Al día siguiente llovió, y al otro también, lo cual no fue malo para los griegos, pues muchos de nosotros teníamos pequeñas heridas, lesiones y dolores que no nos habrían venido bien en el fragor de la batalla.
Los samios empezaban a portarse mal. Muchos de sus remeros se negaban a salir de patrulla, a pesar de que la flota persa estaba al otro lado de la bahía, a solo veinte estadios de distancia. Su conducta extraña enfurecía a los lesbios y a los de Quíos. Había peleas a puñetazos, acusaciones de cobardía.
Los que estábamos en la orilla de Mileto estábamos protegidos de todo aquello, pero no del ejército persa que asediaba a Mileto. Como si hubiera concluido la tregua implícita por los juegos, los persas atacaron a nuestros centinelas al alba del día siguiente, disparando a los hombres que estaban sobre la cerca de mimbre que habíamos preparado para proteger nuestros barcos, como hicieron los aqueos en Troya. Al día siguiente, cuando volvió a suceder lo mismo, decidimos hacer algo al respecto.
La tercera noche, Idomeneo, Frínico, Filócrates y todos nuestros infantes de marina durmieron, si a eso se le puede llamar dormir, al aire libre, bajo la lluvia, en las rocas al norte de nuestro campamento. Fue una noche penosa, larga y tediosa; pero nos valió la pena cuando, después de una fuerte tormenta con rayos y truenos que ocultó el primer albor del cielo, oímos el ruido revelador del metal contra las piedras que nos anunciaba que los persas subían a la posición habitual desde la que nos hostigaban.
Los atacantes de aquella mañana eran una docena de campesinos persas con hondas y un quinteto de persas propiamente dichos, todos ellos oficiales que iban para pasar un buen rato y hablaban en voz baja mientras se movían entre las rocas, con los arcos magníficos ya con las cuerdas puestas.
Caminaron hasta el mismo punto de las rocas donde se habían apostado el día anterior. El centinela de nuestro puesto situado más al norte resultaba claramente visible; su manto oscuro se perfilaba bien a la luz creciente, y los cinco oficiales persas tendieron sus arcos a la vez y dispararon.
Estoy seguro de que todas sus flechas dieron en el blanco, aunque no lo pude ver porque me estaba moviendo. Y, en todo caso, el «centinela» estaba hecho de cestas.
No recuerdo gran cosa de la primera parte de aquel combate, porque hubo muy poca lucha. Los lidios no eran más que pastores, y se rindieron.
Pero los persas no. Los persas eran cosa más seria, cinco de ellos contra nosotros cuatro sobre una roca llana. Era como si aquello formara parte de los juegos. Nos atacaron en cuanto nos vieron.
Mi primer adversario fue un hombre mayor, con barba espesa teñida de color rojo vivo con alheña. Llevaba un hacha al cinto, y una espada corta cubierta de hermosos adornos de oro que relucían al sol del amanecer.
Recuerdo que quise apoderarme de esa espada.
Yo llevaba un escudo, mi beocio ligero, y una lanza de aquellas cortas que usábamos por entonces, no de esas largas que empleáis en estos tiempos.
La verdad sea dicha, un hombre armado de hacha y espada corta no tiene nada que hacer contra un hombre con escudo. Pero aquello no se lo había dicho nadie a mi hombre mayor, que se echó sobre mí con rapidez y decisión, como hombre que conocía sus herramientas. Le puse la punta de la lanza en el pecho, y la lanza se desvió (llevaba bajo el manto una cota de escamas); pero la fuerza del golpe lo hizo caer. Me hizo un ancho corte con la lanza en la parte frontal del escudo.
Otros dos persas se abalanzaron sobre mí sin hacer caso de Idomeneo ni de Frínico. Los dos me atacaron con una fiereza que desmentía la fama que tienen los persas de luchadores prudentes. Me atacaron como tracios, todo gritos de guerras y mantos agitados al aire. Me llevé dos heridas en otros tantos latidos del corazón; nada grave, pero bastó para hacerme retroceder.
Pero Frínico e Idomeneo eran hombres leales y no estaban dispuestos a dejarme morir. Idomeneo alanceó en el costado al persa más grande. El hombre soltó un grito, pero ya debía de estar muerto. El hombre más pequeño siguió descargándome una lluvia de golpes mientras desconcertaba a Frínico con su manto. Era un luchador astuto, y el manto le servía tanto de escudo como de arma; y Frínico retrocedió vacilante cuando se llevó un golpe en la cabeza con uno de los lastres del manto. Pero yo, que estaba sólidamente plantado en tierra, tiré una lanzada con fuerza y alcancé al persa en la cabeza. Su casco cedió bajo la punta de mi lanza (era una birria de casco, qué duda cabe), y murió como la víctima de un sacrificio, desmadejado como si lo hubiera desjarretado.
Filócrates luchaba contra el hombre mayor y otro adversario, y ambos retrocedían sobre la roca llana. Filócrates se multiplicaba; su lanza estaba arriba y abajo, y él no dejaba de moverse, volviéndose hacia uno y después hacia el otro, sin atender a la inseguridad de la superficie que pisaba. Yo me di cuenta de que los dos persas no querían saber ya más de la pelea e iban retrocediendo, abandonando a sus camaradas.
El quinto persa disparó una flecha a Frínico con su arco. Tiró con precipitación, y la flecha dio al ateniense en el casco. A diferencia del casco persa, el buen casco corintio de Frínico detuvo la punta; pero Frínico cayó sin sentido por el golpe. El arquero puso una segunda flecha en el arco y se volvió hacia Filócrates.
Le arrojé mi lanza. Era un tiro a corta distancia, y en aquellas tiempos todas las lanzas que se llevaban se podían arrojar.
Acerté al arquero y lo dejé tendido con la fuerza del golpe; pero, cuando yo todavía estaba tirando la lanza, Filócrates perdió pie y se cayó entre las rocas, y el persa más joven se lanzó hacia él para rematarlo.
Salté hacia delante, pero Idomeneo fue más rápido y arrojó la lanza. No dio en el blanco, pero el astil de la lanza dio al hombre mayor en el rostro. Brotó la sangre, y el hombre cayó de rodillas.
El arquero rodó sobre sí mismo y me asestó un tajo con un cuchillo pesado. Me acertó en la espinilla, con un golpe tan fuerte que me abolló la greba y estuvo a punto de romperme la pierna. El dolor fue intenso, y me caí, y forcejeamos los dos en el suelo. Pero yo llevaba armadura, mientras que él llevaba solo la cota de escamas que lo había salvado de mi lanza. Tras los primeros momentos, los dos teníamos dagas, y no pensábamos en defendernos; ambos nos lanzábamos cuchilladas desenfrenadas como hacen los hombres desesperados.
Le clavé la daga cinco veces antes de que dejara de moverse. Él me tiró el mismo número de cuchilladas, pero todos los golpes me dieron en la coraza, porque los dioses estaban conmigo y no había llegado mi hora de morir. Él intentó clavarme la daga aun cuando la muerte ya le había quitado las fuerzas.
Así son los persas. Saben luchar.
Me puse de rodillas, y vi que Filócrates también estaba de rodillas, y que el persa más joven huía por las rocas metiendo prisa al de más edad, y que acudía una docena más de persas.
Recuperé mi lanza y despojé el cadáver del hombre al que había matado con mi daga. Su cota de escamas era un modelo de perfección, hecha con escamas pequeñas como las de pescado, bañadas en oro, con dibujos a base de escamas de bronce y de plata y remates de cuero morado. Se la quité mientras observaba la venida de la columna de refuerzo persa, que se acercaba con precaución. Llamaban a su campamento pidiendo más hombres, y también acudían a ayudarnos una docena de griegos que habían saltado la cerca de mimbres; pero yo no quise que me cayeran encima mientras saqueaba a los vencidos.
Cuando tuve la cota, dejé al hombre bien tendido, con las manos cruzadas sobre el pecho. Le dejé sus anillos. Había luchado bien y había salvado a su señor.
Estábamos todos heridos y estremeciéndonos; había sido un combate duro para tratarse de una simple emboscada. Idomeneo se llevó a Frínico a la muralla. Filócrates estaba despojando al primer hombre al que yo había matado. También este tenía una buena cota de escamas, y el estuche de su arco estaba cubierto de lapislázuli y de hilo de oro.
Corrí hacia el lugar del combate de Filócrates, y uno de los persas que venían me disparó una flecha desde lejos. No me acertó por un largo de caballo o más, y la flecha rebotó en las rocas.
Tal como me lo había figurado, la espada del hombre de más edad estaba caída entre dos rocas grandes. Cuando extendí el brazo para tomarla, dos flechas me atravesaron el escudo. Una me rozó la mano en el antilabe, y solo el cuero grueso de la correa me salvó de llevarme una herida grave. La otra atravesó limpiamente el frontal del escudo y me dio en la greba, pero también esta vez el bronce delgado aguantó.
Así con la mano la empuñadura de la espada y retrocedí tambaleándome. La pierna izquierda apenas me sostenía. Recibí una flecha en el casco, y otras dos o tres dieron en las rocas a mi alrededor. Me detuve, me subí a la roca más grande y blandí mi espada nueva hacia ellos; después, corrí como Aquiles hacia nuestra cerca, haciendo regates a izquierda y derecha mientras sorteaba las rocas para que los arqueros lo tuvieran un poco más difícil.
Milcíades me estaba esperando en la cerca.
—Eres un necio —me dijo con aprecio.
—Las primicias, mi señor —dije, entregándole la espada.
Después, fui cojeando a lo largo de la cerca hasta encontrar a Paramanos, que entendía de huesos y cosas así más que la mayoría de los médicos, y le enseñé mi pierna. Tuvo que cortar la greba para quitármela de la espinilla, pues la flecha la había deformado. Debajo, la espinilla estaba roja y negra, y la piel rezumaba sangre.
Acudieron otros hombres (recuerdo a Heracleides y a su hermano) y nos ayudaron a quitarnos las armaduras, y nos trajeron vino.
Al cabo de un rato, me acosté bajo una vela y me eché a dormir. Estaba agotado, y tenía palpitaciones dolorosas en la pierna. Recuerdo que me desperté para comerme una ración doble de gachas de cebada y me eché a dormir de nuevo; dormí el sueño de dos noches en un solo día. Nada agota a un hombre como el combate.
Cuando me desperté al día siguiente, los hombres me habían traído un par de grebas nuevas. Da gusto ser héroe. Todos los hombres son amigos tuyos, y hasta hombres que no conoces se esfuerzan por merecer una alabanza tuya, o simplemente por hacerte alguna buena obra, como si tú fueras uno de los dioses. Aquellas grebas no se me ajustaban bien, pero eran mejor que nada, y algún otro griego fue al combate aquel día con las piernas desnudas.
Idomeneo cortó tiras de piel de cordero de mi lecho para que las grebas se me ciñeran mejor a las piernas, y me volvió a envolver la pierna, que estaba claramente infectada o envenenada. Yo me sentía bien, incluso eufórico, y eso puede ser señal de fiebre.
Lo que recuerdo mejor era la impaciencia con que me probé aquella bonita cota de escamas. Me venía tan a la medida como la funda de un escudo. No pesaba nada, y me sentía como un dios.
Uno de los herreros me había quitado las abolladuras del casco, y alguien más había reparado mi pobre escudo beocio maltrecho, que llevaba ahora una pequeña placa de bronce fijada con remaches a la piel para cubrir los lugares donde lo habían atravesado las flechas.
Todos nos estábamos armando, porque el sol salía por el otro lado de la bahía, al este. Allí donde se estaba haciendo a la mar la flota persa.
Rara vez he estado con hombres tan eufóricos antes de una batalla. Lo que habíamos hecho los cuatro el día anterior era demostrar, al menos a los atenienses, que éramos capaces de hacer frente a los persas de hombre a hombre. El éxito de nuestra aventura (he de añadir que fue un éxito demostrable, con su botín de armaduras, una funda de arco y una espada magnífica) tuvo gran efecto sobre todos los hombres que estaban en nuestra playa, atenienses, quiotas, e incluso sobre los mercenarios. La riqueza personal de los persas era legendaria, pero nosotros acabábamos de ponerla de manifiesto.
He de reconocer a Dionisio de Focea que su barco fue el primero que se hizo a la mar, y que fue remando de un lado a otro, animándonos a que nos esforzásemos al máximo y diciendo a cada división, e incluso a cada barco, cuál era el lugar que debía ocupar en la línea de batalla.
Formamos en la bahía, con la isla de Lade a nuestra espalda, y nuestra línea de batalla se formó con los samios a la izquierda, seguidos de los lesbios. Estos dos contingentes componían más de la mitad de nuestra línea, ciento ochenta trirremes en total. Eritrea y Focea solo aportaban diez barcos entre las dos, pero eran los mejores entrenados, e iban en el centro. Después estaban los de Quíos, cien barcos comandados por el viejo Pelagio y su sobrino Neoptolomeo, con los mejores hombres, y la más destacada de las fuerzas por su tamaño y su belleza. A la derecha teníamos a los contingentes menores de Teos, Priene y Míos, unos treinta barcos en total, que quizá fueran los peores de toda nuestra flota. A las islas menores les costaba mucho trabajo sufragar un trirreme y su tripulación. Era como si se hubieran agotado con el trabajo de conseguir el barco, y ya no les quedara energía para entrenarse.
A la derecha de la escuadra mixta iban los milesios, sesenta y ocho barcos. Aquel día, Histieo salió de su ciudad y los comandó en persona. Había quien contaba que los hombres de Mileto le habían dicho que se fuera y no volviera más; su locura había ido a peor, y los hombres le temían. Pero había dejado a Istes al mando de la Torre de los Vientos.
Y por último, a la derecha de los de Mileto, venía el contingente de Milcíades, y los cretenses dirigidos por Nearco. Nos llamaban «los atenienses»; pero, a diferencia de las fuerzas que había comandado Arístides en Sardes cinco años atrás, en realidad éramos piratas. Ninguno de mis remeros era ciudadano ateniense, aunque muchos de ellos habían nacido bajo la mirada de Atenea. Los más eran tracios, o bizantinos, u hombres arruinados de Beocia y del Peloponeso. Hasta nuestros infantes de marina hablaban lenguas muy diversas.
El contingente de Nearco también era de los buenos, con cinco barcos bien construidos y tripulaciones muy bien preparadas. Yo había procurado meter en la cabeza al muchacho que se tomara la guerra en serio, y él lo había hecho así. Se había gastado una fortuna en sus remeros, y sus barcos estaban pintados de rojo, su casco también estaba pintado de rojo, y tenía un escudo rojo con adornos de oro.
Nos reunimos en la playa un grupo, mis amigos y mis viejos camaradas, y los oficiales de Milcíades, como si nos hubiésemos puesto de acuerdo previamente, para verter libaciones, orar y beber vino al alborear el nuevo día. Ser la última escuadra que se forma resulta agradable. Tienes tiempo de sobra para asegurarte de que todos los remeros tienen sus cojines, que los toletes están sólidos y bien fijados, que los cascos están limpios, que todas las hebillas están atadas y que todos los lazos son nuevos, fuertes y recientes. La vanguardia debe salir con prisas, a oscuras, dejándose olvidadas las cantimploras o cualquier otra cosa de esas que después te fastidian todo el día durante una gran batalla.
Paramanos nos reunió a todos, visitándonos por grupos a medida que nos íbamos armando e invitándonos a pasar al toldo de Milcíades. Cuando llegué yo, recibí las felicitaciones de todos por mi hecho de armas del día anterior.
—Bonita coraza —dijo Arístides, y me tomó la mano—. Y un combate noble —añadió con una sonrisa.
Como había dicho Istes, ¿cómo sería despertarse una mañana y darte cuenta de que ya no te merecías todas esas alabanzas? ¿Y viniendo de un hombre como Arístides?
Ser héroe es así. Cuando has subido por esa escalera, ya no puedes volver a bajar, a menos que no lo hubieras merecido en ningún momento.
En cualquier caso, allí estábamos todos, los mejores de nuestro contingente.
Arístides hizo los sacrificios; Cimón estaba a un lado de mí y Paramanos al otro, y Agios, timonel personal de Milcíades, que había sido mi mentor, me guiñó un ojo desde el otro lado del fuego del sacrificio.
Allí estaban todos mis amigos de mi primera vida, y algunos de la segunda, mis piratas. Milcíades, y Frínico, y Nearco, a quien yo había entrenado, y su hermano, e Idomeneo, estaban a mi espalda, mientras Filócrates participaba en la oración sin hacer ningún comentario procaz, y Heracleides el eolio, que había sido uno de mis primeros hombres y ahora mandaba un trirreme; y Estéfano. Sonreí, porque a mis hombres les había ido bien.
Cantamos el peán de Apolo, e hicimos el sacrificio, y después Milcíades hizo circular un gran cáliz de vino sin aguar.
—Hoy no somos piratas —dijo—. Hoy luchamos por la libertad de los griegos, aunque estemos lejos de nuestras tierras y de nuestros hogares.
Os diré una cosa: Milcíades fue siempre mi modelo como hombre, en cuanto a grandeza. Tenía más estatura, se comportaba con más estatura que los demás hombres. Yo sigo imitando sus modales; mi manera de mover el manto y de poner la mano en la empuñadura de la espada son suyas. Y cuando tenía sentido del momento, no es que fuera como un dios. Era un dios. Hasta el propio Arístides no era más que una sombra pálida, mojigata, comparada con el sol radiante de la gloria de Milcíades.
Todos bebimos; y cuando el cáliz volvió a las manos de Milcíades, este lo alzó.
—Por que todos seamos héroes —dijo; y vertió en la arena lo que quedaba.
Mi barco fue el último en echarse al agua; era el último barco de la derecha de la última división de la derecha. Aquello significaba que teníamos que ir remando hasta muy lejos bahía abajo, hacia el este.
Debo explicar cómo era aquello, porque si no, vosotros, jóvenes, no entenderéis de ningún modo lo que pasó en la batalla. Primero dibujaré la bahía; una forma grande como un saco vacío, abierto hacia el oeste y con el fondo al este. Cerca de la boca del saco, en la parte inferior de la boca, mirad, está la isla de Lade, y Mileto se asoma a la boca del saco junto a la isla, como si fuera un hombre que metiera el pulgar. Y el campamento persa, los sitiadores, estaban al sur y al oeste de la ciudad; de manera que, cuando formamos nuestra línea, de oeste a este, de arriba del saco a su fondo, por así decirlo, la ciudad y el campamento persa quedaban a nuestras espaldas. En la práctica, intentábamos impedir que la flota persa alcanzara la ciudad y el campamento.
Nuestra línea arrancaba en la isla y cruzaba toda la bahía, hasta muy al este del campamento persa. Nuestra línea de batalla medía casi treinta estadios de larga.
Aquí también se da un detalle paradójico. Volvimos a combatir allí, en Micale. Pero eso lo contaré en su lugar.
Los persas habían empezado a formar antes que nosotros, y seguían formando cuando mis hombres cubrieron a remo los últimos largos para formar a la derecha del Mirmidón de Estéfano. Así que, descansamos sobre los remos y observamos cómo formaba ante nosotros el contingente egipcio, a los que seguían más fenicios.
Frente a estos, no había nadie.
De hecho, la línea de batalla del enemigo era casi el doble de larga que la nuestra. Esto se debía en parte a que dejaban espacios entre sus divisiones, y en parte también a que, aparte de los fenicios, que eran grandes marinos y estaban bien entrenados, el resto de sus barcos tenían tan poca idea del arte de guardar la formación como los peores entre los nuestros. Yo veía a los cilicios, allá por el final de la línea, donde estaban los samios, y más parecían una nube de mosquitos que una escuadra.
Con todo, no me gustaba que los fenicios me tuvieran ganado el flanco. Los enemigos habían dividido su mejor contingente, poniendo cien barcos fenicios en cada una de las puntas de su gran media luna. Habían dejado en el centro sus barcos peores. Su plan estaba claro: cerrarse rápidamente sobre nuestros flancos y aplastarnos antes de que nosotros les rompiésemos el centro.
Seguíamos descansando sobre los remos cuando Milcíades se adelantó de entre la línea impulsado por su vela akateion. Su barco era el último de la izquierda de nuestra escuadra, junto a Nearco. Los cretenses y nosotros teníamos, en conjunto, dieciséis barcos, los mejores tripulados y, probablemente, los mejor entrenados, después de los foceos.
Milcíades fue recorriendo la línea, y al pasar ante cada barco daba un grito de saludo al capitán. Cuando llegó hasta mí, hizo virar su barco a remo hasta quedar a mi derecha, usurpándome mi lugar de honor.
—Cuando avancemos, seguidme —gritó Milcíades desde su barco—. Vamos a formar columna, correremos viento abajo hacia el este e intentaremos pinchar a los fenicios —añadió, riéndose.
Éramos quince, contra cien barcos fenicios.
—Pocos contra muchos —grité a mi vez.
El viento, que iba en aumento, se llevó su respuesta, pero entendí la palabra «héroe» y saludé con la mano.
Idomeneo lucía una sonrisa enloquecida.
—Para esto es para lo que había venido yo —dije.
Miré la masa de barcos fenicios, y sonreí.
Como buenos piratas, la mayoría de mis remeros iban bastante bien armados. Cada hombre tenía su jabalina, como mínimo, y muchos tenían un pelte o una rodela. Bastantes iban mejor equipados: un casco, un gorro de cuero, un aspis. A bordo del poderoso Áyax, cada hombre tenía su casco y su lanza, y algunos tenían también espadas. Cuanto más veterano y próspero era un pirata, mejor equipados eran sus remeros, lo que nos otorgaba una ventaja enorme en los abordajes. En los barcos fenicios, los remeros eran esclavos, o cautivos, o libertos a sueldo, pero ninguno iba armado. No por eso remaban peor, al parecer; pero cuando un abordaje se prolongaba más que unos pocos minutos, nuestros barcos dominaban siempre a los de ellos. En la práctica, un barco nuestro podía lanzar a doscientos combatientes avezados contra diez del barco contrario. Por eso preferían ellos los combates a base de maniobras.
Además, en Amatunte habíamos matado a la mayor parte de las mejores tripulaciones fenicias. Ahora eran desconfiados y cautos a la hora de combatir de cerca.
No obstante, cien contra quince era una gran superioridad, se mire como se mire.
Reflexioné sobre ello, reuní a mis infantes de marina y a mis oficiales hacia la mitad de la plataforma de combate y les dije lo que sabía. Alcé la voz para que mis remeros pudieran oír todo lo que decía.
—Vamos a navegar a vela, con el viento a favor y con las akateion; de modo que, dejadlo todo en cubierta y estad preparados —dije a mi contramaestre.
Éste era un libio negro con un nombre bárbaro que sonaba como una nariz llena de mocos; pero todos lo llamábamos «Negro» y él atendía por este nombre. Yo lo había comprado en la playa de Lade y le había dado la libertad inmediatamente. Había sido timonel en aguas muy al oeste, en Sicilia, y yo sabía reconocer la calidad cuando la veía, a pesar de que era nuevo en mi barco. Paramanos también era negro, y ya veis lo bueno que era.
—Después, abatiremos las velas, viraremos hacia el oeste y atacaremos la punta de su pinza —dije—. Voy a suponer que el señor Milcíades intentará atraerlos a una competencia de velocidad contra el viento, sus remeros contra los nuestros, hasta que demos en la orilla. En tal caso, lo único que tendrá importancia será cuánto seremos capaces de apartar de la batalla, hacia el este y el norte, a los condenados fenicios. No os enzarcéis en un combate al abordaje mientras seáis capaces de engañar al enemigo, provocándolo a que intente adelantaros. Y, amigos, nosotros los del Cortatormentas somos capaces de navegar más aprisa que cualquier cosa que nos presenten ellos, ¿no es así?
Me respondieron a gritos, y yo me dirigí después a proa para ver cómo Negro hacía que sus marinos tendieran la vela akateion y cómo animaba Mal a sus remeros, mientras Galas tomaba el timón. Cuando compré a Negro, había ascendido a Galas a timonel. Galas observaba a Negro con mirada crítica.
Yo no perdía de vista a los persas… aunque, en realidad, lo más probable era que no hubiera ningún persa entre ellos, salvo una docena de arqueros nobles en unos veinte de sus barcos de mando. El propio Datis estaría allí, en alguna parte.
Él tendría la cubierta llena de ellos. Pero el resto de la gente de su flota eran vasallos y esclavos, además de piratas cilicios, claro está. Hombres como nosotros.
Ante mis ojos se vio un destello y como una onda que recorría toda la línea frontal de los persas, al sacar estos los remos. No fue un movimiento elegante ni bien ensayado, pero la masa de su gran media luna empezó a moverse. La verdad es que se trataba de un espectáculo terrorífico; nos superaban con mucho en número, y su línea de batalla se perdía de vista, iba casi de horizonte a horizonte. Debían de ocupar cincuenta estadios de mar; más de quinientos barcos. Nadie había visto nunca una flota como aquella hasta entonces.
Yo me negué a aterrorizarme. Aquel sería el día en que Apolo sonreiría a los griegos, el día en que yo me ganaría a Briseida, cumpliría mi destino y alcanzaría la gloria. Tenía una cierta idea de que podía morir en la victoria; morir alcanzando mi ambición y mi maldición para Briseida concordaría con todo lo que había oído yo decir acerca del destino.
La muerte no me daba miedo.
Yo era joven todavía.
—¡Arriba las cabezas, marineros! —grité desde la proa—. ¡Atención a las órdenes!
Milcíades viraba para salir de la línea, y hacía ondear en su proa un cuadrado de lona arrancado de su gran toldo rojo.
—Izad la akateion —dije, y Negro repitió la orden con su curioso acento cantarín.
Viramos con los remos de dirección; los remos propulsores estaban por encima del agua pero dispuestos a entrar en acción. Así ahorraban fuerzas los remeros.
Volví la vista atrás sobre nuestra línea, y vi que iban virando con elegancia, pasando de la formación frontal hacia el norte a la columna hacia el este; era, precisamente, una de las maniobras que nos había hecho practicar Dionisio. Nearco nos siguió, y ocho de los de Quíos salieron de su línea y nos siguieron. Después supe que se trataba de Neoptolomeo con su contingente. Aquello me hizo sonreír: con veinticinco barcos, nuestra inferioridad no era tan grande, y los fenicios ya no podían hacer caso omiso de nosotros, pues podíamos hundirlos. Me pregunté qué estarían haciendo los samios en su extremo de la línea para evitar que los rodearan; pero cincuenta estadios es una distancia muy larga para ver nada en una mañana de bruma.
Navegamos rumbo este con una brisa cada vez más fuerte a nuestras espaldas, y el agua se deslizaba veloz por nuestros cascos, y cantábamos himnos y canciones de bebedores. Milcíades puso a su banda un remero que fue dando aviso a gritos a cada barco que pasaba, ordenándonos que nos preparásemos para virar a babor y a formar línea al frente, hacia el norte, cuando volviera a ondear la bandera roja. Yo lo entendí bien, y supongo que todos los demás capitanes lo entendieron también. Los entrenamientos con Dionisio volvían a dar sus frutos.
Frente a nosotros, ni los fenicios ni los egipcios reaccionaron ante nuestra maniobra, sino que siguieron avanzando en línea recta a remo. Los egipcios llevaban una combinación de barcos pesados y pentecónteros, barcos ligeros que nosotros los griegos ya no poníamos en línea de batalla.
Cuando reaccionaron, nosotros ya habíamos avanzado tres estadios hacia el este, y por entonces el Áyax de Milcíades estaba a la altura de los barcos más hacia el oeste de la división fenicia, de manera que llegábamos a amenazarles con rodear su flota por el flanco. Para los que no habéis estado nunca en un combate naval, y creo que ninguno de vosotros habréis estado en ninguno, debo aclarar que un barco a remo es vulnerable sobre todo a un ataque con ariete por la banda, es decir, por el costado del barco, por donde el espolón de bronce puede volcarte o romper las tablas de tu casco y dejarte nadando en el mar hondo y oscuro. O que te hundas con tu armadura y sirvas de pasto a los peces.
Los mirábamos con la pasión de quien contempla una prueba deportiva. Tarde, muy tarde, la punta de su media luna empezó a virar hacia el este para hacernos frente; pero ellos iban a remo y nosotros a vela; y, aunque fueron capaces de seguir nuestra marcha, su escuadra empezó a disgregarse a lo largo del mar, perdiendo todo lo que pudiera parecerse a una formación. Nosotros también íbamos disgregados; pero el viento sopla con la misma fuerza para todos (supongo), y manteníamos nuestra formación en línea. Mientras tanto, ellos remaban con todas sus fuerzas en una carrera contra nosotros.
Milcíades era el mejor marino de combate a cuyas órdenes he estado. Más tarde, todos alababan a Temístocles. Temístocles era un político y un demagogo, e hizo de Atenas la mayor potencia naval de la historia; pero Milcíades, como Dionisio de Focea, era un pirata y un marino.
Seguimos corriendo dos estadios más a favor del viento, y la brisa seguía arreciando a nuestras espaldas. Nos decíamos que era la mano de los dioses. Milcíades empezó a saludar con la mano, y envié a un corredor a que hiciera señales a Estéfano, que iba a mi popa. Íbamos a virar.
Milcíades iba de pie en el banco del timonel del Áyax, con el cuadrado rojo bajo un brazo y con el otro brazo doblado sobre la madera curva de la popa del trirreme, observando a los barcos que venían tras de mí. En el mío, Negro tenía preparados a los marineros en la proa, alrededor del mástil de la akateion, y Mal había hecho sacar y alzar los remos, dispuestos para bogar. Galas sonreía de oreja a oreja, con los remos de dirección firmes bajo los brazos, preparado para virar.
—Preparados para virar todo a babor —bramé—. ¡A mi orden!
«Por los dioses, esto va a ser glorioso, ganemos o perdamos», pensé. Yo solo rara vez había alcanzado tanta velocidad en un trirreme. Tal es el impulso que puede aportar el viento cuando se toma directamente por la popa. Me pregunté si podríamos conservar una parte de ese impulso durante el viraje.
También advertí que Milcíades procuraba enderezar su barco haciendo cargar a sus infantes de marina y a toda la tripulación de cubierta que estuviera desocupada sobre la banda de barlovento; y yo hice lo mismo. Todo lo que hiciera falta con tal de bajar esa banda al virar; o, más bien, todo lo que hiciera falta para que la banda de sotavento no se hundiera bajo el agua. Yo no había oído contar ningún caso de que un trirreme volcara al hacer un viraje; pero tampoco quería ser el primero.
Palpitaciones… el corazón me golpeaba el pecho como si quisiera salírseme de la armadura persa nueva que llevaba puesta. La expectación callada… el sonido del viento, y el chillido de una gaviota.
Milcíades hizo ondear el trapo rojo, y yo levanté el puño.
—Todo a babor —grité.
Galas gritó sus órdenes, y la buena disciplina y el largo entrenamiento se hicieron notar. Todos los remos de babor se hundieron a la vez, tocaron el agua… y aguantaron. Los remos de estribor se retiraron. El barco se ladeó como una cuadriga que toma una curva… más y más, hasta que el corazón se me subió a la garganta, y todos los que estábamos sobre cubierta tuvimos que asirnos de la baranda, y los remeros de babor tenían los remos tan hundidos en el agua que ya no podían retirarlos.
En alguna parte, hacia la mitad del barco, se oyó un alarido. Un remo se había roto, y al remero se le había clavado la caña en las tripas.
Y entonces terminamos el viraje, y el sol brillaba, y nuestro espolón apuntaba a los fenicios, y corríamos hacia el flanco de la línea enemiga como una lanza arrojada por Poseidón. Milcíades había virado con elegancia, y Estéfano iba a mi lado como un perro fiel; nuestra línea se iba completando ante mis ojos. Los cretenses habían sido tan rápidos como nosotros, y los cretenses se habían quedado atrás, con algo de confusión, pero así nuestra línea parecía más larga.
En cuanto los fenicios nos vieron virar, empezaron a virar a su vez para hacernos frente; pero no eran una escuadra, eran unos cincuenta barcos individuales. Y sus remeros estaban cansados.
El viento soplaba con tanta fuerza que nos impulsaba aun mientras virábamos, aun habiendo arriado las velas. Empecé a mirar con ojo experto la playa y las rocas al pie de la bahía, de su extremo oriental.
Después, corrí a la plataforma de mando, hacia la mitad del barco.
—Diekplous —grité al timonel—. Ariete a los remos y dejarlos atrás. Después, virar hacia el viento, al oeste.
Milcíades y yo estábamos frente a cuatro o cinco de los navíos fenicios más veloces; pero eran los últimos de sus líneas hacia el este. Y si les hacíamos ariete a los remos, no valdría la pena quedarse allí más tiempo, porque no volverían a entrar en batalla. ¿No es así? ¿Entendido, muchacho? Porque, si les rompíamos los remos, no podrían remar; y Poseidón se los llevaría hasta el fondo de la bahía y los haría naufragar. ¿Lo vas entendiendo, mi preciosa ruborizada? Todavía te voy a enseñar a ser navarca, querida.
Galas movió los remos de dirección, un poco hacia el oeste, y un poco más para compensar el viento. Nuestros remeros bogaban a la perfección. Cuando alcanzamos al primer fenicio, mi barco sacaba medio largo de ventaja al de Milcíades. Aunque no puedo saberlo con certeza, creo que nosotros fuimos los primeros que abordamos al enemigo aquel día.
Galas se había excedido al compensar el viento, y pasamos unos veinte pasos por delante de la proa de nuestro objetivo; habría sido un error mortal si hubiésemos estado avanzando a la misma velocidad; pero no fue así. Nosotros íbamos más aprisa; y Galas aprendió la lección y viró con fuerza, y Mal pidió más esfuerzo a los remos de babor; y volvimos a escorarnos y embestimos la serviola del barco fenicio, destrozando su galería de remeros con la viga reforzada de encima de nuestro ariete. Fue como si estallara toda la banda de babor del barco enemigo cuando nuestro espolón fue rasgando los bancos, y se le abrieron las junturas y se perdió bajo las olas. Para eso sirve la velocidad en un combate.
—¡Al oeste! —rugí entusiasmado.
Aquello había sido el hundimiento naval más limpio que había visto yo en mi vida. Apolo estaba a mi lado, y la liberación de Grecia estaba al alcance de la mano.
Los hombres de Milcíades vitoreaban mientras embestían al segundo barco fenicio y se dirigían inmediatamente después al tercero y lo volcaban; dos victorias en menos de lo que se tarda en contarlo. El timonel de Estéfano había cometido el mismo error que Galas, excediéndose al compensar el viento, y falló el diekplous y pasó de largo del enemigo; pero tuvieron la suerte de que su proa alcanzara los remos del barco enemigo al final de una pasada, y se los rompieron, matando tantos remeros como nosotros en nuestro golpe más espectacular.
Algunos barcos fallaron del todo en su ataque, y después de nuestro éxito inicial los fenicios se reagruparon y contraatacaron; pero solo hundieron uno de los barcos de Nearco, al que embistieron en el centro mientras tenía a su vez el espolón clavado en su presa, como puede suceder cuando un barco golpea con demasiada fuerza.
En aquel primer ataque cayeron al menos diez barcos enemigos. Nosotros ya habíamos perdido la velocidad que nos habían enviado los dioses; pero yo me había puesto en cabeza en el viraje hacia el oeste, y otros barcos se habían sumado a mí. Milcíades iba por detrás de mí, recogiendo a nuestros rezagados, y los de Quíos abordaban al enemigo en esos momentos al sur, es decir, a mi izquierda.
Yo tenía delante el grueso de la escuadra fenicia, en la que reinaba la confusión, pues no sabían si virar al sur para hacer frente a los quiotas, o al este para hacerme frente a mí.
Volví a la proa y me puse a buscar con la vista al navarca enemigo. Entre aquella piña de barcos debía de estar en alguna parte el de su jefe, y allí se encontraba la mayor gloria y la mayor fama, así como la posibilidad de cortar la cabeza a la Hidra.
Pero no me dio tiempo a identificarlo. Los barcos que teníamos más cerca habían optado por combatir con nosotros, como amenaza más inmediata, y nosotros no nos hicimos de rogar y nos abalanzamos a toda velocidad hacia un barco bien tripulado. El otro barco tenía buenos remeros, y la colisión me derribó sobre cubierta. Debimos de chocar proa contra proa, pero la proa de ellos cedió (tendría broma[4], o la podredumbre seca), y su barco se hundió como una piedra, mientras sus infantes de marina se abalanzaban sobre nuestra proa como lobos hambrientos y morían ensartados en la nube de lanzas de los nuestros.
Me volví hacia Negro, que estaba detrás de mi escudo como si fuera mi hipaspista. Habían empezado a volar las flechas, y lo tomaban a él como blanco ni más ni menos que a mí.
—Si cada griego mata a dos persas, venceremos —dije alegremente.
Él se encogió de hombros.
—Es el combate mayor que he visto nunca —dijo. Se frotó la mandíbula—. Pero ya he visto unos cuantos, señor. Esta suerte no puede durar.
Y no pudo. Por entonces, éramos como una flecha clavada en las entrañas de un animal. Habíamos herido a los fenicios, pero no los habíamos rematado. Mi barco apenas se movía, y mis remeros ya se estaban cansando. Ya había pasado el primer arrebato del combate, y todavía nos quedaba un mar de fenicios contra los que luchar.
—¡Los muchachos necesitan un descanso, señor! —me gritó Mal al oído.
Crucé una mirada con Idomeneo.
—Abordamos —dije. Corrí hacia atrás por la crujía—. ¡Bien remado! —grité a los tranitas[5] al pasar sobre ellos—. ¡Descanso dentro de dos minutos!
En las cubiertas inferiores tienen poca idea de lo que pasa arriba: victoria, derrota, muerte… es difícil saberlo cuando lo único que ves es el culo del hombre que tienes encima y su remo.
Llegué al puesto del timonel bajo una lluvia de flechas de un barco largo que estaba por delante de nosotros. Una se me clavó en el escudo.
—Llévame junto a ese cabrón —dije—. Lo abordaremos y daremos un descanso a nuestros muchachos.
De hecho, apuntaba al barco que estaba más al norte de la escuadra fenicia; iba en la «parte de atrás» de su grupo, que ya había quedado completamente desordenado. Esperaba que, al acercarme a aquel navío por el norte, tendría unos minutos de tregua de las flechas de los demás.
El barco enemigo no tenía la menor intención de dejarse abordar, y maniobró, y los dos maniobramos como dos gatos que luchan en el polvo; y pasamos uno junto al otro a corta distancia. Había en su cubierta un hombre alto con casco griego, e Idomeneo le acertó con una flecha en la garganta, un tiro maravilloso; y el hombre cayó directamente por la borda.
Después lo dejamos atrás, y detrás venía otro barco fenicio, un barco pesado como el nuestro.
Al parecer, le tomó por sorpresa que estuviésemos tan cerca, y nuestro espolón le alcanzó un poco por detrás de la proa; pero él tenía recogidos los remos, y nosotros llevábamos demasiado poco impulso y lo habíamos embestido con ángulo demasiado cerrado para hundirlo.
Aquello no me parecía mal, ni tampoco era malo para mis remeros. Nos escurrimos a lo largo de su costado, produciendo un chirrido agudo.
—¡Infantes de marina! —grité—. ¡Tripulación de cubierta!
Negro llevaba un hacha en cada mano, hachas de mango largo como las que llevan los soldados de caballería. En los combates navales, los que luchan con hacha mueren como corderos; al no llevar escudo, están indefensos. Temí por Negro y por mi inversión; pero mi preocupación estaba infundada.
Cuando redujimos la velocidad, me subí a la baranda y se me clavó una flecha en el escudo. No esperé a que los garfios de abordaje estuvieran fijados. Salté.
Aunque ya había hecho aquello veinte veces en mi vida, esta vez pisé mal y caí sobre el banco superior. Un remero enemigo me lanzó una patada; pero me dio en la armadura, y yo ya me estaba levantando cuando cayeron sobre mí los infantes de marina enemigos. Lo de esperar habría sido que yo hubiera muerto allí; pero un hacha, un hacha de las más pesadas, atravesó volando el frontal de piel del escudo del primer infante de marina y se le clavó en el brazo. La sangre salpicó a través del escudo, y yo tomé allí mismo la decisión de no hacer nunca la guerra contra los libios. Era la primera vez en mi vida que veía a un hombre arrojar un hacha.
Negro arrojó su segunda hacha al hombre siguiente, y no le acertó con el filo, sino con el mango; pero el mango del hacha dio al hombre en la sien y lo derribó.
Me pude levantar por fin, y me puse a matar. Solo recuerdo lo de Negro y sus hachas, lo demás es una nube borrosa; y después me encontré sobre el puente de mando del barco enemigo, con Idomeneo, protegido por mi escudo, que disparaba a los oficiales enemigos desde la distancia a la que alcanza a escupir un hombre, mientras yo lo cubría y mataba a todos los que venían por mí. Había dos nobles persas, y unos guardias medos, y un fenicio noble cubierto de armadura desde la cabeza hasta las rodillas. Tenía una barba tan larga como su cota de escamas, e Idomeneo le clavó una lanza en el rostro descubierto mientras los infantes de marina que le quedaban intentaban cubrirlo con sus escudos, aunque con torpeza.
Todos los remeros eran fenicios, y luchaban, como si quisieran contradecir todo lo que he dicho antes; pero es que aquel era el barco del navarca, cariño, y tenía lo mejorcito de todo, y Apolo lo había entregado a mi lanza. De manera que mis remeros, a su vez, tuvieron que tomar las armas y saltar la borda. Aquello se encarnizó y duró demasiado tiempo. Si me pidieran una estimación, diría que los únicos remeros enemigos que salieron vivos de aquella matanza fueron los que se tiraron por la borda y huyeron a nado. Puede que fueran seis en total, de entre doscientos.
Ésta es la manera más dura de tomar un barco. Y cuando los remeros luchan… por Poseidón, la cosa se pone fea. No tengo idea de cuánto tiempo duró aquello, pero no pude ofrecer a mis remeros el descanso que les había prometido contra un enemigo cómodo y blando.
En Lade no hubo enemigos fáciles.
Se oían aclamaciones al oeste. El sol ya disipaba la bruma por allí, pero no lo suficiente para que me hiciera idea de lo que pasaba.
Volví a bordo del Cortatormentas y me encontré a Galas en la proa con un puñado de remeros. Estábamos haciendo agua justo por delante del primer banco de remeros. No entraba mucha, pero entraba a lo largo de todas las junturas.
Al norte, un barco fenicio más pequeño se destacaba de su grupo buscando pelea. Había concluido nuestro «descanso». Nos percibió, y se puso en movimiento hacia nosotros desde una distancia aproximada de un estadio.
Volví a mirar la vía de agua. Fue un momento difícil para mí, dentro de un día que estuvo lleno de momentos difíciles.
—Está acabado —dije.
Al Cortatormentas debía de habérsele dañado la proa cuando aplastó al barco fenicio más ligero. Era mi primer barco. Se hundía bajo mis pies. En un día tranquilo, lo habría varado en una playa y lo habría salvado, habría reconstruido la proa, le habría echado tablas nuevas… cualquier cosa para salvarlo. Pero dentro de la batalla naval más grande que habíamos visto nunca, solo me quedaba una opción.
—Al fenicio —dije.
Por entonces, ya nos habíamos deshecho de sus remeros, y los hombres estaban desmadejados junto a los bancos; pero Galas, Mal y Negro llevaron a los marineros y a los remeros a sus puestos. Se arrojaron cuerpos por la borda, asomaron los remos por los portillos.
Fuimos demasiado lentos. El barco fenicio más ligero venía hacia nosotros por el norte; ya había alcanzado la velocidad de ariete y viraba para tomar el mejor ángulo posible. Pero apuntaba a un barco abandonado y que se estaba hundiendo. No tenía manera de saber que todos estábamos a bordo de su propio barco de mando, ni que ya lo habíamos apresado y nos habíamos deshecho de los cuerpos.
Apestaba a sangre y a mierda, pero todavía nos quedaba algo de ánimo. Nos separamos del otro barco empujándolo con todo lo que pudimos echarnos a las manos; remos rotos, lanzas, bicheros. Los cinco primeros golpes de remo fueron tan desordenados que yo estuve a punto de desesperarme, y Mal se desgañitaba de tanto gritar; pero el barco nuevo tenía una lanza más de eslora, y la mitad de nuestros remeros estaban en bancos que no les resultaban familiares, algunos de ellos en una banda que no era la suya.
Nos desplazamos lo justo para apartarnos del Cortatormentas abandonado. Este nos hizo su último servicio llevándose consigo una víctima más al fondo del mar. El barco fenicio, aunque ya venía tocado, con un exceso de entusiasmo embistió al Cortatormentas por el centro y a toda velocidad. Su espolón rajó las tablas y el agua entró a raudales, y el Cortatormentas se anegó y se hundió rápidamente… fijado todavía al espolón del fenicio. Los remeros de este ciaron como héroes, intentando retirar el espolón; pero su proa fue hundiéndose, hundiéndose como si Poseidón los tuviera asidos por el bronce con su mano poderosa.
Quizá lo hubieran conseguido; pero entonces apareció Nearco de Creta por detrás de nuestra popa y los embistió limpiamente por el centro mientras ellos estaban absolutamente indefensos. A partir de entonces, fueron hombres muertos.
Las aclamaciones se oían más fuertes al oeste.
Lo notábamos. Los fenicios, los mejores del contingente enemigo, se retiraban. Su navarca había muerto, nadie les daba órdenes, y los barcos más al norte ponían rumbo a la playa y huían.
Detuvimos los remos, jadeantes; algunos hombres reían y otros lloraban. Habíamos estado cerca de la muerte. Yo había sentido la guadaña en mi mejilla.
Mientras no hacíamos nada, por detrás de nosotros el puñado de barcos quiotas comandados por Neoptolomeo acosaban a los últimos fenicios haciéndolos batirse en retirada; y cuando Milcíades nos pasó por delante y nos ordenó que formásemos a su derecha, teníamos dieciocho barcos. El Áyax tenía una herida en las tablas de la banda de babor, por donde un espolón fenicio había estado a punto de hundirlo; pero, por lo demás, seguía pareciendo el barco más poderoso en toda la bahía de Lade.
Cerca de mí, por el sur, un par de barcos de Quíos abordaban al último barco fenicio que quedaba en nuestra zona de la batalla.
A decir verdad, ninguno nos lo creíamos. Supongo que habíamos esperado que nos encontraríamos en situación desesperada y que los lesbios tendrían que acudir a rescatarnos cuando hubieran terminado con los egipcios; pero lo habíamos conseguido nosotros solos.
Milcíades nos hizo formar en fila. Los fenicios rehacían su formación ante su campamento, en la orilla de Micale. Eran cuarenta barcos, o más, contra dieciocho, y los habíamos derrotado.
Bebí de una cantimplora de agua e hice pasar otra de vino. Cuando estaba volviendo hacia mí la cantimplora, Negro profirió un ruido de indignación. Estaba mirando al mar hacia el oeste. Escupió en el mar, bebió del vino y pasó la cantimplora a Idomeneo.
—La hemos jodido —dijo.
Me volví. Recuerdo ese momento como si fuera hoy, como la cerveza del desayuno de esta mañana. Hasta el momento de volverme, yo era un héroe en una flota victoriosa, y acabábamos de romper el poderío naval de Persia, y yo iba a ser un príncipe en Beocia, con Briseida a mi lado.
El sol de la mañana había terminado de disipar la bruma.
Estábamos solos.
Hablando con propiedad, no estábamos solos, y haré un salto adelante en el tiempo para contaros lo que había pasado, porque, visto desde mi cubierta, la confusión era insoportable. Creed lo que os digo, niños: pasamos el resto del día en un estado de rabia y agotamiento, entre el miedo, la traición y la confusión.
Los samios se habían pasado al enemigo.
No todos, por supuesto. Algunos se mantuvieron fieles a la rebelión, y otros más huyeron de la traición, aunque hubo quien dijo que estos últimos fueron los más cobardes de todos, pues ni siquiera fueron capaces de tomar partido. De sus cien barcos, once se mantuvieron fieles a nosotros y lucharon hasta el fin. Esos once intentaron luchar contra cien barcos fenicios, y todas sus tripulaciones murieron en el intento, y los de Samos todavía tienen en el Ágora de su ciudad una estela en honor de ellos y de sus capitanes.
Pero Aeaces, que había sido tirano de Samos, tenía comprados a los aristócratas de entre ellos; y el canalla de Dionisio de Samos (no confundirlo con Dionisio de Focea, nuestro navarca loco) se pasó al enemigo.
La traición de los samios dejó a los lesbios a su suerte. Epafrodito optó por morir, y se lanzó contra el enemigo en cabeza de sus hombres, de los hombres de Metimna y Ereso, y se llevaron por delante a muchos de los cilicios. Pero los de Mitilene optaron por seguir otro camino, izaron las velas y huyeron; eran veinte barcos que nos hacían una falta enorme.
En el centro, los quiotas vieron que los estaban abandonando, y tomaron el partido más noble de todos. Se mantuvieron juntos y se resolvieron a abrirse camino a la fuerza. No tenían idea de que nosotros habíamos vencido por la derecha (¿quién lo iba a suponer?), de modo que se abalanzaron sobre la masa de movilizados forzosos y de mercenarios del centro. Aquel fue el caos que nos encontramos cuando se terminó de disipar por fin la bruma, de manera que al principio no podíamos ver ninguno de nuestros barcos porque no se nos ocurrió buscarlos detrás de la línea de barcos egipcios que nos hacían frente.
Debo añadir también que a estas alturas, Datis, el comandante Persa, creía que su propio flanco izquierdo, los fenicios a los que habíamos vencido nosotros, había sido rodeado por una fuerza mayor. Ciro y otros amigos me dijeron que aquello era lo que habían dicho a Datis los supervivientes que volvían derrotados, porque los hombres derrotados multiplican siempre a los enemigos por dos o por tres. Así pues, Datis creía que la batalla seguía indecisa, a pesar de la defección de los samios y de la destrucción de los lesbios. Seguía guardándose su reserva de trirremes egipcios, esperando a ver el resto de nuestra flota.
Así son las batallas a escala gigante. Cuando hay centenares de barcos frente a frente, un solo hombre no puede mandarlos a todos; ni siquiera puede enterarse de lo que pasa. Datis había ganado la batalla de Lade en la primera hora; pero la bruma y la derrota de las escuadras fenicias al este lo volvieron cauto. De lo contrario, podría haber cerrado el hueco y habernos atrapado a todos dentro del saco. Allí habrían muerto Milcíades, y Arístides, y Esquilo. Y otros muchos hombres buenos.
Pero tal como quedó la cosa, todavía lloraré cuando os cuente los que murieron. Esperad y lo veréis.
Remamos hacia el sur, evitando el contacto con la escuadra egipcia. Sus barcos eran menores que los nuestros; y, como os decía, no entendíamos a qué se debía su cautela; lo único que veíamos era desastroso.
Formamos un círculo con las popas juntas; es una treta favorita de los atenienses, como cuando una falange forma en caja contra la caballería. En esta ocasión, Milcíades lo hizo para que pudiésemos comunicarnos a gritos, de popa a popa.
Arístides fue el primero que habló.
—Debemos atacar su centro —dijo—. Los milesios siguen luchando, y muchos de los quiotas también.
Paramanos gritó a su vez, interrumpiéndole.
—Un valor estúpido, mi señor. Nuestros pocos barcos no pueden salvar ni a uno de los suyos.
—Podemos morir con ellos —repuso Arístides.
A decir verdad, aquello era lo que tenía pensado yo también. Una derrota tan grande, la destrucción de toda la flota de los griegos, significaría el fin de la independencia griega. Para siempre. Vosotros que vivís ahora, no podéis ni imaginaros una época en que Atenas, en su mejor momento, tenía quince barcos, ocho de los cuales eran nuestros. Esparta no tenía ninguno.
Naturalmente, a mí los griegos orientales no me importaban nada, a excepción de mis amigos. Pero la rebelión era lo único que había conocido yo, y los hombres de aquella rebelión eran mis amigos de juventud; y, además (y por encima de todo), supe que desde aquel momento había perdido a Briseida.
Creo que sollocé en voz alta. Solo me oyeron los dioses.
Nearco sacudió la cabeza.
—No tengo derecho a desperdiciar estos barcos; son del señor Aquiles, mi padre —dijo, con más madurez que la que tenía yo—. Cargaré con la deshonra, pero me retiraré. Caiga la culpa sobre mi cabeza.
Milcíades estaba en equilibrio sobre las tablas curvas de la popa de su barco. Levantó la mano para pedir silencio.
—Nearco está en lo cierto —dijo—. Nuestro deber, en nombre de todos los helenos, es salvar lo que podamos y vivir, para volver a luchar.
Arístides soltó una maldición, cosa que no le había oído nunca hasta entonces.
—¿Volver a luchar? —dijo—. ¿Con qué?
—Con nuestro ingenio, con nuestros barcos y con nuestras espadas —dijo Milcíades.
En aquellos momentos, Milcíades se hizo grande. A partir de entonces, ya no fue Milcíades, tirano del Quersoneso. A partir de entonces se convirtió en líder de la resistencia, aunque tendrían que pasar muchos años hasta que la gente lo supiera.
—Debemos salvar a todos los milesios y quiotas que podamos —dijo—. Nearco, ve con honra. Hemos vencido. Díselo a tus hombres; cuéntaselo a tus hijos. Si todos hubieran luchado como tú, habríamos vencido.
Dicho esto, se volvió hacia mí.
—Arímnestos, tenemos que cortar la red que rodea a los de Quíos.
A mí no me quedaba ya nada que dar; pero sus palabras fueron como un emplazamiento, y me erguí más junto a la baranda de mi barco, y dije:
—Sí, señor.
—Creo que los persas han mandado a sus capitanes que dejen vía libre a todos los barcos que huyen —dijo—. Así que, nosotros «huiremos» hacia el centro, viraremos al norte y atacaremos a los egipcios. Ve tú en cabeza —añadió, señalándome a mí—; tu barco es el más pesado. Cuando veáis mi señal, virad al norte, tal como hicimos esta mañana, de ir en columna a ir en frente de batalla. No muráis como héroes. Dejad fuera de combate un barco o dos, y abrid hueco. Y, después, huid. Lo único que os pido a todos es que acabéis con un barco más.
Nearco lloraba.
—No puedo marcharme —dijo—. Lucharé hasta que huyáis vosotros.
Milcíades sonrió como sonreía siempre que salía bien parado de un trato.
—Debes hacer lo que sea mejor para ti, hijo de Aquiles —dijo.
Nuestros remeros habían descansado lo suficiente como para que se les agarrotaran los músculos; pero todos habíamos tragado algo de queso y de salchichas con ajo, y nos deslizamos hacia el oeste, a remo, en contra de aquel viento del oeste que nos había impulsado a la victoria por la mañana.
Los de Quíos estaban proa con proa y remo con remo con los egipcios, al otro lado del centro, y los de Mileto estaban a pocos estadios de nosotros, pero más adentro, más al norte; y ahora, los fenicios a los que habíamos vencido salían de la playa; no para hacernos frente a nosotros, sino para acabar con los pobres milesios.
Estábamos remando de una manera espantosa; pero yo no tenía ánimos para maldecir a mis remeros. Lo habían dado todo de sí, y para nada.
Pero Poseidón se apiadó de nosotros, los pobres griegos; o puede que ya se hubieran agotado las maldiciones de aquel día. En el tiempo que un hombre veloz tarda en correr el estadio, el viento roló por completo. Del oeste al este. Y un viento cálido y húmedo nos sopló como la mano abierta de un dios benéfico. En cuestión de pocos latidos del corazón subimos a cubierta nuestras velas akateion. Negro tardó más, y Milcíades nos adelantó, y Arístides también. Se burlaron de nosotros.
Nosotros íbamos en un barco ajeno, y todo iba guardado por manos ajenas. En tales circunstancias, me pareció milagroso que Negro consiguiera izar la akateion. Y entonces volamos hacia el oeste. A nuestra espalda, al fondo de la bahía, apareció un chubasco que cayó sobre los fenicios. Era como si los dioses quisieran hacer todo lo que estuviera en sus manos para poner remedio a la necedad pérfida de los hombres.
Seré sincero. El entusiasmo temerario de aquella mañana había desaparecido. Estábamos cansados hasta la médula, y ya no luchábamos por la gloria. Pero no dejábamos de ser peligrosos como lo son los perros salvajes.
Y, por si parece que doy a entender que los egipcios eran enemigo pequeño, muchos hombres luchan mal cuando están próximos a la victoria. A mí mismo me ha pasado. Cuando ves que estáis venciendo, ¿para qué te vas a arriesgar más? Cuando nos volvimos hacia los egipcios, estos se quedaron sobresaltados y temerosos.
Y ¿por qué no? No eran amigos de Persia, sino vasallos suyos, y su bando ya se alzaba con la victoria.
Si hubiésemos conocido el futuro, si hubiésemos sido capaces de ver los días oscuros del Artemisio y de las Termópilas, cuando los quiotas y los lesbios vinieron contra nosotros, como vasallos de Persia, en aquellos mismos barcos, entonces los habríamos dejado morir. Pero ¿quién habría podido prever una cosa así?, ¿o quién habría sido capaz de abandonar a un amigo?
Y, naturalmente, ellos nos devolvieron el favor a su vez, en las playas de Micale. Pero ese relato queda para otra noche, ¿de acuerdo?
¿Por dónde iba? Aah… de modo que viramos hacia los egipcios, dieciocho barcos, y nuestros barcos eran más grandes, y nuestras tripulaciones eran más agresivas, incluso después de tanto luchar. Ellos se mantuvieron en formación, y muchos ciaron, y nosotros seguimos adelante sin hacer caso de los más temerosos, dispuestos a socorrer a los de Quíos.
Milcíades fue el primero que hundió un barco, un trirreme pequeño que se hundió bajo su ariete, atrapado al hacer un viraje en falso. Por entonces, Heracleides el Eolio ya se había convertido en un gran timonel.
Paramanos acabó rápidamente con el barco que intentó acudir en auxilio del otro, y acto seguido caímos sobre ellos como unas barracudas entre un banco de pececillos.
El primero que murió fue Nearco. Cuando cayó sobre nosotros el chubasco, se perdió, y no vio al barco cilicio que lo alcanzó en la proa con su espolón. Su barco se hundió rápidamente, ante nuestros ojos.
Neoptolomeo murió adentrando su barco cada vez más entre los egipcios, intentando salvar a su tío, que ya había muerto; el gran viejo Pelagio, que ya no volvería a organizar juegos en las playas de Quíos. Murió de un flechazo en un ojo.
Otra flecha mató también a Heracleides, al timón del Áyax de Milcíades. El propio Milcíades tomó entonces el timón. Había matado hombres como un segador siega la cebada madura con la guadaña; pero cuando todos sus infantes de marina estuvieron heridos, optó por vivir, salió del torbellino y huyó. Yo lo vi alejarse, y comprendí que también había llegado el momento de marcharme. Idomeneo iba en la proa, matando con su arco, y los egipcios se retraían, arrojándonos jabalinas y buscando una presa más fácil mientras nosotros intentábamos romperles los remos; y a lo lejos, a cosa de un estadio, vi que los de Quíos y los de Mileto luchaban intentando venir hacia nosotros, con la esperanza de que los rescatásemos.
Vinieron sobre mí dos barcos egipcios más arrojados que los demás, y sabían lo que se hacían. Yo, demasiado presuntuoso, me lancé entre ellos pensando hacerles el doble ariete a los remos; pero ellos plegaron las alas como aves que se arrojan al agua y, tras arrojarnos una lluvia de jabalinas que despejó mi cubierta de infantes de marina casi por completo, nos lanzaron los garfios de abordaje cuando pasábamos entre ellos. Ellos llevaban infantes de marina; los infantes egipcios son de primera, tan buenos, uno contra uno, como los nuestros griegos, con sus armaduras pesadas de lino, hechas con veinte o treinta capas de lino una sobre otra, porque el lino es barato en Egipto. Llevan cascos de bronce muy distintos de los nuestros, y un escudo pesado hecho con la piel de un animal del río. Cada hombre lleva un par de jabalinas muy dañinas, con puntas de arpón, y una espada de hierro enorme, y saben manejarlas. He oído decir que los egipcios son todos unos cobardes; pero nunca he oído decir esa tontería a nadie que haya luchado contra ellos.
Inmediatamente antes de que saltaran al abordaje, vi que Estéfano hacía entrar en acción su barco. Siempre fue uno de los mejores timoneles, y él mismo llevaba sus remos de dirección. Atrapó al barco egipcio que estaba más a barlovento, inmóvil y con los remos recogidos, y le embistió el costado como un tiburón que clava los dientes a un cadáver; y la quilla del barco egipcio se tronchó. Estéfano me saludó con el brazo, y yo se lo devolví; era el saludo de los atletas. Sí; recuerdo bien ese momento, porque Estéfano era entonces como un dios.
Pero los del otro barco egipcio, sin amilanarse por la muerte de sus compañeros, pasaron al abordaje; y, también como los tiburones, ahora que uno nos había clavado los dientes, los demás se envalentonaron y se adelantaron; y antes de que hubiésemos rechazado el primer asalto ya venían hacia nosotros más barcos.
No podíamos hacer otra cosa que luchar. Tanto por mar como en tierra, en los combates llega un momento en que ya no hay ni táctica ni estrategia. Lo único que puedes hacer es luchar. Nos fijaron los garfios en la proa, en la popa y a lo largo de todo una banda, y se lanzaron sobre nosotros; unos sesenta infantes de marina contra los nuestros, que eran ocho o diez (ya no recuerdo quiénes quedaban en pie); una confusión violenta de sangre y espadas.
Filócrates estaba en la proa con Idomeneo, y entre los dos cortaron el paso a un barco entero de infantes de marina. Yo solo captaba algunos atisbos; ya no me podía permitir el lujo de mandar, sino que tenía que luchar en persona; pero vi que Filócrates mataba y volvía a matar hasta que el barco que teníamos a proa terminó por cortar sus garfios de abordaje. Pero una jabalina arrojada al azar le dio en la cabeza, lo aturdió… y murió allí, bajo la gran espada de un infante de marina egipcio.
Frínico se llevó un flechazo en el brazo mientras dirigía a una docena de remeros armados contra el segundo barco; pero se subió a la baranda mientras la sangre le corría como el agua en un chaparrón, y levantó la voz de poeta como si estuviera compitiendo en los juegos contra Simónides o contra Esquilo:
—¡Canta, musa, la cólera del pélida Aquiles!
Cantaba mientras le corría la sangre, y mis marineros se levantaron de sus bancos con la gloria en los corazones.
Galas y Mal, que no llevaban armadura, me siguieron con los marineros que quedaban de la tripulación de cubierta, y no esperamos a que los del tercer barco egipcio se lanzaran al ataque. En cuanto nos fijó sus garfios de abordaje, saltamos las barandas y pasamos a sus bancos, matando.
Ese barco lo tomamos por sorpresa. Debían de habernos creído presa fácil, y quince hombres armados con hachas se deshicieron fácilmente de su tripulación desorganizada.
Yo abatí a su trierarca de un solo golpe de lanza, en su puesto al pie de su palo mayor, en el centro del barco; todavía tenían el mástil inclinado, el por qué solo Poseidón lo sabe; y me quedé allí jadeando como un fuelle enloquecido. A los que no habéis luchado nunca con armadura, niños, os diré que solo se puede aguantar unos cuantos centenares de latidos del corazón; ni el mejor hombre del mundo, ni el propio Aquiles, aguantaría más sin detenerse a descansar. Me aflojé la correa de la barbilla, aspiré unas dulces bocanadas de aire marino y miré a mi alrededor.
Idomeneo había aguantado él solo durante el tiempo que tarda una mujer en parir un niño, defendiendo la proa con el cadáver de Filócrates entre sus piernas abiertas. Frínico había caído y había dejado de cantar, pero sus marineros se habían apoderado del segundo barco egipcio. Nosotros habíamos barrido el tercero como un viento del desierto.
Pero mientras luchábamos habían venido tres barcos más contra Estéfano. Y este, en vez de abandonarnos y dejarnos morir para salvarse él, se mantuvo firme a nuestra banda de barlovento, y los enemigos lo abordaron. Vi cómo sus lanceros despejaban la cubierta de combate del más arrojado de los tres barcos enemigos; pero los otros dos llevaban infantes de marina de sobra y derramaron hombres sobre el centro del Tridente. Estéfano salió a su encuentro con media docena de sus infantes; su lanza relucía como si fuera Ares en forma humana, y las crines rojas de su penacho se agitaban por encima del combate.
Intentaban detener entre seis a treinta o cuarenta combatientes profesionales. Bramé mi grito de batalla, y Mal se levantó de su labor de despojar un cadáver; Galas me dio un toque en la coraza para indicarme que estaba a mi lado; y, con algunos marinos más y cinco remeros, volvimos a saltar a nuestro propio barco, recorrimos toda la cubierta a la carrera y saltamos de nuevo al rescate de Estéfano.
Mientras mis pies desnudos pisaban ruidosamente la superficie de mi propia cubierta, yo no veía nada, ni siquiera con el casco echado hacia atrás sobre mi cabeza. Debí de rezagarme un poco para tomar más lanzas, pues cuando llegué a la cubierta de Estéfano llevaba un par de ellas en la mano.
Fui el primero que salté a la cubierta del barco de Estéfano, cayendo por la espalda sobre los enemigos mientras estos masacraban a los remeros de Estéfano, que no llevaban armadura. Pero, cuando llegamos, un nuevo barco egipcio lanzó los garfios de abordaje al de Estéfano. A mi espalda venían Negro, y Galas, y la tripulación de cubierta. Recibimos a los nuevos egipcios espada contra espada y escudo contra escudo. Allí murió Mal, junto con la mayoría de mis marineros, hombres sin armadura que habían plantado cara a las espadas de los infantes de marina egipcios. Hacia el fondo de la cubierta, las cosas fueron todavía peores. Vi caer a Estéfano, con el muslo atravesado, y vi que su primo Harpago lo defendía con un hacha de marinero, y vi saltar la sangre como la espuma del mar cuando dio un hachazo a un hombre.
Yo estaba cansado, y mi causa estaba perdida, y dejarme morir era toda una tentación; pero la pérdida de Estéfano me había llenado de una cólera atroz. Y por encima de aquella cólera, o por debajo de ella, supe que se imponía hacer un esfuerzo digno de un dios, para que no murieran todos mis amigos, todos mis hombres. Los momentos como aquel son los que definen a uno, amigos míos. Ay, zugater, sí que habrías estado orgullosa de mí aquel día. Pues el heroísmo no se mide en la arena de la palestra, ni en las pistas de los juegos. Ni tampoco en el momento de una gran victoria. Cualquier hombre que merezca llevar el nombre de su padre será capaz de mantenerse en su puesto, un día seco, bien comido, fresco, fuerte y con la armadura puesta. Pero en los últimos momentos de una derrota, cuando el enemigo cae sobre ti como las hienas sobre una presa, cuando todo está perdido menos el honor; cuando estás cubierto de magulladuras y de heridas leves cuyo dolor te lastima a cada golpe; cuando te duelen todos los músculos y jadeas como un fuelle de fragua roto… cuando tus amigos han caído y no quedará nadie que cante tus hazañas… ¿quién eres tú entonces? Ésos son los momentos en los que muestras a los dioses de qué madera te hizo tu padre.
Galas cayó cuando nos atacaron los infantes de marina de un quinto barco. A decir verdad, amigos míos, no tengo idea de cuántos barcos nos rodeaban por entonces. ¿Ocho? ¿Diez? La cubierta de mi barco estaba casi despejada; pero el barco de Estéfano debía de parecer presa más fácil, y tenía la cubierta abarrotada de cincuenta combatientes enemigos; recuerdo que el casco se le hundía en el agua del puro peso de tantos hombres sobre la cubierta, y el barco, desequilibrado, oscilaba, con lo que resultaba todavía más difícil luchar. En el momento en que yo ya me estaba entregando en manos de Ares, un oficial egipcio acababa de agacharse para quitar a Mal el amuleto de oro que había llevado siempre.
¿Quién era yo entonces?
Ahora veréis quién era.
Me lancé sobre ellos por la crujía del centro del barco, abarrotada de hombres; lo recuerdo con la claridad de la juventud. Llevaba dos lanzas y mi escudo beocio, y corrí hacia ellos, unos tres pasos.
Lo recuerdo, porque el primer egipcio llevaba pintado un cuervo en el escudo oval; estaba agachado para apoderarse del collar, y leí en sus ojos su asombro al ver que un solo loco lo atacaba. Y Mal, moribundo, asió el escudo del hombre con las dos manos y tiró de él hacia abajo.
Eso es un héroe.
Metí la lanza en el cuello del egipcio; solo la punta, con delicadeza de gato, y la volví a sacar; salté por los aires sobre la cubierta que se bamboleaba, y arrojé la lanza al segundo hombre por encima del cadáver que caía. Los escudos de los egipcios son de piel pesada; pero mi lanzamiento estaba apoyado por Zeus, y le atravesó el escudo y el brazo; y tomé mi segunda lanza y lo maté, cayendo sobre su pecho protegido por su armadura mientras intentaba tomar aliento; y sentí ceder sus costillas bajo los dedos de mis pies al mismo tiempo que clavaba la lanza por bajo al hombre siguiente. Me bajé del moribundo, planté las piernas sobre la tablazón de la cubierta y empujé con mi escudo.
El hombre siguiente intentó retroceder, pero sus compañeros no se lo permitieron. Le dirigí un golpe con la lanza a la cabeza, y él se agachó y vaciló; y atrapé con la punta de mi lanza el borde de su escudo pesado de piel, y tiré; y después se la clavé en el pecho descubierto, y brotó una flor de sangre brillante sobre su coraza de lino blanco, y el alma se le salió por la boca. Su cuerpo cayó doblado a mis pies, y yo me agaché, poniéndome casi de rodillas en la cubierta, y apunté con mi lanza a la parte interior del muslo del hombre siguiente; es el mejor golpe que puede dar un luchador, porque por allí pasa una arteria, y un corte sencillo mata a un hombre. Miró con ojos desencajados aquel torrente de sangre, y cayó llevándose los dedos a la herida, y yo me puse de pie cuan alto era, me apoyé, pues se produjo un movimiento brusco de la cubierta, y arrojé la lanza que me quedaba entre los brazos extendidos del recién muerto hacia el hombre siguiente, por encima de su escudo, y se lo clavé en el cráneo, sobre la nariz. Busqué bajo mi brazo y saqué la espada, y un hacha arrojada por el aire abatió al sexto hombre allí donde estaba, paralizado y gris de miedo mientras la muerte cruel segaba a sus camaradas como se siega la cebada madura un día de otoño.
Seguía viendo el penacho del casco de Harpago, y rugí como una bestia; no fue un grito de guerra, sino el bramido de Ares, y mis enemigos se pusieron enfermos de terror, pues yo les traía la muerte y ellos no eran capaces de tocarme. El egipcio siguiente me asestó una lanzada, pero su golpe fue vacilante, el ataque temeroso del hombre desesperado. ¿Qué había dicho Calcas? Solo una cosa: cuando plantéis cara al matador de hombres, unid vuestros escudos y manteneos firmes y cautos. Huir y arrojarse al ataque son dos caras de una misma moneda: el miedo.
Negro metió la mano por debajo de mi escudo, asió el astil del egipcio y le hizo perder el equilibrio de un tirón; y mi espada lo abatió de un sencillo tajo al cuello allí donde su armadura de lino no alcanzaba a las carrilleras de su casco.
Los tranitas empezaron a hacer acopio de lanzas y de valor, y salieron como los guerreros nacidos de los dientes del dragón en el mito, de modo que de los bancos brotaban luchadores, y al cabo de diez latidos del corazón fueron los egipcios los que quedaron rodeados. Nos llenamos de ánimo todos, y cosechamos sus vidas como racimos de uva en el tiempo de la vendimia, y su sangre corría por la cubierta, bajo mis pies. Los tranitas los asían de los tobillos y de las rodillas y los hacían caer, o les metían jabalinas por las ingles; y por arriba mi espada estaba esperando toda la carne que quedaba al descubierto, y cada vez que un egipcio plantaba los pies en la cubierta yo apoyaba mi escudo contra el suyo y empujaba; y no he conocido nunca a ningún hijo de Egipto que tuviera en las piernas la fuerza suficiente para detener mi empuje.
Y murieron.
El último hombre que me salió al encuentro era valiente y murió como un héroe, cubriendo la huida de sus compañeros. Se plantó ante mí escudo contra escudo y me contuvo, y su gran espada me mordió el escudo por dos veces. El segundo golpe hizo mella en el grueso borde de roble; pero, mientras tenía la espada clavada en mi escudo, yo le metí la mía en la garganta. Era un hombre. Gracias a Ares que sus compañeros no estaban a su altura; de lo contrario, yo habría muerto allí.
Habíamos despejado la cubierta. Y cuando llegué a la baranda, corté los dedos a un hombre que estaba asido de ella. Me encontraba a un cuerpo de caballo de los hombres aterrorizados que iban en uno de los barcos unidos al Tridente por los garfios de abordaje, y me subí a la borda de un salto.
—Si venís a mí, moriréis todos —rugí.
Los egipcios cortaron los cables de los garfios de abordaje y empujaron el barco con bicheros para alejarse.
Ése, zugater mía, era yo en la hora de la derrota.
Servidme vino.
Los egipcios nos dejaron marchar, por voluntad de los dioses o por la temeridad de los hombres. Mis cubiertas estaban rojas de sangre y desocupadas (mi tripulación de cubierta había muerto casi hasta el último hombre); no me quedaban más oficiales que Negro, y mis infantes de marina, los dos que quedaban, estaban sentados en los imbornales, blancos de agotamiento y viendo cómo les temblaban las manos.
Todos mis mejores hombres habían muerto.
Todos mis amigos habían muerto también. Nearco, Epafrodito, Heracleides, Pelagio, Neoptolomeo, Mal, Filócrates, y otras dos docenas de hombres a los que conocía desde hacía años. Frínico y Galas yacían en mi cubierta bañados en su propia sangre.
Nos alejamos penosamente, como un león herido o como un jabalí que lleva clavada la lanza.
Pero, por el motivo que fuera, los egipcios nos dejaron marchar.
Y no en vano. Mientras avanzábamos poco a poco (quién hubiera podido remar como aquella mañana) pasando junto al borde de la línea egipcia, empezaron a llegar barcos de Quíos por detrás de nosotros. Unos pocos primero, y después más, una docena. Dos docenas. Uno de ellos llevaba a remolque un barco tomado al enemigo, y yo me reí; y vi entonces el barco de un lesbio al que conocía, y le llamé. Fue él quien me dijo que Epafrodito había muerto.
Pero habíamos pinchado la burbuja, y los rebeldes atrapados iban saliendo de la trampa tan aprisa como podían. Yo no tengo idea de quién sobrevivió; solo sé que eran los suficientes como para que los egipcios se retiraran sin más y nos dejaran marcharnos juntos. Debíamos de tener unos ochenta barcos, mezclados con un puñado de milesios. Y con Dionisio de Focea. Me contaron que este era el que más había penetrado en el centro enemigo, hasta el fondo, y que había incendiado un barco enemigo en la playa de estos antes de que la batalla se desmoronara a su alrededor.
Saludó con la mano y pasó a nuestro lado a remo, y sus hombres izaban la akateion. Aquel saludo fue el único agradecimiento que recibimos, pero decía lo suficiente.
Negro estaba en cuclillas a mis pies. Yo llevaba los remos de dirección en mis manos temblorosas, y él era el único oficial que quedaba, a excepción de Idomeneo, que había animado a mis remeros a seguirme cuando yo luchaba a bordo del Tridente. También él era un héroe. Estaba cubierto de heridas, como lo estaba yo, según advertí entonces que me tomé el tiempo de revisarme. Llevaba en el interior de mi muslo derecho un tajo ensangrentado que debería haberme matado. Yo no lo había sentido. La arteria vital debía de haberse salvado por un pelo, y yo me veía hasta muy dentro de la carne.
—¿Qué hacemos ahora, jefe? —me preguntó Negro.
Recorrí la bahía con la vista. Había barcos volcados y barcos incendiados; olor a humo, el mar lleno de cadáveres, de hombres que nadaban y de tiburones.
—Deberíamos refugiarnos en Quíos —dije. Pero Milcíades había encendido en mí el deseo de salvar algo.
Harpago llevó hasta nuestro lado el Tridente, el barco de Estéfano. Me dijo que Estéfano había muerto. Me lamenté en voz alta… había confiado en que solo estuviera herido. Aquel fue el golpe más fuerte del día.
Me subí a la baranda (¡cómo me dolían los muslos!) y le hablé a gritos.
—Milcíades va rumbo a Samos —dije, señalando hacia donde Cimón, Arístides y Milcíades izaban las akateion.
—Yo soy hombre tuyo y no de él —dijo Harpago—. Estéfano no te abandonó nunca, señor. ¡Nosotros tampoco te abandonaremos!
Yo seguía intentando hacerme a la idea de que Estéfano, tan sólido, tan grande, tan de fiar, había muerto. El mejor de mis hombres… el primer amigo que yo había tenido cuando fui libre.
—Voy hacia el campamento —dije. Esta decisión me había llegado como si me la hubiera dado Atenea, que estuviera a mi lado con sus ojos grises—. Quiero mi vela mayor, y mis remeros están agotados.
Negro asintió con la cabeza, e Idomeneo se encogió de hombros, y Harpago se apartó de mi banda y se me puso a popa.
Mis remeros estaban agotados, en efecto, pero quiero hacer constar que tomaron tierra como campeones. Llevamos nuestro barco hasta la orilla en contra del viento, y Harpago tomó tierra con el Tridente a nuestro lado en un campamento casi desprovisto de vida.
Negro, que se estaba tomando una taza de vino, sacudió la cabeza.
—Jefe, moriremos aquí.
Yo me encogí de hombros.
—Vamos a salvar algo —dije.
No recuerdo haber dicho nada más. Caí sobre mi estera, y no me moví más hasta que me despertó Idomeneo.
Lléname la copa, zugater. Y déjame solo.