, que tenía desencajados del susto. Yo le había hecho daño, sin duda.
Había un manto colgado de un perchero de madera al borde de la cama; debía de ser el del mismo chico, o lo habría dejado olvidado un cliente. Me apoderé de él mientras el hombre grande entraba por la puerta. Me lo puse en el brazo izquierdo, que tenía insensible pero no inútil, y me planté firme sobre los pies; las cosas sucedían tan deprisa, que solo entonces empezaba a sentir el dolor del golpe de su garrote. El grandullón entraba para rematarme, y yo hice ondear el manto, que pareció llenar el cuarto minúsculo, y mi brazo derecho se movió perdido tras el manto, y mi atacante vaciló.
Todo hombre bien entrenado sabe que los hombres vacilan ante un manto o ante un palo, aunque ninguna de las dos cosas les puede hacer mucho daño, ni siquiera con un golpe directo a la cara. Pero mi manto y mi puño no eran más que fintas, y la patada que le lancé con el pie derecho le alcanzó en la rodilla antes de que hubiera tenido tiempo de retirar el peso de aquella pierna, y noté cómo saltaba la articulación. La mano que sostenía el garrote me pasó por delante, y fue como si hubiera optado por entregármelo voluntariamente; a pesar de la oscuridad y de la confusión, su mano izquierda me rozó la derecha, y tuve en la mano la cachiporra.
Afuera, en el callejón, había hombres. Por el ruido parecía que eran bastantes más de los cuatro del principio.
Mi último adversario se agitaba por el suelo, bramando. En vista de que no hacía por atacarme, respiré hondo y le golpeé detrás de la oreja con su propio garrote, y quedó sin sentido.
El chico pintado soltó un chillido y huyó por una puerta que yo no había visto. Lo seguí, con ánimo de evitar a los hombres de la calle. Salimos directamente al patio central del edificio, que estaba lleno de hombres y de chicos en divanes. Empujé con la cadera una mesa llena de cubos de agua y de vino, y el conjunto cayó con estrépito. Llegué por fin al otro lado del patio, pasé por una puerta que me pareció la más grande y llegué al andrón del edificio, con paneles pintados en las paredes y un techo con pinturas de colores chillones que representaban, como cabía haberse figurado, a Zeus y Ganimedes. Después salí por la puerta principal, pasando por debajo de un par de sátiros que se besaban, y llegué a una calle que estaba bien iluminada con fogariles ante el edificio del que acababa de salir yo, que era un burdel próspero.
Vi a la luz vacilante que venían hacia mí algunos hombres desde el extremo inferior de la calle, una docena o más.
Así que me volví y eché a correr cuesta arriba. No hay manera de luchar contra una docena de hombres al borde de la oscuridad.
Corrí hasta la calle siguiente y me metí por un callejón. Vi bajo el canalón de una casa una cisterna grande para recoger agua de lluvia y salté sobre ella a toda velocidad. Pasé una pierna sobre el alero y subí. Me quedé tendido en la azotea. No podía respirar, y mis dos heridas habían estallado de dolor del mismo modo que se abre una flor al amanecer, y apenas fui capaz de contener un grito.
Oí pasar hombres corriendo (pude haberlos tocado con la mano), que se reunieron con otros hombres en la calle siguiente.
Recorrí la azotea con la vista. Era un edificio de baja altura, de esas viviendas privadas que abundaban en la ladera sur de las colinas antes de que Pericles reconstruyera la ciudad. Una sola planta, adobes sobre cimientos de piedra, con vigas que sujetaban una azotea que también servía para cocinar, para dormir cuando hacía calor… para hacer el amor, si hacía falta intimidad. Había una pareja envuelta en mantas y en pieles de las que asomaban diversas extremidades desnudas, y el hombre se arrebujó más en las mantas como si estas fueran a protegerlo.
Corrí al centro de la azotea, y miré los alrededores. Al sur estaba el muro alto del burdel, y al este estaba la ancha Vía Panatenea; pero por el norte, colina arriba, la azotea siguiente era como una invitación. Tenía que seguir moviéndome; los hombres de abajo no eran tontos.
Corrí, salté, y aterricé mal; los pies me atravesaron limpiamente la algas marinas de las que estaba recubierto el tejado, de manera que me di con la entrepierna en la viga, y durante un momento lo único que fui capaz de hacer fue rodear la viga con las piernas y soltar un quejido. En el interior del edificio, por debajo de mí, sonaron gritos; y la respuesta a los gritos fue un ruido de pasos a la carrera.
A veces, el primer dolor es peor que la lesión resultante. Subí una rodilla a la viga, y el golpe que me había llevado en la entrepierna no me había incapacitado tanto como me temía. Pasé de viga a viga hacia el norte, mientras los hombres se reunían alrededor del edificio, y repetí la operación hacia el norte otra vez, y esta vez salté la cerca del tejado para pasar al tejado siguiente (¡de pizarra, gracias a los dioses!), y corrí por la superficie firme. Olí un fuego de carbón vegetal, y olí también a metal caliente, y me di cuenta de que estaba cruzando la azotea de una herrería; de una herrería grande.
Por el lado norte de la herrería había un callejón; lo salté sin detenerme a reflexionar, y apenas alcancé con los brazos el borde de la azotea más alta, que estaba mucho más alta, porque aquel callejón era como un escalón de gigante. Me quedé allí colgado durante bastantes latidos del corazón, intentando recuperar el dominio de mis piernas entre el dolor; y pasé la pierna derecha sobre el borde de la azotea, y rodé sobre mí mismo.
Me dolían las caderas, y me dolía la entrepierna, y el hombro izquierdo me dolía como si me lo hubiera escaldado con agua hirviendo. En aquella azotea había una cocina al aire libre y un cobertizo pequeño donde el propietario guardaba su brasero y algunos otros cacharros de cocina. Me metí en el cobertizo; un recurso desesperado, os lo digo yo. Si me encontraban allí, sería mi muerte; ya no había retirada posible. Pero yo no pensaba bien, y mi instinto era el de un animal herido. Cerré la puerta y me quedé tendido allí dentro, jadeando.
Oía que los hombres de la calle registraban las casas; irrumpían en ellas, maltrataban a sus habitantes o les amenazaban. Pero todo acto tiene sus consecuencias, y a las Moiras no les fue indiferente mi situación apurada. A medida que aquellos hombres iban de casa en casa, sembrando el caos, los habitantes (hombres y mujeres) se revolvían contra ellos. A los griegos no les hace mucha gracia que invadan sus casas, por modestas que sean.
Oí que el herrero rugía de rabia cuando los asesinos a sueldo volcaron su mesa y le tiraron al suelo la cena. El herrero tenía armas a mano y fuerza para manejarlas, y golpeó a uno de los matones con tanta fuerza que el golpe produjo ese sonido característico como de un melón que se rompe; y el herido se puso entonces a llamar a voces a sus compañeros.
El herrero empezó a llamar a gritos a la guardia. Su voz se oía desde lejos, y a ella se sumaron otras, de amas de casa, de prostitutas y de parroquianos del burdel.
Atenas era por entonces una gran ciudad; pero no tanto como para que el alboroto que hacían entre unos matones ruidosos y cincuenta ciudadanos que vociferaban no se oyera en seguida desde lejos.
Los arqueros escitas (que ejercían de policía de la ciudad desde el tiempo de los tiranos) se presentaron en el momento en que un grupo de asesinos a sueldo irrumpían en la casa donde me escondía yo. Yo había podido seguir su avance por la calle por el cambio repentino del sonido, el parloteo de los ciudadanos que contaban a los escitas lo sucedido.
Ya respiraba mejor, aunque el dolor seguía allí. Seguí tendido, inmóvil, con un ojo pegado a la puerta del cobertizo.
Asomó la cabeza de un hombre por la escalera de mano que subía del cuarto principal, en el piso bajo. No lo reconocí; pero su corte de pelo tosco y su expresión me hicieron ver que era uno de mis perseguidores. Echó una ojeada rápida por la azotea, y después le oí decir que en la azotea no había nadie.
—¡Jodidos escitas! —dijo una voz desde abajo, entre los gritos del dueño de la casa, que era un hombre mayor de voz chillona.
—¡Bandidos! ¡Fuera de mi casa, escoria!
Oí que el hombre recibía un golpe, un golpe tan brusco que se le cortó la voz a la mitad de un insulto.
—¡Tenemos que largarnos de aquí! —dijo un hombre.
—¡Y una mierda! Ese desgraciado vale cien dracmas. Echad de aquí a los escitas a golpes. Está escondido aquí mismo, en alguna parte.
Reconocí la voz; era el hombre del callejón.
El hombre que había revisado la azotea no estaba por la labor.
—Si quieres ponerte a luchar contra los polis, hazlo tú mismo, loco maricón —dijo—. Yo me largo.
—Cobarde —dijo con rabia el jefe; pero ya aporreaban la puerta los escitas.
Entonces, los dos subieron por la escalera de mano a la azotea donde yo estaba. Por debajo de nosotros, los escitas derribaban la puerta.
Mis dos atacantes frustrados se detuvieron brevemente al borde de la azotea, y después se descolgaron hacia el sur.
Yo me quedé allí tendido, sin poder hacer mucho más por cambiar mi suerte. Vi que los escitas registraban la azotea. Hablaban en su lengua bárbara y miraban con cuidado a un hombre junto a la escalera con una flecha en el arco mientras otro tanteaba con su espada; pero no registraron el pequeño cobertizo.
Cuando se hubieron marchado, me quedé esperando largo rato; esperé a que volviera a reinar el silencio en todo el barrio. Después, bajé por la escalera de mano, cojeando; recogí al dueño de la casa y lo dejé acostado en su cama, y salí a hurtadillas por la puerta.
Llegué por mis propios medios a la casa de Frínico. Su pobre esposa se quedó aterrorizada al ver mi aspecto.
Frínico me acostó en su propia cama, ya que su vivienda era demasiado pequeña para tener lujos tales como habitaciones para invitados. Me quedé allí tendido intentando pensar alguna cortesía que decirles, hasta que por fin, mi psyche se desasió de mi cuerpo y me fui.
Al día siguiente, salí cojeando, escoltado por media docena de remeros. Dije a todos los míos que estuvieran ocultos, y yo mismo aparenté miedo y vergüenza cuando Cleito se me plantó delante en el Ágora.
—¿Has terminado de revolver? —me preguntó con una sonrisa—. No tienes buen aspecto, extranjero. Quizá debieras dejar de jugar con fuego y volverte a tu casa.
—Sí, señor —dije con un hilo de voz, exagerando mis lesiones.
En realidad, mis informadores me iban trayendo novedades cada hora. Todos mis planes y mis preparativos llevaban su tiempo, y yo había advertido a mi gente (los remeros, los informadores y algunos matones a sueldo) de que no quería ninguna violencia mientras yo no diera la orden. Y el dinero, tanto el de Milcíades como el mío, corría como la sangre en un combate naval.
A algunos de mis nuevos amigos no les gustaba que se les hiciera ocultarse. Hubo unas pocas defecciones; pero yo había hecho planes cuidadosos, y nadie sabía en qué consistían, a excepción de Cleón, de Paramanos y de Herc. Los informadores actuaban a ciegas (a cada uno se le encomendaba una tarea concreta); y dado el nivel de la recompensa ofrecida, yo esperaba resultados, y los obtenía.
Voy a hacer aquí una observación. A un hombre que ha sido libre toda la vida, esto le podría resultar muy trabajoso; pero el que ha sido esclavo sabe muy bien cómo y dónde conseguir información. Cómo y dónde comprar violencia. Y cómo planear una venganza. Recordad que el mundo de Atenas funcionaba a base de esclavos, y que a los esclavos, al que más y al que menos, no les gusta ser esclavos.
Una semana después de llegar a Atenas ya me había enterado de dónde estaba mi chica. Estaba trabajando en un burdel de esclavas próximo al Ágora. Estuve tentado de apoderarme de ella; pero así habría descubierto mi juego. Poco después de que mis informadores la localizaran, los dos mejores de ellos (unos tracios, antiguos esclavos, que llevaban una verdadera «agencia de información») me trajeron los nombres de los hombres a los que había contratado Cleito para que dieran palizas a Sófanes y a Temístocles. Les pagué una pequeña fortuna, y ellos se marcharon de la ciudad durante una temporada; adivinaban lo que tenía pensado. Hicieron bien. Otra informadora, una prostituta muy lista, localizó a mi atacante, al hombre más pequeño del callejón, contando sólo con mi descripción. Era hombre importante en los barrios de clase baja, propietario de una taberna y prestamista. Pagué bien a la mujer y también a ella la envié a Salamina. Mi intención de sacar a toda esa gente de la ciudad después de que hubieran servido para mis necesidades no era altruista del todo; no me fiaba de ninguno de ellos, y de este modo la prostituta no podría contrainformar a Cleito. Quizá estaba siendo injusto con ellos (muchos me ayudaban de buena gana con tal de dar un golpe a la opresión de los aristócratas); pero hablar no cuesta dinero, y ser soplón puede llegar a hacerse costumbre. De modo que los envié lejos, y el dinero de Milcíades pagaba y seguía pagando.
No conté mi plan a Arístides, ni a Milcíades, ni siquiera a Frínico, aunque este empezaba a entender, y Cleón también. Muchos atenienses son grandes hombres, y su ingenio es legendario. Nadie como un ateniense para defender un pleito ante los tribunales, ni para escribir una tragedia. Pero lo que no habían comprendido todos aquellos hombres ingeniosos como Arístides y como Milcíades era que los alcmeónidas no se ceñían a las reglas. Habían tomado el oro persa y lo empleaban para comprar al populacho (a ese mismo populacho que debería estar pidiendo su sangre azul) para que atacaran a hombres mejores que ellos.
Yo me había criado en Éfeso, donde los persas intimidaban a los ciudadanos y donde los ciudadanos recurrían a la fuerza para intimidarse unos a otros. Había sido esclavo. Sabía cómo funcionaba el mundo, como no podrían saberlo nunca ni los alcmeónidas ni el Justo.
Cuando estuve preparado, dije a Arístides que presentara mi pleito civil, y él convocó a Cleito ante el tribunal al día siguiente de la fiesta de Heracles en la Ática, lo cual me pareció buen presagio. El tribunal civil se reunió brevemente; sus miembros estaban impacientes por marcharse a sus banquetes y de vacaciones; muchos hombres se iban al campo durante la fiesta de Heracles, claro está, y algunos también para las fiestas de Dioniso. Un equipo de carpinteros de ribera montaban el teatro de un lado al otro del Ágora; consistía en un tablado de madera, detrás del cual se levantaba la gran construcción de madera llamada skene, y los bancos donde se sentaban los hombres más destacados. La rapidez con que lo montaban me dejó atónito: los trabajadores completaron la skene entre la apertura y el cierre del tribunal.
Se había informado bien al tribunal, y a Cleito lo tomaron por sorpresa. Enrojeció vivamente y gritó algunas tonterías. Se marcó una fecha, y Arístides explicó a los miembros presentes de la Boulé que habría que liberar de la cárcel a Milcíades para que actuara en mi defensa, ya que era mi proxenos.
Era la ley.
Cleito se dispuso a protestar, pero se lo pensó mejor. ¿Por qué no? Él tenía todas las tabas en la mano, y todos sus enemigos iban a estar juntos en un mismo lugar y en un mismo día, en la fiesta de Dioniso.
Yo estaba mirando, de pie junto al teatro desmontable, ordenando los pensamientos dentro de mi cabeza, suplicando a Zeus Soter que me permitiera cumplir mi juramento y castigar a aquel hombre; y el rey de los dioses escuchó mi oración. Vi que Cleito bajaba el puño y se apartaba sonriendo. Era hombre inteligente, como bien sabría yo más tarde, y sabía tan bien como yo que, reuniendo a todos sus adversarios, podría hacernos daño con más facilidad, por medio de sus esbirros o por medio de la ley. Después, como haciendo un gesto de magnanimidad, accedió a que se oyera mi caso en el Ágora el día después de la fiesta de Dionisio, solo cuatro días más tarde.
Yo confiaba en que la idea de que entonces todos seríamos vulnerables haría que mi adversario bajara la guardia. Porque lo que yo tenía pensado era asestar el golpe en la fiesta de Dionisio misma.