8

El día después de una batalla siempre es terrible. En las batallas navales queda oculto lo peor, la peste y los horrores visibles de los muertos, y los gritos de los heridos. En los combates navales quedan pocos heridos.

Cuando digo heridos, me refiero a los que tienen una lanza clavada en las tripas, o una herida tan profunda que solo un médico puede salvarlos, o no salvarlos, como quieran los dioses. Porque después de un combate como el de Lade, todos los hombres tienen cortes, nudillos en carne viva, tirones musculares. Todo hombre que ha luchado cuerpo a cuerpo en barcos tiene heridas pequeñas: un corte profundo en el brazo, una quemadura, una flecha que le ha atravesado el bíceps. Algunos tienen dos. Los luchadores (los hoplitas, los infantes de marina, los héroes) tienen todas las pequeñas lesiones propias de luchar con armadura: las rozaduras, las magulladuras donde la armadura te ha desviado un golpe, los pinchazos donde una escama atravesó el cuero. Si a esto se le añade el cansancio puro, por muy entrenado que estuvieras, entenderéis por qué reina el silencio en un campamento después de una batalla. Los nervios están de punta. Los hombres se insultan unos a otros.

Yo no había vivido nunca una derrota tan total como la de Lade. Tras la batalla de Éfeso, había estado ocupado rescatando un cadáver, y otras cosas heroicas de ese tipo. No presté atención al desánimo general. O puede que fuera demasiado joven.

El desánimo es un asesino, niños. Lo he visto en mujeres a las que se les alarga demasiado el parto, y lo he visto en hombres enfermos, pero sus efectos peores los ejerce en los ejércitos derrotados. Los hombres se suicidan. Los poetas no lo cantan, pero pasa con demasiada frecuencia. Los hombres se matan con sus espadas o se arrojan al mar. Mueren de heridas de las que podían haberse salvado.

Los sacerdotes se afanan, salvando lo que pueden. Los médicos buenos hacen bastante. Pero el día después de una derrota, los que importan son los líderes. Después de una victoria, cualquiera es capaz de liderar a los hombres. Solo los mejores son capaces de hacerlo después de una derrota.

El día después de la batalla de Lade me desperté cayendo en la cuenta de que Estéfano había muerto. Y Filócrates. Y Nearco. Fue cayéndome encima sucesivamente el peso de cada uno, como si sus sombras se estuvieran reuniendo a mi alrededor.

Filócrates estaba en mi barco, envuelto en su clámide, y Estéfano estaba envuelto en su himatión en el Tridente. Eso ya supone un cierto consuelo para un griego. Los honraríamos a su muerte.

Pero no aquel día.

Me levanté, me serví una copa de vino y sentí el dolor de todos mis músculos y de todas mis heridas, las nuevas y las antiguas. Me dolía la cabeza. Dirigí a mi antepasado Heracles una oración, pidiéndole fuerza, y me puse a limpiar mi armadura, prometiendo que, si salía de aquella y volvía a mi finca de Beocia, construiría un santuario en honor de Heracles y llevaría su león en la parte interior de mi escudo. Vosotros, niños, que vivís bien protegidos, ¿sabéis qué aspecto tiene una armadura después de un combate? Está salpicada de sangre, de todos los líquidos que hay dentro de un hombre, de excrementos (o sea, de mierda), y el cuero está lleno de sudor y de miedo. Pero yo no tenía ningún hipaspista que me lo hiciera, y debía parecer un héroe.

Cuando tuve la armadura bien limpia y reluciente, empecé con mi escudo. Tenía roto el borde, allí donde aquel egipcio valiente había estado a punto de matarme, y el cuervo de Apolo me parecía una burla. Apolo me había prometido la victoria. Apolo había permitido que los samios nos traicionaran. Apolo había permitido que la traición triunfara de la virtud. Que lo jodan.

Antes de seguir con mi relato, dejadme que os diga que en Lade habríamos vencido si los samios no hubieran huido. Sé que esta no es la idea más extendida. Sé que en nuestros tiempos los atenienses quieren dar a entender que los jonios eran unos blandos incapaces de derrotar a Persia si no contaban con el apoyo de Esparta y de Atenas para mantenerlos firmes en su labor. Pero esto no son más que estupideces. Los fenicios se presentaron en esa batalla temiéndonos, y los egipcios no querían saber nada y, en la práctica, solo combatieron para defenderse. Si los samios se hubieran mantenido en su lugar en la línea de batalla, Epafrodito habría derrotado a los egipcios, y habríamos vencido.

¿Por qué os digo esto? Porque mi rabia y mi amargura eran ilimitadas. La codicia, la estupidez, la avaricia de unos pocos hombres había matado a mis amigos y me había despojado a mí de mi amor.

El día después de la batalla de Lade, yo quería venganza.

Te lo voy a dejar claro, abejita mía. Todavía la quiero.

Me lavé en el mar… me dolió, bien podéis creerlo. Nada como el agua salada en las heridas recientes. Después, me puse un quitón de lana limpio y unas botas, y mi cota de escamas persa recién limpiada. Me eché al hombro el tahalí de la espada.

Negro entró en mi tienda cuando estaba terminando de armarme.

—¿Qué hay? —me preguntó.

—Reúne a los hombres.

No dije más, y él salió.

Idomeneo me imitó, y cuando acudió a mi lado llevaba un manto tirio al hombro y mi buena coraza de bronce puesta. Harpago parecía un pescador con su gorro de lana. Lo llamé con un gesto, le hice entrar en mi tienda y le pedí que se vistiera como un trierarca.

—Ser jefe es un poco como ser actor —dije—. Tienes que vestirte de acuerdo con el papel que representas. Hoy vamos a tener que tirar de ellos cuesta arriba como un buey que tira de un carro. Todo importa.

Él se encogió de hombros.

—Sí, señor —dijo.

Lo vestí con un himatión rojo de lana y un quitonisco de lino sencillo con una estola de cuero. Idomeneo le trajo un buen casco cretense de un oficial fenicio muerto.

El casco estaba repujado; era una obra de arte.

—Nunca había tenido nada tan bueno —dijo Harpago.

Yo me encogí de hombros.

—Disfrútalo —dije.

Idomeneo sonrió, y yo fruncí el ceño.

—Eres el único hombre de este campamento que sonríe —le dije.

—Ayer luchamos bien —dijo—. Sobrevivimos. No hay por qué llorar.

Así era Idomeneo. Sospecho que era un hombre que vivía al borde de la locura.

Cuando salimos de la tienda, Negro llevaba puesto un quitón magnífico, púrpura, con franjas onduladas rojas y azules en el borde, un paño tan hermoso con el que más que hubiera visto yo en la vida. Y tenía la espada que había tomado yo al persa viejo, y a mí no me parecía mal que se la quedara.

De modo que teníamos buen aspecto. Los hombres estaban mustios y callados; pero cuando nos vieron lo entendieron inmediatamente, y vi que algunos hombres se frotaban la cara y se miraban la mugre de las manos. Bien.

—Hemos perdido —dije. Había unos trescientos hombres en aquella playa en la que el día anterior habían desayunado y habían ofrecido sacrificios un número quince veces superior—. Hemos perdido, pero la vida sigue. El señor Milcíades no dejará de luchar. Nosotros tampoco, mientras queden mercaderes egipcios gordos a los que saquear y oro que gastar.

Lo único que les arranqué con esto fue un gruñido.

—Los persas no se moverán hoy —dije, señalando hacia el otro lado de la bahía—. Les hemos hecho mucho daño, y se quedarán cuidándose las heridas. Pero mañana vendrán por nosotros. Así que, tendremos que habernos marchado. Nos iremos a favor del viento, a Quíos, donde daremos tierra a Filócrates y a Estéfano. Y celebraremos los ritos por todos los que cayeron.

Esto fue recibido con una reacción más animada.

—Pero, antes… —dije, y se levantaron todas las cabezas, y todos los ojos se clavaron en los míos—. Pero, antes, quiero completar nuestras tripulaciones en Mileto, y llevarme a todos los hombres, mujeres y niños que podamos salvar. Antes de que los persas la tomen al asalto. Y eso puede suceder en cualquier momento.

Miré a mi alrededor, y no se oía más que el viento, que agitaba las tiendas de campaña vacías como si fueran velas descuidadas.

—Hemos venido aquí a salvar a esa gente —dije—. Todavía podemos salvar a algunos. ¿Alguien está conmigo?

No estuvo mal, zugater. No estuvo nada mal. Resultó que todos estaban conmigo.

Pusimos buenos guardias todo el día, de manera que, cuando los persas se lanzaron al asalto de Mileto, a pocos estadios de distancia, nos enteramos. No es que lo tomaran por sorpresa ni nada de eso; pero sabían que la ciudad estaba casi desierta, y que probablemente estaba más sumida en el desánimo todavía que nosotros, los que estábamos en las playas.

En el combate se había perdido la mayor parte de la flota de Mileto. El puñado de barcos que sobrevivieron, huyeron rumbo a Samos y a Quíos. Ni un solo barco se dirigió al propio puerto de Mileto, ni siquiera el del propio Histieo, que había dejado a Istes «al mando» de una ciudad desprovista de combatientes.

Como he dicho, montábamos guardia. Vimos dos veces salir patrullas de las playas opuestas, pero ninguna se acercó a menos de diez estadios. Mis dos barcos estaban ocultos por la masa de la isla. ¿Quién se habría esperado que nos esconderíamos en un lugar tan visible?

Nos hicimos a la mar al ponerse el sol. La mayoría de los hombres habían pasado todo el día durmiendo. Teníamos los músculos agarrotados, pero nos habíamos comido todos los animales (vacas, cabras) que encontramos en la playa, abandonados por los griegos; y guardamos cuidadosamente el botín del resto de la campaña, nuestras armas, y poco más.

Cuando estuvimos a flote, dejamos de remar en el canal entre Lade y Mileto, con los remos con sordina y guardando silencio todos. Las peñas nos ocultaban a la vista de la ciudad y de los asaltantes. Pero oíamos la lucha. La ciudad estaba cayendo. No cabía duda.

Aquello era una curiosa carrera contra el tiempo. Por una parte, no podía permitir que mis barcos fueran visibles contra nuestra orilla cuando nos moviésemos, pues en tal caso los fenicios, los egipcios y los cilicios caerían sobre nosotros como buitres. Pero, si esperaba demasiado tiempo, la ciudad caería.

Negro esperaba con aparente impasibilidad, pero Harpago se paseaba de un lado a otro de la cubierta de mando de su trirreme, y sus pies descalzos producían el ruido mayor que se oía en el canal. Las gaviotas volaban y chillaban. El viento soplaba en un campamento donde no quedaba ningún griego. Se oía a lo lejos un murmullo como los truenos de verano.

Recuerdo lo oscura que fue aquella hora y el desánimo que yo sentía. Por si os lo tengo que recordar, con el desastre de Lade yo perdía a Briseida. Para siempre, al parecer. Los persas tienen una expresión… cuando condenan a un noble, le dicen que «vaya a cazar su muerte». Y bien, yo estaba al borde de cazar mi muerte, o puede que ya hubiera pasado ese borde; pero tenía a mis hombres en orden y los había motivado para aquella tarea, y tenía la intención de cumplirla con honor antes de cazar mi muerte.

El sol era una línea carmesí hacia poniente, y nuestra orilla estaba oscura como la pez recién hecha.

—Vamos —susurré.

—Bogad, todos —dijo Negro.

Todos los remos se hundieron en el agua y bajamos por el canal como fantasmas, seguidos por Harpago. Viramos, y allí estaba la ciudad.

Mileto estaba incendiada. El palacio de la Acrópolis ardía; saltaban al aire grandes llamaradas como daimones ardientes, y el rumor de truenos de verano que habíamos oído era ahora el rugido desaforado de una ciudad que estaba siendo pasada a fuego y a cuchillo.

Mileto, la ciudad más rica del mundo griego.

Nos adentramos despacio por el canal de entrada del puerto, manejando cuidadosamente los remos, con los cascos próximos a la orilla de la costa para que no nos vieran. Empecé a soltar maldiciones. Veía soldados en las calles de la ciudad baja, y gente que corría y a la que mataban; pero no había resistencia.

—Apolo, haz justicia —dije en voz alta—. Me debes algo mejor que esto.

Y en ese momento oí sonar el cuerno desde la Torre de los Vientos.

Como es natural, esa ciudadela del puerto fue lo último que cayó; debí haberlo supuesto desde el primer momento. Vi hombres en sus murallas, arqueros, y el corazón me saltó en el pecho.

—Llévame bajo la muralla marina junto a la torre —dije a Negro, señalándola.

—A la orden, señor —dijo él.

Viramos en la bocana del puerto, y, mientras nos dirigíamos velozmente hacia la torre, sentí cuánto quería a mis hombres, hasta el último remero.

Bajé al espigón de un salto, e Idomeneo me siguió.

—Apartaos —grité—, o se nos echarán encima. Esperad mi orden.

Negro me hizo una seña con la mano.

Estaban luchando cuerpo a cuerpo en la escalinata de la torre cuando entré con Idomeneo por la poterna. El centinela, sobresaltado, nos echó una ojeada, vio también, detrás de nosotros, los dos grandes navíos oscuros en el espigón de la torre, y cayó de rodillas.

—Habéis…

—Hemos venido por vosotros —dije—. Llévame con Istes, si es que está vivo.

Corrimos por la muralla, donde los hombres se inclinaban hacia los barcos y los señalaban; yo había olvidado ya todo mi cansancio y mis heridas. Había valido la pena tanta espera y el esfuerzo a que había sometido a los músculos, con tal de ver a aquellos hombres, que se habían dado por muertos, y ahora comprendían que iban a vivir.

Istes estaba con una docena de hoplitas en el arco de la escalera del patio, defendiendo la entrada. Lo vi luchar durante un breve rato. En ese intervalo, su espada mandó al Hades a tres almas, y otros tantos hombres retrocedieron, heridos o simplemente con demasiado miedo como para hacerle frente.

Luchar tan bien cuando no tienes esperanzas es un gran don. O una gran maldición.

En la danza pírrica practicamos el modo de sustituirnos unos a otros en el combate. Eso se practica en todas las ciudades, en todas las polis, en todos los gimnasios. Ningún hombre es capaz de luchar eternamente.

—Sustitúyelo tú —dije a Idomeneo—. Yo voy a organizar esto.

Idomeneo flexionó los hombros, dispuso su aspis y sonrió.

—Sí, señor.

—Que no te maten —le dije—. Estoy corto de amigos —añadí.

Le asomó al rostro su sonrisa loca, y me besó.

—Haré todo lo que pueda, señor.

Se dispuso detrás de Istes; no parecía que ningún otro hombre del patio percibiera la necesidad de dar un descanso a su señor. Después, entre una muerte y la siguiente, dio dos golpecitos (fuertes) en el espaldar de Istes.

Istes echó una rápida mirada a su espalda.

Idomeneo marcó un ritmo dando golpes en su escudo, y uno, y dos… Istes giró sobre sus caderas y se deslizó en diagonal retirándose a la derecha, mientras Idomeneo se adelantaba con el pie derecho por delante, lanzando un gran tajo por alto que obligó al persa que estaba frente a Istes a retroceder un paso; y por fin Idomeneo ocupó el lugar y mató al persa con una finta y un revés, y la línea defensiva quedó tan sólida como lo había estado hacía un momento.

Istes cayó sobre una rodilla y respiró hondo. Después, se quitó el casco, levantó la cabeza y me vio.

Durante un largo momento, lo único que hizo fue respirar hondo y mirarme.

—¿Has venido a morir con nosotros? —me preguntó.

—Estás tan loco como él —dije, señalando a Idomeneo—. He venido a rescatarte, asiático de manos blandas.

Entonces, me abrazó.

—Oh, dioses, creía que ya estábamos muertos y que ningún hombre cantaría nuestro fin. Los jodidos persas son incontables. Y con ellos van griegos, hombres con armadura, como esclavos que luchan por sus amos.

—Tengo que bajar a tus hombres de las murallas y meterlos en los barcos —dije.

—También hay cincuenta mujeres y niños —dijo—. Cuando cayó la ciudad baja, los más listos corrieron a refugiarse aquí.

—Tengo dos barcos —dije—. No voy a dejar atrás a nadie, aunque yo tenga que irme a nado.

Entonces me abrazó de nuevo y echó a correr por el patio convocando a sus oficiales.

Lo difícil sería defender las escaleras y la puerta hasta que estuvieran cargados los barcos. Los hombres que defendieran las escaleras tendrían pocas probabilidades de sobrevivir… y es más difícil convencer a los hombres de que mueran cuando saben que hay esperanzas de salvación.

Pero a Istes lo querían sus hombres. Eligió a diez para que ocuparan el lugar de los que estaban luchando entonces, que serían los primeros que irían a los barcos, todavía aturdidos del combate y por el vuelco que había dado su suerte.

La dificultad siguiente sería bajar a los arqueros de las murallas de la ciudadela sin que los persas ni los lidios se dieran cuenta de que nos marchábamos.

Vi a Teucro y le saludé con la mano. Él bajó de la muralla.

—Ya había oído decir que estabas aquí —dijo, con una sonrisa que le llenaba el rostro—. ¿Es verdad que nos vas a llevar a todos?

Me eché a reír. Se me había pasado el desánimo. Cuando salvas un centenar de vidas, te resulta difícil estar desanimado. Cada milesio que subía a bordo de mis barcos daba ánimos a mis remeros. Cada mujer con un niño de pecho en brazos era como una nueva vida para un infante de marina herido.

Cuando vi que Idomeneo flaqueaba, le di unos golpecitos. Los persas eran inexorables. Llegaban a oleadas, decididos a acabar con nosotros. Y seguían sin saber que nos marchábamos.

Idomeneo desjarretó a un arquero de un tajo por debajo de su escudo, giró mientras el hombre gritaba, y yo ocupé su lugar antes de que el enemigo hubiera terminado de caer al suelo.

El persa que ocupó el lugar del caído llevaba una lanza larga con una pesada bola de plata al final. Le lancé tres golpes rápidos, repitiendo tres veces el mismo ataque. La tercera vez le superé la guardia y la punta de mi lanza le atravesó la muñeca y se le clavó en el cuello.

El hombre que estaba a mi izquierda cayó (no tengo idea de qué le había pasado) y, de pronto, nuestra línea había desaparecido.

Me adelanté con energía entre los enemigos, y mi lanza los diezmaba como una cigüeña que caza ranas. Me sentía más rápido y más fuerte que el resto de los hombres, y no tenía miedo. Aquella noche yo era el salvador de Mileto, y las llamas de la ciudad moribunda encuadraban a mis víctimas.

Despejé las escaleras. ¿Qué más puedo decir? Abatí a ocho o diez hombres, y los demás huyeron. Me llevé golpes en la armadura, y mis adversarios no eran hombres plenamente armados; pero, con todo, aquel fue uno de mis mejores momentos. Sin embargo, recuerdo poco, sólo que me quedé solo en lo alto de la escalera y jadeaba como un caballo después de una carrera; y la fila volvió a formarse detrás de mí, y los hombres empezaron a jalear mi nombre.

—¡A-rim-nes-tos! ¡A-rim-nes-tos! —gritaban.

Oí que al pie de las escaleras los oficiales gritaban órdenes y los hombres formaban. Tomé una lanza pesada que alguien había abandonado, la levanté y salí bajo las flechas de los persas.

Dos se me clavaron en el escudo, pero yo sabía que los dioses me habían vuelto invulnerable. Me adelanté y arrojé la lanza hacia uno de los oficiales persas. La recibió bajo el brazo, y yo retrocedí y me reí. Aproveché aquella pausa para observar las puertas de la ciudadela; pero estaban destrozadas, y la puerta solo se podía mantener cerrada con una fila de hombres.

—Venid conmigo —grité a los milesios, y estos se adelantaron despacio y con desconfianza… aunque yo fuera su salvador, era un extranjero—. Poneos ahí —indiqué a los hombres del patio—. Cerraos… como una falange. Sin huecos. Escuchadme. Sus flechas no os pueden alcanzar aquí. Cuando nos retiremos, las columnas de la izquierda se retirarán por la escalera izquierda de la muralla, y las columnas de la derecha por la escalera de la derecha de la muralla. ¿Entendido?

Todavía nos quedaba un minuto. Así al último hombre de la derecha y al último de la izquierda.

—¡Seguidme! —grité, y me los llevé por la puerta—. Tú, ve por allí, en columna de a uno, como al formar o deshacer la danza pírrica.

No me entendió; pero otro sí, y yo metí de un empujón al primer hombre en la tercera fila.

—Perdona, muchacho. Necesito a uno que piense. Tú… ¿podrás vivir el tiempo suficiente para que suban esas escaleras?

El nuevo filarca se encogió de hombros.

—¡Ya vienen! —gritaron los hombres que estaban en la puerta.

Volví allí con los dos que acababa de nombrar filarcas. Tuvimos tiempo de ocupar nuestros lugares; yo, en el centro de la línea, y ellos dos en un extremo cada uno. Estábamos siete hombres por fila, en tres filas en fondo.

—Escuchad —dije—. Recibimos su ataque y aguantamos. Cuando yo dé la orden, cedemos terreno hasta el borde del patio… y, después, atacamos. ¿Podréis hacerlo? Nada de quedarse atrás… todos juntos.

Y entonces cayeron sobre nosotros. Era la guardia personal. Ciro iba en cabeza, y yo lo reconocí en cuanto subió por la escalera; y, según me enteré más tarde, él me reconoció a mí al oírme gritar mis órdenes.

Eran los mejores hombres de Artafernes, espadistas selectos, nobles todos ellos y hombres disciplinados. Nos atacaron todos juntos, y nuestra línea cedió un paso, y empezamos a luchar.

Ciro no me hizo frente personalmente, por suerte o por la voluntad de los dioses. Llevaba un escudo de mimbre grande, y empujó con él al hombre que estaba a mi lado.

Yo no esperé el ataque del hombre que tenía delante Le arrojé una lanza por bajo, le di en el tobillo y el hombre cayó; y yo me adelanté por aquel espacio libre, dejando atrás a Ciro. Tenía mi segunda lanza, y mi escudo era mejor que los de ellos. Mi segunda lanza, como la que había tenido en tiempos para matar ciervos, tenía una punta ahusada muy dañina, como de aguja, y yo la manejé sin piedad entre la oscuridad iluminada por el fuego, clavándola a través de los escudos de mimbre en los brazos que los sostenían. No sé a cuántos hombres herí de esa manera, pero fueron más de tres; y después retrocedí para volver a ocupar mi lugar entre las filas, dejando tras de mí un espacio vacío.

—¡Retirada! —grité; y nos volvimos como un banco de peces amenazados por un delfín, y huimos, solo diez pasos por el túnel, y me volví—. ¡Firmes! —dije; y los milesios se volvieron y se plantaron firmes como héroes—. ¡Al ataque! —grité; y nos lanzamos sobre los persas sobresaltados.

Algunos de los nuestros habían caído, y algunos de los suyos también; y el terreno era resbaladizo, y, en conjunto, era una tontería por mi parte lanzarme al ataque de esa manera; pero las tonterías son lo que menos se espera el enemigo, y caímos sobre ellos y los derribamos del rellano de la escalera, de tal modo que uno de mis jefes de columna se llevó una lanza en el costado. Habíamos atacado con demasiada fuerza, y estábamos en terreno abierto.

—¡Atrás! —grité.

Retrocedimos mientras caía sobre el pórtico una lluvia de flechas. Tropecé; un hombre me agarró de la pierna, y me encontré mirando el casco de Ciro. La punta de mi espada se detuvo a un dedo de su ojo.

—Doru —dijo. Consiguió sonreír, a pesar de que yo estaba a punto de matarlo.

Me puse de pie a su lado.

—¿Puedes andar? —le pregunté; y él consiguió levantarse sobre una rodilla. Otro guardia herido se levantó sujetándose el brazo izquierdo, donde yo le habría clavado la lanza, sin duda.

—Dejadlos —dije a mis hombres. Apolo, dios estúpido y mentiroso, sé testigo de mi misericordia. Seis persas se escabulleron sin mirarnos a los ojos. Pero habían salido vivos, y habían luchado bien. Como me dijo en cierta ocasión mi héroe Eualcidas de Eretria, todo el mundo huye alguna vez.

Oía una discusión entre la oscuridad.

Istes llegó a mi lado.

—Hemos salido —dijo—. Solo quedan diez arqueros en la muralla, con todas las flechas que nos quedan.

—Ahora, mejor que nunca —dije—. ¡Por columnas, a derecha e izquierda, retirada!

Istes se rio.

—Vosotros los dorios tenéis órdenes para todo —dijo.

Retrocedimos por el túnel, y entonces nos atacaron.

Griegos. Con armadura.

Llegaron aprisa, con fuerza y en silencio, y el hombre que los mandaba tenía en el escudo un escorpión grande. Con el primer contacto abatió a mi jefe de columna de la derecha e hizo salir gritando a su sombra; y la fila no pudo rehacerse porque los hombres del final se retiraban escalera arriba.

De pronto, nuestra fuga ordenada era un caos.

Istes se adentró en la pelea, y lo único que pude hacer fue acompañarle. Entre los dos contuvimos a diez hombres con armadura durante diez latidos del corazón, o puede que el doble de ese tiempo.

En aquel plazo, Istes mató a un hombre. Así era de bueno.

Yo no. Hacía frente a tres hombres, y uno de ellos era el que llevaba el escorpión en el escudo. Era Arquílogos.

Aquello tenía que suceder tarde o temprano.

Yo había jurado protegerle a él y a su familia, delante de todos los dioses, en el santuario de Artemisa. Y él era uno de los mejores luchadores del mundo griego. Habíamos recibido un mismo entrenamiento. Habíamos estado en unas mismas batallas.

Creo que los dioses nos enviaban esos desafíos para ver de qué madera estábamos hechos.

Lo último que me interesaba era que Arquílogos se diera cuenta de que era inmune a mi espada. Empujé su escudo con el mío y le hice tambalearse, y después lancé golpes a cada uno de sus dos compañeros, con rapidez de gato, y acto seguido retrocedí de un salto.

Como ya he dicho, Istes había matado a su rival.

Percibió que yo retrocedía, y retrocedió él también, y después retrocedimos todos juntos.

Arquílogos gritó a sus hombres que me rodearan.

—¡Están abandonando la puerta! —rugió.

Cuando el último hombre de la izquierda se adelantó de un salto, yo arrojé mi segunda lanza, le di en la pierna adelantada, y él cayó.

Ya no me quedaban lanzas, pero sentí bajo mi talón derecho las escaleras de la derecha de la muralla.

Arquílogos me atacó de nuevo, y yo retrocedí un paso, y después otro, y entonces él me lanzó un tajo a los pies (recordad que yo llevaba botas y no grebas, a causa de mis heridas). Adelanté el escudo tarde, demasiado tarde, y él me alcanzó en la pierna; su espada me atravesó la bota y las vendas y me trazó en la pantorrilla un surco de fuego helado.

Pero cuando se inclinó hacia mí al dar el golpe le acerté en el casco con el borde de mi escudo, le hice perder el equilibrio y cayó.

Otro hombre saltó a ocupar su lugar, y yo retrocedí otro paso, y me desanimé al ver cuánta sangre había perdido yo ya. El escalón que dejaba atrás relucía a la luz de la ciudad perdida.

Seguí retrocediendo, y el nuevo hombre me lanzó un tajo a las piernas. Matar a aquel efesio no me producía escrúpulos de conciencia, y bloqueé su golpe con mi espada, giré mi xiphos sobre el filo del otro y le corté la garganta, un golpe rastrero que había aprendido en la lucha cuerpo a cuerpo. No era muy deportivo, pero yo creía que me estaba muriendo.

Poneos en mi lugar. Lo había perdido todo: a mis amigos, a mi amante, mi barco. Pensé que el rescate de los milesios haría mi nombre inmortal. Y si moría allí, ¿qué más podía desear? Sería un final triste, pero saldría una buena canción. Podía confiar en que Frínico la escribiría, si se restablecía de su herida.

Cuando yo me llevé aquella herida, creí que estaba acabado. Los barcos estaban demasiado lejos, con mucho, y yo perdía sangre como un hombre que se está muriendo.

Pero yo no soy de los que se rinden. Maté a aquel hombre con mi xiphos, y subí otro escalón.

Idomeneo se inclinó por delante de mí con una lanza y atravesó con ella el antifaz del casco del siguiente, y yo subí otro escalón.

Teucro disparó al hombre siguiente, y este cayó con una flecha en la parte alta del muslo, dejando los escalones despejados durante un centenar de latidos del corazón. Entonces, Idomeneo me pasó una mano por debajo del brazo, y me encontré en lo alto de la muralla.

Es bueno tener compañeros.

—Estoy acabado, amigos —dije.

Idomeneo me levantó en vilo.

—Y una mierda —dijo.

Nuestra muralla estaba vacía. El último hombre a nuestra espalda era Teucro. Tiraba una flecha, corría hacia nosotros y se volvía de nuevo para tirar. Ninguno de los efesios, ni siquiera de los que llevaban armadura completa, quería ser el primero en asomarse por encima del parapeto.

—¿Puedes ponerte de pie? —me preguntó Idomeneo. Él veía algo que yo no veía.

—No —respondí. El mundo se me estaba oscureciendo.

Me puso de pie, a pesar de todo. Caí sobre una rodilla.

—¡No! —gritó Teucro; y tiró por encima de mi cabeza.

La muralla tenía un parapeto almenado del lado de la ciudad; pero en el lado que daba al patio solo había un muro bajo para que los centinelas descuidados o borrachos no se mataran cayendo a las losas de abajo. Las escaleras estaban remetidas en la muralla. No veíamos al enemigo en la escalera próxima a nosotros, pero sí pude ver (mientras bajaba un telón que me cubría los ojos) la hilera de hombres con armadura que subían corriendo por la escalera más lejana, y vi que Istes, sobre la muralla, les hacía frente él solo. No he visto nunca a nadie luchar tan bien, como no fuera a Sófanes, y lo de Sófanes fue más tarde, y él no luchaba en los últimos momentos de una batalla perdida, condenado y contra un enemigo de superioridad abrumadora. Istes los arrojaba de la muralla, les clavaba la espada, los engañaba con el escudo, con el manto, con la espada, y ellos morían.

Pero estaba flaqueando. Yo lo noté. Y había despedido a sus hombres; ellos mismos lo dijeron más tarde.

La verdad era que Istes nunca tuvo intención de llegar a los barcos. Lo vi allí, ardiendo sobre la muralla con una energía divina, luchando tan bien que parecía brillar con luz propia. Llevaba su armamento completo de bronce: coraza, casco, grebas, escarcelas, guardabrazos, hombreras, revestimiento del escudo, y su armadura reflejaba el fuego de su ciudad moribunda, que la convertía en un sol dorado sobre su última muralla defendida.

A Teucro le quedaban tres flechas, y las empleó todas al servicio de su señor; tres efesios más enviados al Hades.

Entonces llegó allí Idomeneo, que me había dejado en el suelo para correr sobre la muralla dando toda la vuelta hasta llegar a Istes. Idomeneo arrojó la lanza por encima del hombro de Istes, y después le dio un golpecito en el hombro; pero Istes negó con la cabeza y se enfrentó, escudo contra escudo, con un hombre grande. Después de aquel hombre venía el Escorpión. Arquílogos se había restablecido de mi golpe.

Me arrastré paso a paso siguiendo la retirada de Istes. Empezaban a asomarse por la escalera de nuestro lado cabezas cubiertas de cascos. En la muralla opuesta, el hombre que estaba detrás de Arquílogos cayó con una flecha en el costado.

Teucro soltó una maldición.

—Aquella era mi última flecha, señor.

Yo conseguí reírme.

—Más valía que no se lo hubieras dicho —dije.

Había debajo de mí un gran charco negro. Me puse de pie, a pesar de todo. En la muralla opuesta, Arquílogos, mi amigo de la infancia, se enfrentaba a Istes, la mejor espada del mundo. Istes relucía como el oro.

—¡Mileto! —rugió.

Arquílogos bloqueó con el aspis el golpe de su espada, y empujó con el mismo aspis, e Istes retrocedió, tambaleándose, y Arqui cortó por debajo del escudo con su espada, una vez, dos, con la rapidez de un halcón que se arroja en picado; e Istes se tambaleó hacia atrás, y advertí que tenía herido el brazo del escudo.

Istes llevaba luchando todo el día. Y sabía que iba a morir.

Pero Arquílogos demostró su maestría. No dio cuartel al hombre dorado, y volvió a lanzarle un tajo, un golpe fuerte dirigido al casco.

Pero recibió en la cara el escudo de Istes, y retrocedió, e Istes retrocedió también un paso. Idomeneo volvió a darle un golpecito y le dijo algo. Más tarde me contó que había suplicado a Istes que saliera vivo. La única respuesta de Istes fue volver a atacar a Arquílogos. Extendió los brazos, echó a correr como un atleta que llega a la meta, y barrió de la muralla entre sus brazos al que había sido mi amigo de la infancia y mi amo, y ambos cayeron juntos al patio; y, mientras caían, Istes volvió a rugir «Mileto» una vez más, y se perdió de vista, y su armadura produjo un ruido metálico al chocar con las losas.

Por entonces, Teucro ya me había llevado hasta las cuerdas dispuestas para bajar de la muralla. Yo debía de pesar menos, por toda la sangre que había perdido, pero recuerdo que pisé una lanza que había dejado caer uno de los hombres para descolgarse con más facilidad hasta los barcos.

—Ve —dije a Teucro.

Él negó con la cabeza.

—Ve, estúpido —le dije.

Me soltó el hombro, asió la cuerda y se deslizó hacia la cubierta del Cuervo Negro.

Yo era el último hombre que quedaba en las murallas de Mileto… el último griego libre.

No tenía intención de marcharme. Aquella lanza me había llegado como una señal, o eso pensé yo. E Istes había muerto. Y Arquílogos había muerto.

De manera que a mí no me quedaba ningún motivo para no morirme también.

Tuve fuerza para alzar la lanza por encima de mi cabeza, y apresté el escudo y esperé el ataque. Oía sus pasos sobre la muralla, y no veía bien, pero supe que llegaban.

Un efesio salió de entre la oscuridad y golpeó con su aspis mi beocio, escudo contra escudo, y el mío se rompió como un juguete infantil. Debía de estar debilitado por los golpes que le había dado el egipcio.

Pero, ciego como estaba por la pérdida de sangre, le metí la lanza en la cara, y él cayó profiriendo maldiciones.

Retrocedí y tomé aliento. Seguía vivo.

Solo podré contar esto como lo vi, cariño. Diré lo que vi.

Acudió a mi lado en aquella muralla Elena… o Afrodita, o puede que fuera Briseida. Prefiero pensar que fue Briseida. Llevaba los cabellos sueltos, y la piel le brillaba como si fuera una diosa.

—Éste no es tu destino, amor —dijo. Y desapareció.

Eso fue lo que vi.

De modo que arrojé la lanza a lo largo del parapeto con toda la fuerza que pude. Retrocedí a trompicones, buscando la soga con los dedos, casi ciego. La encontré al tiempo que un golpe me rebotaba en la parte trasera la cota de escamas, una lanzada sobre el pesado armazón que iba sobre los hombros. Caí, asiendo la soga con las manos, y mis pies soltaron la muralla y me deslicé por la soga. Se me quemaban las palmas, pero no me solté.

Me dijeron que me di un golpe bastante fuerte contra el mástil. Ya estaba bastante mal, y caí sobre cubierta como muerto, con cortes en todos los tendones. Pero mi armadura y la lana que llevaba dentro del casco me hicieron un buen servicio.

Recuerdo que los hombres se agolparon a mi alrededor. Recuerdo manos en mi pierna, y fuego.

Desde entonces, no he vuelto a correr la carrera de un estadio.

Las mujeres lloraban y plañían, y los hombres también, mientras los remeros nos alejaban de la orilla, adentrándonos en la oscuridad. Yo, tendido, aturdido por la pérdida de sangre, estaba muy lejos, aunque al mismo tiempo era capaz de pensar con claridad; y el Cuervo Negro desplegó las alas y nos llevó volando hacia alta mar. Los fenicios, los cilicios y los egipcios no nos vieron, o debieron de pensarse que no valíamos la pena, o sencillamente nos dejaron marchar. Habíamos salvado a Teucro y a un centenar de soldados más; a cinco caballeros adinerados y a otro centenar de mujeres y niños. Murieron cuatro mil, y cuarenta mil fueron vendidos como esclavos.

Y aquello no fue más que el comienzo.

Llegamos a Quíos en tres días; tres días desesperados, en los que Harpago, Idomeneo y Negro se encargaron de la labor de mantenernos con vida mientras mi cuerpo tomaba las difíciles decisiones entre la vida y la muerte. Me perdí el momento en que Idomeneo dio un discurso. Mandó tirar por la borda el tesoro, y les dijo que los niños de los milesios serían su tesoro, y les pidió que contaran el peso de la plata y que le dijeran qué era lo más valioso; y ellos lo aclamaban mientras tiraban la plata por la borda. Aquello me lo perdí, aunque forma parte de la historia.

Los milesios ayudaron a remar, y compartimos la comida que teníamos, y todos los que habían salido vivos de las murallas de Mileto llegaron vivos a las playas de Quíos.

Lo primero que recuerdo a continuación fue a Melaina llorando. Había una pira para Estéfano y otra para Filócrates, y Frínico lloró al recitar las elegías por ellos. Alceo de Mileto, uno de los caballeros a los que habíamos rescatado, organizó unos juegos funerarios.

Melaina me cuidó, limpiando mis heridas, bañándome, lavándome los residuos corporales. A la segunda semana se me pasó la fiebre, y a la tercera semana pude andar. Casi había terminado el verano.

—Vendrán los persas —dije—. Vente conmigo. Te lo debo… a ti, y a la sombra de tu hermano.

Ella se encogió de hombros.

—Me quedaré, en cualquier caso —dijo—. Soy la hija de un pescador. No me gusta el cambio. Y mi padre está aquí, como mis hermanas, y todos los niños. ¿Acaso puedes trasladar a todo Quíos?

Pasó otra semana mientras se me sanaba el cuerpo. Negro estaba inquieto, impaciente por volver a la mar. De pronto, aparecían piratas cilicios por todas partes, y quemaron una aldea costa abajo.

Por fin marqué una fecha en la que nos haríamos a la mar. Las tardes ya eran frescas y el sol estaba más bajo en el cielo.

Nos sentamos y bebimos vino hasta que se puso el sol, un vino que se me subió a la cabeza, y nos comimos un atún grande que había pescado el padre de Melaina. Éste acudió y me dio una palmada en el hombro.

—Estéfano te quería —me dijo—. Eres un buen hombre.

Aquello me hizo llorar. En aquellos días lloraba con facilidad.

Abandonar Quíos fue más duro que lo que había sido marcharse de Mileto; porque, a diferencia de aquellos pescadores alegres, yo sabía lo que les esperaba. La mano ligera de Persia estaba a punto de ser sustituida por un puño de hierro. Vi ponerse el sol sabiendo que habría de pasar mucho tiempo hasta que volviera a verlo salir de aquí, en el este.

Aquella última noche se vino a mi cama Melaina cuando yo estaba tendido mirando las vigas. No la eché, aunque hicimos el amor con más duelo que lujuria. Pero ella se marchó antes de que amaneciera, y a la mañana siguiente, en la playa, se comportó de nuevo como una buena hija, vertiendo una libación y lavando con vino el escudo de Harpago.

Después, mi quilla estuvo en el agua y yo dejé de pensar en ella, porque salíamos a navegar por un mar lleno de enemigos.

Corrimos hacia el norte huyendo de todo lo que veíamos hasta que entramos en el Bósforo.

Galípoli seguía libre. Tomamos tierra en la playa, y abracé a Milcíades.

Voy a abreviar en esta parte. Pasamos allí el invierno. En la primavera, Histieo, el hermano de Istes, el que le había dejado morir, vino a nosotros y nos pidió que lo siguiésemos para lanzar un ataque preventivo contra la costa de Fenicia, para demostrar que los griegos orientales no estaban vencidos. Aquella estrategia llegaba con un año de retraso.

—Me quedaré a defender el Quersoneso —dijo Milcíades—. Es mío. Pero no voy a perder a más hombres en Asia.

Histieo cayó prisionero en Frigia un mes más tarde cuando intentaba saquear alimentos para sus remeros. Datis lo condenó a muerte por traición y lo hizo ejecutar. Fue una muerte vil para un hombre que había encabezado la Revuelta Jónica. Debería haber muerto en las murallas con su hermano.

Menos de una semana más tarde, Datis inundó el Quersoneso de mercenarios escitas y tracios. Gastó diez veces más que Milcíades, y en el transcurso de una semana perdimos cuatro ciudades.

Pero ya lo habíamos esperado. El este estaba perdido. Cargamos nuestros barcos llevándonos a todos los hombres y mujeres griegos, los supervivientes de Mileto, de Metimna y de Teos, y a todos los hombres de Milcíades con sus mujeres. Llenamos diez trirremes y otras tantas naves atenienses cargueras de cereal, y nos marchamos por mar. Los escitas quemaron Galípoli después, pero nosotros la habíamos dejado vacía.

Datis desembarcó un ejército en Lesbos y barrió toda la isla con una cadena de hombres, buscando rebeldes. A los que atrapó los hizo crucificar, y se llevó a los mejores muchachos y a todas las muchachas solteras y las vendió como esclavas o las tomó para el harén. Después fue a Quíos e hizo lo mismo.

No había fuerza en el mundo capaz de detenerlo. Acosó a los eolios, vendiendo a sus hijas a los burdeles, y después acosó a los jonios y los humilló, isla tras isla, hasta que ya no quedó entre Sardes y Delos el suspiro de una muchacha ni el culto de Afrodita. Rompió el mundo de mi juventud. Lo destruyó. Yo me había hecho hombre en el mundo de Alceo y de Safo. Destruyó la escuela de Safo y vendió a las alumnas para satisfacer la lujuria de sus soldados.

Vosotros, niños, conocéis el mundo que creó Atenas y os parece bueno. Yo amo a Atenas; pero hubo en otros tiempos un mundo más hermoso, más luminoso, con poetas mejores y con costumbres más libres. Un mundo en el que los griegos y los persas podían ser amigos entre sí y amigos de los egipcios y de los lidios.

Datis mató ese mundo para quebrar el ánimo de los griegos y reducirlos a la servidumbre. En realidad, fue el saqueo de las islas lo que nos hizo ver a los griegos de lo que eran capaces los persas y lo que nos enseñó por qué tendríamos que luchar si no queríamos ser testigos de la muerte de nuestra cultura.

Artafernes se resistió a Datis, por supuesto. Pero Datis era sobrino del Gran Rey y había ganado la gran batalla, y a Artafernes lo consideraban blando con los griegos.

Datis saqueó las islas, y nosotros las dejamos y nos marchamos por mar. Llevé el Cuervo Negro a Corinto y desembarqué allí a los refugiados. Mientras Negro volvía a navegar en él como barco a sueldo de Atenas, yo me llevé a los refugiados hacia el norte, a Platea.

Con todo lo que yo quería a Idomeneo, la verdad es que era un canalla, y cuando se había arrojado por la borda todo aquel tesoro, nada de lo que se arrojó era de lo mío ni de lo suyo; de modo que todavía me quedaban riquezas, y las gasté aquel verano. Establecí a cuarenta familias en el valle del Asopo; y, cuando hube terminado, se me terminó también el dinero fruto de mis piraterías, perdido todo ello en rescatarlos de la pobreza, o eso esperaba yo.

Y entonces ya no fui más que un campesino más con una fragua, pues mi oro se había acabado.

Cuando estaba gastando el dinero como un marinero borracho, oí aquellos rumores… que era un asesino, que estaba maldito por Apolo. Todos los amigos de mi padre hablaron en mi favor, así como mis propios amigos: Hermógenes, y Epícteto el Joven, y Mirón y sus hijos; pero mis ausencias, mis riquezas y las murmuraciones constantes de los hijos de Simón, de Tebas, acabaron por surtir su efecto. Los hombres me daban de lado, de esas maneras mezquinas a las que recurren los hombres cuando tienen miedo. Y yo, para mi deshonra, respondí con arrogancia y dejé que se agrandara la distancia.

Fue un invierno oscuro con un único rayo de luz. Pues, cuando estaba estableciendo a mis milesios, conocí a Antígono de Tespias, el joven basileus de esa ciudad. Tomó a diez de mis familias y les otorgó la ciudadanía, y nos hicimos amigos en seguida; y, también en seguida, empezó a cortejar a mi hermana. Era hombre rico y podía haber elegido a cualquier doncella del valle del Asopo; pero cortejó a Pen, y en la primavera se casó con ella, y acudieron a aquella boda hombres que habían murmurado de mí, y mi vida mejoró gracias a ello.

Mi madre se mantuvo sobria hasta que se hubo marchado el sacerdote, y yo la besé, y ella lloró. Después, guardé todo mi atuendo de gala y me volví a la fragua, y ella volvió a beber, y los hombres volvieron a susurrar que todos los corvaxos tenían una maldición.

Aquel último año hubo otros combates. Pero la Revuelta Jónica había muerto con Istes, cuando este cayó gritando «Mileto».

Supongo que creíamos que la Guerra Larga había terminado. Y yo me había olvidado de mi muchacha esclava. Intentaba olvidarme de Briseida, y de Melaina. Intentaba olvidarme de todo aquello. No atendía a mi armadura ni a mi casco, y trabajaba copas y ollas de bronce.

Hasta que vino el arconte y me pidió que volviera a enseñar la danza pírrica.

Con la danza me punzaba y me ardía la pantorrilla y me dolían las caderas; pero todos admiraron mi espléndida cota de escamas persa y mi rico manto rojo, y Mirón vino a abrazarme.

—Tus nuevos ciudadanos nos han enriquecido en mil dáricos de oro —dijo.

—Y cincuenta escudos en la falange —dijo Hermógenes.

Los hombres de platea acudieron a mí y me estrechaban el brazo. «Nos alegramos de que hayas vuelto», decían; pero yo ya notaba el titubeo en sus manos y su tendencia a no mirarme a los ojos cuando hablaban. Un buen plateo no se marchaba sin más a combatir en guerras ajenas. Ni se presentaba con una bandada de extranjeros.

Pero yo era para ellos lo malo conocido. Y por entonces, gracias a la fama de palabras de mi papel en Lade, yo era famoso; tan famoso, que a mis vecinos les costaba trabajo aceptarme como a un hombre que bailaba, que sudaba y que tenía dificultades en el cultivo de sus vides. La fama te vuelve diferente; preguntádselo a cualquiera que haya ganado los laureles en Olimpia o en Nemea.

Ojalá no lleguéis a conocer ninguno de vosotros la derrota, ni la muerte de todos vuestros amigos. Idomeneo se quedó otra vez en la tumba del héroe; pero estaba loco como un perro rabioso. Negro estaba combatiendo contra Egina a favor de Atenas. Hermógenes era como otro hombre; un hombre bueno, pero agricultor y esposo. Todos los demás habían muerto. Hasta Arquílogos había muerto. Y yo no me atrevía a consentir a mi mente que pensara en Briseida. En cierto sentido, también la dejé estar muerta a ella.

Pero una de las verdades más tristes de los hombres es que ningún duelo es eterno.

Mi casco me estaba esperando donde lo había dejado yo, en una bolsa de cuero, sobre el gran banco de trabajo cuadrado que había construido pater. Yo tenía que moverme por el taller cojeando (la pantorrilla no se me curaba y, como he dicho, no volví a correr bien nunca más), y estaba enfadado constantemente. Hermógenes me obligó a trabajar, y Tireo encendió la fragua; y después de haber arreglado unos cuantos cacharros, mis manos fueron recordando su deber.

Creo que había pasado un mes después de la pírrica, y quizá tres desde la boda de Pen, cuando miré por fin el casco. Me sorprendí al ver qué casco tan bueno era, qué avanzado lo había dejado. Parecía que hubieran pasado diez años, o una vida entera. Allí estaba la abolladura que le había hecho al fallar el golpe cuando llegó el muchacho a traerme noticias de Idomeneo. Contuve las lágrimas. Después, le quité la abolladura a base de desabollar con cuidado y método, un trabajo que me pareció más relajante que monótono.

Cuando el capacete estuvo tan suave como los pechos de Briseida, di la vuelta al casco y miré los dibujos que le había grabado.

Antes de marcharme había empezado con los cuervos de las carrilleras. Yo ya no quería al señor Apolo. Pero los cuervos parecían apropiados. Si volvía a estar alguna vez en la falange, quería llevar cuervos.

En vez de ponerme a trabajar con el casco, tomé un trozo de metal viejo, lo aplané a martillazos y reproduje en él a los cuervos a modo de ensayo. Me equivoqué una docena de veces, pero fui trabajando con paciencia, recalentando la pieza. Tardé dos días en quedar satisfecho, y después volví con el casco y le puse los cuervos en las carrilleras en una tarde. Me sobró tiempo para ir a ayudar a mis esclavos y entutorar las vides. Después volví, revisé cuidadosamente mi trabajo y lo pulí mientras el sol se ponía tras las colinas de mi tierra. Rellené los cuervos de plomo por la parte interior y desabollé un poco más.

Tireo me observaba mientras él ponía asa nueva a un cubo viejo de bronce para el templo. Y después miró mi obra.

—Has crecido —dijo. Y después, con voz brusca, señaló la parte trasera del capacete—. Un poco basto allí.

Tomé el martillo.

Tin, tin.

Tin, tin.